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concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009

Re: LXIV (sesenta y cuatro) MADRES (Sólo relatos)

24 de Julio de 2011 a las 20:33

DINERO Y CICATRICES

Se llama Irene Montes, tiene cuarenta y cinco, los hombros redondos y fibrosos, el pelo al cero, dos costurones en la cabeza, la ceja rota, los ojos preciosos, las tetas pequeñas y duras y el estómago lleno de músculos. Si la miras de perfil, posee los rasgos espigados y a la vez nobles, perfectos, para haber sido modelo. Si la miras de frente te pones nervioso. Cuando sonríe parece que te ha cogido la polla entre los dientes.
Tiene un gimnasio en Fuencarral donde los sacos están remendados, y las taquillas oxidadas, pero a nadie le falta una protección para puños si no tiene pasta para comprarla y al mediodía y a media tarde Irene sale con una bandeja de patatas cocidas, bollos de miel o un termo de café con leche. La bebida de la máquina está casi a precio de costo y bien fría. Es un gimnasio para gente seria. El ring está en perfectas condiciones.
Cuando te das un paseo entre las máquinas y la gente entrenando, no podrías decir si se enseña karate, boxeo o full contact. Irene sí suelta un tremendo kiai cuando golpea, pero otros no lo hacen.  Uno va en chándal y otro con la parte de debajo de un karateki y por arriba una camiseta de Los Ramones. Gente seria, sacrificada y dispuesta a todo con el objeto de salir a la calle sabiendo que su pellejo es muy duro de pelar.
Emilio Casagrande es su abogado. Le lleva las cosas de Hacienda y la coge de la mano para seguir el buen camino, cuando se deja, pero es una mano nerviosa y curtida. Emilio lleva ocho años en España y sólo tiene dos clientes fijos aparte de Irene. Uno está en la cárcel y el otro a punto. El que está en la cárcel paga demasiado bien para hacerle ascos, pero tiene sangre en las manos, unas manos muertas y calientes.
El que está a punto de entrar en la cárcel tiene mujer y dos hijos y una posible condena por tráfico, que sería lo mejor que podría pasarle si nadie da un chivatazo más sustancioso, ya que aparte de drogas se dedica a comerciar con dvd´s piratas.
Irene tiene una citación con Hacienda ese mismo día a las nueve treinta de la mañana, pero Emilio no consigue encontrarla en el gimnasio. Se teme lo peor.
Pregunta al Corto, que es el que tiene más enteros metidos en los bajos fondos, si Irene está haciendo algo para los gitanos. El Corto se seca la cara con una toalla de la Segunda Guerra Mundial y hace un cálculo en su mente. Luego se encoge de hombros.
- ¿Vamos a buscarla? – dice.
Emilio hace un cálculo en su mente y luego niega con la cabeza.
Los gitanos son payos prestamistas que llevan mucho oro encima y de vez en cuando necesitan a alguien que rompa un par de piernas o que entierre muy profundo a algún ladrón.
A pesar de la confidencialidad abogado cliente, Emilio nunca ha conseguido averiguar de Irene si tiene sangre en las manos. Lo que sí da por seguro es que los gitanos tienen a sus propios matones para matar a los matones que quieren dejar de serlo.
En cierta ocasión, Irene se había negado a hacer un trabajo. Al cierre del gimnasio había cuatro colombianos esperándola para entregarle un mensaje. No llevan armas de fuego cuando sólo entregan mensajes, y ese fue un error de cálculo gordo e imposible de ignorar, como un elefante subido en una mula. Irene tiene la ceja cortada desde ese encuentro, pero los cuatro colombianos tienen cicatrices peores y uno de ellos se quedó ciego de un golpe en la cabeza. Luego Irene lo arregló con los gitanos y, por lo que parece, actualmente decide cuándo trabaja y cuándo no.
Emilio la llama por teléfono a las nueve y cuarenta de la mañana. Hacienda le va a dar un crujido como el de las torres gemelas si no se presenta. Remontar eso costaría mucho esfuerzo, mucho dinero, o muchos años con  los ingresos fiscalizados.
Irene no contesta, pero Emilio tiene un servicio de localizar a cierto número de teléfonos móviles. Debe pensarse, tomando un café, si usar o no ese servicio. En la cafetería llama a Hacienda pero no consigue contactar con nadie.
