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danielturambar
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Fecha de ingreso: 14 de Mayo de 2008

LXVI Concurso: CELOS (relatos na'más)

19 de Septiembre de 2011 a las 9:06
Me dijo Sacra que si ganaba tomara el mando como MdC, que estaría de vacaciones, y esta mañana, viajando, me ha pasado el tema: CELOS, en lo que vienen siendo su 3ª y 7ª  acepción del diccionario (de ahí el plural). 

celo1.

(Del lat. zēlus, ardor, celo, y este del gr. ζῆλοςder. de ζεῖν, hervir). 

3. m. Recelo que alguien siente de que cualquier afecto o bien que disfrute o pretenda llegue a ser alcanzado por otro. U. m. en pl.

7. m. pl. Sospecha, inquietud y recelo de que la persona amada haya mudado o mude su cariño, poniéndolo en otra.

Así, que ya sabéis: 
1.- Aquí sólo relatos anónimos (pedir clave)
2.- Plazo hasta el jueves 29 a las 22:00
3.- Me pasáis las autorías por privado


concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 21 de Septiembre de 2011 a las 13:20
TRAS EL ESPEJO

Susana abre la ventana y la ciudad le golpea en la cara con su aliento fétido, como la respiración de un perro enfermo. Todavía no es de día. Abajo, en la calle, las luces de las farolas tiemblan a intervalos… Una sí, una no, una sí, una no. El camión de la basura gira a la izquierda y se asoma a la calle como un monstruo luminoso; los focos delanteros abren un haz halógeno que descubre la presencia de dos contenedores en la esquina más próxima, con las fauces abiertas como un ogro hambriento. Las bolsas de basura asoman por su boca amontonadas unas sobre y otras y regadas por los alrededores.

Alejo duerme en la cama del pequeño estudio. Está desnudo, con las piernas abiertas y el miembro flácido. Durante la noche, la pareja se había dejado la piel  hecha jirones entre las sábanas. Susana decide volver a la cama; se asoma al pecho límpido de Alejo; ni un solo vello que rizar entre sus
dedos, afilados como agujas de coser. Tan sólo la piel pálida y el surco azulado de las venas palpitando bajo la dermis congelada.

Susana siente ganas de orinar y se dirige al cuarto de baño. Una pequeña bañera, un retrete y un espejo carcomido y requemado por los bordes son el único mobiliario. El óxido corroe los azulejos allí donde entra en contacto con las tuberías, y las manchas negruzcas de la humedad se extienden por las esquinas del techo, como una enfermedad purulenta que avanza sin piedad por la superficie de escayola. Se baja las bragas y se agacha sobre el retrete, evitando sentar las nalgas sobre la loza cubierta de posos de orina reseca.

La gravedad hace el resto; el chorro de orina al caer alivia la presión que siente en la vejiga. Suspira aliviada y alza la cabeza, como si mirar al techo le ayudara a consumar su acción. Justo entonces la ve. Se trata de una sombra que va dejando marcas en el techo, igual que las huellas que un animal herido deja sobre la nieve; un reguero de manchas oscuras que desaparece a medida que avanza para confundirse con las manchas de humedad y perderse tras el marco del
espejo roído por la mugre. Entonces, tras la pátina opaca del cristal, la sombra toma forma poco a poco.

Susana se descubre a si misma desde una perspectiva que le resulta tan lejana como familiar. La imagen paralela que se ha formado ante sus ojos avanza y retrocede como impelida por un muelle invisible, intentando escapar de su cautiverio.

Paralizada por el terror abre la boca de par en par, intentando emitir algún tipo de sonido; un quejido amortiguado por el miedo sale de su garganta, como un gorjeo inaudible. La sombra le imita en cada uno de sus gestos igual que la haría un mimo; pero lo que el espejo es incapaz de emular es el gesto de pavor que deforma el rostro de Susana. En su lugar permanece una mueca de profunda tristeza. Así permanecen ambas, Susana y su sombra en el espejo, hasta que esta termina por difuminarse ante sus ojos igual que un sueño sudoroso bajo un chorro de agua fría.
   
Susana no sabe cuanto tiempo ha permanecido en cuclillas, con la intensidad glauca de su mirada clavada en el espejo, pero tiene las piernas agarrotadas por el esfuerzo. Alejo continua durmiendo, ajeno a lo que había acontecido en el interior del cuarto de bajo. Sus resoplidos llegan con claridad hasta ella, como el esfuerzo de un trompetista asmático.

—Habrá sido el calor. —Afirma Alejo sin dudar. Lleva dos meses follando con Susana, una joven con la que ha descubierto las veleidades del sexo y de las drogas. Un escarceo entre estudiantes al que, de momento, no da demasiada importancia.

— ¿El calor…? ¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso insinúas que estoy loca? Sé muy bien lo que he visto

—No sé. ¿Insinúas que has visto algo así como un fantasma? ¿Manchas negras en el techo? Ese techo está podrido por la humedad.

—Sé muy bien lo que he visto. —

—De acuerdo, de acuerdo. Sólo espero que no se convierta en algo habitual. — Justo en ese momento el agua de la cafetera comienza a bullir en el fuego y la cocina queda invadida por el aroma dulzón del café.

Susana baja a la calle; a pesar del café mañanero no ha podido deshacerse de la tensión que le agarrota las piernas. Aún conserva grabada en la retina la imagen de si misma intentando escapar del espejo. Suplicando ayuda en silencio.

Camina diez minutos hasta que al doblar la esquina se topa con la boca de metro. La acera está solitaria; el kiosco todavía tiene el cierre echado y la prensa diaria se apila a su alrededor, como un montón de cadáveres húmedos por el rocío nocturno. A pesar del calor que aún permanece suspendido en el aire, siente una brisa gélida a su alrededor; un ramalazo helado que la envuelve durante un instante.

Entonces la sombra emerge a través de la alcantarilla, como una columna de niebla que poco a poco va tomando forma. Quiere gritar y salir corriendo, pero está paralizada. Es como si una fuerza superior la obligara a mirar de frente a la presencia. Como si de alguna manera, ésta quisiera que se reconociera a si misma. Y efectivamente así es. Susana reconoce a su propio espectro, su propia existencia convertida en espíritu.

— ¿Qué quieres de mi? —La sombra abre la boca hasta transformarse en un agujero negro; una espiral que la arrastra a su interior, obligándola a asomarse al balcón del tiempo. Susana ve fuego por todas partes; siente como su piel se abrasa entre las llamas, tan reales como el miedo. Percibe los gritos de dolor de otra gente a la que no puede ver en medio de una vaharada de humo negruzco.

Siente con crudeza como el olor a carne quemada se le pega al gaznate impidiéndole respirar. Y queda tendida en la acera, inconsciente.

Al abrir los ojos se topa con la claridad del techo de la habitación.

—Tranquila. Está usted bien; ha sufrido un leve desvanecimiento. Ha tenido mucha suerte. La policía todavía no se explica que haya sobrevivido al incendio; no hay más supervivientes… ¿Me ha entendido usted? —Interroga el doctor.

—Creí que me abrasaba… —

—Es lógico. El incendio ha sido terrible. Milagrosamente se encuentra usted bien. Ahora debe descansar.

El desconocido la observa guardando una prudencial distancia. Lleva una libreta en la mano y va vestido como si quisiera causar buena impresión a un familiar molesto. Parece un tipo ridículo; el típico tipo al que das de lado después de echar un par de polvos.

—Me gustaría hacerle unas preguntas. —El desconocido taconea durante unos segundos, como si sus piernas tuvieran vida propia y estuvieran deseando salir corriendo de allí.

—Quiere saber si estoy loca, ¿no es cierto? —Susana se incorpora en la cama; el pijama le hace parecer un ser desvalido. Un pajarillo con el ala rota o un gato recién nacido a punto de cruzar la calle.

— ¿Perdón…? No. En realidad me gustaría preguntarle acerca del foco inicial del incendio que se ha producido en su domicilio, a resultas del cual han muerto quince vecinos del inmueble, incluido su pareja, Alejo Grañen. —Susana abre la boca de par en par.

— ¿Incendio…? No sé nada de ningún incendio. Tuve un sueño. —Aprieta los puños hasta que palidecen por completo.

—Veo que todavía no se encuentra en condiciones de responder a mis preguntas. Lo dejaremos para más adelante. —Taconea de nuevo; pero esta vez el movimiento de pies va acompañado por unos giros de cadera intermitentes, casi imperceptibles. Tiene prisa. —Sólo una última cosa. ¿Puede explicarme por qué se aferraba a esa vieja fotografía que tiene en la mesilla? —Los ojos de Susana ruedan hacia la derecha, en la dirección que indica la mirada del desconocido. Allí estaba, la explicación a todo lo que le había sucedido aquella mañana. Había ocurrido nuevamente.

