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romi
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LA CUEVA DE LOS DIAMANTES // I- Presentación

14 de Agosto de 2011 a las 14:31

Bubok

La cueva de los diamantes

        (Relato en varios capítulos.  © José Gómez Muñoz)

                                               Quien confía, vive y muere por su sueño,

                               aunque en su vida todo sea fracaso,

                               tendrá para sí y entregará a los demás,

el más hermoso y autentico de los cielos.   

Presentación

I- Él creía en su sueño. Mucho más que en todo aquello que veía con sus ojos, tocaba con sus manos, oía o pisaba. Y aunque los amigos y conocidos, con mucha frecuencia le decían:

- Que en estas tierras de Granada nunca se han encontrado diamantes.

A unos y a otros, siempre él les respondía:

- Porque nunca nadie haya encontrado diamantes en estas tierras, no quiere decir que no los haya.

- ¿Y en qué sitio crees tú que puedes encontrarlos?

- En las montañas, entre Sierra Nevada y la Alhambra.

- Pero si por esos lugares solo hay bosques, muchos ríos de agua muy claras, silencios profundos en el corazón de las noches y también caminos que han recorrido y recorren personas a lo largo de los siglos y ahora mismo.

- Pues en un rincón de esos paisajes, se encuentra la Cueva de los Diamantes.

- ¿Cómo puedes saberlo si nunca la has visto?

- Me lo dice mi corazón, una voz invisible y amorosa dentro del pecho y la fuerza clara y potente de mi sueño.

- Tu sueño, mi sueño, su sueño… La mayoría de las cosas que deseamos las personas, solo llegan a ser eso: bellos sueños.

            Llegó el verano y el sol comenzó a calentar con fuerza. Como lo hace siempre y en todos los meses de verano en estas tierras de Granada. Una mañana, en los primeros días de agosto, el cielo amaneció color caramelo. Y, antes de que el sol apareciera, en las laderas y bosques de la Alhambra, ya estaban cantando las chicharras. En el barrio del Albaicín, partes altas, laderas espejos de la Alhambra y por la orilla del río Darro, las personas comentaban:

- Hoy va a ser el día más caluroso del verano.

- Eso es lo que siempre decimos y al día siguiente repetimos lo mismo.

- Pero hoy, fíjate que color tan feo tiene el sol y el bochorno que ahora mismo brota del río.

- Desde luego que será un día muy caluroso y esto, aunque nos moleste mucho, también sabemos que es bueno.

- Bueno ¿para qué?

- Para que, en los huertecillos que muchos tenemos a un lado y otro del río y por esta ladera y aquella, maduren los tomates, pimientos, calabazas, berenjenas y pepinos.

- Por cierto, a la vieja higuera que clava sus raíces al lado de arriba de mi huerto, el otro día ya le cogí un par de higos. Maduros por completo y dulces como la miel.

- ¿Ves? Para esto también es bueno el calor de este pálido día de verano. Yo no tengo higueras ni tierra para sembrar huerto pero me gusta que las personas, los que sí tienen algunas tierrecillas, recojan buenas cosechas.

- Pues la cosecha de la higuera que te he dicho, este verano y con este calor, va a ser mucho más que buena. Cuando quieras te das una vuelta por allí y coges todos los higos que te apetezca.

            Esto y cosas parecidas, comentaban aquella calurosa mañana de agosto algunos de los vecinos del barrio del Albaicín. Y fue cierto que el sol comenzó a calentar con fuerza, nada más salir y según se alzaba sobre el Albaicín y la Alhambra. Y las personas que, además de comentar los acontecimientos de sus huertas, iban y venían por las calles y caminos, vieron al joven. Justo cuando el sol ya se había colocado casi en el centro del cielo y por eso brillaba intensamente y calentaba vigoroso. Y como lo conocían, al verlo, dos de ellos comentaron entre sí:

- ¿Adónde irá a estas horas del día y con este calor?

- Seguro al sitio que siempre dice: a su sueño.

