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romi
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La joven del corazón de oro

27 de Enero de 2012 a las 20:12

Bubok

La joven del corazón de oro

                I- No era muy corriente pero de vez en cuando se daba. En los caminos que en aquellos tiempos entraban y salían de Granada, algunas personas se ponían a vender frutas. Algo parecido a lo que también hoy ocurren en algunas carreteras, cerca de los pueblos o de los campos de cultivo. Y en este caso, la joven se puso a vender sus frutos, en uno de los lugares más simbólicos de la ciudad: no lejos del río Genil, ya por donde el cauce comienza a adentrarse en las tierras de la Vega y por donde, en aquellos tiempos, había huertos.

            Exactamente el lugar se encontraba a la izquierda del río, dirección a Sierra Nevada y próximo a las Huertas Reales de la Alhambra. Por este sitio hoy se extiende parte del barrio del Realejo, no lejos del Barranco del Abogado. También discurría cerca de aquí la vía conocida hasta nuestros días con el nombre de “Camino de los Neveros.” Sendero que fue utilizado durante mucho tiempo y hasta hace poco, para subir a Sierra Nevada a por nieve, con burros y mulos. Incluso hasta en los meses más calurosos del verano. Hoy en día este camino se ha transformado en otra cosa y también aquellas huertas y otros muchos sitios importantes en aquellas épocas.

La ruta de los Neveros es el itinerario más antiguo de los numerosos de la provincia de Granada. El trayecto, de largo recorrido y dificultad media, se inicia en la parte alta de la Avenida de Cervantes  y finaliza en el Dornajo,  lugar donde ya aparece la nieve, dentro del Parque Natural. El camino toma el nombre de los antiguos neveros, hombres que subían hasta la Sierra de forma regular. Recogían nieve de las alturas, la protegían de forma rudimentaria para que  no se derritiera y la usaban para refrescar el agua o para granizarla en helados y sorbetes. Los neveros también surtían de nieve a los hospitales de la capital y a los negocios de hostelería, recurso fundamental para ellos.

            En este lugar de Granada, cerca de donde estuvieron las Huertas Reales de la Alhambra, el padre de la joven tenía unas tierras sembradas de árboles. Las regaba con las aguas del río Genil y los cuidaba con esmero porque era casi el único medio que tenía para vivir. También poseía un borriquillo, un par de cabras, un perro que siempre acompañaba a la joven y poco más. Aunque cerca de ellos tenían el rumor de las aguas del río al bajar de las cumbres, muchos pajarillos que continuamente iban y venían por entre las ramas de los árboles de su huerto y las puestas de sol cada tarde y amaneceres, la lluvia y las flores en primavera. Y como el hombre trabajaba con mucho tesón y esmero las tierras de su huerto, los árboles les daban muy buenas cosechas. Por eso un día dijo a la hija:

- Prepárate porque a partir de hoy quiero que te pongas junto a los caminos con algunos de los frutos de este huerto nuestro para vendérselos a los que pasan por ahí y quieran comprarlos. Así sacaremos algún dinerillo que ahorraremos para comprar lo que tanto sueñas: los árboles centenarios que el vecino tiene en su huerta.  

- Lo de ser dueña de estos árboles tan originales para construirme ahí un pequeño paraíso, es lo que más deseo en esta vida pero yo nunca hice el trabajo de vender fruta en los caminos. Me da vergüenza.

- Lo entiendo y comprendo, hija mía. Más, debes ser valiente y arriesgarte. Yo voy a estar en todo momento cerca de ti para que no te sientas sola y por si algo se complica. Este trabajo es tan digno como otro cualquiera o quizás más. Tú me has hablado muchas veces de libertad y de no ser esclavo de nadie, cosa muy difícil en los tiempos que vivimos pero que es inherente y necesario en la condición humana. Vender frutos junto a los caminos, es algo muy digno porque trabajas en lo tuyo y eres libre. Y ya sabes: quien sueña un mundo más bello, lleno de libertad y cosas hermosas, no tiene otro camino y modo para conseguirlo que luchar por ello.