— ¿Hasta cuando…? ¿Hasta cuando seguirás haciéndolo? ¿Cuándo me dejarás vivir en paz de una vez por todas? —El desconocido asiste perplejo a la escena. Era como si Susana y la imagen de la fotografía estuvieran manteniendo una conversación privada. — ¿Cuándo te darás cuenta de que nadie tiene la culpa de que te marcharas primero? ¿Cuándo te irás al sitio en donde los muertos pueden por fin olvidarse del dolor, hermana?




Editado
por MdC para corregir el formato.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 21 de Septiembre de 2011 a las 13:51

Cuestión de ¿celos?


En aquel taller todo se encontraba en su sitio, perfecto orden, limpieza absoluta, luz suficiente, ventilación aséptica. Demasiado perfecto para un taller, pero el Jefe había avisado de su llegada y Gabriel, el encargado del taller no quería que le llamasen la atención.

Y llegó el instante.

Con el gran estruendo de la típica parafernalia que siempre le acompañaba, nadie nunca entendió por qué necesitaba ir siempre rodeado de aduladores, el Jefe se presentó en las puertas del taller.

—Bien, bien, veo que todo está según las leyes naturales que nos dan la categoría de únicos. Comencemos pues —miró a Gabriel —Hoy tenemos la intención de fabricar el mejor robot que jamás hayamos ideado. Para ello —y se colocó justo al lado de la gran mesa central, perfectamente iluminada —Gabriel, las extremidades, tanto superiores como inferiores, serán suficientes dos en cada nivel, utilizaremos las mismas que en nuestro último invento. El tronco central estará compuesto por tres diferentes partes.

—¿Tres partes, Jefe? En el último solo iban dos y…

—Tres he dicho, Gabriel, en la tercera se encuentra uno de nuestros nuevos diseños. Tendrá su correspondiente motor de distribución de líquido alimentario y de engrase, la máquina de filtrado y depuración y… —y aquí, el Jefe, puso más énfasis en sus palabras y algunas gotas de fina ironía, prosiguió lentamente —…chan ta ta chan, en el centro llevará un sistema revolucionario.

El Jefe miró a su alrededor hasta descubrir en la esquina de la mesa a uno de sus ayudantes personales.

—Rafael, dale a Gabriel los planos del sistema central y, alguno de vosotros, id abajo y decidle a Miguel que empiece a fabricar dos extremidades de cada nivel. Las necesitamos a la mayor brevedad posible. Los demás, quitaos de en medio, no quiero que falte ni luz, ni visión, del trabajo que vamos a desarrollar y tomad nota, ya que no voy a repetir la clase magistral que vais a recibir.

Una vez los planos en sus manos, Gabriel los miraba con atención. Al poco levantó la vista hacia el Jefe, para preguntarle algo, pero de nuevo, moviendo su cabeza con incredulidad, volvió a los planos. Tardó mucho tiempo en entender aquello que le habían puesto en las manos y, el Jefe, algo cansado de la espera, le preguntó

—¿Tiene mi buen Gabriel algún problema para asimilar lo que le hemos dado?

—¡No, para nada, Jefe! Todo está perfectamente claro en cuanto a como hay que fabricar este nuevo invento, pero… —y de nuevo su vista bajaba a los planos, sin creer lo que veía

—Si no me preguntas lo que tanto te asombra, no pasaremos a la obra, pero recuerda que, aunque tienes todo el tiempo del universo y algunas horas más, yo tengo también otras obligaciones; además, el campo de actuación de este robot ya está esperándole para que comience a realizar las labores para las que va a ser fabricado

—Jefe es que esto de que un robot tenga que alimentarse para poder moverse y realizar los trabajos que lleva programados, nunca lo había visto y, claro…

—¡Ahí te quería yo ver, Gabriel! —y, alzándose algo más de entre los asistentes, prosiguió —ese es mi segundo gran invento: Un robot que se autoalimenta, que no necesita que lo recarguemos cada cierto tiempo. Tú empieza a fabricar y te sorprenderás cuando te cuente el primer nuevo invento.

Y comenzó la fabricación, todo supervisado por la fina y sabia mirada del Jefe.

Terminado el tronco o bloque central, en el que, posteriormente, se conectarían cuatro extremidades y la cabeza del robot, Gabriel se quedó mirando al Jefe con un trozo del material usado en las manos

—Jefe, perdone mi curiosidad, pero… ¿de donde ha salido este material tan extraño? Ayer comprobé que por él circula perfectamente la corriente eléctrica de muy baja intensidad y voltaje, lo que ahorrará gran cantidad de batería, pero no es metal, es…

—Gabriel, Gabriel, qué poca confianza tienes en mí. Ese material es tan metálico como los anteriores usados por nosotros, lo que pasa es que la combinación química que hemos usado… —y la clase magistral siguió su desarrollo.

Finalmente subió Miguel con las extremidades y con un mal humor que le salía por todo su cuerpo

—¡A mí me va a perdonar Jefe, pero las cosas no se hacen así!

—¿Y a ti que te puede pasar ahora? ¿No has hecho el trabajo como la vez anterior?

—¡Sí, claro, pero con este nuevo material no me acostumbro a trabajar y tardo el doble de tiempo!

—Pero si es elástico, contra la rigidez del anterior, se acopla mejor a las uniones, se suelda más fácilmente y además, tiene la virtud de autosoldarse, lo que pasa es que, hasta que no lo alimentemos con el nuevo fluido que vamos a usar para el engrase y regeneración, no lo podrás entender. Miguel, encogiéndose de hombros, se puso a ayudar a Gabriel en la construcción de la cabeza del robot. En el momento en el que Gabriel iba a colocar dentro de la cabeza el disco interno de almacenamiento de memoria e instalación de hardware, el Jefe lo interrumpió

—Un momento, Gabriel, que ahora viene mi gran invento —miró a Rafael que, sin necesitar palabra alguna, sonriendo, se acercó a Gabriel y le entregó un paquete. Al desenvolverlo, ante los ojos de los presentes, apareció algo jamás visto. Estaba perfectamente recubierto por una capa blanquecina que no permitía ver su interior. Solo se veían cinco conexiones abiertas para comunicarlo con el resto del robot y forzándolo con una ligera sobrepresión en la parte frontal, se abría un hueco.

—Primero conéctalo a los conductos que salen del tronco central. ¡No! Ese va en el de la derecha, Gabriel, y el delgado en la parte inferior; eso es, correcto. Ahora —y miró a su alrededor hasta encontrar a su gran amigo Luz —¿Nos das el hard de este nuevo y magnífico robot, Luz? Por cierto, no tengo ni que deciros que es tan perfecto el equipo inventado, que no necesita ser iniciado más que la primera y única vez, y ya nunca fallará una vez empiece a procesar y, posteriormente, no podrá ser reiniciado.

Luz abrió una gran caja y en ella, perfectamente organizados, se encontraban diez hardware, cada cual con un membrete en el que se especificaba tipo, modelo y robot al que correspondían.

Luz miró de reojo a los presentes, sin levantar la cabeza, dudó un instante y, finalmente, cogió uno y se lo entregó a Gabriel. Este lo miró con detenimiento y, sin entender nada, lo colocó en su sitio; luego miró al Jefe y esperó su aprobación.

—Prográmalo, Luz y, mientras lo haces, Gabriel, comienza tú a alimentarlo con ese líquido que te entrega Rafael. —Así fue hecho y, al poco tiempo, el robot comenzó a moverse. Empezó lentamente hasta que se acostumbró a sus  movimientos. Cuando el Jefe consideró que el programa se había reiniciado y todo estaba en orden, habló

—Y ahora, veréis… ejem  ¡Robot, date la vuelta y mírame! —Y el robot, obediente, así lo hizo. Todos se quedaron asombrados ante tal maravilla. Pero el Jefe siguió.

—Robot, ¿quién de nosotros es Miguel? –El autómata los miró a todos y finalmente, levantó la mano derecha y, con su índice recto, señaló a Miguel. Todos los presentes, excepto el Jefe, se quedaron alucinados al ver tal maravilla.

—Je, je –sonrió el Jefe –Pues aún hay mucho más. Mirad. ¡Robot!,  ahora ve hacia la estantería del fondo y tráeme la pesada caja verde que hay en ella! —El robot miró a su alrededor, vio la estantería, vio la caja y se quedó quieto. Al instante salió andando hacia la puerta del taller

—¡Robot, ¿Dónde vas? Obedece, vuelve aquí! —a lo que el robot contestó con un rápido e indiscutible corte de mangas.

