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oterocouto
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Fecha de ingreso: 1 de Febrero de 2012

LXXXIII edición relatos - Relatos sobre LA CODICIA

22 de Mayo de 2012 a las 9:39

 

Aquí el hilo para los relatos sobre la codicia, en cualquiera de las acepciones del término:

 

CODICIA

(Del lat. *cupiditĭa, de cupidĭtas, -ātis).

1. f. Afán excesivo de riquezas.

2. f. Deseo vehemente de algunas cosas buenas.

3. f. Taurom. Cualidad del toro de perseguir con vehemencia y tratar de coger el bulto o engaño que se le presenta.

4. f. ant. Apetito sensual.


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concursoderelatos
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  • 25 de Mayo de 2012 a las 18:32
La ratita que quiso presumir


Ratita, como cada mañana, salió a la puerta de su casa, escoba en mano, para barrer la acera. Y como cada día, pasó el ratón que la saludó con la simpatía habitual con que solía hacerlo.
—Buenos días, Ratita. Hermosa mañana, ¿no es cierto?
—Realmente agradable, señor Ratón —respondió con una gran sonrisa.
También pasó el gato y, como tenía por costumbre, se llevó la mano al ala de su sombrero para descubrirse ante ella.
—Le deseo un buen día, Ratita.
—Igualmente, señor Gato. —Ratita lo miró sin dejar de barrer.
A continuación  apareció el perro que, con su habitual descaro, se dirigió a Ratita en los siguientes términos:
—Ay Ratita… quién fuera escoba para ser agarrado con tanta gracia.
Ratita, sonrojada, empezó a reír sin levantar la vista del suelo.
Finalmente, hizo acto de presencia el carruaje en el que solía trasladarse el león. Aminoró el paso cuando llegó a la altura de Ratita y una cabeza adornada por una fabulosa melena asomó por una de las ventanillas.
—Señorita…
—Señor León…
Ratita continuó barriendo y se entretuvo con sus pensamientos. Eran buenos mozos los  que venían a saludarla cada mañana, mas no parecía que ninguno se terminara de decidir a dar un paso más. Cierto que el señor Perro era algo más lanzado, pero nunca parecía hablar en serio, más bien parecía que quisiera divertirse viendo como conseguía ruborizarla. La verdad es que ella tampoco sabría decir si bebía los vientos por alguno de ellos, los cuatro le resultaban agradables, cada uno a su manera, y con los cuatro podía imaginarse disfrutando de una vida hogareña.
Y en ésas estaba cuando su escoba se deslizó sobre algo redondo y reluciente.
—¡Una moneda de oro!
Ratita recogió el tesoro del suelo y se felicitó por su buena suerte. Sin duda era una ratita afortunada.
Enseguida empezó a discurrir en qué podría gastar esa moneda. Había visto un magnífico lazo en la tienda de doña Cochinilla, le había gustado mucho, incluso se lo había probado y se había descubierto hermosa en el espejo. Ahora podría comprarlo. Sin darle más vueltas se dirigió a la tienda.
Antes de entrar se detuvo a mirar el escaparate. Allí estaba el lazo deseado, pero también vio algo en lo que no había reparado antes. El lazo estaba en la cabeza de un maniquí que llevaba puesto un bonito vestido con el que la cinta hacía juego.
—¡Vaya! Ese vestido sí que es bonito, pero no me alcanza con la moneda para comprarlo. Con él puesto seguro que el señor Ratón no dudaría en declararme su amor. Y nos casaríamos y tendríamos muchos hijos. Seríamos felices.
»Si pudiera comprarlo…  He encontrado una moneda, ¿por qué no habría de encontrar otra? Haré lo siguiente: barreré por la mañana y por la tarde. No pasará mucho tiempo antes de que encuentre otra. Sí, guardaré ésta y cuando tenga dos vendré a por el vestido.
Y así lo hizo. Ratita salía dos veces cada día a barrer su puerta. Ni que decir tiene que los paseantes habituales de la mañana no tardaron en aparecer también por la tarde. Ratita estaba deseando encontrar otra moneda para que el señor Ratón le declarara su amor. Pasaron muchos días y finalmente la suerte volvió a sonreír a nuestra roedora.
Se encaminó feliz hacia la tienda de doña Cochinilla y, antes de entrar a hacer su compra, se deleitó ante el escaparate admirando su futura adquisición. ¡Qué guapa estaría con ese vestido! Aunque…  aquel otro que llevaba puesto el otro maniquí… parecía mucho más bonito, ¿cómo no se había fijado en él antes? Con ese vestido no sólo enamoraría al señor Ratón, el señor Gato también fijaría sus ojos en ella y suspiraría por su amor. Si consiguiera enamorar a los dos podría elegir al mejor.
—Pero no me alcanza con las dos monedas. Y he tardado tanto en encontrar la segunda… ¡Ya sé lo que haré! No sólo barreré mi puerta, sino toda la calle, así será más fácil que encuentre otra moneda.
