Queda abierta la edición del concurso.
Cuentos de debajo de la almohada…
Esta historia comienza en el palacio del sultn Ayman II, en uno de esos das en que los genios del desierto enfadados con los hombres que habitan en ellos, crean gigantescas olas de arena para castigarlos, y stas, a veces, llegan hasta las puertas de la medina y logran entrar en ella.
Ese da, estando el sultn en la gran sala de audiencias recibiendo al emisario de un rey extranjero, el sol desapareci del cielo para ser remplazado por una capa de arena del desierto que, sin mostrar ningn respeto haca l, ni para con su visir, visitantes y dems congregados ah, entr por las ventanas del lugar para recorrerlo como si de una fiesta se tratara.
El sultn, como hombre avezado a esos despistes de los genios y a su mal humor por ser antes un hombre del desierto, cubri con rapidez su rostro con la tela del turbante; pero todos los dems sucumbieron a su mal quedando cegados por unos instantes… El sultn que miraba divertido esa escena, observ como una esclava haba abandonado su postura de sumisin y respeto, para recibir, agradecida, los clidos rayos de sol que volvan a entrar por la ventana. Qued al instante prendado de su belleza, y se apresur en llamar a su visir para decirle:
—Ves a esa muchacha, quiero que entre en mi harn.
El visir la mir, y no pudo por menos que recrearse con su hermosura antes de decir:
—Mi sultn, a quin debo obediencia. Entiendo el placer que supondra el tener a una gacela tan joven y bien formada en vuestro jardn particular, pero es mi deber recordaros del alacrn que recorre ese vergel de castas bellezas para imponer su voluntad.
El sultn lo mir y comprendi. Su primera esposa era una vbora que haba convertido su harn en un nido de secas mujeres para asegurarse as, que ninguna de ellas pudiera darle descendencia.
Pero l no poda apartar los ojos de la muchacha, as que con una picara sonrisa, aadi:
—A ojos de todo el mundo, un hombre puede desaparecer durante horas sepultado en una de esas terribles tormentas de arena; y en cambio, ese mismo hombre puede estar retozando por los virginales oasis que hay en el desierto.
As que el sultn Ayman II, con la complicidad de su visir, urdieron un plan para que l pudiera estar con la muchacha sin que nadie llegara a enterarse, y para asegurarse de esto, planearon decirle que quien la pretenda, era uno de esos extranjeros que estaban visitando el pas.
El visir tuvo que esperar dos das antes de que se presentara la ocasin perfecta para poder hablar con ella sin que nadie los viera.
—Salaam aleikum, muchacha—la salud—. Cul es tu nombre?
—Yasmn.
—Realmente tu nombre hace honor a tu belleza, y as la ha visto el mensajero del rey de los cristianos que casualmente se encuentra en nuestras tierras…
Yasmn, desconcertada ante esas palabras, y sin poder levantar sus ojos del suelo, dej que sus mejillas se sonrojaran…
—No tenis nada que temer; el joven caballero que ha demostrado inters por vos, es culto y refinado, varonil y limpio—le dijo el visir—. El tan esperado y ansiado encuentro entre vosotros se realizara de aqu a un mes, en una de las habitaciones de palacio, donde adems gozaras del placer de ser servida. As lo ha establecido el sultn.
—Le debo obediencia a mi sultn—musit, sin poder reprimir unas cuantas lgrimas.
El visir march contento haca la gran sala de audiencias, llevando buenas noticias.
—Mi sultn, la joven gacela en cuestin, que responde bajo el nombre de Yasmn, dormir con vos…
— As de fcil?—pregunt el sultn enfadado por la facilidad en que esa muchacha, Yasmn, pareca estar dispuesta a entregarse a un desconocido—. Pens que opondra un poco de resistencia al saber que un brbaro quera poseerla…
—Como acordamos, mi sultn, le dije a la joven gacela que el que la pretenda era un joven extranjero, culto y refinado, varonil y limpio.
—Maana volvers donde ella y le dirs lo siguiente…
El visir cumpli con las rdenes del sultn, y al siguiente da fue a hablar otra vez con la muchacha.
— Salaam aleikum. El tan esperado encuentro con vuestro pretendiente, un robusto y aguerrido guerrero, de parcas palabras y rudos modos, ser de aqu a una semana, en una de las habitaciones de la servidumbre de palacio. Tenis que estar preparada para atenderlo y satisfacerlo en todas sus demandas. As lo ha establecido el sultn.
Yasmn que continuaba con la vista clavada en el suelo, no pudo dejar de estremecerse con las palabras del visir, suplicando a dios que la protegiera del brbaro.
—El sultn es mi amo, y har lo que me pide—respondi.
As que el visir march por segunda vez contento al encuentro del sultn para narrarle los hechos.