El Jefe se quedó mirando a su amigo Luz con expresión furiosa

—¿Otra vez has cambiado el hardware? –Luz soltó rápidamente la caja que aún tenía entre sus manos y bajó la mirada —Pues como castigo quedas expulsado de aquí para siempre —y dándose la vuelta muy enfadado, el Jefe salió del taller seguido de toda su parafernalia.

Ya fuera, murmuraba: “¿Nunca se enterará este chico que solo hay un Dios y soy yo? Pero ¡por favor! ¿qué habremos inventado esta vez?

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 22 de Septiembre de 2011 a las 15:31
Simplemente Amor…

Era el invierno de 1916, los franceses intentaban frenar el avance de los alemanes desde las trincheras, soportando el rigor de las bajas temperaturas y el horror de la guerra. Muchos soldados habían caído, apenas y si tenían munición, y la moral de las tropas empezaba a decaer.
Las balas del enemigo no dejaban de silbar por encima de sus cabezas, ahogando los gritos de los heridos mientras las explosiones de las granadas, eran cada vez más cercanas. 
   — ¡Necesito munición!
Alexandre oyó el gritó desesperado de su compañero. Miró a su alrededor, y dentro de las trincheras, vio los cuerpos sin vida de sus compañeros; todos jóvenes soldados con ilusiones de un futuro mejor. Cogió el arma de uno de esos soldados, y se la entregó a André. 
Alexandre volvió a mirar a su alrededor, mientras fragmentos de arena y piedra caían sobre ellos.
— ¡Malditos alemanes!—exclamó André una vez el humo de la explosión empezó a disiparse—. ¡Qué os parece esto!—y dejó que su fusil, hablara.
— ¡Para de una vez! Sabes que no tenemos mucha munición—le ordenó Alexandre. 
—Tienes razón, será mejor guardar fuerzas para la noche.
Alexandre miró el cielo mientras pensaba que la noche no tardaría en llegar, y con ella, la relativa calma. Los alemanes aprovecharían esas horas de oscuridad, para avanzar, y ellos, para retroceder.
—Nunca pensé que estas trincheras acabarían siendo nuestras fosas—dijo Alexandre después de unos minutos de silencio.
—Realmente amigo, eres el alma de la fiesta.
Las balas seguían silbando, levantado pequeñas nubes de arena cada vez que impactaban contra el suelo. 
— ¡Acaban de romper la alambrada del norte!—era un gritó que corría por toda la trinchera, de boca en boca—. Vienen con lanzallamas…  
Alexandre se dejó caer, apoyándose contra el muro de arena que los protegía…
—Pensé que lo lograría, que lo lograríamos…
— ¿A qué te refieres?—le preguntó André.
—Estaba seguro que volvería a casa, que no iba a morir aquí.
—De momento sigues con vida—repuso André cargando el fusil. 
—Necesito pedirte un favor…—y  los asustados ojos de Alexandre, se posaron en los de su amigo.
— ¡Cúbrete!—gritó mientras más fragmentos de piedra y arena, caían sobre ellos.
El silencio duró poco. Nuevos gritos inundaron sus oídos; algunos compañeros acababan de morir, otros, de perder algún miembro. 
— ¡Tienes que prometerme una cosa, tienes que hacerlo!—vociferó Alexandre, tratando de alejar el horror de sus oídos.
—Tranquilo, ¿qué quieres que te prometa?
—Si yo muero, júrame que harás cualquier cosa por seguir con vida… Necesito que le entregues esta carta a Anne… a mi prima.
André miró la carta que Alexandre acababa de sacarse del bolsillo, y que sus trémulas manos, sujetaban.
—No te preocupes, sabes que lo haré.
—Dile que la quiero mucho, y que morí pensando en su perdón. Dile que nunca pude desprenderme de sus labios, y que… ¡Por Dios! Ruégale que me perdone… pero el solo hecho de imaginármela en otros brazos, en unos que no fueran los míos…
— ¿Qué fue lo que hiciste?
Alexandre miró a su amigo mientras un lejano rumor empezaba a correr por las trincheras…
—Maté a su marido…
Otra granada impactó cerca, esta vez no hubo que lamentar la muerte de ninguno soldado; nadie resultó herido. 
El rumor corría como la pólvora, y dentro de unos segundos, éste llegaría a sus oídos.
—Ella tenía que ser mía, de nadie más—seguía hablando Alexandre—. Yo no podía permitir que fuera de otro hombre; que la besara, que la acariciara…
— ¡Gas toxico, pónganse las mascaras!—el rumor llegó. 
André corrió a colocarse la suya, miró a su amigo y una lágrima salió de sus ojos: Alexandre lo miraba, en silencio. Le dio la carta que sostenía en las manos, le sonrió y antes de que una nube de gas los cubriera, se quitó la vida.

Meses después, cuando André consiguió salir del campo de batalla, y retirarse por completo del ejército, decidió cumplir la promesa que le había hecho a su amigo. 
Descubrió que Alexander nunca le había disparado al marido de Anne, es más, ellos vivían felizmente junto a sus dos hijos: una linda niña llamada Gabriel, y un varón al que le habían puesto por nombre Jean-phillippe. También averiguó, por labios de Anne, que antes de que ella conociera a su actual marido, entre Alexandre y ella había pasado algo, un liguero noviazgo, nada de importancia… 
Cuando Anne comenzó a leer la carta que André le entrego, éste se enteró del resto de la historia: los celos habían estado torturando a Alexandre desde hacía años, y éstos, poco a poco, habían ido creciendo hasta llegar a asfixiarlo. En la carta explicaba el último sueño que había tenido antes de partir hacia la guerra: en un acto de celos, al ver cómo Anne besaba a su marido, lo había matado.
André nunca reveló a nadie cómo había muerto, verdaderamente, Alexandre.  
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 23 de Septiembre de 2011 a las 18:46
Tú no lo entiendes

No puedo comprender por qué ella no lo entiende, se lo he explicado unas cuantas veces creo que con palabras muy claras y el corazón en la mano. Pues no lo quiere entender y sigue con su decisión. El caso es que yo no quiero la solución que ella propone porque encuentro que no es necesaria y que tampoco es para tanto. Nada, que no lo entiende y sigue en sus trece.

Pero si es muy sencillo, Amelia y yo nos conocimos en el Instituto, yo repetía curso, en aquellos días andaba algo perdido y mis estudios se resentían. Ella era una estudiante de primera y me ayudó mucho con las asignaturas en las que yo flojeaba. Se quedó en la ciudad cuando fuimos a la Universidad y yo me fui a Barcelona. Acabó la carrera antes que yo, entre tanto nos habíamos enamorado de verdad y procurábamos estar juntos todo el tiempo que podíamos. Amelia era como todas las mujeres de su época, tú te lanzabas cuando ya no podías aguantar más las ganas y ella te dejaba frío con una sonrisa en los labios. A veces me daba tanta rabia que, cuando la dejaba en casa buscaba alguien que complaciera mis deseos. Ya sé que esto era una pequeña traición, pero así era.

Cuando nos casamos, Amelia tenía veinticuatro años y era virgen, bueno casi, porque después de mucho tiempo y mucha insistencia algo habíamos avanzado en nuestro conocimiento físico mutuo. La quiero mucho, es la mujer de mi vida y eso lo digo después de treinta años de matrimonio. Se lo he explicado bien claramente: ninguna mujer me interesa como ella, jamás la dejaría por otra, quiero envejecer a su lado y es lo más importante de mi vida.

Pues no me cree y todo porque se ha enterado de que, de vez en cuando echo una canita al aire. Se ha puesto como una loca, que si soy un traidor, que si lo que más le duele es el engaño, que si confiaba en mí y todas esas cosas. Le he dicho también que son muchos años y que el sexo se ha vuelto monótono y poco excitante, que nos vamos haciendo mayores y que yo necesito algo más, que solo es sexo y no significa nada.
Y así es, la primera vez fue con Martina la directora de Márketing cuando tuvimos que viajar a Toulouse por cosas de trabajo. Solo fueron dos días, ella insinuó tomar una copa antes de retirarnos y así empezó todo. Ni siquiera intenté resistirme, era muy halagador que una mujer como aquella deseara tener sexo conmigo y yo me dije que nadie iba a enterarse y que no volvería a suceder nunca más. Ella lo dejó bien claro desde luego: un polvo y después lo olvidábamos todo. No sé si fue por lo transgresor de la situación, porque era mi fantasía desde hacía mucho o porqué además ella era una máquina, pero aquello resultó fantástico. Y yo estaba perdido.

