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incongruente
Mensajes: 1.269
Fecha de ingreso: 10 de Junio de 2008

I CERTAMEN DE RELATOS BUBOK

30 de Enero de 2009 a las 9:40

De acuerdo con los "acuerdos" adoptados entre los que se han querido "mojar" a la hora de establecer las BASES del presente y futuros certámenes de relatos de bubok, tengo el honor de abrir el I CERTAMEN, proponiendo el tema.

Siendo el primero se me ocurre que podríais ( yo no puedo al ser el "maestro de ceremonias y de acuerdo con las BASES) escribir sobre:

""" I N A U G U R A C I O N"""

Por tanto, a partir del Domingo, 1 de Febrero del 2009, estan todos ustedes invitados a enviar sus relatos, de acuerdo con las claves establecidas por el encanto de Administradora que hemos tenido la suerte de tener. Suerte y al toro.

danielturambar
Mensajes: 5.089
Fecha de ingreso: 14 de Mayo de 2008
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  • 30 de Enero de 2009 a las 11:18


El plazo de publicación finaliza el miércoles 11 de febrero de 2009.


¡Suerte!
r2-d2
Mensajes: 3.171
Fecha de ingreso: 26 de Diciembre de 2008
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  • 30 de Enero de 2009 a las 19:47
No sé si es aquí el sitio procedente  (prometo aprenderme el Reglamento antes del lunes), pero habría que advertir, por si a alguno le da por contar la "inauguración" del mundo, que los relatos que empiecen con "En el principio era el Verbo ....", no deben ser admitidos, ya que tienen un ISBN inmemorial.


concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 3 de Febrero de 2009 a las 21:49

El príncipe azul.

 

«Nuestra sociedad está en declive. El olvido de las tradiciones ha dejado florecer la decadencia. Los dioses ya no nos aman. Es por eso que debemos volver a las viejas costumbres, aquellas que hicieron del nuestro un pueblo soberano y orgulloso, aquellas gracias a las cuales lograremos con gran sacrificio evitar el fin de nuestros días.»

Así habló mi abuelo ante el pueblo, los sacerdotes y aristócratas el día que presentó su gran proyecto. Dicen que es imposible que las recuerde, apenas tenía unos meses en aquel momento, pero ahora esas palabras resuenan en mis oídos con la misma fuerza de entonces.

Hoy es el gran día. El día en que todo volverá a ser como nunca debió dejar de ser. Todo mi pueblo se ha congregado. En las últimas semanas han llegado súbditos de todos los rincones del imperio para el acontecimiento. Ahora solamente resta que represente mi papel. Me han estado preparando para recibir este honor prácticamente desde el día de mi nacimiento, cuando el resurgir de nuestro pueblo era apenas una idea en la mente de mi fallecido abuelo. Fui cuidado para que creciera sano y fuerte, digno de la tarea que debo realizar. Instruido en el arte de la guerra y entrenado en el sigilo, moldeado hasta la perfección física. También he sido educado en los misterios de las estrellas, del viento, la selva y la tierra. El mejor de los guerreros, el más lúcido de los sabios, se prepara hoy aquí, al pie del templo a recibir la marca de los dioses ante todo su pueblo.

El momento se acerca. El cielo primaveral está despejado. El equinoccio da comienzo y con él la liturgia. Es algo, simplemente, maravilloso. La muchedumbre enmudece atónita ante el descenso de Gucumatz por la pirámide hasta mis pies y se arrodilla sumisa. Yo mismo quedo impresionado por su colorido resplandor. Por momentos la luz ciega mis ojos, pero me mantengo firme en mi posición, con mis mejores galas hasta que el dios trueno desciende por completo. El silencio se rompe cuando los fieles comienzan a levantarse. Continúa el proceso. Dos guerreros, dos grandes amigos de la infancia, se aproximan para tomar mis ropajes. Apenas cruzamos la mirada un instante. La fidelidad y el amor de estos hombres asoman en sus ojos. El orgullo ante el honor que les otorgo es parco dispendio por su servicio y amistad. Un último saludo lleno de admiración y quedo solo, vestido con un taparrabos y una corona de plumas sencilla.

Me vuelvo a la multitud para que pueda contemplarme antes escalar los trescientos sesenta y cinco escalones de la pirámide. Mis pasos son lentos, solemnes. La muchedumbre guarda un respetuoso silencio que acrecienta la sensación responsabilidad en cada uno de mis movimientos. Kinich Ahua arroja una cálida caricia que me conforta. El viento silba entre la piedra dándome ánimos. El paso firme, la espalda recta, la mirada al frente.  Los dioses esperan complacidos mientras continúo ascendiendo. El orgullo de una nación, de un emperador, de unos padres. Llego por fin ante el templete. Las veinte banderas emplumadas bailan con el viento. Me habría gustado tener unos hijos para que pudieran verme en esta hora. El más honrados de todos los hombres. Me vuelvo hacia la multitud que me vitorea enardecida. Gritan mi nombre, elogian mis méritos, bendicen a mi familia.

El ritual entra en su recta final. Un sacerdote me retira la corona de plumas tras una respetuosa pero discreta reverencia. Se vuelve al emperador, mi tío, para solicitar silencioso su permiso antes de continuar. No debo moverme, ni por supuesto decir palabra alguna, solamente debo entregarme al ceremonial. Una vez ungido con el color sagrado soy conducido al altar entre más alabanzas y parabienes del pueblo. Puedo ver brevemente a mi tío, el emperador, y a su heredero. Noto la satisfacción en su mirada de águila al contemplar el proceso. Permanezco boca arriba un instante sobre la piedra pulida hasta que por fin aparece el sumo sacerdote, mi padre. Deja el cuchillo a un lado sobre el altar y se dirige al pueblo. Les habla de mí, de quién he sido, pero sobre todo de lo que significa lo que estoy haciendo. Se dirige luego a su hermano quien, sin hablar, da su consentimiento para que la liturgia concluya.

