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romi
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LA CUEVA DE LOS DIAMANTES // II- La aprendiz de princesa

19 de Agosto de 2011 a las 13:13

Bubok

La aprendiz de princesa

               

                       Cada instante es único,

y, aunque pasado el tiempo vuelvas,

nunca ya nada será igual.

 

II - Cruzaron los pasillos ajardinados de los patios, recorrieron algunas calles también repleta de flores y casas a los lados, atravesaron las acequias y los bosques y fueron buscando el camino que descendía por el barranco. El lugar junto a la Alhambra que ahora muchos conocen con el nombre de “Cuesta del Rey Chico”. Y cuando por aquí empezaron a bajar, el sol lo saludó no de frente sino del lado derecho. Por lo más alto de la cumbre hoy también conocida con el nombre del “Cerro del Sol”. Desde esta robusta cima que, desde casi su nacimiento viene escoltando al río Darro por su derecha, el sol se levantaba, ya regalando hermosos rayos dorados, mezclados con la fina bruma de la limpia mañana de primavera.  

Y conforme caminaban, como la tamizada luz del claro sol, les llegaba abrazándolos, les acariciaba sus caras, la fresca vegetación del bosque en la ladera hoy también conocida con el nombre de “Dehesa del Generalife” y las altas torres y murallas de la Alhambra. Por eso también los palacios, toda la Medina y Alcazaba, se veían iluminadas entre la bruma, la vegetación y la distancia. Ninguno de los dos comentaba nada pero los dos, según avanzaban por el caminillo, barranco abajo en busca del río, miraban como asombrados. Y más asombrados iban quedando cada vez que sus ojos recorrían la colina al otro lado del río. Por allí, el sol de la mágica mañana, se derramaba aún más puro, sobre las blancas casas del Albaicín y sobre los árboles, jardines y huertas. Dijo él, como susurrando:

- Un espectáculo quizá único en todo el mundo que muchos, a lo largo de los tiempos, han soñado pero solo algunos tienen la suerte de disfrutar. Porque no todos poseen ojos para verlo ni tampoco todos están preparados para descubrir y gozar los misterios más delicados del alma de Granada. 

Y musitó ella:

- Nunca en mi vida había visto yo algo tan francamente bello.

- Por eso es bueno que lo disfrutes a fondo ahora que tienes la oportunidad. Porque ya sabes tú: el tiempo pasa y aunque no lo quieras, el instante que ahora mismo estamos viviendo, se nos va para siempre de las manos. Yo siempre he pensado que, aunque la vida cada día nos trae sus luces, sombras y momentos buenos y malos, cada instante es único. Nada volverá a repetirse aunque después pasen cien años. Y aunque todos estemos por aquí de paso, tú lo estás más que ninguno. Sabes que dentro de unos días, dos meses o un año, te marcharás de estas tierras. Cuando estés lejos de aquí, las recordarás y querrás volver pero, aunque regreses, ya nada volverá a ser igual al instante que hará mismo vivimos. Por eso te repito que cada minuto y cada rayo de luz o abrazo que vivamos en el presente, será único y nunca jamás volverá a nuestro encuentro.

            Guardó silencio el joven mientras lentamente seguían bajando. Ella también y, mientras marcaba los pasos a su lado sin dejar de mirar, se iba metiendo en su corazón para meditar la luz y misterio de la mañana. Y trazaban una pequeña curva siguiendo el recorrido de la senda cuando, hasta sus oídos, comenzó a llegar el rumor de un riachuelo. Como desconocía por completo el sitio y el tramo por donde caminaban, algo sorprendida, preguntó la joven:

- ¿Es que hay un río por aquí?

- Por aquí corren algunas de las aguas del río Darro pero lo que ahora mismo oyes no es este cauce.

- ¿Qué es entonces?

- Espera un momento y lo verás con tus propios ojos.

Y no tuvo que esperar mucho tiempo.