 Irene compró al contado una instalación en su gimnasio de aire acondicionado y de gas natural para el agua de las duchas, todo ello por un valor de catorce mil euros.
Una vez le dio seis mil euros a uno de sus chicos para que pudiera salir de su casa, seguramente el único de su gimnasio que está actualmente estudiando una carrera.
Un año cerró el crédito que tenía con su banco por la compra de su parte del gimnasio, al contado, sin mayores explicaciones.
Todas estas cosas activaron el sentido vengativo de su ex marido que, según parece, se le ocurrió que necesitaba más dinero por su parte del local. Y entonces llegó Hacienda. Casualidades de la vida.
Emilio usa el servicio de localizar móviles temiendo encontrar que el de Irene esté en algún polígono industrial cerrado o en el aeropuerto de Barajas, pero no, está en medio de la ciudad. Con el gps del móvil averigua que se encuentra en un teatro.
Irene en un teatro, a las diez de la mañana. A Emilio le suena más siniestro si cabe que la idea de encontrarla cavando tumbas.
Abona el café con lo que le queda en monedas y se asegura de coger un taxi con datafono, para pagar con la tarjeta visa que le cobrarán (en todo caso) el día 15 del mes siguiente. Malos tiempos para la lírica.
Llega al teatro y ve que algunos tipos y tipas muy normales, de edad media, están fumando un cigarrillo antes de entrar. Gente de clase media, agradable, en la puerta de un teatro un miércoles por la mañana, en el mismo teatro en el que se supone (tecnológicamente hablando), que está Irene.
Emilio entra pasando desapercibido ya que, al fin y al cabo, él también es un tipo bastante normal. Dentro del teatro hay más de esa urbana representación de la burguesía.
Irene está a un lado, hablando con su ex. La imagen de un cabezazo en pleno rostro se cruza por la mente de Emilio. La frente de Irene con una marca leve como de haber dormido sobre el puño, mientras su ex marido se retuerce en el suelo con la boca sangrando. La policía cogiendo a Irene por los sobacos para impedir que le siga pateando las costillas. Un juicio muy corto y una indemnización muy larga. Todo eso se cruza por la mente de Emilio.
El tío, el ex marido, parece nervioso, pero no Irene, que le entrega un fajo de billetes cogidos con una gomilla elástica. Un león cogiendo entre los dientes una bandera blanca.
Emilio siente tal alivio que consigue reprimir las ganas de gritar: “¡Usa un sobre al menos, jodida loca!”.
Su clienta se sienta en la última fila, sola, y él se sienta junto a ella.
Comienzan a apagar luces para darle un ambiente tenue al teatro, pero le da tiempo a ver que tiene el labio algo hinchado y un arañazo en la oreja. Mejor ni preguntes.
- Tenías una cita esta mañana.
- Tenía dos citas – responde Irene - ¿Cuánto me va a costar que los de Hacienda acepten mis disculpas?
- No tengo ni la más remota idea.
Irene tiene una bolsa de deporte a los pies. Abre la cremallera y saca cuatro fajos de billetes que entrega a Emilio.
- Prueba con esto.
El abogado calcula inmediatamente la parte que se va a quedar (para la visa del 15 del mes siguiente), pero no se siente tranquilo por ello. Dinero demasiado fácil y demasiado rápido, incluso para lo que él tiene acostumbrado.
- Joder, Irene, ¿tanto te habría costado venir a la auditoría? No veas lo caro que te sale hacer lo que te dé la gana.
Irene le mira torciendo un poco la cabeza, como si estudiase el modo de pasar a través de un agujero. Parece no haber dormido la noche anterior. Sus ojeras son azules. Emilio, literalmente, traga saliva. Irene le pone la mano en la rodilla y la palmea varias veces.
- No te haces ni puta la idea…
El telón se abre y la gente del teatro murmura y sonríe con ilusión. Hay globos en el escenario, árboles muy verdes y arbustos con fresas del tamaño de un frutero.
Salen algunos niños disfrazados de ciervo, de melón o de varita mágica. Emilio mira a Irene, que está concentrada estudiando el movimiento de los niños disfrazados.
- ¿Qué hacemos aquí, Irene?
Irene se echa bien hacia atrás, cruzando los brazos, con sonrisa satisfecha.
- ¿Ves el niño gordo de allí? Es mi hijo.