—Mi sultn, a quien debo obediencia, la joven gacela a accedido gustosa a vuestra peticin.
— Cmo?—exclam l de mal talante—. As que no le importa abandonar este palacio para ir a servir a un sucio guerrero…?—musit, pues segn la ley, una vez la muchacha se hubiera entregado a un hombre, ste la poseera—. Maana volvers a hablar con ella, y le dirs lo siguiente…
As que por tercera vez el visir se hizo el encontradizo con la muchacha, y le dijo:
—Salaam aleikum. El tan esperado encuentro con vuestro pretendiente se har maana mismo, en los establos del palacio. Debis saber que el pobre hombre, viejo y decrepito, apenas y si puede contener los aires dentro de su esqueltico cuerpo, y que su aliento, ponzooso, no ha de desfavorecer tus favores para con l. As lo ha establecido el sultn.
Yasmn, temblando de miedo y asco ante las palabras del visir, resolvi que una vez hubiera cumplido con el encargo del sultn se quitara la vida…
Y una vez ms el visir corri al encuentro de su sultn para notificarle cmo haba ido todo.
—Mi sultn, a quien debo obediencia—comenz el visir—. La joven gacela est dispuesta, ansiosa porque llegue maana.
—Muy bien, si eso es lo que quiere, eso tendr—murmur enfadado—. Visir, quiero que dispongas todo para el encuentro y que salgas ahora mismo de palacio para recorrer las calles de la medina hasta que encuentres a un mendigo, el ms sucio y viejo… Cuando lo encuentres, trelo contigo y procura que nadie lo vea entrar en los establos, donde se le dar de comer y donde dormir… Adems le dirs que como recompensa a su penosa existencia podr, durante unas horas, gozar de una virgen.
El visir sali a la calle en compaa de la guardia para encontrar al mendigo. Mir a ambas lados de la calle y vio a tullidos y viejos de sucias manos que pedan limosna...
Lleg la maana y los primeros rayos de sol salieron por detrs de las an fras dunas del desierto, para extenderse con rapidez sobre la arenosa tierra.
El sultn Ayman II, que no haba podido conciliar el sueo durante la noche recorra, en ese momento, los pasillos de palacio, sin poder contener su mal humor. Slo poda pensar en la muchacha y en que en ese instante ella deba de estar complaciendo, gustosa, las exigencias de un mendigo… Los celos empezaron a corroerlo, as que mand llamar al visir:
—Quiero que vayas con tus hombres al establo, y arrestes a la muchacha y al mendigo—orden mientras se diriga veloz a la gran sala.
—Mi sultn, a quien debo obediencia; har lo que me pides—dijo con tristeza el visir, partiendo a cumplir sus rdenes.
El sultn abri de un portazo las grandes y doradas puertas de la gran sala, para cerrarlas tras de s; necesitaba la soledad que reinaba ah, para aclarar sus ideas.
—Mi sultn, a quien debo obediencia…—era una candida voz.
El sultn mir extraado a su alrededor y descubri, postrada en el suelo, a la muchacha—. Estoy aqu para que me matis.
— No deberas estar en el establo?—pregunt l,que an no haba salido de su asombro.
—S, mi seor. Lamento haberos desobedecido, pero no he tenido el valor suficiente para cumplir vuestra peticin…—dijo sin apartar la mirada del suelo—. Prefiero morir aqu, bajo tus fuertes manos…—y sac de entre sus ropas, un pual.
El sultn Ayman II sinti cmo su pecho se llenaba de una inmensa alegra y estaba a punto de tomar ese pual para arrojarlo por la ventana, cuando escuch gritos procedentes del pasillo; las puertas de la gran sala volvieron abrirse para dejar paso al visir seguido de una mujer y un mendigo.
— Qu pasa aqu?!—pregunt l, colrico.
—Mi sultn—comenz a decir el visir mientras haca una gran reverencia—. Fui al establo como me mandasteis y me encontr con una desagradable sorpresa: descubr a su primera esposa retozando alegremente con un mendigo.
— Eso es mentira!—se apresuro a decir la mujer, ofendida—. Esta maana he entrado en los establos para ir a cabalgar un rato, cuando este mendigo se me ha tirado encima.
El sultn, que no quera perder de nuevo a la muchacha, que yaca otra vez postrada en el suelo, ide un plan para librarse de su primera mujer:
—Visir, estis insinuando que mi primera mujer prefiere estar con un viejo que con un hombre joven, como puedo ser yo?—pregunt l sin poder reprimir una sonrisa de felicidad.
—Sino es as, mi sultn, qu haca ella en el establo, revolcndose con el mendigo, que aparte de su pobre condicin, es viejo?