Los días pasaban y Ratita barría dos veces cada día toda su  calle. Los caballeros que solían saludarla seguían pasando a su lado, pero Ratita estaba tan ensimismada mirando al suelo para encontrar una nueva moneda que, algunas veces, no se percataba de su presencia y no les devolvía el saludo. Por fin, una tarde, el trabajo dio su fruto y la ansiada moneda apareció reluciente en el suelo. Ratita corrió contenta hacia la tienda y entró decidida a comprar su vestido.
Estaba frente al espejo, asegurándose de que la prenda le quedaba bien, cuando en el reflejo vio que, tras ella, había otros muchos vestidos colgados en sus perchas. Fue a mirarlos con curiosidad.
—Éstos son mucho más bonitos. Con éste —dijo agarrando uno de ellos— el señor Perro no dudaría en pedir mi mano. Y con este otro… ¡hasta el señor León querría casarse conmigo! Si tuviera este vestido podría escoger marido.
—¿Te gusta ése? —preguntó doña Cochinilla interrumpiendo sus pensamientos—. Tienes buen gusto, pero ese vestido es muy caro, necesitarías veinte monedas para poder comprarlo.
Ratita hizo cuentas rápidamente, si comía un poco menos podría ahorrar algo y… además podía barrer más calles, ¡todas las calles!      
En los días que siguieron era difícil ver a Ratita sin una escoba en la mano. Se levantaba muy temprano y recorría todas las calles, una vez por la mañana y otra por la tarde, barriendo concienzudamente. Sus supuestos admiradores ya no hacían por verla, pues no era necesario, sabían que más tarde o más temprano aparecería en las puertas de sus casas escudriñando el suelo meticulosamente. Ya ni siquiera la saludaban, pues Ratita sólo tenía sentidos para buscar las monedas que pudiera haber en el suelo.  Como trabajaba más y comía menos, Ratita cada día estaba más delgada y su aspecto llegó a ser enfermizo. Y su vieja ropa se estaba ajando, pero no quiso gastar nada en comprar un humilde sayo.
—Tengo que ahorrar para comprar el vestido que necesito. Remendaré éste, el hilo me costará poco.
Y después de muchos meses, Ratita al fin consiguió las monedas necesarias para comprar el vestido que quería. Iba a ir a comprarlo, pero cuando terminó de contar el dinero en su casa se dijo:
—Todo este esfuerzo y sacrificio para comprar un vestido que sólo me servirá para… ¿para qué?, ¿para enamorar a unos individuos que sólo se casarían conmigo porque tengo un vestido bonito? Si ya ni siquiera me saludan… ¿Por qué no me pidieron en matrimonio cuando barría mi puerta? ¿No era suficientemente buena para ellos? ¿Qué se han creído?
Y los odió. Los odió con toda su alma. Y no sólo al ratón, al gato, al perro y al león. Odió a todos los varones, incluso al minúsculo mosquito.
—¿Es que yo no valgo nada sin un bonito vestido? ¿Ni siquiera para ese insignificante mosquito que nunca me dirigió la palabra?
Y su odio creció tanto que también aborreció a las hembras.
—Como esa tonta de doña Mariposa. Se cree mejor que yo porque la naturaleza la hizo más hermosa, ¿cree que su belleza durará  para siempre? No, con el tiempo envejecerá y su hermosura no será más que un lejano recuerdo. Y como a ella les sucederá a todas. Pero para entonces mis monedas seguirán aquí, y no sólo éstas, habrá muchas más y podré comprar todos los vestidos que quiera. Ellos caerán a mis pies rendidos de amor y ellas morirán de envidia. Y será entonces cuando no les quede más remedio que admitir que Ratita vale más que todos ellos juntos. Y yo les mostraré mis desprecio, el mismo con el que me han tratado desde siempre.
Desde que así pensó, Ratita se pasaba todo el día barriendo sin tomarse un descanso, cuando acababa en la última calle retomaba su tarea desde la primera. Ya no gastaba nada en comida, se alimentaba con los desperdicios que encontraba mientras barría.
—Así ahorro más —se decía.
Y tampoco remendaba su viejo vestido porque el gasto en hilo le parecía innecesario.
—Siempre hay trapos viejos en los basureros que puedo aprovechar.
Su delgadez ya era extrema y  su aspecto cada día más horrible. Sus ojos estaban enrojecidos. Apenas dormía porque le dio por pensar que tal vez alguien barría de noche para que ella no pudiera encontrar sus tesoros durante el día y, para evitarlo, también salía con su escoba en la oscuridad hasta que, vencida por el cansancio, se acurrucaba en algún rincón para dar una cabezadita. El ratón, el gato, el perro y el león evitaban a toda costa encontrarse con ella, y no sólo ellos, nadie quería estar demasiado cerca de Ratita porque se había vuelto recelosa y pensaba que todos querían arrebatarle sus monedas.
Y así transcurrieron semanas,  meses y  años. Nadie prestaba atención a la que ya llamaban “la loca de la escoba” y nadie la echó de menos cuando dejaron de verla; hasta que un día, alarmados por el mal olor, entraron en su casa y la encontraron muerta, sentada a la mesa, con un una gran cantidad de monedas cuidadosamente ordenadas en montoncitos y un catálogo de vestidos abierto por el centro.