            Y la joven, después de oír los razonamientos del padre, se animó. Era otoño, ya la cosecha de almendras, nueces y granadas, había sido recogida. En la casa guardaban ellos una buena cantidad de estos frutos y por eso aquella mañana de cielo azul puro, preparó unas espuertas de esparto. Las llenó de almendras, nueces, granadas, higos secos y acerolas y se fue al camino. Justo al lado de arriba de su huerto y en un punto muy concreto, se puso. Se dijo: “Por aquí pasan todos los días muchas personas que trabajan en la Alhambra, otras que viven en el barrio y soldados y pastores que van y viene a la ciudad y a la montañas. Me verán y se pararán a comprarme cosas”. Pero aquel primer día, a pesar de la gran cantidad de personas que por el camino pasaron, nadie se paró a comprarle frutos. Sí, ya al final de la tarde, un joven muy desarrapado, se paró junto a ella y le dijo:

- Tus frutos tienen una pinta estupenda. Tanto que te daría todo el oro del mundo, si lo tuviera, por un puñado de estas almendras y nueces.

- Pues anímate y te las llevas.

- ¿A cómo las vendes?

- Casi regaladas.

- Pero es que yo no tengo ni un solo centavo y me muero de hambre.

La joven se quedó mirándolo, cogió un puñado de almendras y nueces y se las dio diciendo:

- Toma, para ti y otro día me las pagas. Así por lo menos este primer día vendo algo.

Agradeció el joven el regalo, la despidió y siguió su camino dirección a las montañas, río Genil arriba.

            Cuando por la noche ella regresó a su casa, enseguida el padre le preguntó:

- ¿Has vendido mucho?

- Ni un solo higo paso.

- Pero entonces, las almendras y nueces que faltan ¿qué has hecho con ellas?

- Se las he regalado a un joven que tenía mucha hambre.

- Nosotros también somos pobres y tenemos que vivir de algo.

- Ya lo sé pero ese joven es mucho más pobre que nosotros. Me llenó el corazón de pena.

- Pero hija mía…

Nada más hablaron aquella noche padre e hija pero sí ella, al día siguiente, preparó los productos y otra vez se fue al camino. Todos los que por el camino pasaban, la miraban y decían:

- Nadie te comprara nada, ya lo verás.

- ¿Y por qué no me van a comprar?

- Tus frutos son muy buenos pero las personas no tenemos dinero.

- Pues os regalo estas Granada y estos higos secos.

- Si regalas los productos ¿qué negocio harás?

- No lo tengo claro pero mis frutos son muy buenos.

            Y esto fue lo que le dijo el joven pobre, cuando de nuevo, al pasar por el camino, se paró junto a ella. Al verlo, sin pensarlo mucho, la joven le volvió a regalar higos secos, nueces, almendras y granadas. Al llegar a la casa, ya por la noche de vuelta, comprobó el padre que nada había vendido pero sí faltaban muchos frutos. Otra vez discutió con la hija. Ésta lo escuchó sumisa y nada dijo. Tampoco al día siguiente ni al otro, cuando de nuevo volvía a la casa sin haber vendido nada y con menos productos cada vez. Hasta que un día, de nuevo el joven pobre se paró junto a ella, aceptó los frutos que le regaló y luego la despidió y se alejó por el camino, en esta ocasión dirección a la Alhambra. Al rato miró ella a sus espuertas de esparto llenas de almendras y vio una bonita bolsa de cuero. La cogió, la abrió y asombrada comprobó que estaba llena de monedas de oro. Volvió rápida a su casa, le mostré el oro al padre y le dijo:

- Ves padre, al final hoy, ha ocurrido un milagro.

El vecino, su huerto y los árboles

            II- Con los ojos muy abiertos y asombrado, el padre observó las monedas que la joven le mostraba en la palma de la mano. Tragó saliva, miró a la hija y pasado un rato le preguntó:

- ¿De dónde has sacado tanto dinero?

- De pronto y sin que yo hiciera nada, lo he visto entre los frutos secos que vendía en el camino. Pienso que es un milagro porque de otro modo ¿cómo explicarlo? Ya que yo sí estoy muy segura de no haber robado nada a nadie.