- Es bueno este hombre pero también, raro como él solo y, misterioso, no te digo nada.

- “El Muchacho” lo llaman algunos, en plan de mofa y otros le dicen “El Misterioso” por lo que también sabes.

- Aunque no me gusta nada ese sentido irónico y de mofa que algunos le dan al pronunciarlo.      

- En eso tienes razón. A mí tampoco me gusta que las personas nos burlemos y menospreciemos unos a otros. Al fin y al cabo y como dice de él, “todos somos iguales en un punto concreto del universo y, en ese lugar, todos un día nos encontraremos.

            Y él, en estos momentos de la mañana, salía de su casa, no muy lejos de las aguas del río Darro, caminó un poco hasta llegar al río, torció para la derecha y, por la estrecha sencilla, se puso a subir. Sin prisa y como llevando su pensamiento ocupado en algo muy importante. A sus espaldas portaba una mochila y en la mano, un trozo de caña de bambú que utilizaba a modo de bastón. Llegó a uno de los puentecillos de piedra, en el río Darro, cruzó al otro lado y siguió subiendo hasta que vio el gran charco. El que muchos por el barrio conocían con el nombre de “el charco de las truchas” y era porque en sus aguas, él y otros, las habían pescado muchas veces. Se veía, en esos momentos en las aguas de este charco, la Alhambra reflejada al mismo tiempo que también destacando en lo más alto de la colina. Conforme se acercaba a las aguas, iba observando la figura de este robusto y viejo monumento y también lo iba disfrutando meciéndose sobre las pequeñas olas de las aguas. Y en su mente, se  dibujaban las estancias, pasillos y jardines de los bellos palacios dentro de las murallas y ella por allí, de un lado a otro paseando.

            Conocía tan bien estos rincones y a los reyes, princesas, administradores, soldados y criados, que por eso en este momento se decía: “Hoy me echareis de menos y quizás mañana y al otro y puede que más, muchos días más. Pero hoy al menos no vais a maltratarme ni tampoco os burlaréis de mí ni me oprimiréis como si fuera un delincuente. Hoy soy libre porque os siento lejos y porque voy a dedicarme a lo que sueño y a llenar de paz y luz mi corazón. Aunque también puede que mañana tenga que volver y de nuevo deba aguantar vuestras impertinencias y malos modos para conmigo y otros pero ya veremos”. Y al llegar al charco, se paró, se quitó la mochila, buscó la gran piedra que cerca de las aguas había, al lado de arriba y en ella se sentó. Sacó de la mochila papel y lápiz y se puso escribir, frente por completo a las aguas del charco, donde ahora se reflejaba más brillante, la imponente figura de la Alhambra y donde también se veían nadar algunas truchas. Y, abrazado por el limpio silencio de la ya muy avanzada mañana y también besado por el fresco vientecillo que subía por el río, escribió durante un rato. Casi sin levantar la cabeza y por eso por completo concentrado.

            Se acercó a él, por detrás y desde el lado de las tierras de las huertas, uno de los vecinos del barrio. Muy despacio y casi en silencio y cuando estuvo como a unos dos metros, se paró. Notó que no se había percatado de su presencia y por eso lo alertó diciendo:

- ¿Hoy también vienes a pescar truchas?

Al oír la voz, dejó de escribir, torció su cabeza, miró para el lado de arriba y al ver al vecino y dueño de un pequeño huerto cerca del río, respondió:

- No son truchas lo que hoy vengo por aquí buscando.

- ¿Entonces qué? ¿Vas a escribir tus memorias o piensas ponerte a buscar oro en las aguas de este río?

- Las dos cosas podría hacer pero no haré ninguna y sí otras.

El vecino pidió permiso y se sentó sobre la grama, muy cerca de las aguas del charco, mirando también a la Alhambra y a la pequeña cascada que formaba el río por el lado de arriba. Y durante unos minutos no volvió a pronunciar palabra. Sin embargo, sí mostraba interés por la presencia del joven en el charco, a estas horas del día y nada más que con su mochila, un papel  y lápiz.