            Tal como iban bajando por el caminillo, al torcer con la curva, la vio caer por su derecha. En forma de pequeño arroyuelo pero aún mucho más bello, cuya agua clara como el cristal, caía desde el lado en que el sol se alzaba. Y como precisamente el sol le daba desde atrás, en sentido contrario a como descendía la corriente, la hermosísima luz de la mañana mágica, parecía fundirse con las aguas y transparencias. Y al contacto de las pequeñas olas de riachuelo, de las cascadas y de los charcos, surgían cientos de reflejos azules, blancos, dorados, verdes, oro y sangre. Como en un juego silencioso y brotando del corazón mismo de la naturaleza y por entre el fino velo de la tranquila mañana de primavera. Y al ver tan frágil, trasparente y hermoso espectáculo, volvió a preguntar ella:

- ¿Seguro que éste no es el río que vamos buscando?

- Esto es parte de la gran acequia que riega las huertas y jardines de la Alhambra, y las aguas que por aquí corren, saltan y cantan, sí que vienen del río que buscamos.

- Pues es precioso, nunca había imaginado algo tan interesante y bello por estos contornos de la Alhambra.

            Y el joven, ahora de nuevo guardó silencio. Ella siguió observando el tan delicado riachuelo que por su derecha saltaba y se le iba quedando. No sabía que un poco más arriba y en la ladera, se extendían las huertas y jardines del Generalife y ni tampoco sabía que los árboles por estas tierras, ya estaban, uno repletos de flores y otros cargados de frutas. Se lo fue explicando él mientras continuaban bajando y, cuando, a mitad de la ladera de la colina de la Alhambra y el río Darro se la encontraron lavando, de nuevo preguntó ella:

- ¿Qué hace aquí esta mujer a estas horas tan temprano?

- Lava su ropa y se lava ella, mientras sueña y piensa en los suyos, en las aguas de este sereno charco.

- ¿La conoces tú?

- Ella, como otros muchos, vive en una de las casas de ese blanco barrio que se ve al frente, al otro lado del río y que todos conocemos como el Albaicín.

- Tampoco yo había imaginado que las personas vinieran a este río a lavar sus ropas. Me resulta muy curioso y en una mañana tan mágica como ésta y junto a la vereda y en el riachuelo de este barranco.

- Pues ya lo estás viendo, la Alhambra, sus jardines y sus palacios, es un mundo muy bello por dentro pero por fuera, en las tierras, rincones y paisajes que le rodean, también todo es como un mundo encantado. Aunque las personas que por aquí bregan, tienen y viven sus problemas, aderezados con sus sueños, su trabajo cada día y sus penas.

- Ciertamente que lo que me dices y con mis ojos estoy viendo, me resulta curioso porque hasta este momento ha sido por completo desconocido para mí.

            Y, como durante unos minutos los dos guardaron silencio, sin dejar de caminar y sorprenderse con los juegos de luces que a cada rincón, la mañana les regalaba, rompió ella nuevamente este silencio un poco antes de llegar al río. De pronto dijo:

- Tengo algo que contarte.

- ¿Qué es?

- Hasta hoy lo he guardado como secreto muy personal y por eso aún con nadie lo he compartido.

- Pues cuando tú quieras me cuentas tu secreto que yo, con todo respeto te atiendo y escucho.

- Sí, quiero compartirlo contigo porque, como ya un par de veces te he dicho, me parece un hombre bueno y serio.

Hubo otro momento de silencio y ahora, ya muy cerca de las tierras llanas del río, ella se paró y miró despacio. Frente ahora le quedaba toda la ladera sur del bosque de la Alhambra, por completo bañado por el brillante sol de la mañana. A solo unos metros, saltaban las aguas del río y a su izquierda, un poco metido en el bosque de la umbría de la Alhambra, aparecía una veredilla que llevaba hasta la puerta de una cueva.

            Al frente, la corriente del río, a su derecha y luego a su izquierda, miró ella despacio durante un buen rato y sin pronunciar palabra. El joven se había parado a su lado y la observaba como esperando que hablara y le revelara el secreto que la había anunciado. Pero ella, después de un buen rato callada, se puso frente al joven y recitó:

- El río por aquí saltando, como en un profundo silencio y entre prados, zarzas y fresnos, las aguas claras y en ellas jugando esos niños, aquellas tres mujeres tendiendo ropa en la hierba, esas dos con los cacharros sobre sus cabezas, ese charco remansado y esta cueva a nuestra derecha… 

Y él, ahora la miró muy interesado, esperando que concluyera con alguna pregunta o que revelara su secreto. Pero ella, otra vez dijo:

- Y aquel anciano subiendo por el camino, esos hombres metidos en sus cosas y por allí las tierras donde se ven los huertos… Pero sobre todo, esta cueva que tenemos a nuestra izquierda y en la puerta, eso dos hombres sentados.