- ¿Has repartido, como los días anteriores, algunos de los frutos con alguien?

Y la joven explicó al padre que, lo mismo que otros días, también se había presentado el joven pobre.

- Le he dado algunos puñados de almendras porque me sigue pareciendo una buena persona que no tiene a nadie en este mundo y sí se muere de hambre.

            Guardó silencio el padre, se movió un poco por la casa y al rato dijo a la hija:

- Somos ricos pero como este oro has sido tú la que lo ha traído a esta casa, tienes derecho a decir y decidir qué hacemos con él.

Y ella, sin tardar, dijo:

- Yo ya sé lo que quiero.

- ¿Qué es?

- Bueno, ahora mismo tengo en mi mente dos cosas importantísimas para mí. Las dos quisiera convertirlas en realidad pero ¿tú crees que será posible?

- ¿Qué dos cosas son las que tienes en tu mente?

- Las de las cuevas por este barrio y barranco por encima de las Huertas Reales y también las que hay en las laderas frente a la Alhambra, por el barrio del Albaicín.

Con detalle y despacio, la joven explicó al padre lo que ella había pensado con relación a estas cuevas y el dinero que en estos momentos tenía en sus manos y cuando terminó, le siguió diciendo:

- Pero también sabes tú que el vecino que tiene su huerto al lado de abajo del nuestro y antes de las aguas del río, no las cultiva con esmero. Y sin embargo, los árboles que crecen ahí, son mi sueño.

- Lo sé porque muchos días me encuentro con este vecino nuestro y hablamos de estas cosas. Y sí que es una pena que un huerto tan bueno como el suyo, con tierras tan fértiles y esos fantásticos árboles, lo tenga abandonado. Por eso, cada vez que paso por ahí y observo despacio a estos árboles, me entran más y más ganas de que sean nuestros.        

- Lo mismo me pasa a mí. Cada vez que veo la gruesa encina de la acequia, el almez de la torrentera y los dos que hay a la entrada del huerto, la higuera de tronco retorcido y los granados, siento envidia de nuestro vecino. Por eso ahora mismo pienso que con este oro que ahora tenemos podríamos comprarle a nuestro vecino su huerto. Ya me ha dicho más de una vez que quiere venderlo.

            El padre guardó silencio y meditó durante un rato. Cayó él en la cuenta que su vecino, ya muchas veces le había dicho:

- En cuanto encuentre alguien que me compre estas tierras, las vendo.

- ¿Y por qué quieres venderlas?

- Ya estoy cansado de trabajar tanto y, al fin y al cabo, este huerto apenas me da para recoger algunos frutos. Entre los que se comen los pájaros y los que me roben los amantes de lo ajeno, ni para aprobarlos me quedan. ¿Tú quieres comprarme este huerto mío?

- Si tuviera dinero, desde luego que lo haría.

- Pues haber si algún día te encuentras un tesoro y haces realidad tus sueños y el mío.

- Ojalá te escuche el cielo.

            Y a partir de aquel día, el padre de la joven y también ella, no dejaban de soñar este sueño. Por eso ahora, el padre salió de su casa, se fue al huerto del vecino, lo llamó y como éste estaba regando algunas plantas, al oírlo, le contestó. Los dos hombres se acercaron, se saludaron y sin rodeo ninguno, el padre preguntó al vecino:

- ¿Sigue vigente la ofertas de tu huerto?

- Y tan vigente. Si quieres te lo vendo ahora mismo, si es que ya tienes las monedas necesarias para comprarlo.   

- Pues no querrás creerlo pero la suerte me han sonreído y creo que tengo para comprarte tus tierras. Ya sabes lo mucho que a mi hija le gusta este huerto tuyo y, sobre todo, los árboles tan grandes, recios y bellos que aquí tienes.

- Pues hacemos trato ahora mismo.

- Es un buen momento pero antes de cerrar el trato, quiero hablarlo con mi hija. Por ahora solo quería saber si tu oferta seguía vigente.

