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estrellafugaz
Mensajes: 746
Fecha de ingreso: 18 de Julio de 2008

Re: LXXVI edición concurso de relatos: HISTORIAS EN EL PUERTO (Relatos)

14 de Febrero de 2012 a las 12:03
A ver, un detalle: que este hilo lleva el mismo título que el otro con lo que, para no prestarse a confusión tendría que retitularse como Puertos-comentarios.

Bueno, y ya veo que no se valen puertos de montaña ni puertos USB.

oterocouto
Mensajes: 285
Fecha de ingreso: 1 de Febrero de 2012
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  • 14 de Febrero de 2012 a las 13:13

Tienes en parte razón. Ha sido un error mío al crear los hilos.

Ya he colgado un aviso en el otro para que los relatos se traigan aquí.

Aparte, ya hay otro hilo para los comentarios.

 

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 22 de Febrero de 2012 a las 10:27
Querida Belinda:


Estoy ya algo cansado, pero muy feliz. El viaje ha sido un acierto; reconozco que ya, queda poco de lo que yo venía buscando; pero poder pasear por los lugares de la infancia, es algo grande. Esta ciudad ha crecido enormemente, apenas puedo reconocerla; solo en pequeños rincones que han conservado la belleza de lo antiguo. Querida, mis primos son, como siempre te decía, personas muy agradables, ellos se encargan de llevarme y traerme de un lado a otro, orgullosos como están del progreso y los cambios que se han producido en su entorno. Me preguntan continuamente sobre mi estancia en América y nuestra vida juntos y por tu salud y la de nuestros hijos.

Hoy he decidido irme solo, me apetece bastante, para poder pensar, porque cada rincón que reconozco, me trae un recuerdo y necesito recrearme en él. He tomado el metro, me han dicho que me llevará cómodamente al lugar que quiero ver hoy. Para mí esto es nuevo, cuando yo me fui, aquí no había ni suburbano, ni tranvía; el viejo que iba, en mi infancia, por Gregorio Balparda, para ir al Hospital, ya había desaparecido bastante antes de irme. Ahora G. Balparda se llama Autonomía y el tranvía parece una culebra verde que se pasea por la parte más turística. No sé si es porque tiene pocos años, pero este metro me ha parecido muy bonito y limpio, así que ha sido agradable viajar en él. En las proximidades de la ciudad el convoy va por túneles y de pronto, deslumbra un haz de luz solar que se apodera del espacio, al salir del último. Y ya, el resto del viaje es todo al aire libre.

Así se puede dar uno cuenta de lo que es y sobre todo lo que fue mi ciudad, en otros tiempos. La salida al mar aún está llena de barcos, atracados a las orillas; esqueletos en formación que serán grandes pequeros más tarde, viejas grúas que trepan al cielo, como sombras negras y también algunos mercantes que necesitan arreglo y otros que irán pronto al desguace. Esto me trae recuerdos de la vuelta a casa, después de un día de playa, en el tren, y las puestas de sol rojas como un infierno, por el calor de los altos hornos que siempre quemaban y quemaban combustible. Cuanto más cerrada la noche, más rojo se dibujaba el horizonte. Un poco más allá, justo cuando el mar ya se une al caudal del río, formando la gran ensenada, un pequeño puerto acoge a una flotilla pesquera, llena de color; acaban de volver de faenar y la rodean cientos de gaviotas chillonas.

He bajado del metro, que continua su camino por la costa. ¿Recuerdas aquél puente del que siempre te hablaba, que iba colgado de cables y cruzaba la ría? He pasado, sentado en un banco, un buen rato mirándolo y dejándome llevar de los ensueños. Mi madre, que cubría su cabeza con un pañuelo anudado en lo alto, la cesta de la comida, mis bañadores de tirantes, los de volantes de mi hermana. Mi padre, que aunque fuera a la playa, seguía con sus calcetines, sus zapatos y sus tirantes, siempre serio y a la vez tan alegre. Después, me he ido a pasear por la Avenida que bordea la costa. Enfrente está el Superpuerto, en el que los petroleros y otros barcos de gran calado, cargados de contenedores, llevan y traen las mercancías hasta o desde mares lejanos. Pero aquí, junto al paseo, los barquitos del Club de vela, peinan el aire cálido y éste agradece el favor haciéndoles repicar los aparejos.

No sabes, mi amor, cómo me gustaría que pudieras estar aquí conmigo, porque es realmente hermoso. He caminado mucho, pero ha merecido la pena. Hay preciosos chalets que miran a la bahía y que rodean el paseo. Son casas señoriales que llevan aquí mucho más de un siglo. Desde sus ventanas, pueden contemplar este espacio enorme, en el que se ven toda clase de barcos. Al resguardo del gran murallón que protege una de las playas, la más grande, aún hay otro puerto, este lleno de yates y motoras que esperan a los domingueros para que las saquen de paseo y muy al fondo, un enorme pantalán donde atracan los grandes transatlánticos que llevan a la gente de crucero. Cuando yo me fui apenas algo de esto existía.

Pero, como te he contado en mis otras cartas, yo tenía una meta y aún no había llegado a ella. El olor a mar me ha rodeado todo el camino; por el que iba, apenas he visto gente, bordea la playa y lleva hasta un rincón precioso que se podía ver a lo lejos. Trepando por una colina, hay un grupo de pequeñas casas blancas, que parecen un racimo de setas recién crecidas al sol. Una amplia escalinata lleva a ellas, la he subido nada más llegar; nunca pensé que aún podría hacerlo tan rápido. Pero sé muy bien lo que voy a ver desde arriba. La pequeña plazoleta duerme allí como siempre, a la sombra de los plátanos. Las mesas y sillas de madera, de esas que se pliegan, siguen colocadas en su sitio, mirando al mar, como debe ser. Coronando el último peldaño, justo a un lado, la vieja bolera, que ahora resguarda los juegos de los niños cuando llueve. Y más allá las estrechas calles por las que discurre el viejo barrio de pescadores.

He pedido una cerveza y con ella en la mano, me he sentado en los peldaños de la escalinata. Sudaba, he tenido que quitarme la chaqueta, ¡Ay¡ amor mío, ya no estoy para darme carreras. No puedo describirte mi emoción; estaba allí, como siempre, con el tiempo detenido, como cuando veníamos a ligar a las chicas los domingos. Y he mirado al mar y a mi puerto. Por mucho que he recorrido, nunca he podido olvidar este rincón. Porque la parte más hermosa de todo este entorno está aquí en el Puerto Chico, apenas un puñado de arena y un espigón grueso y negro, un par de docenas de botes amarrados, que cuando baja la marea quedan varados al fondo, y una entrada y salida barrida por las corrientes en la bajamar. Allí me bañaba en verano, entre los cabos y las maromas, pasando de una barca a la otra, lanzándome al agua desde lo alto de alguna de ellas, allí he visto ponerse el sol en los atardeceres, a los pescadores salir a la captura del jibión y en la noche cerrada, sus pequeños faroles de luz opaca, brillando en la negrura. Por las mañanas, las mujeres bajaban a ayudar a sus maridos y si tenías suerte, te vendían algo de la pesca de ese día y por eso sabíamos tan bien, la diferencia de un pescado a otro, en forma, color y sobre todo sabor.

Recostados en la hierba, en la entrada a la playa, como viejos tiburones muertos, reposaban las embarcaciones que ya no servían o las de los marineros que ya no podían salir a la mar.  Contemplábamos el horizonte al anochecer, protegidos por los costados, a veces a babor, a veces a estribor, de su vieja madera con olor a sal y a marisco. Enamorábamos torpemente a las niñas y fumábamos cigarrillos, robados en casa a nuestros padres. Hoy el sol aún está alto, brillan, a lo lejos, las embarcaciones de nuevas fibras y los cristales de los coches, aparcados cerca del puerto. El mar va y viene sobre la arena, adornándola con una especie de bigotillo negro a lo largo de la pequeña playa. Cuando llega la bajamar, asoman las rocas, en las que pescábamos quisquillas, carramarros y algunos pececillos inocentes; ahora están también negras y no huelen a marisco, pero este sigue siendo el Puerto Chico que guardaba en mis recuerdos.