El imperio se sume en silencio. Mi padre toma el cuchillo. Su mano tiembla un instante. Toma aire. Adiós mi pequeño, intercede por mí ante los dioses, susurra. Y, firme, clava la hoja en mis costillas, rompiendo carne y huesos, para después introducir la mano y extraer mi corazón aún palpitante el cual, tras ser ofrecido al sol y los cuatro vientos, es por fin arrojado en el pozo para que mi sangre sirva de viático a los dioses que mantienen el mundo en movimiento. Ya está. En breve todo habrá terminado. El primer sacrificio que colmará de buenos augurios el inicio de esta nueva era termina. Apenas siento dolor. Me habría gustado tener unos hijos, que habrían sido honrados. El mejor de los guerreros, el más lúcido de los sabios, el primer sacrificado. Mi pueblo, la vida, la tierra y los cielos, todo está de nuevo a salvo.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 5 de Febrero de 2009 a las 13:21

ILUSIONANTE DEBUT

 

Casi antes de que el desvencijado despertador hiciese sonar su estridente pero resolutivo grito de aviso, ya la nerviosa mano de Sara había apretado el botón de “parar” y sus bien contorneadas y largas piernas, salieron a toda velocidad de debajo de las sábanas.

De pie en su habitación, comprobó que toda su ropa se encontraba perfectamente colocada en la silla; se puso una bata y cogiendo la llave de la habitación, salió en dirección al baño común de la pensión donde se alojaba desde hacía tres días.

Después del contundente lavado de dientes, empezó la operación de “decoración”. Limpieza de cara, crema de resaltes, color de mejillas, cejas, pestañas, labios… En realidad, después de casi media hora de detallado trabajo y continuada contemplación, la mujer que sonriendo se admiraba en el espejo, en nada tenía que ver con la que acababa de levantarse. ¡Milagros de unas manos expertas que otros agradecerían con sus miradas!

Terminado el extenuante trabajo del baño, limpieza interior incluida, salió de él y se encontró de frente ante los irritados y somnolientos ojos de un extraño que, indiferente al trabajo que ella se había esforzado en realizar, la miró indignado y sin pronunciar palabra, se metió dentro, cerrando la puerta tras sí con un fuerte golpe.

Sara se quedó estupefacta junto a la puerta, sin comprender la indignación y desinterés demostrados por aquel desconocido. Encogiéndose de hombros, caminó hasta su habitación. Se acercó a la ventana y retirando los gastados y casi transparentes visillos que resguardaban su intimidad de los ojos de cualquier vouyeroso observador, miró al exterior.

No pudo evitar una mueca de desagrado al comprobar como la cortina de agua que tras los cristales caía, hacía del exterior una verdadera piscina. Aquello no lo había previsto y de inmediato, se acercó al apolillado armario que, en sus buenos tiempos, debió ser un apreciado mueble por sus dueños. La puerta, ajena al ajetreo de la habitación, gritó sobresaltada por el brusco despertar al que Sara la obligaba y abriéndose, dejó ver lo que tan celosamente guardaba. Sara, comprobando que su gabardina se encontraba en el lugar adecuado, comenzó rápidamente a cambiar de atuendo. Ropa interior, medias, falda, que para ajustarla al  “exacto” lugar que debía ocupar en su perfecto cuerpo, necesitó la ayuda concienzuda del espejo, ubicado en el trasdós de la quejosa puerta del armario; camisa, pañuelo corbata y chaqueta.

¡No! Y mil veces ¡no!. Aquel rebelde pañuelo ni ocupaba el lugar que Sara requería, ni tomaba la forma adecuada. A la cuarta intentona, la impaciencia comenzó a hacer su trabajo de zapa y la zapatilla que calzaba su pie izquierdo salió despedida, golpeando con fuerza contra la pared. Definitivamente se lo quitó, lo extendió sobre la cama, aun sin hacer, lo dobló de otra forma y… comienzo de nuevo. Al poco, y frente al espejo, una sonrisa apareció en su rostro; posiblemente también en el transparente rostro del espejo que ya, por sus esquinas, comenzaba a opaquear, aburrido de tanto iluminar la escena. Sara, despreocupada de las emociones que su ayudante de cámara pudiera sentir, se calzó los zapatos y comenzó a doblar sábanas, almohada y colcha, para dejar la habitación en perfecto estado.

Finalmente, se acercó de nuevo al armario y tomando su gabardina se la puso. Una última mirada al ya triste espejo, que con tanto esmero se había dedicado aquella mañana a devolver a su dueña una imagen mejor que la que recibía; algo que desde pequeño le habían inculcado sus amados padres. Buscó la llave de la habitación, cogió el paraguas, metió en el bolso el móvil, una bolsa de clinex y unos caramelos de menta y dirigiéndose a la puerta, salió y cerró con llave.

Ascensor y a la piscina. Rápidamente hasta la boca del metro. No era una hora punta, no, eran cinco minutos después de esa maldita hora; ese momento en el que todos los que trabajamos acostumbramos a usar para recuperar el tiempo perdido entre las pegadizas sábanas o los sentimentales espejos de armarios.

Quiso entrar en el vagón del metro, pero no lo consiguió, la metieron; a tal velocidad y de tal forma que, los llorosos ojos de Sara no quisieron mirar donde quedaba ubicado su “delicado” pañuelo de cuello.

Pero, ¡ay, Dios mío, si solo hubiese sido su pañuelo! No quiso pensar en nada más y al llegar a su estación, forzó su salida del vagón, consiguiendo su intento casi en el mismo momento en el que las estrictas puertas se cerraban. Ya en el andén, intentó arreglar lo imposible, pero los milagros, aquella mañana, se había acabado al salir del baño de la pensión y llorosa y desilusionada, se dirigió a su trabajo.