 Después de ese día los demás vinieron solos y fácilmente. Siempre igual con todas: nada de compromisos, nada de llamaditas, ni mensajitos. Yo no quería poner en peligro mi matrimonio y ellas puede que tampoco.

Total… solo es sexo, me decía y yo a quien quiero es a mi mujer. Lo curioso es que recuperamos nuestro viejo entusiasmo en la cama y nuestros encuentros mejoraron mucho quizá porque yo estaba más motivado. Puse en práctica con ella algunas de las cosas que había deseado hacer siempre y que ahora se habían vuelto necesarias. Creo que fue por eso que Amelia empezó ya a sospechar algo.
Yo jugaba con fuego y no me daba cuenta porque estaba muy a gusto con la situación. Tenía todo lo que quería en mi casa y también fuera de ella, no pensé jamás que mi engaño podía volverse contra mí. Entonces conocí a Raquel. Era como una bomba, aparentemente delicada y dulce, una mujer tímida y sentimental, en la cama era una bruja. Yo no había conocido a alguien tan morboso nunca. Me tenía totalmente hechizado. Cuando me di cuenta ni siquiera podía dejarla, lo hacía y al poco volvía por ella, solo era sexo, pero ya ningún otro me servía. Raquel sabía que me tenía bien agarrado por las pelotas (y nunca mejor dicho) y entonces empezó a hablar de viajar, salir a cenar juntos, ir al cine. A pedirme que me quedara a dormir en su casa y todo eso que hace que una relación lo sea. Me negué, tuvimos grandes peleas que acababan en la cama de una manera loca,  gracias que aún conservé un poco de cabeza y volví a repetirme que yo a quien de verdad amaba era a mi mujer. Me entró un miedo tan grande que salí corriendo, le dije adiós y me fui.

Claro que no pensé en las consecuencias. Llamó a mi casa y le contó a Amelia todo. Todavía no sé si lo hizo por celos o por vengarse o ambas cosas. Mi mujer me esperaba muy serena porque no podía creer que aquello fuera verdad. Cuando lo confirmé (¿para qué mentir más? Empezó a darme golpes en el pecho en medio de un ataque de histeria. Le he jurado por todo lo divino y humano que solo la quiero a ella, se lo he dicho y repetido todo el tiempo desde aquel día. Dejó de hablarme, no me dejaba acercarme a ella y no me escuchaba. Ayer volvió a esperarme sentada en el sofá del salón, pálida y con los ojos rojos. Por fin me ha dicho que me comprende, que tengo razón en lo de que nos estamos haciendo mayores y en lo de que hay que disfrutar de la vida ahora que aún somos relativamente jóvenes. Que entiende que quiera nuevas emociones en la cama y que ya no le importa eso y se alegra de que yo disfrute. Estaba encantado de escucharla ¡por fin lo había comprendido! Aquello no había significado nada para mí, repetí una vez más.

Aún estaba yo con la boca abierta cuando ha añadido que ella también va a aprovechar lo que le queda de frescura y belleza y también de ganas, para tener un poco de sexo estimulante y alocado. De hecho, en estos días ya ha ido tonteando con alguno de sus compañeros de oficina para no perder el tiempo. No te preocupes, ha añadido, no pienso comprometerme con ninguno, voy a probar a unos cuantos.
No sé por qué pero a mí no me parece que es lo mismo, creo que ella no está preparada para algo así, no es lo mismo ellas que nosotros. El caso es que solo de imaginarla en la cama con otro ya me crezco y los celos no me dejan en paz. Se lo he dicho, pero ya digo que no me entiende: Me ha dejado un papel sobre la mesita y me ha pedido el divorcio.
concursoderelatos
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  • 24 de Septiembre de 2011 a las 18:49
Athens

Acaso no era una miserable completa
por ir y hacer una cosa así
J.J. Ulyses [18]


—Se comportaba como una loca, emulando a su madre. Si ésta me abandonó cuando mi desgracia amenazó la prosperidad de la familia, aquella aprovechó las evidencias de mi resurrección, para pisotear las brasas que comenzaban a revivificar mi maltrecho hogar.

—Pero usted llegó al asesinato tras una preparación concienzuda. —Serrington continuó con el acoso al presunto parricida.

El policía daba la imagen de un padre cualquiera el día de partido de sus hijos; de mediana edad, alto y gordo, con el pelo casi blanco y cortado al cepillo. Vestía unos jeans muy amplios y camiseta de los Bobcats de Athens, Ohio. Su uniforme de los sábados.

—Fue más impulsivo, inspector. Y, a la vez, más elaborado. Cuando ella comenzó a trabajar, me ilusioné. Podía hacerme cargo de las tareas domésticas, incluso mejorar en la cocina. Me apunté a cursos; aprendí a planchar, limpiar la plata, pulir la madera, arreglar electrodomésticos. Todo eso me alejó de su pubis. Ella necesitaba un héroe, un sosias de su padre, no un sirviente como yo.

—Cuénteme cómo lo llevó a cabo. Tómese su tiempo. —Se levantó, mostrando su gran barriga, bajo la cual asomaba un pequeño revólver del 38. Calzaba unos náuticos que le proporcionaban cierta elasticidad al andar, un efecto casi cómico en alguien de su tamaño.

Anderson, el detenido, pasó la palma de su mano por el cogote, observando después la humedad que se quedaba entre los dedos. Respiró profundamente y se hundió en la silla de madera. Miró a izquierda y derecha, puso los ojos en blanco, como buscando noticias, recuerdos que satisficieran al agente. Tenía el aspecto de un woody allen cargado de testosterona.

—Nuestra hija dejó de hablarme cuando descubrí la aventura de su madre. No me preocupaba que se la llevara otro; ni que ese fuera su jefe, un hombre de la edad de su padre, ¡qué casualidad! Su futura pareja nadaba en dinero, como un Warren Buffet del Monopoly, suficiente para destacar en Athens. Lo entendía. Mi preocupación estaba vinculada a la redención, ¿sabe usted? Mi miedo lo alimentaba que en el futuro quisiera regresar para convivir de nuevo. Que decidiera cambiar de rutinas y de cuarto de baño apenas me hacía sentir como si tuviera dolor de estómago. El agujero en la barriga provenía del temor a que decidiera pedirme perdón más adelante. Que la presión de la niña la ayudara a recapacitar. Quería confirmar su alejamiento de mí; ya no soportaba la envidia que me provocaban sus viajes, sus incrementos salariales, su ropa interior cara, tan distinta de la de algodón con que me fastidió durante años. ¡La muy desgraciada!

—¿Y después? ¿Qué le llevó a rehacer su vida para destruirla nuevamente? —A veces se necesita la paciencia que exhiben los pícnicos para macerar las confesiones. El policía se acercó a la mesa, apoyando los antebrazos y cruzando las manos, una sobre otra, haciendo ostentación del interés que le producían las palabras de Anderson. Disponía de apenas una hora para tomarle declaración. O tendría que soltarlo hasta el lunes, tiempo en el que podría huir o suicidarse, según la luz que le alumbrara. Eros o Tánatos.

—Conocí a Hertha en la sección de congelados. Tomamos la misma bolsa de pescado, sonreímos al unísono y nos dimos la oportunidad de intercambiar recetas, mientras esperábamos en la cola de caja. No fue un flechazo. Si acaso, una decisión intuitiva, como las que nos llevan a apostar por un caballo sin referencias o a adquirir una corbata de topos en lugar de a rayas. Comenzamos a vernos para desayunar y hacer la compra. Y me acosté con ella antes de que transcurriera una semana.

—¿Y su mujer? ¿Compartían la casa por aquel entonces?

—Se marchó el mismo día de mi encuentro con Hertha. Bolsas de pescado. Un pubis sustituyó a otro a partir de ese momento. Aunque entonces no supe verlo con la claridad actual. Hertha me presentó a dos de sus hijos, los gemelos, de seis años. Poco después conocí a Thorpe, su hijo mayor. Me sorprendió que de una mujer tan poco atractiva hubiera surgido un adonis idéntico al protagonista de Muerte en Venecia.

—¿Cuándo se le pasó por la cabeza la idea de cometer un asesinato? —Serrington dio muestras de inquietud mientras formulaba la cuestión. Su hijo no tardaría en ponerse nervioso ante su ausencia; le gustaba ser de los primeros en llegar al estadio de beisbol.

—Nunca la tuve. Quizás alguna vez lo pensé, a propósito de la conducta de mi hija, que ya comenzaba a tontear con chicos. ¡Maldita zorra adolescente! —El rostro del asesino se confundió, por un segundo, con la cara de furia que invade a los psicópatas antes de acabar con su víctima.