 

concursoderelatos
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  • 27 de Julio de 2011 a las 17:28
De visita

Gabriela estaba sentada ante la ventana de su cuarto desde donde podía ver el patio trasero de la residencia. Esparcidos por el jardín había grupos de visitantes que aprovechaban los últimos rayos de sol.
Eran casi las siete. Pronto servirían la cena.
En aquel sitio se cenaba temprano. Igual que el resto de comidas, todas se hacían temprano. Y rápido, como si tuviesen prisa por ir a algún sitio cuando, en realidad, nunca salían de aquel estúpido lugar. Por lo menos, ella.
Un par de golpes quedos resonaron a su espalda.
- ¿Se puede? –dijo una voz familiar.
Gabriela compuso su mejor sonrisa y se dio la vuelta lentamente.
- Has venido.
- Sí, bueno… -dijo Juan, entornando la puerta tras de sí y acercándose a ella-. Es que mi cuñada nos invitó a comer a última hora y, bueno, los niños se liaron a jugar y como vive lejos, pues…
- Anda, dame un beso.
Juan se agachó con un gesto mecánico y posó apenas los labios cerrados en la mejilla de Gabriela.
- ¿Quieres que salgamos al jardín? –preguntó él, colocándose tras de ella, dispuesto a empujar la silla.
- No, prefiero quedarme aquí.
- Como quieras –Juan movía las manos nervioso, como si tuviese alguna de más y no estuviese acostumbrado a manejar tantas-. Bueno… ¿Y qué te explicas? –preguntó, al fin.
- Has venido solo.
- Sí… bueno… los chicos han preferido quedarse… estaban muy entretenidos y…
- ¿Cómo están?
- Bien… muy bien… Creciendo… ¡Y comiendo! ¡No paran!
- ¿Cómo le va el fútbol a Juanito?
- Lo dejó. Ahora le interesan más otras cosas. Ya sabes, a su edad, básicamente, las chicas.
- ¿Y Sandrita?
- Guapísima, como su madre. Y alta… Por cierto, María te manda recuerdos y que le perdones por no haber podido venir pero como los niños no querían…
- No pasa nada. Dale un beso de mi parte. ¿No te sientas?
- Ah, sí –se disculpó Juan colocándose en el borde del colchón, con la espalda erguida, como si estuviese sobre una sartén que pudiera empezar a quemar en cualquier momento.
Empezó a lanzar miradas mal disimuladas a su reloj.
- ¿Qué tal el trabajo? –preguntó Gabriela.
- ¡Buf! ¡Liado! Pero no me quejo, con la que está cayendo aún tengo que estar agradecido. ¿Y tú? ¿Estás bien aquí?
Gabriela lo miró un par de segundos, después parpadeó y, sonriendo, asintió ligeramente con la cabeza.
- Bien –respondió Juan, desviando la vista hacia la ventana.
De fuera, les llegaban los ruidos amortiguados del jardín: conversaciones, niños jugando, el motor de algún coche que pasaba por la calle.
Gabriela observaba cómo Juan se removía inquieto, paseando la vista por la habitación hasta que se estiró y cogió el libro que había sobre la mesita.
- ¿Está bien? –preguntó, distraído.
- Sí –respondió, lacónica.
- Bien –volvió a dejarlo donde estaba.
- Me lo trajo tu hermana –añadió.
- Ya.
Se levantó y se acercó a la ventana.
Gabriela lo vio retirar la cortina y mirar por ella. Después, bajó la vista y contempló su regazo.
- Juan.
- ¿Sí?
- Si tienes que volver a casa de tu cuñada…
- Bueno… Sí, tengo… que recoger a María y a los niños…
- Es mucho camino. Se te va a hacer tarde.
Juan miró el reloj.
- Ya… Bueno… Y mañana tienen colegio…. Tienen que cenar y…
- Además, pronto nos servirán la cena.
- ¿Ya? –se extrañó él.
- Aquí se cena temprano.
- Ya veo. Entonces, será mejor que vaya tirando… -añadió, aliviado.
- Sí, será mejor.
- Bueno, mamá –dijo, agachándose para besar, esta vez de verdad, su mejilla-. Otro día vengo con más tiempo.
- Dale un beso a los chicos.
- Lo haré. Adiós.
- Adiós, hijo.
Gabriela miró la puerta que había quedado abierta. Los pasos apresurados de Juan retumbaban en la quietud del largo pasillo. Tras unos segundos, se dio la vuelta y siguió contemplando los grupos de visitantes, cada vez más escasos, que aún quedaban en el jardín.
Eran casi las siete.
Gabriela suspiró.
Pronto servirían la cena.
concursoderelatos
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  • 27 de Julio de 2011 a las 17:36