Al entrar en el auditorio, dejó en recepción gabardina, bolso y paraguas y, casi corriendo, fue hasta donde ya se encontraba su jefa esperándola junto a otras tres azafatas de congresos. Rápidamente les recordó lo hablado el día anterior y dándoles un paquete de directorios, las fue colocando en sus sitios. Una en la puerta principal, otra a la entrada al salón, la siguiente en el pasillo entre salón y despachos y, finalmente a Sara, junto a la entrada a los aseos. Quizás estuviese pagando con el sitio designado su tardía llegada.

Aquel primer día de trabajo, la pobre Sara, recién terminada su carrera de  Ciencias Políticas y Económicas, su master en idiomas, inglés y alemán, su doctorado en Política exterior que, al pobre de su padre, le había costado todas las horas extras del mundo, lo pasó llorando sin lágrimas y viendo como un enorme grupo de hombres y mujeres, expertos o interesados en la agricultura extensiva, pasaban por su lado sin tan siquiera pedirle un solo directorio.

Pero aun le quedaba toda una vida por delante, ¡¡¡enormemente larga vida por delante…!!!

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 5 de Febrero de 2009 a las 19:56

El extraño caso de Wesley Key

Aunque para muchos la historia de Wesley Key en una simple leyenda urbana, una de esas historias que alguien ha oído de alguien que dice ser amigo de alguien que le conoció, lo cierto es que, por extraño que parezca, sucedió realmente.

Wesley vino al mundo en un bloque envejecido de pisos de Bay Ridge, entre los vapores de la ginebra con la que una vieja comadrona le limpió las heridas del cordón umbilical. He llagado a pensar que efluvios etílicos, que envolvieron su cerebro sin formar, fueron los que a la postre determinaron su extraño destino.

Yo le conocí años después, cuando mi padre perdió su empleo en Manhattan y tuvimos que trasladarnos. Fue el día en que hicimos la mudanza, estaba sentado en las escaleras de mi futura vivienda jugando con una pelota mugrienta observándonos desempacar.  Recuerdo que me llamó poderosamente la atención la sincera y amplia sonrisa con la que nos recibió, en la que ya faltaban las palas y colmillos superiores. Cuando nos hicimos amigos, me contó que había perdido los dientes en una apuesta. Se había empeñado en que era capaz de abrir una botella de cerveza con los dientes. Lo que no sabía es que habían pegado la chapa. Cuando Wesley se dio cuenta de que le habían tomado el pelo, no se dio por vencido y, al final, acabó con veinte dólares en el bolsillo y los dientes superiores fatalmente dañados.

Sus primeros problemas con el alcohol empezaron cuando su padre murió en un accidente en los muelles. El seguro a penas cubrió los gastos del entierro, por lo que su madre tuvo que trabajar durante todo el día. Wesley, con apenas catorce años, se vio obligado a abandonar el colegio y a empezar a repartir periódicos.  En Brooklyn y en pleno invierno repartiendo diarios por las esquinas, la única manera que encontró para combatir el frío fueron las viejas botellas de ginebra que su padre guardaba en casa.

Siempre me lo encontraba en la esquina de la calle, con su sonrisa desdentada y burlona y el bulto de una pequeña petaca bajo su desgastada chaquetilla de franela. Al acabarse la ginebra, pasó al whiskey barato que le vendían a granel en las bodegas de los hermanos  Cowen,  dos inmigrantes irlandeses con pocos escrúpulos para dar alcohol a menores. Con dieciséis años conocía ya todos los bares y tabernas de Brooklyn. Sin embargo, a pesar de haberle visto beber una y otra vez, día tras días, jamás le había visto borracho. Era como si las bebidas no tuviesen efecto alguno sobre él.

Recuerdo especialmente el día en que los Brooklyn Dodgers  consiguieron derrotar a los Yanquis de Nueva York y ganar la Liga Mayor de Béisbol. Todos los jóvenes de Brooklyn salimos a las calles a celebrarlo y, aunque Wesley bebió sin parar durante toda la noche,  cuando las luces del nuevo día despuntaron, él seguía tan fresco como una lechuga, mientras la mayoría de nosotros estábamos embriagados o inconscientes

Ni siquiera cuando Betty Langrage, la única mujer de la que fue capaz de enamorarse, murió atropellada por un conductor ebrio, Wesley fue capaz de emborracharse. Bebió y bebió durante días, pero jamás le vi mostrar el menor signo de que el alcohol le estuviese afectando.

Una vez le pregunté por qué bebía de aquella manera, si no era capaz de emborracharse, ni siquiera de alegrarse con una copa; “Porque tengo la esperanza de que alguna vez el alcohol consiga borrar de mi vida todo lo que me ha salido mal” me respondió.

Poco a poco, su inusual inmunidad al alcohol fue convirtiéndole en toda una celebridad. Le apodaron Whiskey, haciendo un desafortunado juego de palabras con su nombre, y los retos en bares o tabernas empezaron a sucederse. Todo el mundo quería saber hasta dónde era capaz de llegar, pero el resultado era siempre el mimo: su oponente derrumbado, incapaz de levantarse del asiento por sí mismo y Weley, pidiendo una copa más.

Por eso, cuando un nuevo local en Williammsburg anunció que ofrecería, a todo el que acudiese el día de su inauguración, cuanto alcohol fuese capaz de consumir, fuimos muchos los que pensamos que Wesley no se perdería la oportunidad de demostrar una vez más su peculiar habilidad.

El día de la inauguración había cientos de personas apretujándose en la puerta del local. Pensé que no podría entrar y estaba a punto de irme, cuando divisé a Wesly junto a la entrada. Con una mano me hizo un gesto para que le acompañase al interior. Cuando llegué a su altura me comentó en voz baja “hoy puedo conseguirlo, por una vez no tendré que preocuparme por el dinero”. Intenté persuadirle, pero su decisión era inquebrantable, así que decidí acompañarle al interior.