He vuelto al hotel, querida y lo primero que hago es escribirte, quiero contarte, ahora que aún está fresco en mi memoria, todo lo que he visto. Hoy solo quiero hablarte de las cosas bellas que recuerdo y aún existen, no de las luchas obreras en las fábricas, de la falta de libertad, del miedo a ser detenido o de la escasez de recursos. De todo aquello que me empujó un día a dejar mi país para irme a uno al otro lado del Atlántico. Sé que Margarita te leerá mi carta dándole a cada una de mis palabras, el tono adecuado para que tú veas con tu imaginación lo que deseo decirte y puedas sentir y ver en tu interior toda su belleza.

Cuídate mucho, mi vida. Dentro de nada estaré de nuevo contigo. Mi viaje de vuelta, ahora, no durará tanto como aquél que me llevó a tu país y a conocerte. Y podremos abrazarnos y volveremos a nuestras conversaciones de siempre.

Te quiere, Miguel.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 23 de Febrero de 2012 a las 9:28
Honor y honra.

Sir Calaghan salió al frío de la noche mientras oía cómo se cerraba tras de sí la puerta de la taberna donde se había hospedado esa mañana, después de varios días de viaje. Se adentró por entre las húmedas calles próximas al muelle, dejando que la penumbra que habitaba ahí, lo cobijara. 
En su rápido andar, escrutó cada uno de los oscuros rincones que iba dejando atrás, donde quedaban, amortecidos por los propios ruidos de la zona, los suspiros de los amantes clandestinos. Sus pies, revestidos por altas y negras botas, lo llevaron hasta la salida de esas laberínticas calles para mostrarle el muelle…  Sin hacer caso a los desgañitados gritos de los ebrios marineros, dejó que la oscuridad siguiera cobijándolo hasta que las edificaciones desaparecieron tras él. 
— ¡Quedaos quieto!—gritó una voz a su derecha.
—Estamos de suerte, Charles—murmuró otra voz mientras esparcía por el aire un apestoso olor a vino barato—. Ya se me estaban congelando las manos…
Sir Calaghan suspiró…
—Señores, debo advertirles que esta noche ando un poco mal de tiempo…
—No debéis preocuparos por eso—repuso Charles con ironía—. No os robaremos mucho…
Fue cuestión de segundos… Sir Calaghan desenvainó su espada y antes de arremeter contra el apestoso del vino, dio un codazo en la cara a un tercer bandido que, agazapado entre las sombras, se había levantado para clavar un cuchillo en su espada. 
—En serio, señores; no dispongo de mucho tiempo…—dijo sir Calaghan cuando escuchó el sordo ruido de un cuerpo al caer al suelo. Sonrió; estaba seguro que el que olía a licor barato ya no volvería a levantarse.
— ¡Maldito!—gritó Charles fuera de sí—. Ha matado a mi hermano…—y atacó a sir Calaghan, quien esquivó su ataque sin ningún esfuerzo. 
—Os ruego me perdonéis, pero como ya os dije, voy con retraso y no puedo hacer esperar más a mi anfitrión—comentó sir Calaghan mientras paraba la estocada de Charles. Hizo un amago de contraataque, y aprovechando que él había creído su finta, desvió su espada y la clavó en el costado desprotegido de éste. 
— ¡Os voy a matar!—exclamó el tercer bandido que no dejaba de sangrar por la boca.
Sir Calaghan no se lo pensó dos veces y otro golpe, esta vez en el estomago, lo dejó sin aliento.
—Os lo vuelvo a decir, señores, ando con prisa, y no mostraré piedad a la hora de mataros… 
—Vamos, Charles—dijo el tercer hombre mientras lo ayudaba a levantarse del suelo, pues sangraba profusamente del costado y apenas y si podía mantenerse en pie—. Es mejor dejar que este cristiano siga su camino… 
Sir Calaghan vio cómo se alejaban antes de volver a envainar su espada. Se agachó, y comenzó a rebuscar entre las ropas del muerto hasta que encontró, en el bolsillo del pantalón, una pequeña moneda de plata. Se la guardó…
 Miró a su alrededor y reanudo su rápido andar hasta que llegó al final del muelle, donde una desgastada pasarela de madera se hizo eco de sus pisadas…
— ¿Quién va?—preguntó una ronca voz.
—Es una buena noche para pasear—respondió él con cautela. 
Después de unos segundos de silencio, la voz que provenía de debajo de la pasarela, añadió con cierto grado de mofa… 
—La verdad, amigo, no pensé que consiguierais llegar con los tiempos que corren…
—Se me da bien esquivar a la muerte.
—Sí, demasiado bien…—una pausa y el ruido de unos remos al sacar un pequeño bote de debajo de la maltrecha pasarela, revelaron a su interlocutor. Se trataba de un hombre robusto que lucía una larga y enmarañada barba negra.
—No tenemos mucho tiempo…—murmuró sir Calaghan, impaciente.
—La reina Victoria está perdida—sentenció el hombre de la barca con una media sonrisa—. Su enemigo se ha levantando ya contra ella…
— El ejercito del rey Ricardo…
—…debe de hallarse sólo a unas horas de estas tierras—acabó de decir, y añadió con una irónica sonrisa de triunfo—. Por más que intentarais advertirle del peligro, no llegarías a tiempo…
Sir Calaghan guardó silencio mientras recordaba su último encuentro con la reina Victoria…

“El salón de palacio estaba, como de costumbre, atestado de nobles y cortesanos; y en el centro de éste, la reina Victoria, majestuosa. Su cabello, negro y ondulado, acariciaba parte de su generoso escote donde la mayoría de los hombres se perdían en la contemplación sus blancos y prominentes pechos. 
—Sir Calaghan…—empezó a decir la reina Victoria cuando él se arrodilló ante ella—, estamos felices de volver a veros. ¿Cuántos días habéis estado fuera esta vez? 
—Demasiados para mí gusto, alteza—respondió con una sonrisa. 
—Sé que vuestros múltiples deberes para con nosotros son los que os mantienen alejados de la corte, pero confió en que dentro de poco podáis gozar de una vida más tranquila—añadió ella con una tímida sonrisa.
—Cuando llegue ese momento, seré el más afortunado de los hombres—susurró sir Calaghan que lo único que deseaba en ese instante, era tenerla entre sus brazos para poder besarla.
—Pero ahora tenemos otros asuntos que atender, y que reclaman de toda muestra atención—Añadió mientras deseaba que llegara la noche para poder estar con él. Lo observó unos segundos en silencio, y agregó—: Nos ha llegado el  rumor de que nuestro vecino, el rey Ricardo, pretende invadirnos, ¿sabéis algo de eso, sir Calaghan?
—Me temo que no puedo daros una respuesta en este momento, pues desconozco la veracidad de dicha información—se excusó él—. Pero si me dais unos cuantos días, os prometo que os daré una respuesta. 
—La verdad, sir Calaghan, no sé si disponemos de unos días…
—Nunca os he fallado, y no pienso hacerlo ahora, majestad—repuso él un tanto disgustado por su falta de confianza—. Pensad que son muchos los intereses que están en juego, y que la misma persona que os pasado esa información, puede, en realidad, tener otras intenciones ocultas; pues, ¿qué pasaría si el rey Ricardo descubre que nos hemos movilizado en su contra? Eso significaría la guerra, y como vuestra majestad sabe, el pueblo no está en condiciones de soportar más hambre y miseria. 
—Sir Calaghan, por favor—dijo la reina con una liguera entonación de hastió en la voz—. Ya conocemos vuestra opinión sobre los supuestos deberes que tenemos para con nuestro pueblo; pero nosotros no somos los responsables de tales desdichas… De todas maneras—añadió con una sonrisa—,  os concedemos los días que nos habéis solicitado para poder llevar a cabo vuestras indagaciones…
—Esta misma noche partiré, y en menos de una semana estaré de vuelta—dijo mientras hacía una reverencia.
— ¿Esta noche, sir Calaghan?—preguntó la reina que había perdido la sonrisa—. ¿No sería mejor que descansarais y partierais con el alba?
—Se hará como gustéis…” 

