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romi
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El caballo blanco del río Darro

27 de Marzo de 2012 a las 21:46

Bubok

El caballo blanco de río Darro

 

Era una de las personas más importantes en la Alhambra. No tanto como el rey, pero en el fondo, mucho más. Porque el ostentaba el cargo de Secretario General. Por eso muchos trabajaban a sus órdenes, las cuentas y el dinero pasaban por sus manos, las obras y arreglos de los palacios, lo que se le pagaba a los empleados y soldados y hasta las órdenes que el rey daba. Todos decían que era un hombre serio, inteligente, bastante soberbio y muy rico. Por eso muchos allí en la Alhambra, por el barrio del Albaicín y riberas del río Darro, decían:

- Es lo de siempre, todo el que maneja dinero de los de constituyentes, al final acaba llenándose los bolsillos.

- Y eso es cierto porque si no ¿decidme vosotros de dónde ha sacado para costearse el palacio que tiene junto al río?

 

           Se referían ellos a un fantástico y bellísimo palacio, junto al río Darro, entre las casas del Albaicín y lo que hoy se conoce con el nombre de Sacromonte. Todo de piedra tallada, con vigas y artesonados de madera, columnas y escaleras de mármol blanco rematadas con mármol verde y negro y jarrones y cuadros de vidrio y hermosa cerámica. También este palacio tenía un buen trozo de tierra a su alrededor, sembrado de tupidos jardines y con muchos árboles frutales y de flores. Los granados, cipreses y ciruelos eran los árboles que más se le gustaban a este secrietario General. También le gustaban mucho las fuentes de agua clara entre los jardines de su palacio, la grandiosa vista que desde todas las ventanas de su palacio, tenía hacia la Alhambra valle del río Darro y de Granada. Por eso cuando estaba con sus amigos, también ricos e importantes como él, los invitaba a pasear por los jardines y siempre les preguntaba:

- ¿Decidme vosotros si por algún sitio y a lo largo de vuestra vida, habéis visto alguna vez un palacio tan bello como éste mío?

- Nunca lo hemos visto.

- Y además, aunque está hecho con el lujo más grande y el gusto más exquisito, no me ha costado ni un duro.

Y sus amigos le preguntaban:

- ¿Y cómo lo has conseguido?

 

          El hombre importante, dándoselas de astuto y sabio, seguía diciendo sus amigos:

- Aquí entre nosotros y en confianza os digo que todo este palacio ha salido del sudor de gente pobre y humilde. De los impuestos que cada año les cobramos y de la opresión que ejercemos sobre ellos.

- Es que los pobres, los incultos y miserables, siempre han sido una gran fuente de riqueza pero no para ellos mismo. No hay nada mejor que mantenerlos a raya, doblegarlos y cobrarles impuestos para sí manejarlos a nuestro antojo.

         

          Por el lado de arriba de su palacio, siguiendo el curso del río Darro y en las laderas del Sacromonte, una familia muy humilde, vivía en una cueva. Dos hijas tenían y el padre, todavía joven, fue llamado un día por el rey. Al saber la noticia, de rápido lo comentó con la mujer y ésta le preguntó:

- ¿Para qué te llamará?

- No lo sé.

- ¿Acaso el rey o los de la Alhambra tienen de nosotros alguna deuda que cobrar?

- Nosotros no tenemos ni animales ni riquezas. Por eso, aunque el rey quiera, por nada puede cobrarnos impuestos. Nada le debemos.

- Entonces ¿para qué que te llamará?

- En cuanto mañana suba a la Alhambra y me lo digan, lo sabremos.

 

          Y en la Alhambra, en uno de los recintos militares, le dijeron:

- Es cierto que nada debes al rey pero te necesitamos.

- ¿Quién me necesita y para qué?

- Te necesita el sultán de Granada para luchar en la guerra que sostiene con los que quieren echarnos de este reino.

- Pero yo tengo mujer y dos hijas. Si me llevan a la guerra ¿quién va a cuidar de ellas?

- Las cosas son así y nosotros cumplimos órdenes.

Y muy apenado y triste el hombre de la cueva preguntó:

- ¿Y si me sublevó contra la orden del rey?

- Ni se te ocurra porque entonces, serás apresado y ejecutado y de este modo nadie que tu familia saldrá ganando.

- Pues decirme entonces ¿cuándo tengo que presentarme para ir a la guerra?

- Ahora mismo ya te necesitamos pero vuelve a tu casa, despídete de tu familia y te presentas aquí mañana por la mañana al salir el sol.

 

          Volvió a su casa, comentó a su familia lo que le habían dicho y a aquella noche nadie durmió en la pequeña cueva. La madre lloraba de vez en cuando y las hijas se abrazaban a ellas preguntando:

- ¿Y cuándo volverá nuestro padre?

- Quizá vuelvo pronto o quizá no vuelva nunca.

- Y sin él, contigo enferma y nosotras tan pequeñas ¿cómo podremos seguir viviendo?

Preguntaba la hija mayor. Nada respondió la madre y sí el padre, al salir el sol al día siguiente, se presentó todo en el los recintos de la Alhambra.

 

          Junto a su bonito palacio, también este hombre importante, tenía un trozo de tierra. Por las orillas del río Darro, más o menos a la altura de la fuente del avellano y no lejos de muchos huertecillos de personas pobres del barrio del Albaicín. Y en este trozo de tierra, había construido un cobertizo donde cuidaba y protegía un bonito caballo blanco. Porque a él, también una de las cosas que le gustaba mucho eran los caballos. Para ir a las montañas de caza con sus amigos o simplemente su para subirse en ellos y darse paseos por Alhambra o calles de la ciudad. Se decía: “De este modo, las personas se fijarán en mí y al verme en esta magnífico caballo blanco, se impresionarán y me temerán más. A los pobres, para sacarles hasta la última gota de sangre, siempre hay que tenerlos asustados. Y este caballo mío, tan blanco, tan robusto y con estas crines y cola tan bonita, a los pobres les debe impresionar mucho”.