En una mesa habían preparado varias botellas de whiskey y un hombre, cuya corpulencia frente a la fragilidad física de Wesley parecía presagiar una dura contienda, esperaba ansioso mostrando un fajo de cien dólares en su mano. Wesley depósito otros cien dólares para cubrir la apuesta y se sentó frente a él. Los pequeños vasos de Whiskey empezaron a desaparecer uno tras otro, mientras ambos hombres bebían por turnos. El duelo duró más de una hora, hasta que finalmente el grueso oponente de Wesley, que apenas era ya capaz de levantar su bebida, rechazó la nueva ronda incapaz de continuar. Hicieron falta tres hombres para ayudarle a salir de local.

Creía que allí acabaría todo, pero Wesly  no pensaba igual. Ante el asombro general, juntó todo el dinero ganado y lo puso en la mesa, repitiendo la apuesta. Aquello me asustó; Wesley había bebido casi dos botellas de whisley y continuar me parecía demasiado peligroso. Intenté convencerle de que abandonase, pero se limitó a reír, mirándome con una extraña expresión de seguridad que no supe interpretar. Intenté levantarle por la fuerza, pero rápidamente dos matones del local me sujetaron por los brazos impidiéndome moverme.

El duelo se repitió no una sino tres veces más, ante mi mirada horrorizada y la fascinación asombrada del público. Nadie era capaz de comprender como aquel pequeño cuerpo podía soportar tan increíble castigo sin mostrar signo alguno de embriaguez.

Cuando el cuarto hombre tuvo que ser retirado entre vómitos, Wesley me miró de nuevo y puedo jurar que aquella mirada fue la más clara y limpia que le vi jamás. Su serenidad era increíble. Con un gesto de la mano dio por terminadas las apuestas y se levantó, recogiendo todas sus ganancias. Después se acercó hasta mí, pidiendo que me soltasen.

Me miró sonriendo e introdujo el dinero en el bolsillo de mi chaqueta, susurrándome al oído: “No lo necesito, por fin lo he conseguido”.  Cuando, confundido, intenté impedir que introdujese aquel montón de dólares apretujado en mi bolsillo, el tacto de su piel me hizo asustarme de tal manera, que di un paso hacia atrás tambaleándome. Su mano estaba húmeda, resbaladiza y era extrañamente flexible, tuve la seguridad de que algo horrible le estaba pasando. Wesly dio un paso atrás  sonriendo de nuevo. No puedo explicar el espanto que sentí, al ver su dentadura completa milagrosamente.

Todas las personas que estaban en el bar se dieron cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. El silencio era sepulcral. Poco a poco se fueron alejando, apretujándose en los límites del local pero incapaces de abandonarlo, como si presintiesen que, aunque horrible, lo que estaba ocurriendo era algo fascinante que debían presenciar.

Wesley  cerró los ojos y eso fue el principio. Sus rasgos empezaron a diluirse, como si su rostro no fuese más que una máscara de cera a punto de derretirse. Su piel comenzó a volverse traslúcida, a la vez que todo su cuerpo empezaba a contraerse. Ante los ojos atónitos de todos los que estábamos allí, Wesley Key fue perdiendo coherencia física a medida que su cuerpo se diluía. En apenas unos minutos, lo único que quedaba de él era un charco de líquido transparente y un montón de ropa empapada.

No hace falta decir que se formó un gran escándalo cuando la gente completamente espantada abandonó el local, unos gritando y otros totalmente descompuestos ante el horrible espectáculo. Cuando la policía llegó, lo único que pudo certificar era que había un charco de whiskey y un montón de ropa en medio del local.

En los periódicos se dijo de todo, desde que se había tratado de una alucinación colectiva, hasta que la bebida estaba adulterada con algún alucinógeno que produjo el pánico general. El local, del que ya nadie recuerda el nombre, fue cerrado y en su lugar se construyó una torre de apartamentos.

Hoy en día, Wesley Key se ha convertido en un mito, pero yo sé que fue alguien real. Por eso, cuando alguien en tono de burla me cuenta la leyenda de un hombre llamado Whiskey, me levantó y saco de un cajón de mi habitación, un pequeño fajo de dólares, en el que existe una extraña huella dibujada, la huella de una mano húmeda que, aún hoy, huele terriblemente a whiskey barato.

FIN

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 6 de Febrero de 2009 a las 19:28
Eco
 