- Pues ya sabes que sí. Vuelve cuando quieras y si aun tienes el dinero, en ese mismo momento estas tierras son tuyas.

            Despidió el padre al vecino, volvió a su casa, comentó con la hija lo de la compra del huerto y al saberlo, ella dijo:

- Por fin voy a ser dueña de los árboles más viejos, gruesos, sanos y fuertes que hay en todo el reino de Granada. La encina de la acequia es una joya y lo mismo los granados, las higueras y los almendros. Me gustan tanto estos árboles que pienso que en cuanto sean míos, me voy a sentir la más feliz de todas las mujeres del mundo. ¿Cuándo pasa a ser nuestro el huerto del vecino?

- En cuanto quieras tú.

- Pues mañana mismo.

Y al día siguiente, padre e hija, fueron otra vez al huerto de los árboles centenarios. Se encontraron con el vecino y, nada más saludarlo, la joven le dijo:

- Aquí está el dinero con el que vamos pagar tus tierras. ¿Tienes algo que objetar?

Miró el vecino las monedas que la joven mostraba en sus manos, pensó un momento y luego dijo:

- Nada tengo que objetar. En cuanto me des esas monedas las tierras son vuestras.

Y la joven puso en las manos del vecino el puñado de monedas de oro al tiempo que decía:

- Para ti este oro y el huerto ya es nuestro.

            Cogió el vecino lo que la joven le ofrecía, se lo guardó en el bolsillo y al momento dijo:

- Solo os pido un favor pequeño.

- Por nuestra parte, está concedido, sea lo que sea.

Aclaró el padre y luego preguntó:

- ¿Qué es lo que quieres?

- Que no toméis posesión de estas tierras hasta dentro de un par de días.

- ¿Y eso?

- Quiero tener algo de tiempo para realizar un pequeño proyecto.

- Pues por nosotros, tienes permiso para hacer lo que nos dices.

Y el padre y la hija, más contentos que nunca, regresaron a su casa.

            El vecino, en cuanto el padre y la hija se fueron, buscó algunos hombres, les dio órdenes y al instante se pusieron a podar los árboles que a la joven le gustaba tanto. Tres días más tarde, el padre y la hija volvieron a las tierras del vecino, ahora ya suyas, y al ver lo que el hombre había hecho con los árboles, la joven exclamó:

- Papa, los has desmochado por completo, cortando todas las ramas y dejando solo el tronco.

Y el vecino aclaró:

- Tú no te preocupes que ya verás como brotan al llegar la primavera.

- Pero aunque broten, ya nunca más serán árboles frondosos y bellos. ¿Por qué has hecho esto?

- Es que a los arboles como estos es así como hay que podarlos. Y por mi parte, quería tener un detalle para con vosotros.

El segundo milagro

            III- Muy enfados, el padre y la hija discutieron con el vecino y ella, en algún momento, se arrepintió de haber gastados sus monedas de oro en la compra del huerto. Por eso pidió al vecino que le devolviera el dinero pero éste no le hizo caso. Al final, los dos se volvieron a su casa y al día siguiente por la mañana, la joven se fue al camino no a vender frutos secos sino a contemplar cómo habían quedado las cosas en el huerto nuevo. Sobre el cerrillo, al lado de arriba de lo que ahora es el Barranco del Abogado, buscó una piedra que desde hacía mucho tiempo sobre el montículo se clavaba y en ella se sentó. No lejos del camino, mirando al río Genil y a las tierras que a sus pies se extendían. Con ella tenía una de las espuertas de esparto, con algunas almendras y nueces. La misma espuerta donde, días atrás, había encontrado la bolsa con las monedas de oro. Y hoy, dentro de la espuerta, también guardaba entre los frutos secos, la misma bolsa de cuero.