El fuerte carraspeó del hombre de la barca, lo devolvió a la realidad.  
—Dentro de unas horas, vuestra amada reina Victoria sucumbirá a manos de su enemigo, y descubrirá que no sólo ha sido traicionada por algún que otro cortesano; si no que su hombre de confianza y amante, le ha ocultado que el ejercito del rey Ricardo está preparándose para invadir su país a cambio de unas tierras…
Sir Calaghan saltó dentro de la barca, y por más que ésta se balanceó peligrosamente, conservó el equilibrio hasta que se serenó. Se sentó en uno de los tablones y observó a su interlocutor. 
—Pero no debéis preocuparos, amigo—repuso el barquero—. Como veis, el rey Ricardo a mantenido su promesa, y el barco que os a de llevar a buen puerto, ya os está esperando…
Sir Calaghan observó el barco que había fondeado no muy lejos de donde ellos estaban, y tras unos segundos de silencio, desenfundó su espada para poner su punta en la garganta del barquero.
—Creo, señor, que no voy a aceptar la hospitalidad de vuestro querido rey.
—No os entiendo…
—Es muy sencillo—dijo sir Calaghan tirándole la moneda de plata que antes le había robado al muerto—. Digamos que desde que salí de palacio, después de entrevistarme con la reina Victoria, he sido asaltado por unos hombres que, misteriosamente, llevaban está moneda entre sus ropas…
—Sigo sin entenderos…—murmuró con un timbre de miedo.  
—Curiosamente en esta moneda hay reflejada la cara del rey Ricardo y no la de la reina Victoria, como correspondería en estas tierras…—repuso sir Calaghan con una sonrisa. 
—No debéis desconfiar del rey…—dijo el barquero antes de notar cómo la punta de la espada se le clavaba con más fuerza en el cuello.
—No malgastéis saliva, amigo. Estoy seguro de que el ejercito de la reina Victoria sabrá dar la bienvenida al rey Ricardo como se merece, pues llevan varios días esperándole—susurró sir Calaghan antes de salir del bote; y una vez ya en la pasarela, añadió—: Cuando le entreguéis esta moneda al rey Ricardo, acordaros de decirle que le agradezco las tierras que me ha dado, pero que en este momento no las necesito; así que las regalaré al pueblo para que puedan usarlas para subsanar en parte, el hambre y la miseria que él mismo a creado tras su última incursión… 
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 23 de Febrero de 2012 a las 15:27
Días de espera
Aún no tienen edad para embarcar. Los dos hermanos corren descalzos por las calles haciendo rodar el aro. Una vara, un alambre enroscado a la vara y acabando en un gancho, los aros de algún tonel de ginebra podrido y allá van ellos por las calles arriba y abajo. Y cada día se asoman desde lo alto dos o tres veces al puerto a ver si viene el barco de su padre o algún otro que pueda traer noticias. Cuando apunta alguno por levante, ya están con los aros por las callejuelas que llevan a bajamar, ya están corriendo por los muelles y, si el barco ha conseguido permiso para amarrar y no ha de quedar en cuarentena, ya están ellos subidos en el noray saltando y dando voces a los de a bordo. Acaba de llegar el Nuestra Señora del Rosario, de vela cuadrada y tres cañones por banda:
-¿Habéis visto al Tártaro?, ¿sabéis algo de él?
-Pues no. Venimos de Cerdeña y por aquellas aguas no está.
Y otra vez con los aros rodando, vuelta hacia arriba. Hacia abajo, hacia arriba, no se cansan nunca de correr. Cruzan ahora las callejuelas entre esas casas enjalbegadas tan blancas que casi ciegan cuando el sol les da de pleno. Llegan a casa y corren a decir a su madre que no hay noticias.
-Te traeré el mejor vestido del mejor mercado. Y a vosotros…, a vosotros babuchas de tierra mora.
Eso dijo en el umbral con el hatillo al hombro cuando se despidió.
-Para mí no quiero que traigas nada. Sólo quiero que vuelvas.
Veinte días hace que el Tártaro salió en corso, veinte días sin noticias. Los niños las buscan en el puerto y la madre les calla lo que oye en el mercado: los puertos de Argel y Orán, cerrados por peste con cuatro barcos de nuestro puerto sin poder salir; la galeota María, con más de cien hombres de tripulación, apresada por la Marina francesa frente a Marsella; la iglesia del Carmen llena de exvotos y, al caer la tarde, más mujeres que nunca en el rosario…

Llueve y la madre es incapaz de impedir que sus dos hijos salgan a corretear. Otra vez con el aro, ahora en dirección a los altos que hay en la bocana del puerto. Corren por caminos flanqueados de huertos con norias y la lluvia arrecia. Los aros sortean charcos y barrizales, y ellos corren y corren hacia una luz que se atisba a lo lejos. Abajo a su izquierda, el canal de dos millas de largo que, salpicado de islotes, lleva desde la bocana del puerto hasta los muelles. Media milla de ancho tiene ese puerto natural en la bocana y ahí, en su lado sur, está la luz que se va acercando a los niños. Es la de la casa del atalaya que vigila las entradas y salidas del puerto. Llegan empapados y con los pies llenos de barro, golpean la puerta y el hombre sale a abrir. Los conoce, les deja entrar y, al verlos así, pide a su mujer que saque paños para que se sequen y les ponga una taza de caldo. Les invita a sentarse junto a la chimenea pero ellos acuden a la ventana para mirar hacia la mar abierta. Cuatro o cinco barcos –se distinguen sus faroles- que, sin poder entrar a puerto, andarán encarando la proa al viento para capear el temporal. Desde dentro de la casa se oyen las bocinas en medio del vendaval:
-Pues me parece que el barco de vuestro padre no está ahí fuera, pero hay otros barcos refugiados a sotavento frente a los acantilados.
-Dijo que nos traería zapatos de Berbería.
-Pues no creo que haya ido a Berbería.
-¿Por qué?
-Porque… porque… porque está muy lejos.
-¿Cuánto?
-Mucho.
-¿Y por dónde está?
El vigía se gira y señala con el brazo hacia el sur:
-Por allí.
-Pues mi papá ha ido a sitios que están aún más lejos.
-Sí, nuestro papá ha estado muy, muy lejos.

Está entrando El Halcón remolcando una presa, un falucho de cabotaje con una vela latina, y ya están los dos hermanos corriendo a su lado por el muelle a ver dónde atraca. Saben que en El Halcón viene su tío Antonio, el hermano menor y soltero de su madre, y, sin soltar las varas con los aros, ya lo están llamando. Aparece de detrás de las velas y los saluda apoyado en el palo mayor. Corren en paralelo, el tío Antonio sobre el barco y ellos por el muelle sin soltar los aros. Hasta que el barco llega a su punto de amarre, el tío salta a tierra con un cabo en la mano, lo mete en el noray y luego los abraza.
-¿Has visto a papá?
-Sí, hace cuatro días.
-¿Nos ha comprado los zapatos?
-No lo sé, no pude hablar con él.
Se echa mano a la faltriquera, saca un pequeño bolso, lo abre, coge unas monedas y las entrega a sus sobrinos:
-Decidle a vuestra madre que esta tarde pasaré a merendar.