El sultn lo mir y, siendo hombre de gran sentido de humor y precavido, sac de un cofre un puado de monedas de oro, y le dijo al mendigo:
—Entiendo que aqu slo sois una victima de los deseos desenfrenados de esta mujer, que prefiere lo viejo a lo nuevo, y as me lo ha demostrado durante aos llenando mi harn de infrtiles mujeres; as que podis iros en paz con estas monedas de oro. Y en cuanto a ti mujer, estoy seguro que sers feliz a su lado…
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… ¿o no?
Soy feliz. Ocupo un alto cargo en una gran empresa que funciona muy bien; tengo una cuenta bancaria más que saneada; tengo una esposa inteligente, atractiva, joven y enamorada de mí; tengo tres coches, el Audi familiar, el Land Cruiser para salir al campo y el Volkswagen utilitario que usa mi mujer; tengo dos hijos sanos, listos y guapos; vivo en un chalet de doscientos treinta y cinco metros cuadrados, tengo un piso en la ciudad que uso por razones de trabajo en algunas ocasiones y un apartamento en la playa al que nos escapamos siempre que podemos. Mi vida social es más que aceptable y gozo de muy buena salud. Soy feliz, tengo que serlo, ¿no?
Recuerdo que cuando era estudiante, en religión (¿y por qué daba yo religión? Ahora que lo pienso no lo sé, supongo que era más fácil de aprobar que ética), el cura que nos daba clase nos planteó un día qué era la felicidad para nosotros. Cada uno dimos nuestra definición como mejor pudimos y él las iba clasificando en dos grupos: ausencia de dolor y afán de lucha. De mi definición dijo que era una combinación de las dos opciones. Aquello me pareció tan pobre y tan simplista que me enfrasqué en una discusión bizantina que nunca logramos acabar y que consiguió que el cura olvidara las conclusiones que pretendiera hacernos llegar sobre la felicidad; eso o que no pretendía más que pasar la mañana charlando. Era un cura muy parlanchín, posiblemente sólo quisiera conversar. Pero la felicidad, para mí, dijera lo que dijera el cura, era mucho más que esa mezcla simplista.
El otro día le pregunté a mi mujer que si ella era feliz y me respondió sin dudarlo ni un momento que sí, que era muy feliz. A continuación le pregunté que qué era para ella la felicidad y me habló de ilusiones, de sueños a alcanzar, de logros conseguidos, de amor, de hijos, de familia… No pude evitar decir en voz alta: “una combinación de ausencia de dolor y afán de lucha”. Mi mujer me miró un poco desconcertada al principio, pensé que ella tampoco estaba de acuerdo con esa simplificación, pero enseguida sonrió y me dijo que tenía razón, que la felicidad era así de simple, tanto, que en nuestro afán por complicar las cosas no la vemos cuando la tenemos delante. Me quedé un poco molesto porque ella no me preguntó por el estado ni el significado de mi felicidad, era lo que cabía esperar, al menos lo que yo esperaba, pero no lo hizo. ¿Acaso no le importaba? No, no era eso. No lo preguntó porque conocía la respuesta: soy feliz, tengo que serlo, ¿o no?
Y a veces me paro a pensarlo -como ahora mismo, por ejemplo- y me digo que no tengo derecho a sentirme mal, que el simple hecho de pensar en ello ya merecería que me corrieran a ostias y entonces me vuelvo a acordar del cura del instituto (parece que el jodío dejó más huella de la que yo pensaba), me acuerdo de aquella otra discusión sobre el… ¿era el sexto o el noveno mandamiento?, el de “no tendrás pensamientos impuros”. Yo le decía que ese mandamiento era imposible de cumplir porque nadie puede controlar sus pensamientos, éstos aparecen y ya está. “Si yo veo a una chica muy guapa es inevitable que piense que echar un polvo con ella estaría muy bien, puedo controlar mis actos y ni siquiera intentarlo, pero pensarlo… lo pienso, quiera o no quiera”. Intentaba pillarlo en sus propios pecados, la castidad tenía que ser dura –lo era, lo sabía por experiencia propia- seguro que no tendría argumentos para rebatirme. Me rebatió, no de una forma muy definitiva, pero me rebatió: “Se puede, es cuestión de fe y de confiar en Dios para que nos ayude. Se puede.” Suponiendo que tuviera razón, Dios y yo no mantenemos una relación muy fluida, así que aunque es verdad que merecería que me dieran de tortas, no puedo evitar pensar que… quizás no soy feliz. Y digo “quizás” porque es posible que lo sea, al fin y al cabo nunca he sabido definir muy bien qué es eso de la felicidad y todo el mundo piensa que tengo que ser feliz por narices, por tanto, si me atengo al espíritu democrático con el que me amamanté durante la transición, aunque tenga dudas, mi deber, por unanimidad, es aceptar que soy feliz. Incluso iría más lejos: mi deber es ser feliz. Y sin embargo, no puedo evitar dejar de sentir que tal vez no lo soy.