 Y ahora sí le dijo él:

- Los dos hombres que ves sentados en la puerta de esta cueva son padre e hijo.

- ¿Y qué hacen ahí como esperando?

- No esperan nada. Solo dejan que el tiempo pase y que algo o alguien les eches una mano.

- ¿De qué los conoces?

- Sé que son pobres, que no tienen con qué alimentarse ni tampoco a dónde ir ni quién le ofrezca una moneda. Pero son padre e hijo y entre sí se ayudan, junto a la Alhambra, cerca del río Darro y a solo unos metros de la muralla. ¿Has oído hablar tú alguna vez de La Casa Maldita del río Darro?

- Nada he oído yo de esta casa ni tampoco nunca nadie me habló de ella. ¿Tú sí sabes algo?

- Cuando ahora dentro de un rato lleguemos al sitio que quiero mostrarte y junto a las aguas estemos sentado, voy a contarte la historia de esta casa.

- Estos dos hombres sentados en la puerta de la cueva ¿tienen algo que ver con esa historia?

- Tienen que ver y mucho.

- Pues vale, tú me cuestas el relato de La Casa Maldita y yo te revelo mi secreto.

            Hubo otro momento de silencio y como ahora miraban en la dirección en que por el río se iban las aguas, allá a lo lejos, vieron a unos niños. Dos o tres muchachos y unas mujeres que también lavaban ropa en las aguas de la corriente. Le dijo a ella:

- Aunque es la realidad cruda y dura de la vida en estos momentos y barrio y en Granada, si miras fijamente y cierra los ojos, quizás veas la otra cara.

- ¿Qué otra cara?

- La que escondidas en las entrañas del tiempo, transforma a estas personas, a estos paisaje y a esta mañana, en un cuadro hermosísimo más allá de la materia. ¿No ves como el correr de las aguas y el juego de esos niños, parece ocurrir en un lejano y hermosísimo universo?

Y ella observó despacio sin pronunciar palabra. Luego comentó:

- Creo que lo que me dices y quieres enseñarme, es algo hermoso pero no consigo entender ni verlo.

- Y sin embargo, lo que te digo y claramente y ahora mismo observo, es tan real y bello como la luz del sol que ilumina en estos momentos.

            Siguieron bajando y, al llegar a las aguas del río, ella otra vez dijo:

- Cuando estemos sentado en la orilla del charco que quieres enseñarme, me explicas un poco más esta visión tuya. Intentaré ver mientras yo te hablo del secreto que he dicho.

Y fue él a darle una respuesta cuando de nuevo ella comentó:

- Ahora quiero pisar las aguas de este río, lo mismo que esos niños que juegan ahí en la corriente.

Señalaba para las aguas del río, a la izquierda de donde la senda se encontraba con el curso, que era donde jugaba el grupo de niños. Descalzos, pisando de acá para allá las aguas, recogiendo piedras redondas, pequeñas y algunas muy grandes y colocándolas en un pequeño muro que iban levantando para remansar un charco. Se les oía, además, gritar, reír, comentar sus pequeñas aventuras y, con la clara luz del hermoso día, se les veía libres. Por eso ella, nada más descubrir el juego de estos niños, se contagió de su gozo y quiso meterse en las aguas. Otra vez dijo a su compañero:

- Cuando yo era pequeña, allá en mi país lejano, también jugaba con las aguas de los ríos, como lo hacen ahora estos chiquillos. ¿Qué tendrá de mágico este juego que a todos los niños y los mayores, nos gusta tanto?

Y él, después de meditarlo unos segundos, aclaró:

- Quizás la magia esté en el agua. Se le ve libre, regala frescor y vida, es amiga siempre y como acaricia en forma de gozo, gusta tocarla, oírla correr, verla remansada y disfrutar de su tacto.

            Los dos se pararon en el borde mismo de las aguas, se quitó ella su calzado, metió sus pies en la corriente, pisó el agua por aquí y por allá, mientras gozaba de la figura de la Alhambra sobre la colina y del juego de los niños y, pasado un rato le pidió a él que le diera la mano. Lo hizo muy complacido y le ayudó a salir del río. Y cuando le alargaba su calzado para que se lo pusiera, ella de nuevo dijo:

- Ahora quiero caminar descalza como cuando era pequeña haya en los ríos de mi tierra. ¿Qué tendrá el suelo que gusta tanto pisarlo e ir descalza por las veredas y sentir los pies acariciados por la fresca hierba?