concursoderelatos
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  • 28 de Mayo de 2012 a las 12:38
Leyendas de taberna

—Habrá que ir espabilando—dijo el joven marinero tras dejar seca la botella de ron. 
—Sí, tienes razón—murmuró su compañero, aunque no hizo ningún ademán por levantarse. Miró a su alrededor, a los tripulantes de los barcos que había en el puerto y, que como ellos, se gastaban su parte del botín en ron y mujeres. 
—Tendríamos que ir pasando si no queremos que el capitán descargue su furia en nosotros—dijo Juan, desperezándose. 
—Ahora vamos—le respondió Pedro apodado el Sucio, sin dejar de contemplar cómo una regordeta mujer se divertía con las caricias y los besos que le prodigaba un ardiente marinero—. Pero antes podríamos pedir otra botella, ¿no?   
—Sabes que no nos conviene enfadarlo—le recordó Juan, aunque hizo una seña al tabernero para que remplazara la botella vacía por una de llena—. Mañana levamos ancla y no quiere borrachos en el barco; por lo menos no en esta ocasión. 
—¡A la mierda el capitán y su maldito tesoro!
—¡Chissstt!—Juan, alarmado, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los había escuchado—. ¿Estás loco o qué?
—Claro que no estoy loco, pero en este tugurio nadie está pendiente de nosotros. 
—¡Baja la voz!—susurró Juan, y volvió a mirar a todos los marineros que tenía cerca. 
—¡La botella!—dijo una potente voz mientras la dejaba con cierta brusquedad en la mesa. 
—Tranquilo—repuso Pedro el Sucio—. Nadie sabe que vamos tras el tesoro de Christopher Black…
—¿Nadie?—dijo el tabernero enarcando una ceja.
Juan y Pedro levantaron su mirada para escrutar al tabernero. Era un hombre recio, curtido por el sol. Tapaba su calva cabeza con un pañuelo negro y su ojo derecho con un parche. Su larga y enmarañada barba rubicunda le caía hasta el pecho y varios pendientes de oro cubrían sus orejas. 
—Te aconsejo, amigo, que olvides lo que acabas de escuchar—le amenazó Juan al mismo tiempo que le enseñaba el cuchillo que acababa de sacarse del fajín. 
—Y yo, amigo, te aconsejo que guardes eso ahora mismo—repuso el tabernero con fiereza—. En mi taberna nadie me amenaza y mucho menos un desdichado como tú. —Los miró, medio sonrió y se sentó al lado de Pedro el Sucio—. De todas maneras, creo que he escuchado que ibais tras el tesoro de Christopher Black, el pirata más sanguinario que ha navegado por estos mares. 
—Y yo creo que has oído mal, amigo—repuso Pedro de malos modos. 
—Puede que sí, puede que no…
—Se puede saber, ¿qué quieres?—le preguntó Juan con desconfianza. 
—¿Qué, que quiero? —El tabernero meditó su respuesta unos segundos antes de darla—: Sobretodo conservar la piel y, si puede ser, encima de mis huesos.
—Entonces, lárgate y deja que bebamos en paz—murmuró Juan, irritado, bebiendo un gran sorbo de ron. 
—Perfecto. —El tabernero hizo ademán de levantarse, pero volvió a sentarse—. No, mejor no. 
—No me obligues a enseñarte a mi compañera—murmuró Pedro el Sucio clavando su cuchillo en las costillas del tabernero.
—Guarda eso, amigo, lo único que quiero es explicaros una pequeña historia…
—¿Una historia?—bufó Juan.