Hoy, mejor dicho ayer, me levanté henchido de felicidad –por la noche me obligué a ello- y con una actitud de lo más positiva me he ido a trabajar, allí he mantenido reuniones en las que he mostrado mi sonrisa y he rezumado bienestar y ambiciones futuras; en pocas palabras, todos han podido observar lo feliz que soy. Después he comido con mi mujer, radiante como siempre, hemos hablado de nuestras cosas: de los niños, del presupuesto del fontanero y el albañil para hacer un cuarto de baño en el garaje… en fin, de nuestras cosas. Luego hemos recogido a los niños del colegio y nos hemos ido al circo, todos los años vamos cuando acampan en la ciudad, a la salida los hemos llevado a un burguer y nos hemos deleitado con una cena basura de las que no abusamos pero sí que disfrutamos de vez en cuando. En casa nos hemos puesto cómodos y, poco después de acostar a los niños, también nosotros nos hemos ido a la cama para culminar un día feliz haciendo el amor; porque nosotros hacemos el amor. Ahora son las cuatro de la mañana y estoy en el garaje, dentro del Land Cruiser, con el tubo del limpia-fondos de la piscina conectado al tubo de escape en un extremo y aprisionado con mi ventanilla en el otro. Además me estoy fumando un cigarro, que me apetece. En cuanto acabe pondré el motor en marcha.
Es muy posible que muchos os preguntéis que qué hago suicidándome con lo feliz que soy, y me gustaría poder daros una respuesta, pero la verdad es que no la tengo. Se me ocurre que posiblemente he vivido una gran mentira, pero no sabría deciros dónde empieza esa mentira ni en qué consiste. Sólo sé que quiero que acabe.
Mi mujer golpea la ventanilla -no me había dado cuenta de que las luces se habían encendido- tiene el extremo que estaba conectado al tubo de escape en la mano y está sonriendo. Ahora lo recuerdo, es el noveno: “no consentirás pensamientos ni deseos impuros”. Bajo la ventanilla primero y abro la puerta del coche después.
—¿Qué haces? —pregunta mientras enrolla el tubo de la piscina y lo guarda en el armario en el que suele pasar el invierno. —Me estaba fumando un cigarro. —Fumas demasiado, tienes que plantearte dejarlo ya de una vez —me dice tendiéndome la mano para que salga del todoterreno—. Vamos a la cama, anda. —Sí, vamos. —Tomo su mano y comenzamos a caminar. —Mira a tu alrededor, cariño. Tú y yo juntos, los niños, esta casa… —Lo tenemos todo para ser felices, ¿verdad? —le pregunto estrechándola por la cintura. —Por supuesto, ¿tienes alguna duda? —No, ¿cómo iba a tenerla? Soy feliz… |
GIRA EL MUNDO, GIRA Mercedes y su novio toman un café con leche rápido en el bar de la plaza frente a la estación. Ya en la puerta se miran, se besan, se vuelven a mirar y se despiden. ��� Mercedes toma el tren. Los mismos de cada día: aquel señor leyendo el Marca, aquella chica que casi seguro trabaja como ella en un supermercado, aquella otra más jovencilla con su carpeta de la universidad y siempre leyendo... Mercedes se fija en ellos, viajan en su mismo vagón, los echaría de menos si no estuvieran ahí pero no sabe si ellos la van a echar de menos el día en que se le acabe el contrato y ya no coja ese tren. Apoya la cabeza en la ventanilla y mira al exterior... Una valla publicitaria: ”Amores cenicientos, la película más esperada del año, próximo estreno…”. ¿Cómo pueden decir que es la película más esperada -piensa- si yo ni siquiera sabía que existía?, ¿cómo pueden mentir tan descaradamente? Serán cosas de la publicidad y a nadie perjudica si la película es esperada o no. Al poco, ahí están esos otros como un clavo, ahora pasa por el camino el grupo de jubilados que deben de salir a andar por lo del corazón. Si ella pudiera convencer al abuelo, todo el día en el bar con la baraja en la mano como si fuera novio de las cuatro sotas... Pues precisamente, para mentira gorda la del abuelo. Ayer domingo, durante la comida, saca una pastilla de la caja y, haciendo ver que se la lleva a la boca, la deja caer en el bolsillo de la camisa. Luego traga agua y hace un gesto como engullendo. Al cabo de un rato, la madre de Mercedes le pregunta si se la ha tomado y contesta que pues claro. �� Ya en el túnel Mercedes saca un libro del bolso, lo abre, lo vuelve a cerrar y lo deja sobre la falda. Diez páginas ha conseguido leer en un mes y lo ha hecho por su novio, que se lo regaló para su cumpleaños. “Ya voy por la mitad” le dijo. Y en parte es cierto, lo lleva por la mitad de la página treinta; y tiene unas doscientas. Pero lo piensa leer, eso sí, y, si era mentira, aunque piadosa o lo que sea, que iba por la mitad, ya pasará por esa mitad y la mentira se convertirá en verdad. �� La estación, el intercambiador, riadas de gente en ambos sentidos y Mercedes por medio como una autómata. El pasillo del metro, las escaleras y más gente en el andén. Mientras espera, piensa en la pastilla: sería del