—Dígame que sucedió exactamente.

—Nuestros hijos se conocieron el día que Hertha me invitó a su casa. La convencí de que yo también necesitaba algo de diversión, pero ella estaba ofendida y sobretodo celosa por la conducta que mostrábamos sus progenitores: primero huye su madre con un hombre y ahora, su padre. «Preferiría que te mataras a pajas, que pagaras por los peepshows en Internet. Pero tienes que imitar a mamá y marcharte a follar fuera. Os detesto.» Fue poco amable, pero convino en acompañarme, porque apenas tiene los quince.

—¿Y qué más? —No podía ocultar su hastío con aquella historia. El tipo necesitaba contarlo todo; para hacerlo real en su cabeza, para llenarla de contenido, aprovechando las palabras como agua fresca para baldear los restos de la matanza. Y Serrington se estaba cansando de ser la fregona.

—Cuando mi hija le conoció, su fastidio dejo paso a la sorpresa. Pasaron la tarde sin separarse ni un momento, mientras Hertha y yo poníamos cara de circunstancias. Nos preocupaba que si lo nuestro seguía adelante ellos cometieran el error de hacerse algo más que hermanastros. Y sin embargo decidimos marcharnos al cine, como habíamos planeado.

—¿Quiere decir que les molestaba que sus hijos acabaran como ustedes? Pero no eran hermanos, ni ustedes eran, verdaderamente, una pareja. Ella se lo tomó con preocupación de madre, de acuerdo, pero usted. ¿Qué pasó por su cabeza?

—Aquel día regresamos después de ir a ver Un día de furia y les encontramos tumbados en la cama de Hertha, jugando con los gemelos. No obstante hubo un par de detalles que despertaron mis celos: la ropa de mi hija estaba muy descolocada y Thorpe tenía la cremallera bajada. Supuse que habían estado manoseándose y que ahora era el momento de disimular.

—¿Lo habló con Hertha? ¿Decidieron algo sobre esa presunta relación?

—No. Los celos me llevaron a la angustia, ésta a la rabia y esta última a la determinación. Yo acabaría con la situación, de manera drástica. Yo les castigaría.

—¿Quiere decir que fue entonces cuando lo planeó? ¿Cuándo decidió acabar con su vida? —Miró su reloj, descolgó el teléfono, negó con la cabeza y se dispuso a escuchar. En quince minutos se acabarían las posibilidades de concluir hoy. Los Bobcats no iban a esperar.

—Cuando nos despedíamos invité a Thorpe a venir a nuestra casa. Sabía que Hertha no podría hasta el sábado siguiente. Pero él disponía de las tardes libres. Se presentó el viernes, a la hora de almorzar. Yo había preparado la excusa de que mi ex necesitaba verme con urgencia en ese mismo instante. Les dejé solos.

—Suena precipitado. ¿Tan fuerte eran sus celos?

—En realidad se fueron confirmando a medida que el carácter de mi hija se hizo más amable durante la semana. Ese día, no obstante, el regreso a casa fue un verdadero infierno para mí. No paró de hablar de Thorpe, de su buena cabeza, de sus planes para vivir en un loft del downtown, de sus arrestos para finalizar los estudios. También se le escapó algo sobre lo guapo y lo bien formado que estaba. Entonces me imaginé sus genitales, jóvenes, soberbios, empujando la entrada de mi niña. Yo había cambiado tantas veces los pañales de mi hija que me conocía su anatomía a la perfección. Y no podía soportarlo. Pensé que ella podía optar a otras personas, que no tenía derecho a hurgar en mi pequeño círculo. Podía buscar en la High School o en el club de lectura Thomas Mann, del que era miembro.

—Anderson, mi querido amigo, le entiendo. Los jóvenes crecen y nos abandonan. Es natural. Forma parte de la vida. Entonces fue cuando lo planeó, ¿verdad? —Confiaba en obtener una confesión que hiciera posible el máximo castigo y ¿Por qué no? Su ascenso. Los divorciados como Serrington necesitan más dinero para vivir que las familias convencionales.

—Aquel viernes, al llegar Thorpe, salí. Hice unas compras y regresé de improviso. Les encontré en la habitación. Sus glúteos al aire, sus manos sobre la cabeza de mi pequeña zorra. Esperé a sus gemidos. Entonces le apuñalé por todas partes. Se volvió, con mirada suplicante. Estaba hermoso. Rocé su falo con el cuchillo. De alguna manera, fue un momento de intimidad. Mientras eyaculaba sus ojos me poseían. Disfruté de nuestra efímera complicidad.

Serrington llamó por teléfono, para que se hicieran cargo de Anderson. Poco después llegaron los guardias, para trasladarlo a los calabozos. Apagó la grabadora y recogió la gorra de los Bobcats, que permanecía sobre la mesa. Sonrió, satisfecho con la declaración, mientras escuchaba las últimas palabras del detenido:

—Serrington, matarlo ha sido lo mejor de todo. Seré portada en The Athens News. Ellas vendrán a visitarme, las habré recuperado. Todas esas bolsas de pescado volverán a pertenecerme, dejarán de hacerme daño. Les vencerá la compasión. Mientras que él siempre será mío. He corregido el error de Muerte en Venecia. Tadszio debió morir en esa obra, no Aschenbach.

—Tendrá tiempo para releerla, Anderson, mucho tiempo. —Y se encaminó a la salida de la estación de policía. Disponía de tiempo para comprarle algo al niño, quizás un cromo de Robert Maddock III, el mejor de la temporada universitaria. Mientras caminaba hacia la tienda Kidforce Collectibles decidió transcribir la confesión el domingo por la tarde. El próximo lunes iba a ser su gran día.

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  • 26 de Septiembre de 2011 a las 23:48

La florista

 

La anécdota que me dispongo a narrarles la escuché de labios de un borracho, hace dos años, en un bar de carretera. El borracho era, por supuesto, el protagonista de la historia, la víctima. Había intentado ahogar sus penas en alcohol y, finalmente, acabó compartiéndolas conmigo. Digamos que se llamaba Francisco:

A sus treinta años recién cumplidos, Francisco se consideraba un hombre afortunado: tenía novia formal, estaba empleado en una asesoría y en su tiempo libre cultivaba flores y plantas de jardín, en una finca de sus padres, de nombre La Goleta. La mayoría de las plantas se las llevaba a Clarita, su novia, que tenía una floristería.

El tercero en discordia, su mejor amigo, se llamaba Raúl y tenía también una finca, con una bonita cabaña, muy cerca de La Goleta. Raúl era un joven atractivo, seductor y mujeriego.

Un día acompañó a  Francisco a la floristería de Clarita. Era la primera vez que entraba allí y se sorprendió al verse en medio de aquella especie de selva tropical. Observó a la florista, que contoneaba sus generosas caderas esquivando, sin tocarlas, las plantas que tenía repartidas por el suelo, por las estanterías y colgadas del techo. Muchas veces se había encontrado con ella en la calle, pero nunca había sentido en su presencia una llamarada de deseo tan apremiante como ese día; quizá se debiera a la influencia del decorado; ella no paraba de hablar y moverse y sus manos revoloteaban, cual mariposas, entre las flores. Raúl se vio haciendo algo que no había hecho en su vida: comprar rosas para su madre.

-¿De que color las prefieres? –preguntó Clarita, y sus ojos brillaron con la más seductora de las sonrisas.

-No sé... son para mi madre.

Al sacar el dinero para pagarle dejó caer una moneda. Ambos se agacharon a cogerla y sus manos se encontraron en el suelo, detrás de un enorme ficus. Se miraron, ella dejó escapar una risita algo nerviosa y durante unos segundos en sus ojos brilló un destello de complicidad.

Testigo del descarado coqueteo, Francisco palideció y arrugó furiosamente la factura que guardaba en su mano derecha, dentro del bolsillo.

***

Quince días después de aquel suceso, la relación entre Clarita y Francisco se había deteriorado hasta límites insostenibles, tanto, que aquella misma tarde, hacía tan sólo un par de horas, ella le había dicho por teléfono que no estaba segura de sus sentimientos y que lo mejor era  que no volvieran a verse durante un tiempo. Con el corazón destrozado, pues estaba perdiendo a la vez a su novia y a su amigo,  Francisco corrió a refugiarse en La Goleta. No quería ver a nadie pero, a escondidas, se asomó a la finca de Raúl y vio el coche de éste delante de la cabaña. Sabía que tenía la costumbre de llevar allí a sus conquistas y, por un momento, se imaginó a Clarita en sus brazos, entregada a sus caricias. Desesperado volvió a su finca y se dedicó a “jugar al balón” con las macetas de geranios.