La madre sirve chocolate.
-Hace cuatro días hicimos una presa a medias, su barco y el nuestro, frente a la costa catalana. Íbamos remolcándola cuando de detrás las Medas, unos islotes pequeños, nos salió de la nada un navío de línea español…
Pregunta el uno con los morros llenos de chocolate:
-¿Qué es un navío de línea?
-Pues los que se ponen en línea, uno junto a otro, en las batallas.
Y pregunta el otro con los morros también llenos de chocolate:
-¿Y qué pasó?
-Pues que se nos venía encima y, cuando soltaron el primer cañonazo de aviso, tuvimos que soltar la presa, separarnos y virar cada uno hacia un lado. Nosotros nos vinimos hacia el sur y ellos hacia levante, hacia los puertos neutrales de Italia o Cerdeña. Irían a parar a Livorno o Cagliari.

Han parado en lo alto a descansar de sus correrías y están tumbados boca abajo sobre la hierba divisando el puerto. De repente se quedan los dos absortos mirando un barco que aún es apenas un punto. No apartan la vista y el barco va avanzando y tomando forma. Cuando ya se distinguen los tres palos y las velas latinas se miran el uno al otro. Ahora sí, es él, El Tártaro. No puede ser otro. Por la pintura del casco y por su inconfundible palo de trinquete inclinado hacia proa. Arranca a correr el uno y arranca a correr el otro. Esta vez sin empujar el aro, con el aro y la vara agarrados con la mano. Atraviesan todas las callejuelas entre casas blancas que dan a bajamar corriendo cada vez más.
Descalzos. Porque no necesitan ni zapatos, ni sandalias, ni babuchas.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 23 de Febrero de 2012 a las 20:21
                                                                          ¿Por cruzar el Atlántico?

Lo que más me ha impresionado ha sido la determinación de su mirada; quizá porque nunca me he sentido tan segura como parecía él, no lo sé. Parecía tan concentrado, que me hubiera incluso preocupado si no fuera por esa sonrisa cobijada bajo un bigote de otra época. Francisco es un hombre mayor pero no suficiente como para decirlo abiertamente; ha caído en esa edad tan difícil de pronosticar en un hombre que ha sabido cuidarse. Sólo el color ceniciento de su pelo da las pistas suficientes para aventurarse a un pronóstico.

Primero ha chequeado todos los aparejos y después ha empezado a cargar el barco. Me parecía imposible que tantas cajas, bolsas y paquetes cupieran en un barco que a mí se antojaba pequeño. Puede ser suficiente para ir de pesca los domingos o para buscar calas solitarias; pero no para hacer el viaje de prueba alrededor del Mediterráneo; menos para intentar después cruzar el Atlántico. Me sigue pareciendo una locura y creo que estaba visiblemente nerviosa.

Magda, en cambio, parecía tranquila. Y eso me desesperaba. Ella ni siquiera ha fingido querer ayudar a su marido. Supongo que hubiera rechazado cualquier colaboración suya como ha rechazado la mía, pero me ha ofendido que no lo intentara. No podía comprender que se mantuviera impasible, con su estúpida sonrisa, mientras el padre de sus hijos se disponía a abandonarla durante unas cuantas semanas. Y no por algo importante, no, sino para dar la vuelta al Mediterráneo.

Debería haber sido un evento que aglutinara a centenares de personas en la dársena. ¿Qué menos que unos pocos amigos y unos cuantos familiares? Pero no. Ahí estábamos solas Magda y yo, intentando no cegarnos con el sol anaranjado del amanecer mientras veíamos a un hombre sonriente enfrentándose a sus propios proyectos e ilusiones. Parecía increíble el ahínco que ponía en ello; cargaba las cajas repletas de comida e incontables trastos sin parar a recuperar el aliento ni a hablar con nosotras.; subía y bajaba del barco dando brincos que no conseguían desestabilizarlo nunca; sin dejar de parecer infinitamente alegre mientras lo hacía.

Quizá eso era lo que quería que viera Magda; quizá por eso me había invitado a conocer a Francisco en esa situación tan peculiar. Esa era la lección que me estaba regalando ese semestre y eso justificaba su invitación algo fuera de lugar.

Yo había acudido a su despacho un par de semanas antes. Como cada mes, iba a la revisión de mi tesis y ella intentaba orientarme para intentar conseguir los avances más significativos con los mínimos esfuerzos. La coherencia que había mostrado siempre me había llevado a creer ciegamente en ella y a mostrarme con total transparencia. Por eso la interrumpí cuando ya terminaba su veredicto:

—Creo que haciendo estas pruebas en el laboratorio podrás descartar solicitar los análisis al profesor Martínez para corroborar…—estaba diciendo.
—Hay otra cosa— dije con cierto miedo. Temiendo decepcionarla.
—Dime.
—Tengo una oferta para ir a trabajar a Yale como adjunta. Al responsable del departamento le gustó el artículo que escribí para Science today y quiere que me incorpore en Septiembre. Parece que no encuentra a nadie tan alineado con sus teorías como estoy yo.
—¡Estupendo! ¡Cuánto me alegro!
—Aún no he decidido si aceptaré…— dije con escasa seguridad.
—¿Cómo?— me preguntó extrañada—. Creí que estabas buscando alguna oportunidad en el extranjero. Ya sabes que al terminar la beca no podrás incorporarte al departamento…
—Lo sé. Pero creo que no es el momento…
—¿Has pensado en cuantas oportunidades de estas vas a tener? No me malinterpretes. No es que quiera que te vayas para librarme de ti, pero…
—Pero si me voy no terminaré la tesis— la interrumpí—. Si abandono ahora, no la terminaré nunca. ¿De verdad crees que tengo que aceptar?
—Yo no puedo ni siquiera opinar sobre eso.
—Creo que el trabajo aquí es importante y Yale está muy lejos. Tendría que adaptarme a una vida distinta y… —callamos durante unos segundos y seguí—. Creo que tengo algo importante aquí y que es mejor que me quede— ella se quedó pensativa un momento que se me hizo eterno, mirándome fijamente, y cambió de tema con cierta brusquedad.
—Está bien ¿Por qué no te vienes a desayunar a casa el sábado diecisiete? Te presentaré a mi marido y hablaremos.

Y yo acepté porque Magda siempre me había gustado; porque uno siempre acepta cuando la directora de tu tesis quiere charlar contigo. Me sorprendió que quisiera verme a las siete de la mañana un sábado pero me lo tomé como una oportunidad simpática de hablar con más calma. Quizá había dado por terminada la conversación muy deprisa, pero me sentía mucho más tranquila pensando que la tesis justificaba que no aceptara ese reto.

Han trascurrido dos semanas con total normalidad hasta hoy. Estábamos los tres desayunando como si fuéramos amigos de toda la vida cuando Magda me ha soltado la noticia bomba.

—Pues Francisco sale hoy a dar la vuelta alrededor de Mediterráneo— ha dicho con la tranquilidad con la que uno habla del tiempo. Creo que me he atragantado con el cruasán porque no es de las cosas que te suelen contar mientras desayunas. No podía creer que me lo estuvieran contando con tanta normalidad.
—¿Cómo?— he preguntado sorprendida.
—Como lo oyes —ha contestado Francisco—. En cuanto terminemos de desayunar me voy al puerto a cargar el barco y antes de las diez estaré navegando rumbo a Egipto. Y cuando vuelva, estaré preparado para cruzar el Atlántico.
—¿Y tú no vas con él?— le pregunté a Magda con cierta descortesía.
—¿Yo? Este es un proyecto suyo. Además, si lo acompañara, dar la vuelta al Mediterráneo dejaría de ser un proyecto en solitario.