colesterol o del azúcar, vete a saber, pero si le da un patatús al abuelo por no tomarla, la culpa será suya, pero yo soy cómplice. Así que le cuento la verdad a mi madre o hablo con el abuelo y ya sé qué me dirá: que no se piensa morir aunque sólo sea por no darle el gusto al gobierno de ahorrarse su pensión. El metro llega, Mercedes entra y se queda de pie frente a un asiento vacío porque ve una mujer mayor que viene hacia ella. Pero un señor con traje y corbata se adelanta y acaba ocupando el asiento. Mercedes se coge a la barra y sigue pensando que el abuelo es un embustero… …mientras el señor del traje abre una cartera, saca un libro y va pasando páginas no como si leyera sino como si buscara algo. Tiene el libro lleno de tiritas adhesivas y se para cuando parece encontrar lo que estaba buscando. Es jesuita y anda puliendo en su Biblia lo que va a contar en clase de Escritura Paleotestamentaria de la facultad de Teología. Este cuatrimestre tocan los libros poéticos y va a empezar con el Eclesiastés. Como introducción, al final de la última clase escribió en la pizarra la palabra trampantojo y preguntó a los alumnos si sabían lo que significaba. Sí, algunos lo sabían, un efecto óptico en pintura, un engaño a los ojos. Acto seguido escribió una frase -Este mundo está lleno de trampantojos- y que reflexionaran sobre ella durante el fin de semana. �� El Jesuita no levanta los ojos de la Biblia y, a pesar de no haber atendido al paso de las estaciones, se levanta automáticamente al llegar a la suya. Las escaleras mecánicas, un paseo de diez minutos y la facultad. Atraviesa el jardín, entra al edificio, el ascensor y un rato en el despacho. �� En el aula -cómo cambian los tiempos- cada alumno con su portátil. Entre los alumnos, de todo: algún sacerdote, algún creyente con sus crisis de fe y alguna jovencita que haría mejor papel en la facultad de Farmacia. Vuelta al trampantojo: �� -¿Sabrían ustedes poner algún ejemplo de los trampantojos que cité el viernes? �� -El despertar de un sueño. Al abrir los ojos a veces pienso que esta realidad no existe y soy sólo un personaje en el sueño de alguien superior a mí. �� -Una mujer que parece tener cuarenta años y, en realidad, tiene sesenta porque se ha hecho diez liftings. �� -Cuando por las mañanas me pongo ante el espejo para darme una raya de rímel soy incapaz de ver que, detrás de la cara, tengo la calavera. �� El Jesuita se la queda mirando. Sólo podía ser Victoria. En su mejor faceta. Porque también es la lunática que un día entra cabizbaja al despacho para contarle que Dios la ha abandonado y, una semana después, vuelve sonriente con cualquier excusa y le deja con la impresión de haber aparecido sólo para provocarle enseñándole el escote. El Jesuita cita el versículo más tonto del Eclesiastés, el que dice que el viento sopla hacia el sur y luego gira hacia el norte… …mientras Victoria piensa que le gustaría estar en ese lugar donde da la vuelta el aire. Luego anota el número del versículo, 1,6, y cambia la pantalla del portátil para seguir jugando al buscaminas. Se siente el estómago vacío y está deseando que acabe la clase para bajar a la cafetería. Así hace y, como el café con leche que pide para acompañar al cruasán quema, llega tarde a clase de Historia de la Iglesia. Se disculpa, toma asiento y atiende sin atender que si no sé qué concilio proclama la naturaleza divina… Se aburre y piensa que luego tiene un hueco de una hora para decidir si aguantará la última clase, la de Antropología Teológica. �� El sol ha subido, hace ese calorcillo invernal y hay un montón de gente sobre el césped del jardín. Victoria decide tumbarse también, se pone los auriculares para oír música y, al instante, ya tiene ahí al pesado de Enrique. Mira que me han intentado entrar de mil maneras –piensa- pero lo de ir a su casa para leer juntos y comentar la segunda epístola de san Pablo a los Corintios… que mira si es corta, trece capítulos nada menos. �� -Me voy. Acabo de acordarme de que tengo hora en la peluquería. Me quiero hacer mechas… �� Eso es, una mentira bien gorda a ver si mañana, al ver que llevo el pelo igual, se da por aludido aunque… no quiero ni pensarlo, no, él debajo leyendo san Pablo y yo encima dando saltitos… No, no sé cómo me pasa eso por la cabeza. �� Victoria se conoce y se sabe un mar de contradicciones. Le vienen de familia, católicos a favor del sacerdocio femenino y otras progresías que, con su piso de doscientos metros cuadrados, casa en la playa y la montaña, votan socialista y encima dicen ser de izquierdas. Ella, en cambio, ni vota, ni se indigna, ni participa de esa gran mentira. Le basta con ser el trampantojo por antonomasia. �� Va hasta el aparcamiento, se pone el casco, arranca su BMW y sale cavilando en qué se le habrá ocurrido preparar para comer a la chica sudamericana que tienen de criada. Al