—Una historia no, la historia de Christopher Black—escrutó los rostros de los dos hombres y sonrió antes de continuar—: Veo que no os dice mucho su nombre, que no os inspira mucho temor; pero puedo aseguraros que nunca, ningún hombre ha causado tanto temor como el que antes provocaba la sola mención de su nombre.   
—De eso ya hace unos cuantos años…—lo atajó Juan.
—¡No me interrumpas!—escupió el tabernero con expresión ceñuda, y esperó unos segundos antes de continuar—: La última noche que Black pasó en tierra lo hizo aquí, en esta taberna. Se sentó en esa mesa…—Y señaló un oscuro rincón del fondo de la taberna donde recayeron las miradas de Juan y Pedro—. Recuerdo perfectamente que estaba más serio y pensativo de lo normal. Esa noche no tomó ni un solo sorbo de ron, lo único que hacía era mirar a sus hombres, cómo éstos se divertían con las mujeres y cómo gastaban su recién ganado botín. Cuando abandonó la taberna lo hizo por la puerta de atrás, procurando que nadie lo viera.
“Al día siguiente su barco alzó anclas y, días después, como todo el mundo sabe, hizo lo impensable: atacó a dos barcos cristianos que habían zarpado de Nombre de Dios (Panamá) cargados con un inmenso botín. Lo que nadie sabe es cómo consiguió que su barco, cargado como iba con el tesoro de esos dos navíos, llegara a la isla dónde pretendía esconder esa gran fortuna… 
—Amigo, no nos estás diciendo nada nuevo—se quejó Juan—. Todo el mundo sabe que llegó a esa misteriosa isla, que engañó a sus hombres para que bajaran el tesoro del barco y que después los mató y explotó el barco para que nadie pudiera encontrar…
—Tienes razón, de momento no os he dicho nada nuevo; pero estoy seguro de que no conocéis cómo mató a su tripulación. —Los miró y, tras unos segundos de silencio, añadió—: Esa noche, después que sus hombres hubieran llevado el tesoro a la playa, celebró una fiesta en la isla; y para ello, bajó del barco todos los barriles de ron que encontró. Sin embargo por la mañana nadie despertó; los había envenenado. —Se levantó y, antes de darles la espalda, les dijo—: Nadie en su sano juicio se internaría en esa isla, donde lo primero que se encontrarían serían los huesos de esos marineros… 
—¿No me dirás, amigo, que le temes a unos simples huesos?—repuso Juan con ironía. 
—¡No hay que subestimar lo que uno desconoce!—exclamó el tabernero. 
 —Nada va a impedir que vayamos a esa maldita isla y que encontremos ese tesoro—dijo Pedro el Sucio que, un poco tambaleante a causa del ron, también se había levantado. 
—Yo me lo pensaría dos veces antes de poner un solo pie en esa isla; pues si no salen los muertos a recibiros, puede ser algo mucho peor. 
—Nada, amigo, no insistas. Cuando regresemos cargados hasta los topes, ya vendremos a gastar nuestra parte del botín aquí—repuso Juan con una gran sonrisa. Le dio un pequeño golpe en el hombro a Pedro y le dijo—: Vamos, el capitán ya debe estar nervioso, dentro de unas horas zarpamos y aún tenemos mucho que hacer.  
—Entonces, espero que regreséis pronto… —El tabernero los vio darle la espalda y abrirse camino hasta la puerta de la taberna, pero justo cuando iban a abrirla, dijo—: Acaso, ¿he mencionado que Christopher Black hubiera muerto?— lastima, lo hizo en un tono tan bajo que nadie lo oyó—. ¿Cómo, sino, creéis que alguien conoce esa historia?
concursoderelatos
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  • 30 de Mayo de 2012 a las 10:33