           Y no respondió él a esta pregunta. Le siguió ofreciendo su mano, le ayudó a salir de las aguas del río, continuaron caminando despacio y con cuidado para pisar solo por la vereda y en las más tiernas matas de hierba y, río arriba por entre los árboles y las tierras los huertos, se fueron acercando al charco que él quería mostrarle. Y mientras se iban aproximando y ella era feliz caminando descalza, sobre la colina, constantemente se veía la robusta figura de la Alhambra y a los lados, emergían y saludaban las pronunciadas laderas repletas de bosques. A cada instante ella preguntaba y, con la mejor sabiduría, él le contestaba.

            Llegaron al charco cuando ya el sol estaba colocado casi en el centro del cielo. Por eso ahora calentaba algo más y por eso la luz aún brillaba con más fuerza y parecía más misteriosa vista por entre las ramas de los árboles y reflejada en las aguas del río. Y ella, lo primero que hizo nada más estar junto al charco, fue volver a meterse en las aguas. La dejó el joven y él se fue hacia la gran piedra, al lado de arriba y entre la hierba. Por aquí soltó el calzado de ella y la pequeña bolsa que portaba con algo de comida. Se sentó en la piedra, se puso a observar la corriente y a intervalos también a ella y al poco, la vio salirse del agua mientras comentaba:

- Aunque apetece mucho por lo transparente que es y la dulzura que de ella mana, también está fría.

Y caminó pisando la arena de la orilla del río hasta llegar a una gran roca en forma de losa, justo en el centro de la corriente. Quedaba por completo fuera de las aguas porque aunque la corriente la bordeaba por un lado y otro, no la bañaba. Por eso resultaba un sitio muy cómodo no solo para sentarse sino para estar cerca por completo de las aguas, al mismo tiempo que frente a la figura de la Alhambra sobre la colina y casi en armonía con la corriente del río que se alejaba.

            En esta piedra se sentó, metió sus pies en las aguas y con las manos, a un lado y otro, se puso a jugar con las pequeñas olas que la corriente dibujaba. Y mirándolo a él, sentado a solo unos metros de ella sobre la piedra y entre la hierba, habló y le dijo:

- No habrá en el mundo un sitio más bello que éste y apropiado para compartir contigo mi secreto. ¿Quieres escucharme?

- Soy todo oído. ¿Qué es eso tan interesante que quieres compartir conmigo?

Y sin más rodeos ella declaró:

- Cuando yo era pequeña, en muchas ocasiones me preocupaba que pasado el tiempo, los amigos y conocidos, se olvidaran de mí. Y ahora que ya soy mayor y vivo en estas tierras y palacios que conoces, me sigue torturando esta misma sensación. Y lo que más me preocupa en estos días es que cuando, dentro de un tiempo me marché de estos lugares tan bellos, tú y las personas que estoy conociendo, de verdad me olvidéis. Me entristece pensar que en cuanto me marché de aquí, mi recuerdo, mi memoria y mi presencia por estos lugares, se borren por completo y para siempre. Es algo que temo mucho. Y en esta ocasión, como todo lo que por estos lugares estoy descubriendo es tan hermoso, mi miedo es más intenso.

            Se mantuvo él en silencio durante un rato, sin dejar de mirarla desde su piedra sentado, junto a las aguas y frente a la Alhambra y luego dijo:

- Tu sentimiento es muy bello al mismo tiempo que doloroso e importante. Es algo que nos ocurre a todas las persona y yo sé lo que hay que hacer para quedar siempre vivos en los lugares, entre los amigos y conocidos, en el tiempo y, para la eternidad, en el corazón del Universo.

- ¿Me lo cuentas?

- Deseo hacerlo pero, en este momento y para cumplir con lo que te he prometido hace un rato, te voy a contar lo de La Casa Maldita por estos parajes. Nos servirá para iluminar y explicar la inquietud que anida en tu corazón y acaba de compartir conmigo.

Este relato continúa en: III- “La casa maldita del río Darro”