LOS INOCENTES

(Mi
madre)


- ....Si, ya te digo tío, todo el mundo  decía que era preciosa; su sonrisa era deslumbrante y su voz muy dulce; a mi me daba igual, aunque es verdad que yo también la encontraba muy guapa, era mi madre, me hubiera dado lo mismo que fuera fea porque por ese tiempo era el centro de mi vida. Siendo pequeño me gustaba jugar con ella, cualquier juego era divertido a su lado, también verla pasear del brazo de mi padre cuando salíamos los domingos, la sujetaba delicadamente como si fuera a romperse de un momento a otro, caminaba orgulloso de sí mismo consciente de que todos la admiraban.

Lo que recuerdo de mi infancia es agradable; tenía unos padres que se querían y me querían a mí y  parecían estar de acuerdo en todo. Cuando dejé de ser un niño, me di cuenta de que era mi madre quien trataba siempre de complacerle a él. Ella apenas salía de casa si no era con mi viejo. Cuando él venía del trabajo, se preparaba y bajaban por el barrio a dar un paseo y hacían la compra. Estaba a punto de terminar el colegio; yo era bastante observador, mi padre muchos días se enfadaba con mi madre, para mi era un misterio el porqué la reñía de pronto, unas veces le decía que había mirado a alguien o que se sentaba de manera impropia. Pero nunca discutían, mamá no decía nada y hacía lo que el le pedía, yo creía que era algo normal que les pasaba a otros padres.



A los dieciocho años me fui al servicio militar; me tocó en otra ciudad y me marché de casa. Volvía algunos fines de semana y de una vez para otra  mamá había cambiado mucho. Nunca sonreía, estaba siempre cansada y triste y a veces decía que se había mareado y se había caído. No quiso ir al médico: aquello era solo una tontería, se justificó. Cuando volví a casa una vez licenciado, mi madre no parecía ella.  Se alejaba cuando papá volvía, a veces sirviéndonos la comida sus manos temblaban tanto que parecía que iba a derramarla. Al principio no le di mayor importancia luego pensé que algo malo le estaba pasando y ese algo tenía que ver con mi viejo. Siempre creemos que esas cosas le pasan a los demás, nunca a uno mismo y mi padre era mi padre y yo le quería.

Encontré un trabajo que me gustaba y me obligaba a viajar a menudo por los alrededores Todo esto empezó el día que entré en casa antes de lo habitual y escuché los lloros de mi madre. Mi padre la tenía arrinconada en el baño, ella se tapaba la cara con los brazos y él la golpeaba con una furia de la que nunca le hubiera creído capaz.

-    ¡Zorra! ¡Puta! ¿qué hacías tú hablando con ese tipo? siempre comprometiéndome por todos lados como una buscona. Luego me vienen con los cuentos y me pones en evidencia. Te voy a enseñar a golpes que no quiero que salgas a la calle a provocar a todo el que pasa.

Casi tanto como lo que vi y oí me sobrecogió el silencio de mi madre, su sumisión allí tirada esperando el siguiente golpe como si fuera normal recibirlo. Me dio mucha rabia que no hiciera algo, que no protestara. Agarré a mi padre por el cuello de la camisa y lo aparté de ella. Era mucho más fuerte que yo y de un empujón me tiró contra el lavabo.

Me di un golpe en el costado que me dejó sin habla, aprovechó para darle a ella unas cuantas patadas más y luego se fue lleno de furia, dando un portazo cuando dejó la casa. El llanto desconsolado de mi madre resonaba apagado allí en el suelo, nos abrazamos y lloré con ella. Entonces me enteré que hacía mucho que aquello pasaba.

Hablé con mi padre, primero con buenas palabras, después le amenacé con denunciarle si no acababa con aquello de una vez. Me miró como si fuera un mosquito, me dijo que no era asunto mío, que me preocupara de mis cosas y que si no estaba conforme me marchara. Aquella no parecía su cara, sentí miedo, un miedo parecido al de mi madre, a la que no podía dejar sola.