Off line
 
 
Se ha inaugurado la semana negra barcelonesa, seis días en los que los corruptos y los asesinos andan sueltos por Barcelona. Yo había quedado con Raquel para ver la exposición sobre la novela El perro de los Baskerville, una de las pocas que protagonizó Sherlock Holmes y en la que nos habían dicho que se iban a poder ver portadas de ediciones de coleccionista, carteles cinematográficos y otros objetos que nos picaban la curiosidad.
Raquel. Raquel que no había venido, Raquel que no aparecía. Ya me había avisado mi madre: "Cuidado, hijo, eso de conocerse por Internet es complicado, casi siempre sale rana o travesti".
Normalmente no me molestaba tener que darle la razón a mi madre, mi madre que para mí es perfecta, tendrían que hacerle una lobotomía para que le viera algo malo.
Raquel hasta el plantón de ahora, también era perfecta.  Entré en su blog Taxi Key y leí todos sus poemas. Algo me enganchó sin remedio y quise conocerla. La cita era hoy, en la Barcelona negra.
Veo libros, más libros, escritores. He acudido ya a varias mesas redondas y he visto solo la exposición del Museo de ciencias naturales de Barcelona, Asesinato en el museo.
Me están entrando ganas de matar a alguien.
No sé qué hago aquí, la verdad. Debo ser la única persona de toda esta muchedumbre a quién no le gustan las novelas de policías, ni los detectives de ficción ni piensa comprarse en la vida un libro de Mankell.
Estoy aquí, plantado en medio de mis preguntas, esperando a Raquel. Raquel que no piensa venir. Me hundo en la noche como a veces se sumerge  la cabeza en el pecho para reflexionar. Hace calor, estoy sudando. Alrededor mío hay muchos autores firmando libros. Un pequeño espectáculo, un autoengaño inocente, ese de pedirles un autógrafo.
Mis ojos sólo veían un campamento al raso, una inabarcable cantidad de personas, un ejército, una ciudad bajo un cielo sofocante y húmedo. No digo más, me voy a casa, a dormir en mi sólida cama, a ver el techo seguro de mi habitación, a besar a mi madre en las mejillas, a escribir en mi diario aforismos y consideraciones acerca del pecado, a masturbarme hasta que dejen de dolerme los huevos y a hacer el juramento de no volver a quedar con nadie para ver inaugurar nada.  Ensimismado en estas cosas, me dormiré. Es una noche hermosa. Si me despierto encenderé el ordenador y Raquel estará desconectada. Igual empezaré a darle puñetazos al saco de boxeo, los asesinos y los solterones en paro no le importan un rábano a nadie. De alguna forma esta noche he descubierto que la realidad, igual que la ficción, no tiene por qué ser verosímil o atractiva. Pensar que le había comprado un anillo. Me lo tragaré esta noche, cenando con vino tinto, mientras me digo "eres imbécil" y vuelvo a coger el temario de las oposiciones, a ver si consigo pasar de la página diez. Los fracasados deberíamos vivir en un mundo aparte… la pantalla del ordenador vuelve a darme el mismo mensaje, off line…
 
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 6 de Febrero de 2009 a las 20:16

Eco
 
Off line
 
 
Se ha inaugurado la semana negra barcelonesa, seis días en los que los corruptos y los asesinos andan sueltos por Barcelona. Yo había quedado con Raquel para ver la exposición sobre la novela El perro de los Baskerville, una de las pocas que protagonizó Sherlock Holmes y en la que nos habían dicho que se iban a poder ver portadas de ediciones de coleccionista, carteles cinematográficos y otros objetos que nos picaban la curiosidad.
Raquel. Raquel que no había venido, Raquel que no aparecía. Ya me había avisado mi madre: "Cuidado, hijo, eso de conocerse por Internet es complicado, casi siempre sale rana o travesti".
Normalmente no me molestaba tener que darle la razón a mi madre, mi madre que para mí es perfecta, tendrían que hacerle una lobotomía para que le viera algo malo.
Raquel hasta el plantón de ahora, también era perfecta.  Entré en su blog Taxi Key y leí todos sus poemas. Algo me enganchó sin remedio y quise conocerla. La cita era hoy, en la Barcelona negra.
Veo libros, más libros, escritores. He acudido ya a varias mesas redondas y he visto solo la exposición del Museo de ciencias naturales de Barcelona, Asesinato en el museo.
Me están entrando ganas de matar a alguien.
No sé qué hago aquí, la verdad. Debo ser la única persona de toda esta muchedumbre a quién no le gustan las novelas de policías, ni los detectives de ficción ni piensa comprarse en la vida un libro de Mankell.
Estoy aquí, plantado en medio de mis preguntas, esperando a Raquel. Raquel que no piensa venir. Me hundo en la noche como a veces se sumerge  la cabeza en el pecho para reflexionar. Hace calor, estoy sudando. Alrededor de mi hay muchos autores firmando libros. Un pequeño espectáculo, un autoengaño inocente, ese de pedirles un autógrafo.
Mis ojos sólo veían un campamento al raso, una inabarcable cantidad de personas, un ejército, una ciudad bajo un cielo sofocante y húmedo. No digo más, me voy a casa, a dormir en mi sólida cama, a ver el techo seguro de mi habitación, a besar a mi madre en las mejillas, a escribir en mi diario aforismos y consideraciones acerca del pecado, a masturbarme hasta que dejen de dolerme los huevos y a hacer el juramento de no volver a quedar con nadie para ver inaugurar nada.  Ensimismado en estas cosas, me dormiré. Es una noche hermosa. Si me despierto encenderé el ordenador y Raquel estará desconectada. Igual empezaré a darle puñetazos al saco de boxeo, los asesinos y los solterones en paro no le importan un rábano a nadie. De alguna forma esta noche he descubierto que la realidad, igual que la ficción, no tiene por qué ser verosímil o atractiva. Pensar que le había comprado un anillo. Me lo tragaré esta noche, cenando con vino tinto, mientras me digo "eres imbécil" y vuelvo a coger el temario de las oposiciones, a ver si consigo pasar de la página diez. Los fracasados deberíamos vivir en un mundo aparte… la pantalla del ordenador vuelve a darme el mismo mensaje, off line…
 

 

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
  • CITAR
  • 6 de Febrero de 2009 a las 20:16
cita de concursoderelatos Eco
 