            Se decía: “Por si viene por aquí el joven pobre, amigo mío. Para compartir con él estos frutos, como otros días. Y si llega y se para conmigo, le contaré todo lo que me ha ocurrido. No me servirá de nada porque quizás él poco pueda hacer por mí pero al menos me desahogo y comparto con alguien el disgusto tan grande el vecino me ha dado”. Y reflexionaba ella en esto, mirando y meditando los paisajes que a sus pies quedaban cuando observó que cerca, se paraban de vez en cuando, algunos pajarillos. Mirlos, petirrojos, tórtolas, gorriones, cernícalos… Al ver tantas avecillas cerca de ella y como desorientadas, también pensó: “Seguro que, como se han quedado sin las ramas de los árboles que mi vecino ha cortado, ahora no saben a dónde ir. ¡Qué poca sensibilidad y qué malo es este hombre!”

            Y en ese momento vio asomar por el camino al joven pobre. El corazón le dio un vuelco y el alma se le llenó de luz. El ánimo se apoderó de ella y tal como estaba sentada en la piedra, lo miró y esperó entusiasmada a que se acercara. Lentamente se acercó el joven, la saludó y al mirar su cara y ver que no reflejaba la alegría de otros días, le preguntó:

- Hoy no pareces tan hermosa como otras veces. ¿Te pasa algo?

- Soy la misma de siempre lo que pasa es que estoy muy disgustada.

- ¿Por qué?

Y la joven, como si hubiera conocido a su amigo pobre de toda la vida, se puso y despacio y con todo detalle, contó lo mal que se sentía por culpa del comportamiento de su vecino. El joven la escuchó con interés mientras partía algunas de las almendras que su amiga le había dado. Al final de la explicación de la joven le dijo:

- Y lo que más siento es que me he quedado sin dinero, sin árboles y sin la posibilidad de compartir con mis amigos de las cuevas que hay en Granada.

            Al oír esto el joven preguntó enseguida a su amiga:

- ¿Qué es lo que deseaba compartir con tus amigos de las cuevas?

- Quería compartir con ellos las monedas de oro que aparecieron en la bosa de cuero. Todos los que viven en estas cuevas y en otras por las laderas del barrio del Albaicín y río Darro, son personas muy pobres. A ellos les hubiera servido de mucho un par de monedas de oro y sin embargo ahora, fíjate lo que ha pasado: me he gastado todo el dinero en la compra del huerto de mi vecino, con la ilusión de tener esos árboles que tanto me gustaban y también para construirme algún día en ese terreno una bonita casa y al final, ni tengo árboles ni oro ni casa. Estoy confundida, triste y muy enfadada.

Y el joven le preguntó:

- ¿Ni siquiera una moneda de oro te ha quedado?

- Solo una. Aquí tengo la bolsa con la moneda dentro. Puedes verla para que compruebes que no te engaños.

- Te creo y también te digo que no te aflijas tanto. Lo mismo que aquel día ocurrió un milagro, puede suceder de nuevo.

- Dos milagros tan grandes nunca en la vida podrá ocurrirme a mí.

- Tú confía y haces bien en mostrarte indignada por lo que ha hecho tu vecino. Su comportamiento no ha sido honesto.

             Dijo luego el joven que tenía que irse porque hoy debía hacer algunas cosas en los recintos de la Alhambra y, al despedirse, la joven le regaló todas las nueces y almendras que tenía en su espuerta de esparto. Le dijo:

- Para que comas hoy y mañana y pasado, sino nos vemos antes. Que Dios vaya contigo y muchas gracias por haberme escuchado. Eres un amigo muy bueno.

Se despidieron y al poco, la joven regresó a su casa con la espuerta de esparto y dentro, solo la bolsa de cuero con la moneda de oro que le quedaba. Cuando llegó, saludó al padre y al verla, éste le preguntó:

- ¿Dónde has guardado las monedas de oro que te habían quedado?

- En esta espuerta la tengo dentro de la bolsa. ¿La quieres?

- Es que me gustaría juntarla con esos otros centimillos que tengo para comprarte un día la casa que tantas veces me has dicho.

            Y la joven fue a coger la bolsa de cuero para dársela al padre cuando, asombrada, descubrió que no solo la bolsa estaba llena de monedas relucientes sino también la espuerta. Miró sin poderlo creer y luego miró al padre y exclamó:

- Papá, de nuevo ha ocurrido otro milagro. No puedo creer lo que estoy viendo.

   continua con los capitulos IV y V