-    Si vuelves a hacerlo ¡te mato! – le amenacé
-    Tú y cuántos más – me contesto riéndose

Después de aquello fue como patinar cuesta abajo. Una mañana tuve que llevar a mi madre al hospital con varias costillas y la nariz rotas y toda la cara deformada por los golpes. No lo pensé, no se cómo pasó, solo sentí que tenía que hacer algo. Desapareció de casa unos días por si le buscaba la policía, le esperé pacientemente, no tenía ninguna prisa y en esos días me recreé en pensamientos dulces de venganza y odio. Tuve suerte, estaba en casa cuando oí el ruido de su coche en el garaje, le esperé tras la puerta y sin avisar le di un buen golpe según entraba. Aún puedo notar aquella sensación extraña de placer; disfruté con cada nuevo palo, sus gritos alejaban de mi corazón el remordimiento por no haber hecho algo mucho antes por todos los que el le había dado a ella; con cada golpe fui desgranando el rosario de todas las barbaridades que el le había dicho tantas veces. No se cómo conseguí parar a tiempo, si no le hubiera matado. Le miré caído en el suelo, sangrando por la nariz. Al ver que me detenía, se levantó rápidamente y salió corriendo. No me importó a donde iba, tampoco si estaría bien o mal. Ese día descubrí el placer de tener a alguien a mi merced, suplicante y con el miedo reflejado en los ojos;  era lo que él le había hecho a mi madre, así que aquello era justicia.


Le dieron una orden de alejamiento y desapareció de nuestras vidas. Creo que se fue de la ciudad pero primero se divorciaron y la vida volvió a ser más o menos tranquila. Hasta que mi madre empezó a salir con amigos. Algunos compañeros de trabajo la acompañaban a casa, otros días salía a tomar algo con alguien que la venía a buscar. Yo empecé a preocuparme, mi madre estaba loca si volvía a liarse con un hombre, se ve que no había aprendido la lección. Por eso comencé a llamarle la atención sobre sus salidas y a advertirle de lo peligroso que era volver a las andadas. Trataba de tranquilizarme afirmando que no tenía porqué repetirse la historia y que sabía cuidarse. La vigilaba, a veces incluso la seguía. La veía besar a alguno de aquellos tipos al despedirse y eso me ponía furioso. En mi imaginación la veía en el suelo, silenciosa y cobarde, recibiendo una paliza de alguno de aquellos hombres. Pronto me encontré diciéndole parecidas cosas a las que mi padre le decía e incluso la amenacé cuando me contestó que no era asunto mío. El día que me dijo que aquel hombre vendría a vivir con nosotros no me pude contener. Otra vez íbamos a empezar con aquella pesadilla; en aquella casa no hacía falta ningún hombre más que yo.

Le di el primer golpe porque ella se lo buscó con sus palabras. Luego le di otro para que me entendiera bien y así, sin darme cuenta le di más y más. Me pasó como con mi padre, disfruté pegándole. Ella me pedía que parara y lloraba desconsoladamente, pero eso a mi me ponía aún más excitado y seguí golpeándole. Se calló al suelo y la pateé hasta que me di cuenta que ya no lloraba y tampoco se movía. De su sien brotaba un hilo de sangre y en el borde de la mesita de mármol, un mechón de pelo sanguinolento certificaba que se había dado un golpe contra él. Estaba muerta.



… Todo el mundo lo decía, hablaban de lo guapa que era todavía  mi madre, de su mala suerte con los hombres… pero yo pienso que no sabía lo que le convenía. Por eso yo me preocupaba por ella; pero no me escuchó y tuve que hacerlo…

- Claro tío,  aquí a todos nos ha pasado algo así y todos somos inocentes.

concursoderelatos
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  • 28 de Julio de 2011 a las 2:33

LA MADRE QUE DEJÓ DE SERLO

- ¿Es ella? – pregunté con el tono de quien conoce la respuesta.
- Sí, es ella – respondió mi padre.
- ¿Por qué se ha llegado a esta situación?
- No lo sé, hija… Desapareció por completo, y nunca supimos de ella… hasta ahora.