Todo cuanto escuchaba me parecía una tontería. No podía encajar la tranquilidad con que Magda miraba a su marido y casi empezaba a enfadarme con ella. Francisco era un hombre mayor que no parecía preparado para semejante aventura. Y quizá mis prejuicios me estuvieran dejando en mal lugar, pero no me gustaba aquello. Y ya me daba igual que aquella fuera una lección. Me importaba un pimiento que quisiera que yo viera que tengo que ser decidida y valiente; que tengo que arriesgarme y aceptar el trabajo. Magda no había sido suficientemente sutil como para que no viera la manipulación a la que me sometía y aún así no me importaba. Me parecía una locura lo que aquel hombre estaba a punto de hacer. Y me parecía insultante la tranquilidad de su mujer.

Así que cuando, estando a punto de zarpar, ha empezado a salir humo del motor de la barca me he alegrado y no sé si debería avergonzarme por ello. Francisco ha estado mirándolo durante largo rato pero al final ha bajado del barco cabizbajo.

—Hay algún problema con el carburador. Tendré que llevar el motor a reparar y postergar mi salida— dijo cuando estuvo suficientemente cerca.
—Lo siento, cariño — dijo Magda acariciándole la cara.
—Lo siento mucho, Francisco— añadí.
—Tendré que descargarlo todo de nuevo y retrasar la partida una semana. Aunque sea un velero, no puedo salir sin motor— añadió mientras volvía al barco arrastrando los pies.

Las dos nos quedamos serias, mirando al barco. Yo empecé a entristecerme porque lamentaba de todo corazón que las ilusiones de ese hombre se vieran truncadas. Me sentía más tranquila porque la idea siempre me había parecido peligrosa, pero lo lamentaba por él.

—Ahora se le ha estropeado el motor— dijo Magda sin mirarme—. Pero antes fue la quilla. El mes pasado la botavara y hace dos meses el GPS. Ha tenido que revisar el casco y rehacer las velas. Creo que ha cambiado todas las piezas del barco un par de veces. Sé que jamás hará ese viaje y por eso estoy tranquila. No me molesta que fantasee con eso porque lo hace sentir vivo y eso me hace feliz a mí. No puedo obligarlo, castigarlo y mucho menos animarlo— yo la miré con un gesto seco de mi cuello sin decir nada pero eso hizo que se volviera hacia a mí—. Aún y con todo el carió y amor que le profeso, tengo claro que no malgastaré mi energía y mi tiempo preocupándome por alguien que lo tiene tan fácil para encontrar excusas.
concursoderelatos
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  • 23 de Febrero de 2012 a las 23:12
Costar Daurada

          La movida empezó el día que mi madre llegó y soltó en la mesa su típico “habrá que ver dónde vamos este año de vacaciones” Total, que ni mi hermano ni yo hacíamos caso. Hasta el abuelo andaba entretenido con la tele. Pero no, se ve que el jodío viejo atendía, porque cuando mi madre soltó que había un pisito muy baratito en un pueblecito de la Costa Dauurada (sí, lo soltó en catalufo, te cagas…), y yo iba a protestar (a los catalufos ni agua) el abuelo se me adelantó y dijo:
          − Este año me voy con vosotros de vacaciones.
          Mi padre puso su mejor cara de oler a mierda.
          −Pero si tú nunca has salido, ni sales, del pueblo. Si hasta para ir a Tordesillas me pones pegas, no te cuento la que me liaste para ir al hospital a Valladolid, y eso que era para ir despedirte de tu mujer moribunda.
          −¡No metas a tu madre en esto! Yo me este año me voy con vosotros, que no quiero morirme sin ver el mar.
          Y, con un sonoro sorbo de sopa del viejo, se acabó la discusión.

          Y para allá que nos fuimos todos unos meses más tarde. En coche. Total, que llegamos al apartamento cerca de las dos de la madrugada. Y allí había una pava un poco encabronada con las llaves en la mano. Metimos las cosas, y mi abuelo que quería ir al puerto. Mi hermano estaba cansado, pero a mí la idea de un garbeo para ir pisteando el ganado local no me hacía ascos. Así que le dije al viejo que pillara las llaves en lo que yo meaba, y que listos. Tiré recursos y en un momento tenía la ruta trazada en el móvil. En estas que el abuelo había echado a andar y yo lo seguí por costumbre y no en la buena dirección. Y se lo dije al abuelo: que por ahí no es. Y nada, ni caso. Y yo que le enseño el móvil y que le digo que la fiestuki está para el otro lado. Y él jodío viejo que se ríe y sigue andando. Y yo detrás, a ver qué le haces.
          Y, flípalo, que llegamos al puerto. Pero no al Puerto Banus del poblacho catalufo aquél, sino al de los pescadores. Joder qué pestazo. Lo mismo el abuelo se guió por el olfato. Vete tú a saber. Total que llegamos al puerto, un ascazo, con los barquitos meneándose y el ruidillo del agua y nada más, todo muerto. Y el abuelo como el que ve a Dios Padre. A cada cuatro pasos se paraba y se ponía a leer los nombres de los barcos, o se giraba y miraba las casuchas de detrás, o vete tú a saber qué buscaba. Yo me senté por ahí y me metí al tuenti a ponerme al día, mientras él seguía a lo suyo.  Aquello era un muermo. Al rato llegó el abuelo todo acelerado: que nos íbamos ya, vamos, vamos…
 