AMELIA

Cuando padre y madre vivían, siempre nos habían dicho que debíamos repartir entre ambos la casa, las tierras y el dinero y que no estaría bien que discutiéramos. Por eso cuando ambos murieron, mi hermano y yo decidimos seguir viviendo juntos en la que había sido la casa de nuestros abuelos.

Nos llevábamos bien y tal como haríamos con la casa y las tierras en su momento, repartimos los trabajos de la hacienda sin discutir ninguna cosa. A él le gustaba madrugar y trabajar la tierra y yo prefería quedarme en el establo y cuidar los animales, reparar cercas y goteras y hacer recados en el pueblo. Pero fue él quien, un día, bajó allí y trajo a Amelia. Primero de vez en cuando para que se familiarizara con el lugar y viera si podría gustarle vivir allí y luego cuando se casaron.

Yo estaba asustado, no me hizo gracia que llegara una intrusa y compartiera nuestras manías y modo de vivir. Seguro que iba a cambiarlo todo y acabaría fastidiándome. Pero resultó que no, que Amelia era una mujer tranquila, concentrada en sí misma, siempre sonriente y trabajando sin parar. Parecía muy dulce y servicial y mi hermano cambió totalmente; reía a menudo, incluso cantaba mientras pasaba el tractor y siempre andaba lavándose y presumiendo para agradarle a ella. Incluso yo me sentía extraño, como más feliz. También quería estar más presentable y cuidaba mis uñas y mi pelo, cambiaba de ropa a diario y me preocupaba de que el baño quedara limpio cuando salía.

Amelia cocinaba muy bien y tenía la casa limpia  y ordenada. Organizó el piso alto para que fuera como una especie de casa para mí, con un dormitorio y algo así como una sala. Si yo lo quería podía retirarme a aquel sitio y disfrutar de independencia. Pero a mí me gustaba mirarla, sobre todo cuando en invierno nos sentábamos en la cocina y ella preparaba la cena o cosía o leía. Yo prefería mirarle a ella más que ver la televisión. Mi hermano se acomodaba en la butaca y disfrutaba viendo partidos o tertulias, pero yo observaba cómo ella ladeaba la cabeza de aquella forma tan peculiar o cómo retiraba aquél mechón de pelo que continuamente le tapaba un ojo.