 De pronto se detuvo; un rayo de luz acababa de penetrar en la negrura de su mente, para alumbrarle un razonamiento tan simple que no comprendía cómo no lo había pensado primero: Era indudable que Raúl estaba allí con una mujer, pero no podía ser   Clarita, pues eran las siete y diez de la tarde y la florista cerraba la tienda a las siete y media.

Para estar más seguro decidió llamar por el móvil a la floristería.

-Diga –oyó que decía Clarita.

-Hola, soy yo, Francisco.

-Lo sé, conozco tú número.

“Cielos, ¿que le digo? –pensó Francisco, apresurándose a inventar una excusa.

-Te llamo desde La Goleta porque tengo un pequeño problema: verás, tenía que llevarte un palmito que mide casi dos metros para un cliente tuyo, pero tengo el coche averiado. Pensé que quizá podrías venir tú a buscar la dichosa planta. La quiere para mañana por la mañana.

-Bueno, dentro de quince minutos cierro y voy a buscarla.

-Si puedes cerrar un poco primero te lo agradecería; tengo prisa.

En cuanto cortó la comunicación, Francisco pensó en voz alta:

“Crucemos los dedos para que los dos tortolitos, Raúl y quienquiera que sea ella, no levanten el vuelo antes de que llegue Clarita”.

Clarita llegó a La Goleta a las siete y media; el coche de Francisco le bloqueaba la entrada. Francisco, subido a un árbol, vigilaba con unos prismáticos la cabaña de Raúl.

-Fran, ¿qué haces encaramado ahí arriba?

-Cuelgo casitas de madera para que los pajarillos hagan sus nidos en ellas.

-¿Puedes apartarme el coche para que pueda entrar?

-No puedo, el motor no arranca. Ya te lo dije.

-Y, ¿dónde doy la vuelta?

-En la entrada de la finca de Raúl, allí está más ancho. Voy contigo, por si lo ves difícil.

Montó en el coche con ella, la miró, Clarita permanecía seria, con la mirada al frente, y Francisco pensó: “La muy zorra, guarda su encantadora sonrisa para él.” Cuando llegaron, miró hacia la cabaña de su amigo y exclamó fingiendo sorpresa:

-¡Vaya, no sabía que estaba aquí Raúl!

-¿Raúl? Que raro; me dijo que trabajaba de tarde –se extrañó Clarita.

-¿Qué estará haciendo en la cabaña a estas horas? –se preguntó Francisco, en un tono marcadamente irónico, cuando volvían a La Goleta.

Clarita le lanzó una mirada suspicaz.

-Y ahora, ¿dónde aparco el coche? –inquirió.

-No hay donde; tienes que dejarlo en medio del camino. Sólo serán cinco minutos.

Francisco se apeó y se encaminó despacio hacia los invernaderos, murmurando: “Vamos, Raúl, es hora de volver a casa; no nos hagas esperar demasiado”

Cinco minutos después, Clarita empezaba a impacientarse:

-¡Francisco! ¿Qué haces?

-Ya voy, es que se me había olvidado regar las petunias, pero ya termino. Dos minutos, ni uno más ni uno menos. Ya que estás aquí, podía mandarte también unos geranios, pues a lo peor se alarga la avería del coche y no puedo llevártelos cuando los necesites. Bueno, ya terminé. Voy a buscar el palmito, que está en el otro invernadero. ¿Qué me dices de los geranios? ¿Te echo media docena?

-Vale, pero date prisa.

Francisco cargó las plantas en una carretilla, mientras pensaba: “Creo que debería idear un plan B. por si este me falla” Entonces escuchó el ruido de un coche, se asomó y lo vio aparecer. Era Raúl y, tal como había sospechado, no venía solo.

-¡¡Raúl!! –gritó Clarita, al verle acercarse a toda velocidad, sin intención de parar.

Raúl, no frenó, metió el coche por la cuneta y pasó rozando el coche de Clarita, al que arrancó el espejo de cuajo; al querer salir de la cuneta derrapó, cruzó la pista y chocó suavemente contra un árbol. Clarita, que se había echado las manos a la cabeza, se acercó y se encontró con una jovencita de ojos azules, larga melena rubia y un aro en la nariz, que, asustada, se apeaba apresuradamente del coche. Mientras, Raúl intentaba soltar el cinturón de seguridad. Clarita se arrimó al coche, asomó la cabeza por la ventanilla y exclamó con rabiosa ironía:

-Hola, mi amor. Dime: ¿no te obedecen los frenos o es que estás ciego y sordo?

Raúl intentó sonreír, pero el semblante de Clarita no invitaba a la sonrisa; aquellos ojazos verdes que siempre sonreían al mirarle, en aquel instante arrojaban chispas como dos tizones encendidos.

-No sé que me pasó. Perdona, pero ahora no puedo explicártelo; tengo un poco de prisa, tengo que llevar a esta chica a casa.

-¿Esta chica? ¿Y se puede saber que hace por aquí contigo? –Sin esperar respuesta, Clarita miró por encima del hombro a la rubia, que les miraba a ambos con expresión alucinada, y le preguntó-: ¿Tú quién eres?

-Me llamo Noemí y soy su novia.

-¿Su novia? –Clarita volvió su atención a Raúl- ¿Eso le hiciste creer para llevártela al catre?

-Clarita, creo que eso podríamos...

Raúl tartamudeaba. Noemí no le dejó terminar, empujó a Clarita y ocupó su lugar en el hueco de la puerta entreabierta:

-¡Raúl!, –chilló- ¡¿quién es esta tía que te dice, mi amor?!

-Vamos, Raúl, dile quien soy yo, cuéntale a esta mocosa lo que me decías ayer por la tarde, las promesas que me hiciste.

-¿Estás liado con ella también? ¡Contesta! –inquirió Noemí.

-No exactamente.

-¿Qué quiere decir, no exactamente?

-Sí, ¿qué quieres decir? –repitió Clarita, empujando a Noemí y ocupando su sitio-. Debería darte vergüenza engañar así a una niña.

-¿Qué dices, tía? pero ¿tú de qué vas? –replicó Noemí.

-¿Qué edad tienes, Noemí?

-¿A ti qué coño te importa?

-Podría hacer un chiste con tu respuesta, pero creo que no lo entenderías.

-¡Que te follen!

-Ya veo que estáis hechos el uno para el otro. Raúl, si puedes apártate de mi camino que no tengo tiempo ni ganas de oír rebuznar a tu amiguita.

-¿Oír qué? –rugió Noemí

Clarita no contestó.

Noemí montó de nuevo en el coche de Raúl, que aún no había sufrido daños importantes pero, del portazo de la rubia al cerrar, a punto estuvo de salirse la puerta de quicio. Clarita permaneció inmóvil viéndoles marchar, luego, abrió la puerta trasera de su furgoneta, cogió el palmito, lo alzó por encima de su cabeza y miró fijamente a Francisco.

-¡No, no! - empezó a protestar Francisco. 

-Mete tu palmito donde te quepa,-dijo ella, y lo dejó caer, haciendo añicos la maceta. A continuación se puso al volante y arrancó.

-Eso es injusto –protestó Francisco, con voz tan tenue que nadie oyó sus palabras.

***

Han pasado dos años desde los sucesos que acabamos de narrar. El verano pasado, volví al pueblo de visita y en la calle me encontré a Francisco; iba acompañado de una mujer joven que empujaba un carrito con un bebé de pocos meses.

-Te presento a Clarita, mi esposa –me dijo y añadió señalando al bebé-, y éste es nuestro hijo.

-No sabía que os hubierais casado –dije yo, después de los besos de cortesía.

-Pues sí; ya va hacer un año.

-Enhorabuena, aunque sea con retraso. El niño es muy guapo.

-Se parece a su madre –dijo él, sonriendo.

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  • 27 de Septiembre de 2011 a las 18:11

   Álex                

 

   A ver… no sé exactamente cuando empecé a sentir celos de Álex, pero sí sé que a partir de su aparición en mi vida las cosas empezaron a cambiar sustancialmente.

   Mi primer cambio ocurrió con mi mujer. No sé tampoco en qué momento ella se decantó más por él que por mí. De repente, me di cuenta de que ocupaba mi lugar: Álex esto…Álex lo otro…Álex lo de más allá… Ello sumado a que mi mujer dejó por ejemplo de coquetear conmigo, de escribir notitas por la casa o de querer hacer el amor.

- Cariño…

- Mmmm…

- ¿Este camisón es nuevo?