          Al día siguiente nos levantamos todos tarde, menos el abuelo, que a saber desde qué hora llevaba en pie, y para lo que le habría cundido. Estaba ahí, sentado en un sillón, con el pijama aún puesto, viendo la tele. Mi hermano me contó que cuando él se levantó estaba viendo un canal en catalufo; que cuando le preguntó que qué hacía viendo eso, que no se tenía ni que estar enterando de nada, le contestó que no encontraba el mando y que, total, para lo que había que entender de la tele le daba lo mismo; y mi hermano cogió el mando que estaba justo al ladito de la tele y se lo enseño al abuelo diciéndole que si ya estaba cegato del todo, antes de cambiar de canal; que no lo tenía muy claro, pero que le pareció que al abuelo se le escapó un bufido de esos que echa cuando le tocas el Jara y Sedal. Luego llegaron mis padres con avíos para desayunar y el ABC del abuelo.
          Total, que habíamos empezado las vacaciones más o menos como siempre. El abuelo no dio mucha carga. Se levantaba temprano, desayunaba, y luego se ve que se iba al puerto a echar el día viendo los barcos (para buscarlo mi padre nos mandaba allí). Y no tardó mucho en hacerse colega de los pescadores o los otros viejos que andaban por allí. Y lo que no sé es cómo no nos dimos cuenta antes ni mi hermano ni yo, supongo que no dio la casualidad. Nos asomábamos, le llamábamos y no nos fijábamos más, la verdad.
          Un día bajé a llamarle para comer. Me quedé de piedra. ¿Pues no que el jodío viejo estaba hablando en catalufo con los otros viejos del bar? Así, como te lo cuento. Y hablaba que no se le diferenciaba de los otros catalufos. ¿Que, de qué? Pues ni puta. Pero lo hacía en jodío catalufo. Hasta que el del bar le dijo algo así como: “Yerar noieseu nett”. El abuelo se giró riendo. Yo me marché corriendo a casa, claro. Me llamó, pero no hice ni caso. Seguí hasta llegar al apartamento de los cojones.
          La cosa se puso más divertida aún cuando llegó a casa y nos sentamos a comer. Sin más ni más salto:
          − Me voy a comprar una casita aquí.
          Yo ya estaba a rombos, pero mira, la idea no me pareció tan estrafalaria.
          − Pues sí que te han caído bien tus amigos catalufos −. Dije.
          No sé si a mis padres les alucinó más la ostia que me soltó o la parrafada que soy incapaz de repetir, en perfecto catalán.
          −¿Papá..? – ahora sí que nadie sabía nada−, ¿pero tú desde cuándo…?
          −Pues desde que me lo enseño la meva mare, ¿desde cuándo sin no?
          −Pero… − la verdad es que la cara de perdido de mi padre no se me olvidará en la vida−… si la abuela nunca… ni siquiera tuvo alguna vez acento… ni habló nunca de…
          −Venga, niños, vamos a ir recogiendo… − Mi madre siempre escurriendo el bulto.
          −No, hija, que se queden, que esto también es cosa suya – y me miró a mí, y una vergüenza que no supe dónde me venía me hizo retirarle la mirada. – Vamos al sofá.
          Y ahí nos sentamos todos, obedeciendo a lo militar: sin pensar.
          Y ahí se puso a contarnos. Flípalo. Porque resulta que mi abuelo era catalufo (bueno, supongo que lo sigue siendo); que en su familia habían sido pescadores de toda la vida; que ya su abuelo tenía una casa al lado del puerto; que ahí fue donde nació su hermana (de la que tampoco teníamos noticia) y varios años más tarde él; que no tenían mucho dinero, pero que se las apañaban, que podría decirse que eran felices para lo que había; que entonces llegó la guerra; que su padre se echó al monte porque sabía que vendrían a por él, por comunista, los anarquistas; que se suponía que a su madre y a los niños no les harían nada; que no fue del todo así; que nunca volvió a saber de su padre; que luego fue peor cuando ganaron los fascistas; que su madre se enteró de que buscaban a su hermana; que el único delito de la niña fue trabajar en una casa principal y no consentir a la dueña que la tachara de ladrona, cruzándole la cara a la muy cabrona; que no hubo modo de encontrarla; que vinieron entonces a por su madre; que su madre llegó un día a la casa de la vecina, con la que él se había quedado, y se lo llevó por la noche a través del monte; que su madre le dijo que tenían que cambiarse el nombre; que su madre le dijo que tenía que hablar en español, que su madre le pegaba cada vez que se le escaba una palabra en catalá, así fuera en sueños; que el por se quedó pequeño para describir lo que sentían; que pasaban poco tiempo en un mismo pueblo, no fueran a cometer un desliz; que pasados los años llegaron a Bercero y que ya apenas se les distinguía de un castellano más; que aquél lugar era seguro según su madre, aunque a él no le parecía distinto a los demás; que en realidad lo que pasó es que su madre se encontró con un buen hombre; que en realidad el abuelo de mi padre no era el padre de mi abuelo; que aún así su madre le dejó bien claro que nunca debían abandonar aquél santuario; que luego creció pero el miedo no se hizo más pequeño; que conoció a la abuela; que comenzó a tener una vida normal; que, aún así, le dolía el alma cuando veía por la tele imágenes de su tierra; que, de todos modos, no podía contarle a la abuela su secreto; que era una mujer muy buena, y también muy íntegra y muy justa; que la abuela lo perdonaba todo menos la mentira; que contárselo habría sido el fin de su familia; que no podía perder otra vida; que cuando la abuela murió se lo contó en el cementerio; que sintió que le perdonaba, que le decía que volviera a su tierra antes de reencontrarse con ella; que eso había hecho; que ahora no quería marcharse; que la vida le debía mucho tiempo en la casa de sus abuelos, de sus padres; que, para año nuevo, había apalabrado la compra de la vieja casa del puerto.
          Mi madre estaba llorando. Mi padre no se lo quería creer. Nadie decía nada. El abuelo soltó un resoplido. Se le notaba que se había quedado a gusto, que lo que pasara a partir de entonces le importaba poco. Mi padre se marchó: que necesitaba un cigarro. Yo nunca le había visto fumando.  Entonces caí en la cuenta.
          − Entonces…, ¿somos catalufos?
          −Sí hijo, sí: sois en parte catalufos.
          Me quedé pensando.
          − Si ya decía yo… que no era normal… que por más que quisiera no podía evitar que me gustara el juego del Barça.
          Todos se echaron a reír.

          Hay que joderse…
          Soy catalufo…
          Te cagas.
concursoderelatos
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  • 24 de Febrero de 2012 a las 20:40

Detrás de los cuentos

-…Te digo que era enorme.

-¡Bah! No me lo creo, ¿una ballena encallada en la playa? ¿Y por qué no ha salido en los periódicos? –contestó el más rechoncho mientras engullía un nuevo mordisco del bocadillo que portaba en sus manos.

-Porque le pasa lo mismo que a ti: …que no cabe en las fotos. ¡Ja, ja, ja, ja!

Aquel pelirrojo salió huyendo calle abajo en dirección a los muelles dejando una estela de pecas a su paso. Hasta que salí a su encuentro.

-¡Sawyer! –me gritó alborozado al verme. Nico comenzó a acariciarme y Alex pronto nos alcanzó.

-¿Dónde está el Capitán, Sawyer? –me preguntó Alex, no sin antes propinar una colleja a su primo en venganza por la broma.

Nico le arrebató el bocata y me lo ofreció.

-¡Eh, que era de morcilla de Burgos! –protestó Alex.

Les ladré dándoles las gracias y salí corriendo con el premio entre mis fauces para cumplir mi misión.

Atravesamos la zona de los contenedores a ritmo de persecución y sorteamos las boyas, balizas y demás enseres esparcidos por todo el ancho de los muelles que hacían más intrépida nuestra carrera. A nuestra izquierda, algunos barcos de recreo esperaban turno en las dársenas para atracar en el puerto deportivo y sus ocupantes jaleaban nuestra carrera. Cuando por fin llegamos a la zona de los pescadores, me relamí de gusto; esperanzado de que alguno de ellos se animara a darme algún caprichito, porque sabía muy bien quién sería el destinatario final del bocadillo que portaba...

-Despierte, Capitán –vociferó Nico cuando llegamos a la barca que hacía las veces de cama.

-Sí, despierte –le animó Nico tras recuperar el resuello.

Un gruñido escapó bajo las mantas y se escuchó el tintineo de varias botellas mecidas por el repentino despertar de mi amo. Abrió un ojo y disimuló sonrisa y vigilia como pudo. Pero claudicó ante mis lengüetazos.

-¡Basta, Sawyer!

Me arrebató el bocadillo de Alex y después de adecentarlo un poco con la manga le propinó un buen par de dentelladas.

-Bueno -se animó a opinar-. Muy bueno. No tenemos ésto en mi país -dijo deslizando las eses y erres entre el dorado de sus dientes. ¿Hoy no hay clase?

-Pero si estamos en verano -contestaron los dos chavales al unísono.

-Verrano, verrano. Aquí todos días igual. Siempre sol. Difícil saber qué día estás.

Rimas se defendía bastante bien con el castellano a pesar de lo poco que llevaba en España. Apareció un día por los muelles deambulando: le habían dado tal paliza que apenas podía tenerse en pie. Por eso le tomé como amo, no hubiera sabido defenderse en la calle sin mi ayuda.

-Cuéntanos una historia de las tuyas, Capitán -dijo Alex.

-Pero si ya he contado todas.

-¿Cuéntanos cuándo llegaste en el “Irina”?

Rimas besó su medalla, como hacía siempre que alguien pronunciaba aquel nombre. Y ensombreció su rostro bajo aquel desvencijado gorro de marinero que encontrara un día abandonado en un contenedor de basura.

-Irina -repitió para si.

-Sí. Un día nos contaste que viniste aquí en ese barco.

-No recuerrdo -mintió.

Tanto insistieron los chavales que Rimas no pudo negarse a relatar cómo fueron a parar sus huesos en aquel recóndito pueblo costero levantino.