Off line
 
 
Se ha inaugurado la semana negra barcelonesa, seis días en los que los corruptos y los asesinos andan sueltos por Barcelona. Yo había quedado con Raquel para ver la exposición sobre la novela El perro de los Baskerville, una de las pocas que protagonizó Sherlock Holmes y en la que nos habían dicho que se iban a poder ver portadas de ediciones de coleccionista, carteles cinematográficos y otros objetos que nos picaban la curiosidad.
Raquel. Raquel que no había venido, Raquel que no aparecía. Ya me había avisado mi madre: "Cuidado, hijo, eso de conocerse por Internet es complicado, casi siempre sale rana o travesti".
Normalmente no me molestaba tener que darle la razón a mi madre, mi madre que para mí es perfecta, tendrían que hacerle una lobotomía para que le viera algo malo.
Raquel hasta el plantón de ahora, también era perfecta.  Entré en su blog Taxi Key y leí todos sus poemas. Algo me enganchó sin remedio y quise conocerla. La cita era hoy, en la Barcelona negra.
Veo libros, más libros, escritores. He acudido ya a varias mesas redondas y he visto solo la exposición del Museo de ciencias naturales de Barcelona, Asesinato en el museo.
Me están entrando ganas de matar a alguien.
No sé qué hago aquí, la verdad. Debo ser la única persona de toda esta muchedumbre a quién no le gustan las novelas de policías, ni los detectives de ficción ni piensa comprarse en la vida un libro de Mankell.
Estoy aquí, plantado en medio de mis preguntas, esperando a Raquel. Raquel que no piensa venir. Me hundo en la noche como a veces se sumerge  la cabeza en el pecho para reflexionar. Hace calor, estoy sudando. Alrededor mío hay muchos autores firmando libros. Un pequeño espectáculo, un autoengaño inocente, ese de pedirles un autógrafo.
Mis ojos sólo veían un campamento al raso, una inabarcable cantidad de personas, un ejército, una ciudad bajo un cielo sofocante y húmedo. No digo más, me voy a casa, a dormir en mi sólida cama, a ver el techo seguro de mi habitación, a besar a mi madre en las mejillas, a escribir en mi diario aforismos y consideraciones acerca del pecado, a masturbarme hasta que dejen de dolerme los huevos y a hacer el juramento de no volver a quedar con nadie para ver inaugurar nada.  Ensimismado en estas cosas, me dormiré. Es una noche hermosa. Si me despierto encenderé el ordenador y Raquel estará desconectada. Igual empezaré a darle puñetazos al saco de boxeo, los asesinos y los solterones en paro no le importan un rábano a nadie. De alguna forma esta noche he descubierto que la realidad, igual que la ficción, no tiene por qué ser verosímil o atractiva. Pensar que le había comprado un anillo. Me lo tragaré esta noche, cenando con vino tinto, mientras me digo "eres imbécil" y vuelvo a coger el temario de las oposiciones, a ver si consigo pasar de la página diez. Los fracasados deberíamos vivir en un mundo aparte… la pantalla del ordenador vuelve a darme el mismo mensaje, off line…
 

este relato queda anulado por el siguiente, tenía una falta de ortografía

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 8 de Febrero de 2009 a las 21:43

    El anciano caminaba solitario, mudo y desapercibido, por las arterias de aquella gran ciudad. Hacía poco tiempo desde que se alejó de su desatendido hogar, pero ya empezaba a notar el terrible mal que acechaba a su cerebro: no sabía dónde se encontraba. Se detuvo unos segundos, y esto hizo que una joven mujer que iba detrás suyo se chocara contra él, y casi le hiciera caer al suelo. “¡Mira por dónde vas, estúpido!”, le dijo al viejo hombre, sin siquiera mirarle a los ojos. El abuelo, confundido, más que prestar atención a las palabras de la joven lo que hizo fue observar su rostro, poco antes de que ésta lo girara de nuevo y siguiera su camino. Un destello le vino a la cabeza, algo que pugnaba por abrirse paso, salir de su almacén de recuerdos y manifestarse, pero su lucha fue inútil: el anciano no lograba identificar qué era lo que estuvo a punto de extraer de su memoria.

 

    El hombre empezaba a sentirse cansado, confundido, intentando recordar cuál era el propósito de su triste y solitario paseo. Más de una vez se preguntó dónde estaría su mujer, su tan amada esposa con la que compartió casi cien años de felicidad, su única compañera inseparable en el abismo del aislamiento que sufrían las personas mayores... pero, unos minutos después, volvía a recordar que llevaba viudo diecisiete años. En una de ésas, el viejo al fin logró extraer de su memoria lo que minutos atrás le fue negado: efectivamente, la joven que tropezó con él hacía un rato era su nieta, de la cual no sabía nada desde hacía casi quince años... sí, había crecido mucho, pero tenía el inconfundible rostro de su querida nieta, pensó el abuelo. Feliz de ver lo sana y guapa que se la veía, una nueva chispa de energía motivó su lánguido andar, y siguió con firmeza aquel paseo de destino olvidado, que parecía no llevar a ninguna parte.

 

    Al poco tiempo, el anciano solitario recordó su propósito al mirar el panorama: una gran cabina negra se alzaba ante él al girar una esquina, una elegante y formal cabina que olía a nuevo, a pintura y a frialdad. Con gran decisión y serenidad, el hombre se acercó a la cabina decidido, pero sus débiles pasos fueron detenidos por dos jóvenes. El hombre estaba muy confuso y tenía miedo, los dos adolescentes lo agarraban con firmeza y lo llevaban a alguna parte, y lo único que percibía eran frases como “¡No se le ocurra hacer eso!”, “¡Alto, no se acerque ahí!”, o “¡Díganos quienes son sus hijos!”. No duró mucho el acoso de los jóvenes, pues una pareja de policías arremetieron pronto en la escena, ensañándose a porrazos con ellos mientras intentaban escaparse. Al mismo tiempo que uno de los uniformados se dedicaba a correr detrás de los increpadores, el otro atendió amablemente al anciano: “¿Está usted bien? Estos jóvenes de hoy en día... ¿Quiere que le ayude a manejar la máquina? Es muy sencillo...”

