Foro para escritores de Bubok

PÉTALOS DE ROSA

Todo comenzó en la barra de aquel bar.
    -¿Me pones otra caña?
Miré alrededor de mí y, con cuatro cañas ya corriéndome por la sangre y acariciándome el cerebro, me fijé en los vacíos, en los huecos que, sin capacidad para hacerlo porque no son nada, se ponen a hablar. En la mesa que solía ser nuestra no había nadie, ni siquiera yo. Evidente, porque yo estaba en la barra sentado frente al lugar que, desde que recuerdo, ocupa la tortilla de patatas. Ni estaba yo en la mesa, ni estaba Vito, ni Pepelu, ni José María, ni el Pelusa, ni Dámaso…
-¿Me pones otra caña?

¿Qué dónde estaban? Pues aparte de Vito, que una noche de lluvia se empotró contra un eucalipto y de Dámaso, que no supo conformarse con las borracheras del sábado y las resacas de los domingos y pasó a mayores, los demás fueron desapareciendo porque era lo que tocaba. Porque se casaron y se volvieron formales, porque consiguieron trabajo en otra ciudad, porque… vete tú a saber. Y me dejaron solo bebiendo cañas. Que sí, que vale, que yo podía haber hecho lo mismo, buscarme una mujer, cambiarme a otro bar, relacionarme con otro grupo de gente. Pero eso quiero explicar, porque lo que me han mandado no es escribir lo que no he hecho, ni lo que pienso, ni lo que pasó hace años, sino lo que efectivamente hago. O explicado de otra manera, he de darme a conocer por mis actos y no por mi pasado ni por mis reflexiones.

Sí, estoy escribiendo porque me lo han mandado. Y, como también me han sugerido que me explique con claridad, voy a intentar hacerlo.
Para ello espero que se me permita una cierta retrospección, que es como la profesora dice que se llama en castellano lo que en inglés es flash back. Y ya me estoy liando porque quería ser claro y me he anticipado introduciendo un personaje, la profesora, que en el orden causal y temporal viene después de esa retrospección.
La retrospección es fácil: habla de cañas y más cañas; pasa por cañas que ya no me acariciaban el cerebro ni me llevaban a mirar aquella mesa sino que me punzaban y me dejaban quieto y ensimismado observando la puerta y esperando inútilmente que por ella entrara la sonrisa de Vito, de Pepelu, de Dámaso…; y esa retrospección sigue y sigue y termina con las cañas que me llevaban a tropezar con la alfombra de mi puerta, las que se me revolvían en el estómago al oír el despertador, las que me dibujaban las ojeras que me veía en el espejo después de la ducha. Y al día siguiente, más cañas, más miradas sin esperanza a la puerta del bar, más tropiezos en casa, más ojeras y puede que algún vómito.
¿Cuánto tiempo duró ese ritmo? Pues hasta la noche de invierno en que tuve la pesadilla de que una culebra se me había metido en la funda del edredón. “Hasta aquí” me dije y puse definitivamente en práctica una decisión a la que había llegado dos o tres veces en los últimos meses, ir al psiquiatra. Sí, como suena, el último de los golfos del bar, el golfo crepuscular y residual, sentado frente a un psiquiatra que ni siquiera llevaba bata blanca.

-Vives un cierto extravío interior.
Un psiquiatra que sabe hablar así por fuerza ha de ser un buen psiquiatra. Y no sólo por eso sino porque consiguió que ahora mismo yo no esté mirando vacíos desde la barra del bar sino sentado frente al portátil explicando mi vida. Mi vida o algo similar.
Sacó un papel de los de recetar con su nombre en la cabecera y, en vez de pastillitas, fue escribiendo soluciones a ese extravío interior: apuntarme a un gimnasio o levantarme media hora antes y ponerme a correr porque, aparte de liberar energía, obliga a una cierta disciplina; apuntarme a un cursillo de cocina por la satisfacción que da metamorfosear un huevo en una tortilla; y que si sé escribir.
-Lo justo.
-Escribir un cuento, una novela…
-Pues no.
-¿Qué tal si te apuntas a un taller de literatura donde expliquen cómo construir una novela y cuentas en ella lo que me has contado a mí? Así das salida a tus obsesiones y te escapas del extravío.
Yo, de gimnasia, nada; correr por las calles con pantalón corto, aún menos; en la cocina no sé ni cómo se enciende el gas. Y lo del taller de literatura, ya se puede uno imaginar el dominio de las palabras que tienen quienes llaman taller a lo que no debe de ser más que un cursillo. Pero, bueno, era la opción más cómoda: ni me cansaba en el gimnasio ni me manchaba con la yema del huevo.

Aquí aparece ya la profesora: que si habíamos leído Madame Bovary. Sólo una intelectualilla con gafitas dijo que sí. Que si de ahí no vamos a salir hechos unos Revertes. Pues bueno, pero por lo menos yo sabía quién era Alatriste. Y deberes: el primer día, traer una descripción de una estación; de una página. El segundo día, caracterización de uno mismo no a partir de adjetivos que si sois altos, morenos y de ojos verdes sino a través de lo que hacéis.
Y en ello estoy, en ese ejercicio. ¿Lo que suelo hacer? Nada interesante: desayunar colacao con galletas, coger el metro para ir a la floristería… Que eso no lo había contado. Sí, tengo una floristería. Heredé el negocio de mi madre y por ahí, ahora que caigo, sí que puedo decir que hago algo interesante. Me inventé una tontería: dibujar con un pincelito en los pétalos de las rosas el nombre de la mujer a la que se le va a regalar. No sé si eso puede dar idea de mí como personaje literario, pero es lo que sé hacer. Y en caligrafía antigua: como ya no me tiembla el pulso desde que no bebo tanta cerveza…
Y sí a veces también pienso. En las risas que nos hacíamos antes todos juntos.