 

          Este era el motivo principal por lo que el hombre “importante”, mostraba tanto interés por su caballo. De aquí que todos los días, de los trozos de pan que sobraba en las mesas de los reyes, un criado recogiera varias cestas. Le había dado órdenes para que guardara estos trozos de pan y cuando tuviera un par de sacos, los cargara en su borriquillo y se los llevara al cobertizo donde guardaba su caballo blanco. También le había dicho a este hombre:

- Pero a ti que no se te ocurra darle ni un solo trozo de este pan a mi caballo. De eso me encargo yo, que para eso soy su dueño y hago lo que me gusta.

- Usted descuide, señor. Yo siempre haré exactamente aquello que me ordene.

- Así me gusta.

Y el pobre criado, cuando recogía de las mesas estos trozos de pan, cuando los guardaba en los sacos y cuando los transportaba en su borriquillo, constantemente se decía: “¡Con la cantidad de personas que pasan hambre y hasta se mueren y que éste pan tan bueno sirva de alimento a un caballo…! Le entraban ganas de, a escondidas, coger algunos de aquellos mendrugos y comérselos porque él también pasaba mucha hambre. También en ocasiones y siempre a escondidas, se sentía tentado a esconder algunos de aquellos trozos de pan para luego llevárselos a sus hijos pero nunca llevó a cabo esta acción. Sabía que si lo descubría el hombre “importante” no solo se quedaría sin su trabajo si no que podría costarle la vida.

 

          Pero un día, cuando el criado del borriquillo dejó su carga en el cobertizo del caballo blanco, el hombre “importante”, enseguida se acercó. Miró los sacos de mendrugos, los vació y contó cada uno de los trozos. Se dijo: “De este criado mío así como de otros muchos, no me fío ni un pelo. Todos ponen caras de santos cuando están en mi presencia pero luego por detrás, traicionan, engañan y hasta roban”. Por eso anotó bien el número de trozos de pan que había en los sacos y luego se fue, diciéndole a su caballo: “Al caer la tarde volveré por aquí y te daré de comer todo lo que quieras. Sé que te gusta este pan duro porque para ti también es comida de reyes”. Y volvió al caer la tarde. Justo cuando ya se ponía el sol y lo primero que hizo fue, en cuanto llegó al cobertizo, fue sacar otra vez los trozos de pan y contarlos. Y para su asombro, comprobó que le faltaban diez mendrugos. Se dijo: “¡Maldito criado! Como me imaginaba, me está robando. Va a saber lo que es bueno en cuanto lo coja con las manos en la masa.

 

          Le dio de comer a su caballo y al día siguiente, esperó a que el criado llegara con su borriquillo. No le dijo nada pero en cuanto dejó la carga y se fue, se puso a contar los trozos de pan. Lo anotó bien todo en un papel y luego, en lugar de regresar a su palacio, buscó un rincón oculto y allí se agazapó. Se dijo: “Quiero cogerlo con las manos en la masa para así poder acusarlo y que de ningún modo pueda defenderse. Estos malditos, todos lloran como unos cobardes en cuanto se sienten descubiertos y eso es lo que quiero yo: verlo llorar implorando de rodillas a mis pies”. Esperó paciente toda la tarde y cuando ya caía el sol, sintió el ruido de personas. De nuevo se dijo: “Ya está aquí. Voy a esperar un momento para cogerlo como tengo pensado”.

 

          Esperó un momento, sin dejar de mirar y cuando ya creía que el criado estaba cogiendo los mendrugos de pan, salió de su escondite, se acercó de prisa por detrás y a dos pasos del ladrón, se paró y dijo:

- ¡Ya te tengo!

La muchacha dio un fuerte grito, se volvió para atrás y se agarró al hermano mientras decía:

- No estamos robando.

Y el hombre “importante”, a ver cara a cara la figura de la muchacha y la del niño, se quedó de piedra. Sin aliento y sin saber qué decir. No tuvo que preguntar nada porque ella enseguida dijo al hombre:

- No tengo padre porque se lo han llevado a la guerra, mi madre está enferma y mi hermano y yo nos morimos de hambre. Solo he cogido unos mendrugos para comérnoslo esta noche y así vivir un poco más.

- ¿Dónde vives?

- En la vieja cueva que hay al otro lado del río, frente a la Alhambra.

- ¿Y no sabes que robar es un delito?

- Eso es lo que me ha dicho mi madre. Pero yo pienso que por coger unos mendrugos de pan duro para no morirse de hambre, no puede ser ningún delito.

- Con este pan es con lo que yo alimento a mi caballo. Tú, tu hermano y tu madre, a mí no me importáis nada.

 

          Y el hombre “importante”, después de echar un largo discurso sobre ladrones, personas pobres y ricos, dijo a la muchacha:

- Por esta vez, os voy a perdonar vuestro robo. Pero no aparezcas más por aquí porque de lo contrario acabaréis todos en el calabozo.

- ¿Y no le da pena a usted mi madre enferma y este pobre hermano mío?

- Ninguna pena. Mi hermoso caballo blanco es lo que de verdad me importa.

 

          Y dicen que unos días más tarde, a la madre con sus dos niños, se los encontraron muertos en su pobre cueva. Los vecinos los enterraron en la ladera, no lejos del río y el hombre “importante”, al enterarse, dijo:

- Tres ladrones menos en este mundo y más pan para mi caballo.