parar en el primer semáforo mira a su izquierda, ve una motillo y piensa que adónde irá este pringao… …mientras ese pringao la mira también, ve la melena rubia sobresaliendo del casco y piensa que, puesto a decidir entre la nena o la moto, se queda con las dos. El semáforo se pone verde, la nena acelera y el Pringao se tiene que conformar con mirarle el culo hasta perderlo de vista. �� El Pringao sigue su ruta, que consiste en recorrer las calles para repartir inútilmente currículos en las empresas de su ramo que ha encontrado en Google. Como el jueves y el viernes pasado, como mañana… Bueno, pero ¿por qué ando yo, con lo que ya tengo, mirando el culo de las otras? Ves, es en esos momentos cuando me entra la duda total de si la quiero o no la quiero… Otro semáforo. …¿y si resulta que no la quiero?, ¿y si nos estamos engañando?, ¿y si la estoy engañando a ella, me engaño yo mismo y estamos envueltos en una inmensa mentira?… Pero no, imposible, con el tiempo que llevamos… Además, es por el paro. Si estuviera trabajando seguramente no tendría tiempo de pensar en esas tonterías. Otro semáforo y el Pringao ya ha olvidado los currículos. Cambia la ruta y no para hasta la puerta del supermercado. Entra, coge algo que le gusta a ella, un huevo Kinder, y se pone en la cola. La cajera sólo está pendiente del ruidito de la máquina al leer los códigos de barras. Corre la cola, llega el turno del Pringao, la cajera ve sólo el huevo sobre la cinta y levanta la mirada: �� -¿Se puede saber qué haces aquí? �� -He venido a traerte un huevo Kinder, a mirarte, a decirte que te quiero y, si puede ser, a darte un beso. �� En voz baja para que no oigan quienes están detrás. A Mercedes se le iluminan los ojillos y llama por megafonía que por favor la señorita Sole acuda a caja dos. �� -Vamos un momento, sólo un momento, al vestuario. Lo justito para un beso. Y esta tarde quiero que me acompañes al bar donde juega mi abuelo para hablar con él. Ya te contaré, pero es un embustero de cuidado. Ah, y otra cosa… �� -¿Qué? �� -Que yo también te quiero. |
¡Bang, bang! Ella era la hija del Jefe. Incluso aunque ni tú ni nadie de tu familia trabajara para su padre, era la hija del Jefe. Inaccesible y hermosa. Y lo sabía. Como los demás chicos del barrio y yo quienes, algún día, terminaríamos trabajando para su padre de un modo u otro. Aunque no siempre fue así. De pequeña, con cinco o seis años, era una más del barrio. Jugábamos a vaqueros con caballos de palo. Yo estaba siempre pendiente de ella. Ella siempre me ganaba haciendo trampas. Los juegos infantiles terminaron, pero seguía viéndola por el barrio. Un día la encontré lejos de casa. Yo había ido a visitar a mi tía Amy al centro y volvía a casa. Ella paseaba sola por la avenida mirando la ropa de los escaparates y las poses de las estrellas de las carteleras de los cines. Me vio, me reconoció y me hizo una señal para que me acercara. Así es como me convertí en su guardaespaldas. Un mocoso de trece años, enclenque y asustadizo. Así es como comencé a trabajar para ella, fingiendo que lo hacía para el Jefe. Un criajo de la calle bastante mediocre y que, ¡por dios!, tocaba el piano. La recogía en el portal de su casa y volvía con ella sana y salva. A veces un más tarde de lo pactado. Siempre con una buena excusa que contar al Jefe en persona. A veces con algún atisbo de verdad. El Jefe no parecía importarle demasiado. Le demostraba que sabía ser leal. De momento le bastaba. Ambos lo sabíamos. Ambos nos dejábamos ganar con sus trampas. Cinco años duró este primer contrato, hasta que ella se marchó a Europa. Yo me quedé en el barrio con la esperanza de subir peldaños en la “empresa”, de hacerme un nombre para cuando regresara. No volvió hasta veinte años más tarde. No supe de ella hasta hace tres días. No volví a verla hasta hace unos minutos. |
ESPEJISMO El dorado de la tierra se mezclaba con el brillo de oro del cielo amaneciendo, Jawara caminaba a paso ligero por el camino, apenas marcado por las rodadas de los pocos coches que solían circular por allí; algunos árboles se interponían en su camino y extendían sus secas ramas hacia el cielo, como buscando agua para la sed. Sentía los olores,� los colores, veía las tiendas bajas y blancas a pesar del uso, que formaban pequeñas islas de lona, donde vivían los hombres que se dedicaban a cuidar los rebaños de vacas rubias y flacas, las colinas de arena arremolinada por los días de tormenta, por las que solían deslizarse sus amigos y él,� cuando ya habían terminado con las labores que los mayores les asignaban. Ahora,� en aquella habitación olía a cerrado, a humanidad, al espeso aire de la mezcla de comidas de diferentes composiciones. Allí tenía una cama y una tercera parte de un armario, cuya madera cobijaba a un enjambre de polillas. Todavía le sobraba sitio, porque apenas poseía lo puesto y