   Era una de esas preguntas tontas que yo le hacía como introducción a una de nuestras sesiones de sexo.

- Estoy cansadísima… ¡Álex me ha dado más trabajo que nunca!

- Tú no hagas nada…sólo gírate un poquito…

   Usaba mi tono más sensual  y procuraba pasar por alto su comentario.

- Oye, en serio que no.

   Y ella usaba su tono más frío con lo cual conseguía que cualquier atisbo de calentura que yo pudiera sentir, se desvaneciera por arte de magia.

   Poco a poco, y teniendo parte de culpa, cosa que no niego, nuestro matrimonio se fue desmoronando y mi mujer se fue alejando de mi a la par que se acercaba a Álex. Por no decir, que creo que desde el primer día ya estuvieron más que unidos.

  Que… ¿qué más? ¡Ah sí! Mi segundo cambio. Ese fue cuando Álex entró en la empresa y del mismo modo que me robó el cariño de mi mujer, logró sustituirme sin ningún tipo de problema.

  Empezó como un simple ayudante, con un mísero sueldo y echando más horas que un reloj. Pero con su buena voluntad, su sentido de la responsabilidad y su más que sobrada inteligencia, consiguió ascender en pocos años hasta llegar a mí.

   ¿Qué sentí? Bueno… otro hubiera estado más que orgulloso, ya que fui yo realmente quien le enseñó todo lo que sabe, pero siempre he tenido ese resquemor hacia Álex debido a la admiración que sentía mi mujer por él.

   Así pues, el señor sabelotodo tomó el mando y me dejó en un segundo plano, como si fuera lo más natural del mundo.

   ¿Lo peor que hizo Álex? Umm… anularme, suplantarme y convertirse en un yo mucho más mejorado; me hizo sentir como una viejo coche, como un pequeño 600 al lado de un reluciente y brillante BMW.

   Viejo…esa palabra se me metió entre ceja y ceja y ahí los celos ya no dejaron de crecer. Veía a Álex, con su traje impecable, con su ancha sonrisa, con sus andares seguros y no podía evitar sentirme cada vez más pequeño, más mezquino y más…viejo, sí, más viejo.

- Álex, ¿cómo va el asunto de los López?

- Todo controlado, mañana reunión con sus abogados y acabaremos de firmar el contrato.

- ¿Ha aceptado lo que te propuse?

- No, ha aceptado lo que yo sugerí.

   Me miraba expectante, esperando una mirada de orgullo que jamás le ofrecía.

- Ajá.

- Salimos ganando.

- Lo sé. No creí que fuera tan tonto este López.

   En lugar de alabar su trabajo, me dedicaba a menospreciar a sus oponentes. Álex me miraba fijamente en esos momentos pero no decía nada, callaba como era lo habitual ante mí.

- No te dejes estos papeles.

- No papá, no te preocupes.

   Y siempre, siempre,  acataba mis órdenes sin rechistar, era su manera de ganar y decirme: “el hijo supera al padre”.

  ¿Qué si me siento culpable? Obvio que no, fue él quien decidió dejar la empresa, largarse a Méjico y convertirse en un estúpido narcotraficante de tres al cuarto. ¿A quién se le ocurre semejante idea? Y sólo porque no supo aguantar tanta presión ¿Acaso puedo tener yo algo que ver con esa coca que llevaba en su maleta?

concursoderelatos
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  • 27 de Septiembre de 2011 a las 21:45
Matar a Don Giovanni
Donna Elvira llora sobre la almohada. No puede comprender cómo no ha asumido antes que para él no era más que una anotación en un listado. Sentir celos del resto de mujeres de esa lista es como degradarse a ser una hormiga en un hormiguero. Y ella es toda una señora. Por eso cuando Zerlina entra en la habitación con una leve sonrisa, después de llamar a la puerta, se recompone conforme a las buenas formas que convienen a su linaje. La muchacha trae sábanas limpias. Donna Elvira devuelve como puede la sonrisa. Les une un enemigo común y eso permite que hagan juntas la cama revuelta, a pesar de las súplicas de Zerlina para que la señora no la ayude. Un momento más tarde, Zerlina dice que Masetto se ha ido ya, con el dinero de Don Ottavio, a conseguir discretamente el veneno con el que han acordado matarle. Las dos se miran a los ojos, sabiendo que una vez consumada la venganza colectiva, cada una volverá al lugar que les corresponde por nacimiento. Descruzan sus miradas cuando Zerlina corre hasta la ventana. Le ha parecido escuchar los goznes de la puerta de acceso al jardín desde la calle. Es Masetto. Por la ventana también puede ver a Donna Anna sentada sobre la tumba de su padre. Don Ottavio está a su lado de pie, compungido. Todavía le reconcome la rabia al pensar que ese asesino puso las manos sobre Donna Anna justo antes de enfrentarse al padre y darle muerte. Donna Anna tiene a veces momentos menos malos, pero este, cuando entra Masetto en el jardín, no es uno de ellos. Parece ensimismada mientras el campesino se acerca a ellos con el zurrón de cuero bien agarrado con las dos manos, y en ese instante, súbitamente, a Donna Anna le vuelve un brillo de rencor a los ojos. Don Ottavio no acierta a calcular cuánto es el odio que acumula su esposa, pero sí conoce la medida de su propia venganza, la que juró satisfacer ante el cadáver todavía sangrante de su suegro. La toma del brazo y Masetto los sigue hasta el salón de la casa donde los demás les esperan alrededor de la mesa central. En ella vacía Masetto el zurrón y saca de debajo del todo el saquito con el polvo de cicuta que ha conseguido. Huele muy mal, pero con la ayuda de su criado Leporello, que se lo servirá en una cena opípara y bien condimentada, será más que suficiente para quitarle la vida. Masetto vuelve a meter todo lo demás en la bolsa. Sabe lo que ha ido a hacer, sabe lo que ha traído, pero lo haría una y mil veces: en la lucha de los suyos contra los que todavía se creen con poder para ejercer el derecho de pernada, pocas veces se cuenta con ayuda de otros nobles como son Don Ottavio, Donna Anna y Donna Elvira. Piensa en las doncellas y campesinas violadas por ese cabrón y se reafirma en su decisión de matarlo. Su prometida, Zerlina, tres cuartos de lo mismo. Sabe lo que hubiera podido pasarle si Masetto y estos señores no la llegan a salvar la noche del baile de máscaras. Se encuentra protegida a su lado y a pesar de haber congeniado tan bien con las dos damas, no puede dejar de sentir celos por Donna Elvira y Donna Anna, por sus manos tan finas, por su piel blanca, por esos vestidos, por su suerte… Todo aquello que le prometió el violador y que nunca tendrá. Y ella, como las demás campesinas de la lista, le creyó y a punto estuvo de sucumbir. Aunque sabe que lo de Donna Elvira fue distinto, no le importa. Dicen que esa dama estaba realmente enamorada de él. Una señora de su prestancia no se fija en gentuza como Masetto o como Leporello. Ese demonio tenía una elegancia y un porte difíciles de ignorar por cualquier mujer, incluidas las aldeanas. Era todo un caballero, con la lengua aguda y obsequiosa, capaz de gestos que las derretían a todas, ocultando sin embargo, bajo ropones y bolsas de oro, un violador y un asesino. Donna Elvira se compadece de Zerlina cuando piensa que fue víctima del mismo engaño, pero en el fondo de su corazón la desprecia porque todavía aman ambas a ese miserable, y esa muchacha no es más que una esclava de la tierra sin cultura, con manos encallecidas y la piel arrugada por el sol. En cambio, Donna Anna es otra cosa. Se la puede envidiar por su prestancia, se pueden tener celos del amor que siente Don Ottavio por ella. No hace falta ser una muerta de hambre como Zerlina para estar celosa de aquella dama bellísima, triste y digna, mientras Donna Anna, por su parte, no piensa en nada de esto, no siente ni padece, sumida en una ausencia de la que sólo sale en contadas ocasiones. La muerte de su padre es tan reciente que no admite dar acceso a otro sentimiento, ni nada distinto a la venganza ocupa su pensamiento. Siempre a su lado, Don Ottavio, su marido, y ella comparten la misma rabia. Juró vengarse y lo hará. Se lo debe a su esposa, que sólo se sobrepondrá a la tristeza cuando pueda enterrar su rabia junto a la tumba del bastardo. Y justamente algo parecido viene rumiando Leporello cuando llega a la villa y entra, con su sombrero estrujado entre las manos, en el salón. Ha conseguido escapar del control de su patrón mientras este se divierte con unas prostitutas. Cualquiera se daría a imaginar que lo que envidia Leporello es la riqueza de su señor, la nobleza y sus bondades, la libertad. Pero no; lo que realmente le encela desde hace años es su capacidad, fuera de todo código moral y ético, para violar y engañar sin remordimientos a cualquier mujer que despierte mínimamente su interés, sea cual sea su edad o condición. Es a él a quien le gustaría estar con aquellas prostitutas mientras su señor se queda abajo esperando. Pero eso, evidentemente, no se lo dirá a nadie, y mucho menos a Don Ottavio y a Masetto, encargados de entregarle la cicuta y repasar los detalles del plan. Puede que no consiga poseer a todas las mujeres que poseyó su señor, pero verlo bajo tierra suplirá cualquier otro deseo. 
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  • 29 de Septiembre de 2011 a las 19:54

Mi hermanito

     No entiendo que le ven al intruso ese. Es pequeñajo, tiene la cara arrugada, llora como un tonto y pasa muchísimas horas durmiendo. Bueno, esto último tiene sus ventajas. Mientras duerme papá y mamá me prestan un poco más de atención. Claro que también tiene algún inconveniente. No puedo usar algunos juguetes ni correr  por el piso con mi camión volquete. Por lo visto hago demasiado ruido.