-Érrase una vez un rey grande y fuerte que vivía feliz con su única hija en un castillo pequeño y acogedor en un país lejano y sombrío.

-¿Qué país? -preguntó, Nico.

-Da igual -reprochó Alex-. Sigue, Capitán.

-...La hija era una muchacha presiossa y también vivía contenta junto a su padre, a pesar de las incomodidades, pues aunque el rey era poderroso, no gustaba de lujos. Él no necesitaba dinero para ser alegre, tan sólo necesitaba ver todas mañanas la sonrisa de Irina.

Una mañana la princesa Irina amaneció llorando y el Rey acudió a consolarla. No sabía porque lloraba su hija. Ella era triste en el pequeño castillo. Quería un castillo más grande, joyas, dinero también. Y un sol radiante todo los días en su ventana. Le contó canciones a su padre. Canciones que había escuchado, de cálidos países con muchachas bellas como ella, de ropas bonitas y de colores. Su padre comprendió. Pero no podía dejar que marchara. ¿Podría vivir sin ver cada mañana la sonrisa de Irina? Sabía que no. Además, él había prometido a la mamá de Irina antes que muriera que cuidaría de ella siempre. Y sabía que si la dejaba ir...

-Y la dejó marchar -concluyó Alex.

Rimas asintió sin mirarle. Su vista se perdía en el horizonte por encima de las colinas; donde se edificaba la parte más moderna y lujosa del pueblo, cercana a las discotecas, bares y otros lugares de esparcimiento menos legal.

-¿Qué pasó después? -inquirió Nico.

-Al principio todo bien. Irina mandaba cartas y el Rey, aunque triste, cerraba ojos y recordaba su sonrisa, pero poco poco cartas fueron llegando tarde y, de repente... -Rimas dejó de hablar. Sus ojos enrojecieron como tantas veces habían visto los chavales por el efecto del alcohol..., pero estaba vez el Capitán estaba sobrio.

-...Dejó de escribir -terminó Nico la frase.

-¿Se la llevaron los malos a algún castillo? -añadió Alex.

Rimas se rehízo al observar la cándida mirada de los chicos. Por un momento se imaginó abuelo contando historias al calor de una hoguera mientras su hija preparaba un buen plato de Borsch con coles.

-El castillo era enorme. ¿Sabéis? Y la princesa Irina no era la única encerrada allí. Había otras bellas muchachas.

-...El rey luchó contra los malos, ¿verdad?

-Luchó. Pero los malos eran muchos. Salió herido, pero supo que Irina seguía viva y la vio sonreír. Fue suficiente para él. Después marchó a recuperar fuerzas y encontró bebida milagrosa. Una vez que la probó descubrió que podía ver sonreír siempre que quisiera a su hija gracias a la posima. ¿Se dice así?

-Pócima -corrigió Alex.

Nico permanecía callado mientras Rimas rebuscaba en el interior de la barca alguna botella de licor que hubiera sobrevivivido a la noche anterior.

-¡¿Y ya está?! -exclamó finalmente-. No me ha gustado el final, Capitán. El Rey tendría que haber vuelto al castillo y haber rescatado a la princesa. Ese Rey era un cobarde.

Rimas entró en cólera.

-¡Fuerra! ¡Fuerra de aquí, niños! -les gritó amenazándoles con la botella.

Yo comencé a ladrar interponiéndome entre ellos y los niños se marcharon corriendo. Rimas estampó el whisky contra el suelo.

Todo quedó en silencio. Rimas, sentado en la pequeña barca; con las manos sosteniendo su frente y su ánimo. Debió pensar que los niños tenían razón, al fin y al cabo: el Rey había sido un cobarde.

Las olas y la suave brisa que llegaba desde el mediterráneo le recordaron que aún seguía vivo y por qué había llegado a parar a aquel pequeño pueblo del que hace unos meses nunca hubiera imaginado que oiría hablar. Pensó que bajo las mugrientas ropas se escondía un buen hombre que no merecía padecer la desgracia de su pena y se prometió que aquel día sería el último que lo haría como el vagabundo en que se había convertido. Me lo prometió también a mí. A su modo.

-Has sido buen camarada, Sawyer. Pero tenemos que separar. No preocupes por mí. No necesitaré más que cuides de mis cosas.

Emití un lastimero aullido de reproche.

-¿Te preocupa que vuelva a beber y acabe en el agua no es así? No pasará. Vete, Sawyer. Ya no te necesito. ¡Vete! -y comenzó a lanzarme el resto de las botellas acumuladas en la pequeña barca y todo lo que encontró a mano. Hasta que también yo salí huyendo de allí.


A la mañana siguiente los niños regresaron a los muelles.

-Capitán, ¿está usted ahí? –preguntó Alex balanceando la barca con prudencia.

Les miré acurrucado entre las mantas y emití un leve aullido de bienvenida.

-Ves. No está…Te digo que es él.

-Ya estamos como siempre –refunfuñó Alex.

-¡Qué esta vez es de verdad! –Protestó Nico-. Es él, lo he reconocido por la cadena. Mira –le dijo mostrándole un ejemplar del diario local.

El pie de una de las fotografías rezaba así: «Vagabundo aparece ahogado en el puerto. Fuentes ajenas a la investigación policial han asegurado a este periódico haber visto a la víctima discutir con los porteros de una de las discotecas más conocidas de la zona algunas hora antes del macabro hallazgo».

Los tres alzamos la vista hacia la colina. Con las primeras luces del alba, la columna de neones de los locales de alterne se apagaban por fin despidiendo la noche.

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  • 24 de Febrero de 2012 a las 21:43

Un jirón en la niebla del tiempo

      Mi casa es un pequeño yate, amarrado de forma permanente entre un velero, propiedad de un comerciante griego que nunca acude por aquí, y un pequeño catamarán abandonado.

      Como sus vecinos, mi pequeño yate no deja nunca el puerto en busca de arriesgadas y emocionantes singladuras por las azules aguas del Mediterráneo. No, tranquilo y conservador, disfruta de un merecido retiro en el hermoso puerto natural que se abre hacia el sureste de la isla de Sérifos, delante de la pequeña aldea de Livadi. Y es que hasta hace tan sólo diez años esta pequeña embarcación, con sus dos motores de gasolina – que ahora dudo que lograse poner en marcha –  recorrió en innumerables ocasiones las aguas del mar Egeo desde la lejana costa del norte de África hasta las orillas del Peloponeso, llevando cuidadosamente disimulada en su sentina una buena carga de hachís y, en ocasiones, incluso algún fusil o alguna granada, como riguroso e ilegal contrabando.

      Tuve la fortuna de ser parte importante del equipo de la policía costera que llevó a cabo la operación que acabó con la lucrativa carrera de aquellos contrabandistas chipriotas, y en atención a que me iba a jubilar pronto, me dejaron pujar sin oposición en la subasta por este pequeño barquito, que fue requisado tras su detención. Y pocas semanas después de entrar en posesión del mismo me dirigí hacia las Cícladas, buscando una isla en la que pudiese encontrar retiro para llevar una vida tranquila e independiente con la paga de mi pensión. Unos amigos me sugirieron Sérifos por su relativo aislamiento y su tranquilidad. Me gustó la idea, me vine aquí, y deje caer el ancla por última vez, una soleada tarde de octubre.