A veces olía el jersey que colgaba de la percha, detrás de la puerta. Lo dejaba allí para poder usarlo si salía al pequeño jardín que cuidaba. Olía a limón y menta. Toda ella tenía un aroma fresco y la piel le brillaba de tanto frotarla. Empecé a fijarme en ella cuando se puso morena de trabajar al aire libre en el huerto. Parecía acharolada y turgente. A veces la ropa se pegaba a su cuerpo, por el sudor y yo podía ver sus pechos firmes y sus pezones duros, destacando bajo la tela fina de su bata de trabajo. No podía apartar los ojos. En alguna ocasión mi hermano me pilló mirándola pero ni el me dijo nunca nada, ni yo le comenté nada a él. Durante unos días tenía cuidado con lo que hacía, para no molestarle y luego volvía a mi afán por contemplarla.

Creo que ella acabó dándose cuenta, porque empezó a dejar entreabierta la puerta de su dormitorio y yo a pasar por delante como si fuera a algún sitio y así poder verla sentada delante de su cómoda con aquella ropa fina y transparente, que me hacia imaginar cosas, mientras se peinaba. Una mañana, cuando quise entrar al baño, la encontré metida en la bañera con su cuerpo pálido y hermoso sumergido en el agua jabonosa. Soltó una carcajada cuando vio mi azoramiento e indicó con una mano que me fuera. No había echado el cerrojo al entrar. Había sido un olvido, me dijo luego.

Empecé a soñar con ella, lo hacía a todas horas. Me imaginaba cosas inconfesables, hacía planes como si pudiera contar con su compañía para llevarlos a cabo. La deseaba. La quería para mí. Y a medida que ella me tentaba más y más , yo iba perdiendo la cabeza. Mi hermano empezó a ir al pueblo una vez a la semana. Habían venido los de Comisiones Agrarias y le habían aconsejado acudir a unos cursos, que iban a impartir para mejorar el tratamiento de los cultivos y así conseguir mejores cosechas.

Y me volví loco, ella me volvía loco. Caminaba por el campo con el pelo suelto al aire y la falda recogida sobre las rodillas, iba a bañarse desnuda al río cuando hacía mucho calor. Yo la seguía como un perro faldero hasta que un día no pude aguantarme más e intenté apoderarme de lo que era de mi hermano. Me hizo perseguirla. Su risa clara resonaba por los bancales como si cantara un pájaro. Parecía que iba a alcanzarla y desaparecía de mi vista. Cuando por fin dejó que la pillara me dio a probar el sabor de su boca y me dejó saborear el tacto de su piel.

Mi hermano se volvió taciturno, apenas hablaba y ya no se reía a todas horas. Se pasaba el tiempo en el campo y cuando volvía, parecía tan cansado que daba pena. Amelia y yo nos preguntábamos a veces qué le pasaría. Pero estábamos tan ávidos el uno del otro que no pensábamos en que él pudiera darse cuenta de nada.

Aquél día nos habíamos dedicado a comer cerezas, sentados al borde del río. Amelia llevaba puesto solamente un pantaloncito corto, que estaba mojado, porque nos habíamos bañado y aún manteníamos los pies metidos en el agua. Yo ponía una cereza en mi boca y ella la mordisqueaba con sus dientecitos glotones, luego yo bajaba mi lengua, que rezumaba el jugo rosado, por su pecho y lo lamía. Entonces llegó él.