     Lo que faltaba. Hasta ahora el monstruíto dormía en su habitación, la de ellos. La de papá y mamá. Ahora resulta que lo han trasladado a mi cuarto. Con esa enorme cuna, ahí está, bajo la ventana. Presiento que me va a tocar compartir la habitación durante mucho tiempo con mi hermanito (eso me ha dicho mamá que es el cretino ese). Parece que si algún día, dentro de unos años, nos pudiésemos cambiar de piso tendríamos una habitación para cada uno. Pero por ahora con lo que gana papá no podemos mudarnos. Y digo yo, ¿qué falta hacía traer al intruso, con lo bien que estábamos los tres aquí, en nuestro pisito pequeño y acogedor?

     Hay días en los que cogería al pequeñajo y lo sacaría al descansillo de la escalera para ver si pasaba algún despistado y le caía en gracia, con su tonta sonrisa, y se lo llevaba. Porque me carga muchísimo el tío este. No tengo suficiente con aguantarlo todo el día en casa, vigilando que no me coja mis juguetes para golpearlos contra el suelo entre risas o dejarlos pringados de asquerosas babas. Ahora le han apuntado conmigo al parvulario. De modo que aquellas horas de alivio que me suponía el cole se ven enturbiadas por la presencia del monstruito. Y aunque está en una clase distinta de la mía, en un lugar que aunque no es un jardín la “seño” le llama el jardín de infancia, a cada momento se escapa y aparece en mi clase, con esa sonrisa bobalicona, diciéndome: “Tete, bapo, ¡jugá!” y la “seño” me obliga a llevarlo de regreso al falso jardín. ¡Me carga, de verdad, el pequeñajo!

     Mamá me ha dicho que es normal, que yo era el rey de la casa y ahora he de compartir ese trono con él. Que yo me llevaba todos sus mimos y carantoñas y ellos me dedicaban todo su tiempo. Y ahora he de compartirlo todo con mi hermanito. Y que ello suele ser difícil de aceptar al principio. Y que eso que siento a veces, que siento  desearía que le cayese la tele encima, que siento me gustaría que se subiese a una silla en el balcón para mirar hacia la calle y se lo llevase el viento lejos, muy lejos, todo eso son los celos. Dice mamá que es normal, que lo comprende y que le apena un poco, pues sabe que a veces yo sufro. Pero me ha dicho que no me preocupe, que poco a poco los celos se irán y, en su lugar, entre mi hermanito y yo nacerán unos sentimientos muy distintos.

     Dice papá que incluso entre personas que se quieren mucho pueden haber momentos en que sentimos una rabia muy grande hacia el otro, nos sentimos heridos u ofendidos por no sabemos qué, y querríamos hacerle daño. Le puede pasar a él, o a mamá, en algún momento. Pero que el amor, el cariño, se sobrepone al final. No sé si creerlo. Es cierto que el pequeñajo ese no parece tener la menor mala intención. Al contrario, yo diría que me quiere mucho. Tanto que a veces sus carantoñas me cargan. Pero me sigue sacando de quicio con muchas cosas. ¿Por qué cuando estoy sentado en las piernas de papá tiene que venir riendo para subirse él también? ¿Por qué cuando mamá me toma toma en brazos para darme un beso tiene luego que cogerle a él y besuquearlo? ¿Por qué cuando, aprovechando que papá y mamá han salido un rato, estoy tranquilamente sentado en el sofá viendo en la tele un programa de esos en los que salen tíos friquis y señoras con tetas de silicona que se insultan y se gritan, no para de molestarme pidiéndome que juguemos con los clics de Famobil?  

     Otra vez me la ha jugado el enano. Cuando hemos llegado al colegio todavía no estaba abierto. Hemos llegado un poco antes pues mamá tenía que hacer un recado. Me ha dicho que le cogiese de la mano y no le dejase hasta que abriesen la escuela. Y a la que me distraído un poco el mostruito ha salido corriendo y se ha metido en los jardines que hay justo al otro lado del patio de la escuela. No sé por donde anda escondido. Detrás de aquellos parterres, tal vez. No. Por allí al fondo, cerca de la fuente. Le gusta mojarse en la fuente... ¿qué es eso? ¿es su voz? ¡Me está llamando! —¡Ya voy, puñeta! ¿Por qué te has escapado? — ¡Caramba! ¿No son esos los dos gamberros de la clase de los mayores que muchas veces hacen campana para irse al campo a fumar cigarros? —¡Eh! ¡Tíos! ¡Dejad tranquilo a mi hermano! ¡Que lo dejéis en paz, digo!—  Son el doble de grandes que yo, pero no voy a dejar que le hagan daño. El pequeñajo está muy asustado, pobre. —¡Vete al “cole”! ¡Corre! ¡Yo me encargo de estos dos!

     ¡Dios mío, que mal rato he pasado! En cuanto el enano ha salido corriendo los dos grandullones me han acorralado y han comenzado a darme patadas y empujones. Me han llevado hasta el rincón de la tapia y con cara de muy mala leche y unas risas como de sádicos me han cogido como a un pelele y me han colgado por la bata de un gancho que hay allí en la pared. Uno de ellos, una especie de Goliat en niño, me ha dado un sopapo que he visto las estrellas. Lo juro. Todo de lucecitas han volado a mi alrededor al tiempo que sentía un ardor intenso en la mitad de la cara. El otro, más expeditivo, ha cerrado con fuerza el puño y... por suerte la señorita y Ramón, el conserje, han llegado justo a tiempo, guiados por el pequeñajo. Ramón ha cogido al energúmeno por la muñeca y mirándole con ojos amenazadores le ha gritado.
 —¿Qué ibas a hacer, cobarde? ¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño? Tranquilos, niños. Aquí la señorita es testigo de que si de ahora en adelante cualquiera de estos dos gamberretes os toca siquiera un pelo se las verá conmigo.

     ¡Caramba con el pequeñajo! Mientras Ramón, el conserje, retenía a aquel energúmeno con ínfulas de boxeador, mi hermanito se ha tirado a las piernas del otro y en un soberbio placaje le ha hecho caer a tierra. Y si la señorita no lo detiene no sé que hubiese sido capaz de hacer, pues estaba furioso. Pero enseguida ha venido hacia mí con sus ojos llorosos y su sonrisa y me ha abrazado. Pero no ha sido un abrazo cualquiera, no. Me ha estrujado.
     —¿Estás  bien? ¿Estás bien?
     —Estoy bien, estoy muy bien. Tranquilo...
     —Eres valiente. Muy valiente. Me has salvado de esos monstruos.

     Vaya por Dios. No sé quien ha sido más valiente. Lo que si sé es que cuando he visto su carita preocupada, al tiempo que me tocaba la roja mejilla obsequio del grandullón abofeteador, cuando he visto sus ojos brillantes y aún algo llorosos y su sonrisa y cuando he sentido su abrazo, he comprendido que papá y mamá tenían razón. Es normal tenerlos, pero al final hay algo entre dos hermanos que puede más que los celos. Creo, de verdad, que estoy curado de celos. Y además, estoy orgulloso de tener un hermanito como este.

danielturambar
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  • 29 de Septiembre de 2011 a las 22:08

Se cierra el plazo para presentar relatos al concurso. 


Por favor, emítanse las votaciones vía mensaje privado a mi buzón con 3, 2, y 1 punto a la terna mejor estimada por ustedes de entre los presentes a excepción de "Matar a Don Giovanni" que he de descalificar al no tener la plica en mi poder.