      Mi vida es sencilla. Tal vez un poco rutinaria. Pero es agradable y encaja en lo que buscaba para mi jubilación. Por las mañanas, si el tiempo es bueno, salgo a pescar con mi pequeña Zodiac. Con su motorcito fuera borda suelo alejarme  un par de kilómetros, a veces algo más. Suelo pescar en el brazo de mar que separa Sérifos del pequeño islote de Vous Nisida, en el que en ocasiones atraco a mediodía para comer.  Por las tardes regreso al puerto de Livadi, hago una breve siesta y después subo hasta la pequeña capital de la isla por un largo camino de tierra, para pasar un buen rato al atardecer con el pater Georgios, en la terraza emparrada de su pequeña casa, junto a la iglesia ortodoxa. Muchas veces jugamos a las damas y solemos acabar cenando una abundante ensalada con queso feta, acompañada de un buen somi y una botella de retsina.

      Sin embargo, ayer no acudí a mi habitual cita con el buen pope, pues me ocurrió algo tan inverosímil, que me cuesta creerlo. Cuando suba a la aldea, dentro de un rato, se lo voy a contar al padre. Todo ha sido tan extraño, pero al mismo tiempo tan real, que estoy seguro que no ha sido un sueño ni nada parecido.

      Y es que esta mañana, cuando estaba pescando tranquilamente al otro lado del islote vecino, pendiente del sedal de mi caña, aunque brillaba el sol y nada hacía presagiar un cambio en el tiempo, he visto un denso banco de niebla, como no recuerdo haber visto nunca antes otro igual en esta zona del mar Egeo, que se acercaba rápidamente desde el noreste. En pocos minutos he quedado rodeado por la niebla, que apenas dejaba ver más allá de diez o quince brazas.

      Viendo que no corría peligro alguno, pues el mar estaba calmo y a aquella hora no pasan buques por aquel lugar, me he sentado a almorzar para dar tiempo a que la niebla se alejase. Y apenas había dado un bocado, he oído unas voces que llegaban de algún lugar hacia estribor. Parecían las voces de una mujer y un niño pequeño, y aunque no pude entender lo que decían me pareció que hablaban griego con un acento extraño.

      Puse en marcha el fueraborda y lentamente avancé en su dirección. Apenas a un centenar de metros vi surgir entre la niebla algo como una pequeña embarcación de madera. En realidad era como un gran cajón o baúl con un par de gruesos troncos a los lados para estabilizarlo. Y en su interior, una mujer joven, de largo cabello rubio, abrazaba a un niño muy pequeño, de obscuros y rizados cabellos, sentado en su regazo. Al verme me hizo señas, dejó al niño en el fondo del baúl y me llamó.

      No me costó nada pasarlos a mi Zodiac y amarrar su ingenio flotante con un cabo a remolque. Aquella joven hablaba en griego, pero con un acento y unas palabras que me resultaban extraños. Pudimos, sin embargo, entendernos, yo con mi griego nativo y ella con su peculiar lenguaje helénico. Me dijo que se llamaba Dánae, y que ella y su hijo llevaban unos días en aquel baúl y habían agotado los pocos alimentos y el agua con que un ser malvado los había arrojado al Egeo. No quiso decirme de donde venía pero se alegro de saber que podría llevarla a una isla en la que ella y su hijo podrían encontrar cobijo.

      Como la niebla no se levantaba, tomé mi GPS, con el que regresar a Livadi sería tan sencillo como atravesar la cubierta de mi barquito para alcanzar el muelle. En cuanto lo puse en marcha inició la búsqueda de satélites geoestacionarios. En un par de minutos tendría señalado el camino de regreso. Pero pasaron cinco minutos y, finalmente, el aparatito me indicó que no había señal disponible de ningún satélite. No podía creerlo: ¡el GPS había escogido aquel día para averiarse!

      Como llevo muchos años moviéndome por esa aguas decidí dirigirme algo hacia el sur, para tratar de rodear el par de cabos que me separaban del puerto natural de la isla. Y apenas llevaba un par de minutos de lenta navegación cuando la niebla comenzó a disiparse.

      Muy pronto vi lo que, en principio, me pareció que era el gran puerto natural de Sérifos, pues las rocosas costas a ambos lados me resultaron familiares. Giré levemente el motor para dirigirme hacia los muelles y al hacerlo vi, con asombro, que acabábamos de llegar a un lugar distinto. Tal vez había ido más hacia el sur de lo que creía y estaba abordando Sifnos. Y es que, aunque aquellas colinas al fondo y el ancho brazo de mar me recordaban mucho a Sérifos, allí no estaba el pueblo portuario de Livadi, ni se veían los pequeños barcos de pesca, ni mi yate ni el catamarán. El muelle, de unos doscientos metros, no acogía más que a un par de viejas embarcaciones que parecían piezas de un museo. Salté a tierra y tras amarrar la Zodiac y el baúl a unos curiosos pilones de piedra, ayude a bajar a la joven y a su hijo.

      Mientras lo hacía vi un hombrecillo de mediana edad que se acercaba. Iba vestido con una sencilla túnica y calzado con unas sandalias, y se apoyaba en un grueso bastón.

      —Kalimera. — Le dije — Buen hombre, ¿podría usted decirnos donde estamos? He recogido cerca de aquí, perdida en el mar, a esta mujer y desearía llevarla a una autoridad local para que pudiesen ayudarla y darles refugio a ella y a su hijo.

      — ¡Hablas un extraño idioma, forastero! — me contestó el hombrecillo, en una lengua que me resultó tan extraña como la de la joven — Estáis en la isla de Sérifos. Y yo soy Dictis, pastor y pescador. Mi hermano es el rey de esta isla y estoy seguro que os ayudará de buen grado.

      Pensé que el buen hombre bromeaba, pero cuando algún tiempo más tarde alcanzábamos una pequeña fortaleza, vi en una de su gruesas paredes de piedra, escrita la palabra Sérifos.

      La verdad, no me quise quedar más rato para aclarar el dilema. La joven Dánae y su hijo entraron en la fortaleza tras agradecerme ella, con lágrimas en los ojos, que les hubiese rescatado de una cruel muerte sobre las aguas del mar. Les vi entrar a los tres en la pequeña ciudadela, y Perseo, el niño, iba tomando de la mano a Dictis, con el que por lo visto había hecho muy buenas migas. Y yo regresé al muelle, decidido a tratar de hallar el camino de vuelta hasta el puerto de Sérifos. Pensé que navegando hacia el norte no tardaría en alcanzar la amplia rada de Livadi.

      Cuando llevaba navegando una media hora y estaba poniendo rumbo hacia el nornoroeste, cayó de nuevo un espeso banco de niebla. Giré el mando del motor hasta ponerlo casi al ralentí y me preparé para navegar sin pausa pero sin prisa, en la dirección que me parecía más adecuada.

      Pensé que tal vez la avería del GPS fuese algo transitorio y probé de accionarlo otra vez. De inmediato apareció la señal circular rotatoria y el mensaje de búsqueda de satélites. Un minuto, dos minutos... De súbito, coincidiendo con la brusca desaparición de la niebla, apareció el mapa y el indicador de mi posición. Curiosamente señalaba que estaba más cerca de Sérifos de lo que pensaba, de modo que apenas en tres cuartos de hora tuve la pequeña motora amarrada a la popa del yate.

 

 

      Agotado anoche por todo aquello que me había ocurrido, y al haberse tirado la tarde encima, no acudí a la iglesita del pater Georgios. Pero sí lo he hecho hoy. Y durante la cena le he contado al buen pope mi pequeña aventura pesquera. Al principio pensé que no me creía. Pero poco a poco ha ido poniendo más interés. Finalmente, cuando he acabado mi perorata, ha tomado su vaso de retsina y me ha alcanzado el mío, para brindar, y emocionado me ha dicho lo siguiente:

     —Amigo mío, por algún extraño designio de Zeus, con la complicidad sin duda de Poseidón, usted ha viajado al pasado y ha ayudado a salvar a Dánae. Y a su hijo Perseo. Acrisio, en un acto indigno de un padre y un abuelo, los había arrojado a una muerte segura en aguas del Egeo.