 

Y ella era mi madre, a quien nunca conocí, porque de pequeña nos abandonó. Cuando tienes tres años y tu madre deja de aparecer cuando la llamas, la echas de menos; pero en poco tiempo la figura se aleja de tu mente, convirtiéndose en un espectro que sólo aparece en las fotos con marco de plata del salón. Pero con el paso de los años, empiezas a sentir su ausencia, te das cuenta de que no has sentido el cariño y la protección de quien te dio vida, de la encargada, además, de cuidar de ti y hacerte crecer.

 

Luisa y Amadeo observaban a una vagabunda de pelo grisáceo y ropaje polvoriento. Los piojos debían de habitar confortablemente en su larga melena. Era flaca y triste. El carrito, que soportaba kilos de mantas y objetos inútiles para cualquiera, la ocultaba de la vista de los viandantes de la calle principal. A pesar del calor del verano, un jersey roído de lana se dejaba caer por su enjuto cuerpo. Junto a ella un tetrabrik de Don Simón ejercía de fiel compañero de vida. Ella le hablaba, a él y a sí misma, y se ve que no le gustaba lo que escuchaba. La rodeaba la peste de quien no ve a menudo el agua caer sobre su cuerpo desnudo. Era la reina de esa esquina desde hacía varios años. Algunos la despreciaban, otros se apiadaban de ella, la mayoría la ignoraba. Nunca había robado para comer. Comía de lo que le daban las monjas del comedor, y bebía de lo que sacaba con las monedas que le tiraban en ese viejo vaso que como mucho albergó mil pesetas. 

 

Luisa nunca supo a ciencia cierta los motivos de la huida de su madre. No quiso enturbiar su relación con su padre con preguntas molestas para él,  y aparte, siempre le había visto tan buena persona… ¿Qué podría haber hecho él? Seguramente todo se debió a un conflicto psicológico. Quizás nunca estuvo enamorada de su marido, quizás tenía un amante, alguien que le calentara la cabeza. Aquellos tiempos no eran como los de ahora: una mujer no escapaba de su vida así como así, sobre todo siendo madre de una pequeña de tres años. Viendo cómo se la habían encontrado, lo más probable era la teoría del trastorno psicológico.

 

- ¿Crees que nos reconocerá al vernos? Parece totalmente ida…
- No sabría decirte, Luisa. Lo mejor es acercarse con suavidad, y hablarle poco a poco, para que no se asuste.
- No va a querer ni escucharnos.

 

Supimos de ella por casualidad. Nosotros vivimos en Burgos, y una vecina nuestra de toda la vida vino a Madrid de fin de semana. Cuando regresó, nos juntó a mi padre y a mí, y con el gesto compungido nos comunicó que creía haber visto a mi madre, y que no nos iba a gustar la situación en la que se la encontró. Nuestra vecina no se atrevió a hablar con ella; se limitó a darle un billete, seguramente para sentirse tranquila consigo misma. Esa noche la pasamos mi padre y yo llorando; me habló de ella, de las cosas que había escuchado mil veces y de cosas que siempre mantuvo en su corazón. Mi madre había aparecido, lo había hecho en una situación lamentable, y teníamos que ir a por ella.

 

La vagabunda se había percatado de su presencia. Pensó que podían ser periodistas, o bien esos de los servicios sociales, emperrados en llevarla a un albergue. Decidió obviarles; si tenían algo que decirle, ya se acercarían a ella. Muchos se preguntan qué les hace seguir viviendo a aquellos que viven tan alejados de la vida. A ella le ataba el convencimiento de que algún día se encontraría con su hija, aquella pequeña a la que abandonó. Algún día vería sus ojos azules, intensos, grandes… Su hija no lo sabía, pero una vez se vieron, cuando la hija tenía diecisiete años. No fue casual, fue a buscarla. Por aquel entonces tenía una vida nueva. Llevaba varios años viviendo en Madrid, compartiendo vida con un hombre casado. Un día no pudo más y decidió irse a Burgos. Escondiendo su rostro tras un pañuelo y unas enormes gafas de sol, siguió a su hija, desde la casa hasta el instituto. Sólo quería empaparse de ella, saborear su presencia, clavar su mirada en su rostro para no olvidarla jamás. Su debacle personal llegó bastante más tarde. La muerte del hombre casado, la pérdida de su nivel adquisitivo, la vergüenza de recordar sus decisiones pasadas una y otra vez…

Luisa y Amadeo se armaron de valor y se acercaron a ella. Cuando la madre alzó su rostro y vio justo enfrente a su marido y a su hija, se quiso morir, pero ellos se encargaron de que viviera, y que lo hiciera en paz y a su lado. No fue fácil, pero lo consiguieron.