poco más. A su lado, en la otra cama, tan pegada a la suya que apenas dejaba espacio para moverse, roncaba Enmanuel, un camerunés que, como él, había soñado con una vida mejor. Se dio cuenta de que en el pueblo no tenía futuro cuando cumplió los catorce años. Tenía doce hermanos y él no era ni el mayor, ni el pequeño. Dentro de poco uno de ellos ocuparía su lugar cuidando el rebaño y ayudando a la madre con las labores pesadas del hogar y él tendría que ganarse la vida. Ese pensamiento ocupaba su cabeza en las largas horas cuidando el rebaño, o durante las largas caminatas acarreando encargos para su madre ¿qué podía hacer, entonces? Tendría que irse a Dakar, como casi todos los jóvenes de la comarca, en busca de un trabajo.� La primera impresión cuando llegó a la capital no fue precisamente buena. Las calles seguían siendo de tierra, unos regatos malolientes discurrían por el centro, el polvo que levantaban los viandantes y algunas bicicletas, se pegaba a la garganta. En el arrabal las casas eran una mezcla de madera y lona; puertas afuera las mujeres cocinaban agachadas delante del fuego en negros pucheros de barro, los niños sorbían sus mocos y jugaban con la tierra. Las primeras noches Jawara durmió bajo el cielo estrellado, con la espalda contra una pared de barro, su mochila bien sujeta y con un ojo abierto. Recorrió la ciudad y finalmente se acercó al puerto y vio el mar; fue verlo y saber� que su vida estaba ligada a aquella enorme llanura líquida, decidió que quería quedarse cerca, debía buscar trabajo y lo hizo descargando barcos. Estaba ya al borde de la desesperación cuando por fin pudo cobrar el primer jornal.� Seguía durmiendo en la calle y fue allí donde conoció a Maimouna; envuelta en su túnica de colores,� con la cabeza cubierta, atravesó el callejón que había elegido para dormir aquella noche. Parecía que los pocos dientes que aún le quedaban fueran a escaparse de su boca desdentada. Le propuso alquilarle un catre en su casa por pocos CFA. Jawara no sabía nada de hilos y costuras pero se ofreció al sastre que pedía un aprendiz.� En un año había aprendido el oficio y también había conocido a Mamadou. Fue su primer amigo, nunca había tenido ninguno. Trabajaba para un tendero haciendo los recados y su cabeza era una jaula llena de planes. El principal era salir de Senegal e irse a Europa. Aquella era su meta. Todo el mundo hablaba de trabajo, dinero, coches,� bienestar al alcance de la mano de quien quisiera trabajar. Cuando reunieron el dinero cerraron el negocio con el tratante y emprendieron el largo viaje. Todo lo que Jawara sabía del mar es que era enorme y frío; por eso se embarcó en aquella aventura sin pensar en otra cosa que en su necesidad de salir de la miseria. Subieron diez en aquella cáscara de nuez desconchada y medio podrida y costearon desde Dakar a St. Louis, durmieron en la arena y al día siguiente volvieron a salir hacia Nouàdhibou. El resto del camino, atravesando el Sahara hasta llegar a Marruecos fue un infierno, tuvieron que caminar sin descanso, esconderse de las patrullas, soportar el calor y el hambre. Pero todo merecía la pena, porque iban a encontrar una vida mejor. En Larache tuvieron que volver a pagar por un lugar en la patera. Jawara desenvolvió el atadillo con el resto del� dinero que había viajado con él escondido en su ropa interior. ¿Cuántos quedaron por el camino? No pensaba en ello, quería borrar los recuerdos del horror vivido a toda costa. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando pisó la arena de la playa en España. Decían que allí les acogerían bien, pero que era mejor salir corriendo y que nadie los parara, porque a los que se dejaban coger los devolvían a su país. Jawara corrió, corrió tanto que su corazón se escapaba por su boca, los pulmones le quemaban y los pies también de pisar la arena ardiente. Pero consiguió escapar y allí comenzó su aventura, aquella por la que iba a mejorar su vida, por la que iba a encontrar un lugar al que pertenecer y donde trabajar y vivir seguro. Y ahora no podía dormir y eso no era bueno porque hacía mucho tiempo que le pasaba y porque al día siguiente tendría que levantarse muy pronto si quería trabajar ese día, saldría a la plaza a esperar que alguien buscara braceros para los toldos o el campo, cualquier cosa que le permitiera� al menos pagar el precio de aquella cama, no quería volver a la calle, tenía miedo, mucho miedo y no podía retrasarse porque había muchos esperando como él. � |
El sueño ���� Eran ya las dos de la madrugada y la inspiración no llegaba. Pensó en acostarse y dejarlo para otro día, pero era consciente de que el té frío que había bebido por la tarde y el café cargado después de la cena le impedirían conciliar el sueño. Además, aquello era ya como un reto. No iba a dejarlo hasta conseguir un buen relato sobre la mentira y el engaño.