- Todos por aquí sabemos que tienes una especial predilección por este charco del río y nunca nadie hemos sabido por qué.

- Eso es cosa mía y a la mejor algún día lo comparta con vosotros.

- Pero, además de las truchas y el agua clara que aquí se remansa ¿qué otro interés tienes en este charco?

            No respondió él enseguida lo que el hombre le preguntaba. Meditó durante unos segundos y sí dijo luego:

- En la vida, aunque no tengamos certeza ni seamos sabios ni poseemos riquezas, cada persona sabe lo que quiere y busca la manera de realizarlo. Creo que esto es lo que le pasó a ella y también lo que vivo yo cada día.

Y al terminar de pronunciar estas palabras, guardó silencio, cogió un trozo de rama seca, dibujó algunos letras en las arenas de la orilla del charco mientras de reojo miraba para la Alhambra.

            A ella, muy pocas personas la habían conocido. Vino un día de un país muy lejano y se quedó a vivir en unos de los palacios de la Alhambra. No como criada o esclava sino como aprendiz de princesa. No lo era pero según se decía y llegó a oídos de él, su familia tenía algo de fortuna y conocía a unos de los reyes de la Alhambra. Por eso, se pusieron de acuerdo y un día viajó, desde su lejano país, hasta la ciudad de Granada y le dieron cobijo de los recintos de la Alhambra. Y él, la conoció a los pocos días de llegar. Su redonda cara y nariz un poco respingona, sus ojos rotundos y negros, su pelo también negro y siempre descansándole sobre los hombros, su sonrisa limpia y en todo momento como regalando gracia, su menudo cuerpo, su voz aterciopelada y su cándido mirar, a él le cautivó. Con una fuerza tal que enseguida el alma se le lleno de ilusión.      

            Y como él también vivía en la Alhambra, no en los palacios sino en una mansión cercana, tuvo la suerte de verla nada más aparecer en estos lugares. La vio al día siguiente, al otro y todos los que siguieron a lo largo del año y medio que tuvo también la suerte de hablar en muchos momentos con ella. Siempre se interesaba por lo que él hacía, cómo vivía, lo que pensaba, las aspiraciones de su vida y lo que soñaba. Y por eso, en ocasiones le decía:

- Realizar el sueño que todos llevamos en el corazón es lo más difícil en esta vida pero es lo único que merece la pena y tiene sentido.

Y ella, siempre que el joven reflexionaba de este modo, le preguntaba:

- Y tus sueños ¿cuáles son?

- Me conformaría sólo con encontrar una mujer que fuera buena y me quisiera.

- Pero a esta mujer ¿qué le pedirías que tuviera?

- Solo cuatro cosas fundamentales y, por encima de las demás, valiosas.

- ¿Por ejemplo?

- Primero, que fuera inteligente. Segundo, que amara lo excelso y bello más que las riquezas de esta tierra. Tercero, que amara a todas las personas, ricos, pobres, blancos, negros y pequeños, como a ella misma. Y la última y para mí muy fundamental es que también fuera amante de la naturaleza, de los ríos claros, de las puestas del sol, de los cielos azules y nubes blancas, de los días de primavera cálidos y de las nieves y de las lluvias. Y te digo esto porque, dentro de mi corta inteligencia, he llegado a descubrí que si una persona es amante de las flores, de los animales, de los días de sol, lluvias y nieves y también de los colores del universo, esta persona, sin más remedio, ha de ser valiosa y buena.

            Y la aprendiza de princesa, ya más que reina hermosa en el corazón del joven, al oír las reflexiones que con ella compartía, siempre le preguntaba:

- ¿Por qué crees tú que no es bueno que una mujer sea amante de los vestidos de seda, de los collares de oro y del lujo y de las riquezas?

- Para mí, la mujer que pone en primer lugar en su escala de valores, las cosas que acabas de mencionar, no es valiosa del todo ni plenamente bella. Y menos encuentro hermosa a la mujer que centra su sueño y lucha por la vida en conseguir, por encima de todo, riquezas materiales y lujos.