concursoderelatos
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  • 28 de Julio de 2011 a las 17:00
…Y A TI TE ENCONTRÉ EN LA CALLE

-¿A quién quieres más, a tu madre o a mí?
    Él había alargado el brazo derecho hasta la mesita de noche, había sacado un cigarrillo del paquete y lo había encendido. Eran tiempos en los que aún no estaba mal visto y a nadie parecía molestar el humo. Ahora ni siquiera fuma. Laura le miraba con la mejilla apoyada en su pecho:
-Dime, ¿a cuál de las dos quieres más?
Se sabía de memoria la cadena de preguntas, de respuestas, de silencios, y los ojos que iba a ir poniendo ella y cuál iba a ser su frase final:
-Con mi madre no podría hacer lo que acabamos de hacer.
-Eso no es una respuesta.
Fumaba despacio, mantenía el humo dentro de la boca y lo lanzaba suavemente a la cara de Laura. Como para crear una cortina entre sus ojos y los de ella mientras pensaba una respuesta que iba a ser la de siempre, la que ella se esperaba:
-A mi madre la quiero de una manera y a ti te quiero de otra.
-Sí, pero entre esas dos maneras…
Y él se dispersaba, le acariciaba la espalda, repasaba con la mirada cada uno de los posters de la habitación y acababa yendo a parar con los ojos a los calcetines de ella. Siempre de colores chillones y, aquel día, verdes con piolindos estampados. No se los quitaba en esas ocasiones y no porque tuviera los pies feos, que no los tenía, sino por alguna extraña razón que a él no le pasaba por la cabeza preguntar.
-Si algún día nos casamos y tu madre dice una cosa y yo digo otra, ¿a cuál de las dos darás la razón?
-A la que la tenga.
Además, le gustaba esa manía rara de hacerlo con calcetines pero tampoco se preguntaba por qué le gustaba. Seguramente también le gustaría que se los quitara y sentirle la piel de los pies.
-Y si le da por venirse a vivir con nosotros. Como es viuda y tú eres hijo único…
Él ni por asomo le había hablado de matrimonio. Era su primera novia medio en serio, sí, pero aún no tenía trabajo, aún andaba en primer curso de Económicas y su único plan de futuro era el de esperar que ese futuro llegara… Estaba con ella porque con alguna había de estar y, si no fuera por esos interrogatorios… O incluso con ellos, que ya se cansaría algún día de preguntar siempre lo mismo.

Laura pasó como pasaron otras con mayor o menor velocidad durante aquellos años de universidad: Tere, Ana, Cristina… De eso sí podía presumir, de no haber estado con ninguna mujer que llevara un nombre exótico de esos que parecen escogidos al azar en un catálogo de Ikea.
No era de los que prefería un color de pelo ni de ojos. No entendía esa frase de No es mi tipo que se oye en las películas. Para él una mujer era o sí o no independientemente de que fuera rubia o morena, más alta o más baja, más delgada o más llenita…
A algunas las llevaba a casa y se las presentaba a su madre, a otras no. Tampoco había una razón concreta para ello, ni para que entraran en casa ni para que no: a Cristina la llevó a pesar de su estética gótica pero no a Ana, que era lo más formal del mundo. A su madre le daba igual, a todas las trataba educadamente y a la noche, cuando él volviera de acompañarlas, ya sabía la frase:
-Hijo, a ver qué día dejar de pulular de flor en flor.