 

    El anciano le dio una respuesta negativa al policía, pues en esos momentos lo que el hombre deseaba era intimidad. Abrió la puerta de la negra y estrecha cabina, y se encerró con pestillo. Se sentó cómodamente en el sillón que allí había, y visualizó el panel que tenía frente a sus ojos. Conforme iba leyendo las opciones que se le ofrecían, los ojos se le iban llenando de lágrimas. El anciano pensó entonces en su madre. Pensó en su padre, pensó en sus hijos, sus nietos, pensó en sus vacaciones en Alicante de niño, su primer amor, su primer trabajo, su primer logro, su primer fracaso... pensó en su madre, y le pidió ayuda en silencio. Pero no estaba con él. Nadie lo estaba. El viejo hombre no quiso pensar, no quiso dejar que precisamente en ese momento, en ese mismo momento, su degradado cerebro empezara a reanimarse, como burlándose de su propietario y de la decisión que estaba tomando. Pulsó finalmente una última opción en aquella maldita pantalla táctil, e insertó dos billetes de mil euros, cuatro de quinientos, tres de cien y dos de cincuenta.

    Minutos después, sólo quedaron de él las cenizas. Unas tristes y caras cenizas, que acabaron siendo agrupadas indiscriminadamente junto con muchas otras, a la espera de ser destruidas del todo o bien lanzadas al espacio exterior, según la tarifa que hubiera pagado el cliente.


 

    Año 2236. Con unos servicios sanitarios impecables y una altísima calidad de vida, la población empieza a envejecer alarmantemente. Ahora ya no es la muerte a lo que teme la gente, sino al alzheimer. La esperanza de vida casi podría considerarse desconocida, pues siempre es esta negra enfermedad la que acaba atacando a todos los individuos, al llegar a los 120-160 años de edad. Como poniendo un límite inquebrantable al viejo sueño de la inmortalidad humana, esta enfermedad acabó propiciando la inauguración de las llamadas cabinas de suicidio. Una última y macabra esperanza para todos aquellos que, sepultados por los años y olvidados por todos, pudieran poner punto y final a una vida a la que se le fue la luz mucho tiempo atrás.

concursoderelatos
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  • 8 de Febrero de 2009 a las 21:44
Título del relato anterior: VIDA SIN LUZ
concursoderelatos
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  • 9 de Febrero de 2009 a las 20:48

Sábado por la tarde

 

Era sábado por la tarde cuando Marisa dio el pistoletazo de salida a la vida de su pequeño comercio: una librería en una esquina de la Calle del Libro. No obstante, en esta vía de la ciudad de residencia de Marisa no abundan estos negocios, y es por esto por lo que quizá Marisa decidió ubicar el suyo en esta zona, como para convertir a ésta en un algo literario,  que es lo que probablemente pensase que  debería ser por la denominación de la susodicha calle.

 

    Dejando el subconsciente a parte, el asunto es que Marisa se hallaba allí charlando con sus amigas y familiares, quienes fueron los asistentes, entre canapés y cava burbujeante en vasos de plástico, cuando de pronto una mujer de talla media y anchura gruesa, con una gran papada, entró por la puerta. Advirtieron la entrada de esta mujer los allí congregados por el sonido de la puerta al chocar contra un paragüero mal colocado, ella con sus ojos de pestañas maquilladas con rímel azul, grandes, con las cejas arqueadas para hacer saber a todos que se sabía observada y qué no era para tanto su entrada allí, pues no era conocida ni famosa ni nada, tan sólo había dado con la puerta un golpe al paragüero.  En éste depositó su paraguas la mujer, todo mojado. Afuera la lluvia era leve pero constante; llevaba ya todo el día cayendo el líquido elemento desde las grises alturas.

 

    Ya todos vueltos de nuevo a sus charlas, a sus comidas y a sus vasos con burbujas, la mujer  gruesa comenzó a mirar las obras escritas allí expuestas, las que estaban en una mesa grande en el centro del local con un tapete de terciopelo rojo. Las tocaba de una en una a medida que iba leyendo sus títulos y sus autores, deslizando sus dedos por sus tapas, pero sin cogerlas; parecía que buscaba una en concreto.

 

    -¡Anda mira! ¡Si este es mi libro! –exclamó alterada y contenta.

 

    Marisa, que no la había quitado ojo al ser su primera clienta no conocida, se sorprendió de tal noticia: parecía que esa mujer gruesa, de papada grande, era escritora, y había encontrado allí un libro de creación suya.

 

    -¿Lo ha escrito usted? –preguntó.

    -Sí,… qué ilusión… -parecía más calmada, los párpados caídos, leyendo el texto de la contraportada.

 

    Todos volvieron a observarla, como hacía unos instantes cuando hizo acto de presencia de manera tan escandalosa. Pensó de nuevo que no era para tanto, que ella no era conocida ni famosa ni nada, para en seguida notar que esto mismo ya lo habían notado todos ellos, y por eso se sorprendían, que una persona que parecía una cualquiera fuera la autora del libro que sostenía en sus manos.

 

    -Lo he escrito yo –dijo.

concursoderelatos
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  • 11 de Febrero de 2009 a las 21:58
Ofrenda al sol

Una extraña quietud se fue apoderando de los bañistas, los niños dejaron por un instante sus juegos para permanecer en silencio. De pronto, un sobrecogedor silencio inundó la playa, por primera vez en el día, el romper de las olas se imponía al griterío habitual. El mensaje era nítido: Algo iba a suceder. El astro rey llegaba a su fin, al ocaso. El motivo de la espontanea paralización de las actividades no era otro que la pura y directa contemplación de la puesta de sol. La playa californiana rendía un tributo especial, un agradecimiento a tan majestuosa visión, casi una adoración. La confirmación de que la vida continúa, de un día más en el calendario que celebrar: ¡Seguimos vivos!.


Un espectáculo único se mostraba ante nosotros, quizá el más grandioso del universo, pero que por costumbre ha dejado de ser trascendente. Demasiados dioses como para reparar en una simple visión, demasiados problemas como para reparar en algo tan esplendoroso . En otros tiempos se hubieran postrado agradecidos, suplicantes, conscientes de la importancia de este hecho sublime y trascendental para que la vida continúe.