- Pues esto es hermoso y también bueno.

- Lo es pero no tanto porque su valor es efímero. Los humanos, todos y a lo largo de todos los tiempos, estamos llamados a ser inmortales, plenamente felices, en el reino donde todo es luz, bello y mucho más perfecto que el más hermoso de todos los sueños. Y la materia, el lujo, las riquezas, los vestidos de seda y joyas de oro, siempre, siempre lo corroe el tiempo y convierten en polvo. Por eso, ninguna cosa material lleva nunca a la felicidad plena.

            Y también, cuando el joven compartía estos pensamientos con la aprendida de princesa, en muchas ocasiones ella guardaba silencio. Como reflexionando las cosas que él le decía y como si, en el fondo y aunque las compartiera, no encajaran del todo con sus formas de ver y sentir la vida. Sin embargo, el joven sí buscaba continuamente la oportunidad de verla, estar a su lado y hablarle de sus sueños. Por eso, un día de primavera, cuando ya habían brotado muchas flores en los campos y estaban verdes los montes y las riberas del río, le dijo a la joven:

- El río Darro, a su paso por entre la Alhambra y el Albaicín, es hermoso y guarda muchos secretos. ¿Conoces tú estos rincones que te digo?

Y ella le contestó:

- Algunos de los amigos que ya tengo aquí en la Alhambra, me han hablado de este río pero todavía no he pisado yo esos sitios.

- ¿Y te gustaría conocerlos?

- Mucho. Porque pienso que sí serán lugares bellos y porque me interesa, para mí cultura universal, conocer también los paisajes que rodean a estos palacios y a sus murallas.

- Pues yo puedo llevarte el día que tú quieras.

- ¿A qué sitio concreto?

- A todo el hermoso rincón que el río Darro ofrece a su paso por la umbría de la Alhambra y las casas y palacios del barrio del Albaicín.

- Y por las partes altas, esas tierras llanas que desde las torres de la Alhambra se ven junto al río ¿qué hay?

- Esas tierras llanas están pobladas de árboles frutales y muchas huertas de personas pobres. Es un lugar muy bello y más, por donde en una curva, el río ofrece una pequeña cascada y se remansa un precioso charco azul y profundo.

- ¿Y también conoces ese sitio?

- Lo conozco y mucho y por eso sé lo que me digo y te repito que puedo llevarte cuando quieras.

Y la joven, contagiada del entusiasmo que su amigo transmitía cuando hablaba de estas cosas, otra vez repitió que le apetecía ver y conocer los sitios secretos y bellos del río Darro.

            Por eso, aquella mañana de primavera, los dos se encontraron en uno de los espacios de los palacios de la Alhambra. Ella había pedido permiso para ausentarse el día entero y lo mismo había hecho el joven. Porque él, aunque era libre y tenía su vivienda fuera de los palacios, trabajaba como consejero y sabio en un grupo a las órdenes del rey. Le concedieron el permiso que había pedido, lo mismo que ya había sucedido otras veces y al encontrarse con ella en unos de los patios de la Alhambra, la saludó y le dijo:

- Hace un día precioso y por eso he pensado que mejor que llevar caballos, podemos ir andando. ¿Está dispuesta?

- Si no hay que andar mucho ni es complicado del camino, sí.

- Hay que andar un poco pero tenemos todo el día por delante. Y el camino, los caminillos de tierra que suben y bajan y se retuerce por las laderas, en algunos tramos, tienen sus dificultades.

- ¿Pero tú los conoces?

- Los he andado muchas veces tanto de día como de noche. Y por eso te digo que aunque tienen cuestas y muchas curvas, son transitables y pasan por paisajes muy bellos. Y esto, como tú dices, puede ser bueno para que conozca de cerca y en vivo los paisajes que rodean a la Alhambra.

- Pues si tú los dices, yo me animo. Confío en ti y por eso espero que todo salga bien y el día sea hermoso.

Continúa con el capítulo “II - La aprendiz de princesa”