Hasta Alicia, la amiga de la amiga de un amigo. Le duró más que Laura, la de a quién quieres más…
Alicia era diferente. Como todas durante los primeros días, sí, que todas parecen destacar y luego… Sin embargo, Alicia siguió siendo diferente después de esos primeros días porque le dejaba con la sensación de no tenerla del todo, de que había siempre algo dentro de ella a lo que no tenía acceso y le mantenía con voluntad de seguir a su lado hasta descubrirlo. Además de su cuerpo acogedor, de los de abrazar y dejarse abrazar. Era una mujer para instalarse en ella y dejar correr el tiempo sin preocuparse de nada. Hasta aquel día en que…
Con ella se divertía en la calle y durante las largas sesiones en aquel piso que compartía con dos compañeras. Él estaba bien con ella y se lo notaba en que no tenía ganas de mirar ni pensar en otras. Y era la mujer ideal: trabajaba como repartidora de Tele Pizza y los sábados, después de medirse los cuerpos durante buena parte de la tarde, se subía en su ciclomotor, le daba un beso y se iba a trabajar; así él podía ir a su bar y ver el fútbol bebiendo cerveza con los amigos.
Hasta aquel día. Un sábado. Están en la habitación de ella dedicados a lo de siempre, acariciándose, sonriéndose y a ver quién aguanta más. A él le gusta hacerlo en ese espacio y se sabe de memoria los dos cartelitos que ella había colgado de las paredes con frases ingenuas que parecen de autoayuda: Eres la mejor del mundo, sal a la calle y demuéstratelo, Mírate en el espejo y busca el cielo en tus ojos… En la mesita de noche, una foto con los padres de ella; al lado, una silla con la chaqueta roja de Tele Pizza y la ropa de los dos revuelta; el portátil apagado sobre la mesa y en la pared de enfrente, una estantería con libros cuyos títulos él nunca ha mirado, ¿para qué, si no se cansa de mirarla a ella?
Ese sábado... Ella está de rodillas moviéndose lentamente de cara a él y se miran a los ojos en actitud de desafío:
Alicia se mueve hacia atrás muy despacio y le pregunta:
-¿A qué no sabes en qué piensa inconscientemente un hombre en este momento?
Ella se ha parado y él se mantiene en su umbral:
-¿Se puede pensar inconscientemente?
-Pues claro.
-Yo no pienso en nada. Sólo te siento. Mucho, muchísimo.
Alicia se mueve hacia delante bruscamente, él la recorre completamente, sus huesos chocan pelvis contra pelvis y ella vuelve lentamente hacia atrás:
-Un hombre, cuando se mueve hacia fuera, recorre el mismo camino de su nacimiento. Y aunque lo recorra en otra mujer, está pensando en su madre porque revive el instante en que se vio liberado de ella.
Ahora es él quien se refugia rápidamente en su interior. Teme perder el deseo y la fuerza con esa imagen y, para recuperarla, pone ambas manos en la cintura de ella para sentir sus curvas de mujer y aparta la vista de sus ojos para mirarle los pezones.
-Y cuando el hombre se mueve hacia dentro está pensando en lo contrario, en volver al claustro materno y refugiarse de todos los peligros.
-Yo, aunque quisiera pensar, no podría. Con lo fácil que es todo, tocarte, mirarte, olerte, sólo sentirte…
-Pues ya me callo y seguimos.
Pero a él ya le había quedado dentro la imagen de su madre y, dos movimientos después, ya tenía toda su flacidez fuera:
-¿Se puede saber qué te pasa?
Si fuera toda una licenciada en psicología… Pero es sólo una repartidora de Tele Pizza con la Formación Profesional. A saber qué habrá leído o qué le habrán dicho.
Se despiden como siempre, ella ya montada en el ciclomotor con su chaqueta roja, se besan, ella se pone el casco y él la ve alejarse calle abajo en medio de la lluvia.

Ya no va al bar con los amigos. Teme que se le desate la lengua a la tercera cerveza, que le dé por contarlo y ser motivo de bromas y risas:
-O sea que al final te ha salido intelectual.
Mejor a casa, ver el partido desde el sofá y que su madre le prepare un bocadillo:
-¿Te ha pasado algo, hijo?
-No, nada.
-Seguro que algo te habrá pasado con alguna.
No insiste, le prepara su bocadillo de atún con anchoas y olivas, le saca una cerveza y se retira a descansar.
Su equipo marca gol y los amigos le llaman para comentarlo y preguntarle dónde para:
-He tenido que venirme a casa porque mi madre no andaba muy bien.
Acaba el partido, se lava los dientes, se pone el pijama, llama con los nudillos y entreabre tímidamente la puerta. Ella enciende la luz de la mesita de noche y aparta la colcha y las sábanas:
-Ven, hijo, hace años que te espero.
Apaga la luz y callan. Con lo fácil que era, sólo tocar, sentir y no pensar en nada.
lasacra1
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  • 28 de Julio de 2011 a las 22:05

Bien, pues se acabó el plazo para presentar relatos y se abre el plazo para las votaciones. A partir de ahora todo en el hilo de los comentarios.

Muchas gracias a los que habéis participado.