El sol tocaba el horizonte pintando la playa con su anaranjada gratitud, las nubes adquirieron una tonalidad rojiza, casi tenebrosa, inquietante al contraste con el azul oscuro y apagado del cielo al atardecer. Incluso un policía que transitaba por la arena con un quad se detuvo para no perturbar el acontecimiento.


Todo continuaba en silencio, el Pacífico iba acunando con parsimonia a la solemne luz, mientras el acto espontáneo y generoso proseguía como si se tratase de una oración, un tributo no pactado que hubiera hermanado en sintonía a todas aquellas almas.


Una clamorosa ovación despidió a los últimos rayos que aun luchaban por dibujarse en las nubes. Después todo volvió a su rutina, el jaleo habitual, muchos comenzaron a recoger las sombrillas para marcharse, los niños volvieron al agua para darse el último chapuzón.


Me quedé pensativo, intrigado, recapacitando sobre el acontecimiento que acababa de vivir, algo único sin duda. Había contemplado algo grande de verdad, pero sin la ayuda de todos aquellos bañistas, de aquella playa, no hubiera pasado del típico comentario “¡Que bonita puesta de sol!. Jamás me hubiera parado a contemplarlo con ese fervor, con ese efecto tan gratificante. No existe nada tan trascendente.


Lo guardo en mi memoria, lo revivo con satisfacción y desde entonces cada vez que el día termina procuro dedicarle unos segundos, mi plegaria personal, mi agradecimiento por seguir vivo hasta que muera. Entonces mi puesta de sol morirá con mi memoria.  

incongruente
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  • 12 de Febrero de 2009 a las 0:06

CIERRE DEL I CERTAMEN DE RELATOS DE BUBOK

A las doce horas del 11 de febrero de 2009, queda cerrado para votación el I CERTAMEN DE RELATOS DE BUBOK. (¡¡¡No te veas lo ceremonioso que me ha quedado el cerrojazo!!!)

Pues nada, ahora abro el post de votaciones y a otra cosa mariposa

concursoderelatos
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  • 12 de Febrero de 2009 a las 16:40

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concursoderelatos
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  • 12 de Febrero de 2009 a las 16:41

De ratas y hombres.

Había dejado la última fase de su vestimenta al momento íntimo en que se encontrase sobre al tejado. Envolvió sus nudillos con aquella tela rígida de entrenamiento hasta darles la entereza de la carne congelada. Ocultó su rostro con la máscara griega y cubrió su pelo con el pañuelo color sangre. Se colocó por último las espinilleras pintadas de negro y los brazales grabados con el cráneo de la muerte.

            Entonces se permitió cerrar los ojos para respirar el aire que las estrellas enfriaban y centrar todos sus nervios, todas sus dudas, en una sola pregunta: ¿sería capaz de cumplir su cometido? Escuchar el viento a través de las antenas le permitía saber que su oído estaba afinado, pero, ¿se retorcería ante el primer sonido de huesos rotos? Notaba la masa de sus músculos tirar de la ropa con cada una de sus respiraciones, cada vez que apretaba los brazos o encogía sutilmente las rodillas, pero ¿le abandonaría el poder si su cuerpo se sentía en peligro?

            ¿Cuánto soy de humano?

            La duda no podía postergarse. Abrió los ojos y avanzó decidido hacia la cornisa. Saltó hacia el cartel publicitario aguantando la respiración y soportó el impacto con las manos y la planta de los pies, como un simio reclamando su terreno. Siguió bajando hacia el callejón, soltándose del cartel hacia la escalera de incendios, renovando su impulso para golpear en la pared como un nadador que da la vuelta en el borde de la piscina, y aterrizando en la calle, una rodilla en tierra, la cabeza gacha, la mano derecha sobre el asfalto.

            Su convicción funcionaba en ausencia de peligro, pero el peligro no tardaría en aparecer; se encontraba en la Cloaca, el barrio perdido de la ciudad. Se puso de pie volviendo a notar que su fuerza física apartaba el aire. Giró la máscara de porcelana a uno y otro lado; alguien respiraba agitadamente en algún lugar, alguien con la boca tapada.

            Se agachó lo justo para sacar las armas de la caña de las botas; una barra de acero en cada mano, en una proyectada hacia el codo y en la otra hacia el frente. Corrió hacia el sonido de respiración secuestrada y se apercibió de que el pánico y el dolor también tapaban aquella boca anónima, aún perdida entre el cemento y los carteles olvidados.

            En un callejón, como siempre oscuro, como siempre infecto, un hombre sujetaba una cabeza sin barba y otro hombre sujetaba unas caderas brillantes. El héroe se detuvo en la carrera y dio una patada a una botella, que se estrelló contra la pared más lejana. Los dos hombres mostraron la faz y dejaron su labor, y un joven aterrado cayó al suelo como un saco cosido por el centro.

            El héroe no hizo ninguna advertencia. No temblaba su cuerpo. Atacó tan rápido que el dolor precedió al miedo en todos sus golpes. Sus oídos no se encogieron ante el sonido de huesos al romperse. Su cuerpo no se encogió cuando tuvo que esquivar una navaja. Su convicción no flaqueó cuando tuvo a ambos hombres encima; rompió el cuello del primero, retorció el brazo roto del segundo. Se puso sobre él, sobre sus lágrimas de bastardo, y acercó el aliento lo suficiente para sólo tener que murmurar.

            - Ha empezado una nueva era para vosotros. Ya nunca estaréis solos.

            Levantó las barras de acero y marcó sobre el cráneo del bastardo el camino para el infierno.

            - La ciudad es mía – proclamó bajo su máscara, triste y alegre a partes iguales.

            Y desapareció ascendiendo como un simio por las paredes del callejón, mientras el joven tendido sobre el suelo se levantaba sintiéndose testigo del comienzo de algo terrible, pero que podía devolver un bien sagrado a la Cloaca.