���� Dos días más tarde se vieron de nuevo, en casa del notario.
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Una tarde en el supermercado
Entraron un poco distanciados uno del otro. Formaban una pareja peculiar, de aspecto siniestro; ella, con aquellos pelos de bruja, la mirada torva, la actitud expectante, como de zorra al acecho; l, flaco como un garabato, arrastrando los pies al andar, el cuerpo retorcido, avanzando de costado como quien trata de vigilar la retaguardia. Al pasar por mi lado, ella me mir de reojo, yo disimul mi curiosidad cogiendo unos botes de refrescos del expositor que tena frente a m. Siguieron hasta el final del pasillo y giraron a la derecha, ella, dos o tres pasos por delante de l. Me pareci verla coger, al pasar, una tableta de chocolate y esconderla debajo del abrigo en vez de echarla a la cesta.
Les observ, escondido detrs de una pila de cajas de leche: Ella se haba parado en la seccin de detergentes y lavavajillas, l arrastraba los pies acortando, poquito a poco, la distancia que les separaba.
“Mira a ver si espabilas” susurr la mujer con voz ronca, fulminndole con la mirada. “Ahora,” aadi con gesto de apremio. “Por qu no lo haces t?”, protest l. “Porque yo no alcanzo, idiota” replic ella, metindole un codazo en el costado que casi le descoyunta. El hombre flaco se dobl sobre s mismo en silencio, llevndose una mano a la zona agredida y componiendo un gesto de dolor. Pero, en cuanto se recuper, se acerc a la estantera, se puso de puntillas para alcanzar el estante ms alto y lo sacudi con una fuerza insospechada; unas cuantas botellas de plstico de dos o tres litros, conteniendo jabn lquido, y dos cajas de detergente se desplomaron, estrellndose en el suelo. La extraa pareja sali ilesa del accidente, pero de forma instantnea, la mujer se arroj al suelo y empez a revolcarse entre el jabn y a dar gritos, atrayendo la atencin de las dependientas y de los clientes. Tal pareca que la bruja intentaba enjabonarse gratis, antes de irse a casa a darse un bao, pero pronto comprend que sus intenciones eran otras, sobre todo cuando la o mentir descaradamente en medio de una retahla de impresionantes gemidos, diciendo que aquellas botellas le haban cado en la cabeza y que tena un terrible dolor en el cuello y que vea pompas de jabn en el aire. “Es que se ha comido usted un puado de detergente, seora, y lo est escupiendo al hablar, no te fastidia la bruja sta”
La “bruja” no permita que nadie intentara levantarla del suelo.
-Esa mujer est fingiendo –dije yo en voz alta.
-No diga eso –me reprendi una clienta.
-Pobre mujer –dijo otra.
-Esas garrafas no deberan ponerlas tan altas –dijo una tercera
Todas me miraban como si yo fuera el culpable de lo sucedido.
Un guardia de seguridad se me acerc, me apart a un lado con disimulo y me pregunt:
-Vio usted lo qu pas?
-No, la verdad es que yo no he visto nada. Por favor, que alguien me cobre estos refrescos, que tengo mucha prisa.
Alguien llam al 112 y poco despus una ambulancia se acercaba haciendo sonar la sirena.
Pagu y me fui de all, no antes de ver como dos enfermeros trasladaban a la mujer en una camilla hasta la ambulancia.
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