No le habíamos visto; era demasiado pronto para que hubiera vuelto. Estaba allí parado con los brazos en jarras. En sus ojos brillaba una extraña luz, mitad sorpresa, mitad decepción. Amelia corrió a ponerse algo por encima y yo tapé con mis manos la evidencia de mi excitación. No pude hacer otra cosa porque mi hermano se lanzó sobre mí y de un empujón me tiró al suelo. Caí sobre el río con la cara pegada contra el fondo. Una piedra rompió mis dientes y la sangre empezó a extenderse por el agua poco profunda. Yo me ahogaba, el agua se metía por mi nariz y se adentraba por mi garganta. Mi hermano apretaba mi cabeza cada vez más fuerte hasta que, de pronto, aflojó la presión y cuando ya creí que me ahogaba, pude sacarla de golpe, aspirando el aire alocadamente.

Entonces me di cuenta. El estaba tumbado sobre la hierba mirando al cielo y de su cabeza brotaba un hilo de sangre que se fue extendiendo poco a poco. No respiraba. Levanté la vista y vi a Amelia mirarnos aterrorizada, en su mano derecha aún tenía sujeta la piedra con la que le había golpeado en la cabeza. Cuando vio mi mirada, la soltó dando un grito y salió corriendo hacia la casa.

Me declaré culpable, cuando vino la policía. No sé por qué lo hice. Quizá porque la quería, o tal vez porque me sentía realmente culpable. Aunque creo que ella me convenció, llorando, de que no podría soportar la cárcel. No ha sido mucho tiempo, dijeron que había sido defensa propia. Ahora no sé dónde ir. Ella ha heredado la mitad de la casa, de las tierras y el dinero. Podría reclamar mi parte, tal vez lo haga. Pero no ahora. Prefiero no verla, porque si lo hago temo que volvería a desearla.

concursoderelatos
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  • 31 de Mayo de 2012 a las 20:11

Por un puñado de dólares...

          Tomó el balón con ambas manos. Algunos pensaron que lo acariciaba, pero en realidad quería estar seguro de que estuviese bien hinchado y tenso. Pensaba golpearlo con energía y no quería fallar. Finalmente lo colocó sobre el césped del estadio.

          Situado unos tres metros por detrás del balón, miró hacia la portería. Suele decirse que,  en estas circunstancias el marco formado por el larguero y los dos postes parece muy pequeño y que el guardameta parece agigantarse. ¡Tonterías! La verdad era que los más de siete metros de ancho de la portería se veían perfectamente, y el arquero parecía pequeño bajo aquella línea horizontal situada a más de dos metros del suelo. En cualquier caso, lanzar un penalti nunca es algo sencillo. Pero lanzarlo en aquellas circunstancias era, si cabe, más difícil y comprometido.

          En efecto, si su disparo no entraba o si el portero lograba detenerlo, se acababa el partido, se acababa la final y se acababa la temporada. Si por el contrario marcaba el gol definitivo, aquel voluminoso trofeo que brillaba en lo alto de una peana en el palco presidencial, la Copa del Presidente, pasaría a engrosar la amplia colección de trofeos del club.

          Era consciente de que millones de personas le estaban viendo. Sabía que muchísimos seguidores y aficionados estaban tensos, en silencio, expectantes, ante las pantallas de los televisores. Y ello sin contar los miles que, allí mismo, en el estadio, tenían los ojos puestos en él. Porque la final de la Copa del Presidente era el evento deportivo del año, el que mayor revuelo mediático generaba. La publicidad, los programas especiales dedicados al partido, las apuestas deportivas, los hoteles y los comercios de la ciudad haciendo su particular agosto, hablaban claramente del impacto y la repercusión del partido. Podía decirse que de su habilidad en el lanzamiento dependían la felicidad de medio mundo, y la posible tristeza y el desencanto del otro medio.

         El árbitro indicó a los demás jugadores que se mantuviesen fuera del área y miró hacia el portero. Este indicó con un gesto que estaba listo. Había llegado el momento. Tomó una ligera carrerilla, se dirigió hacia el balón y lo golpeó con fuerza con su pierna derecha.

          El balón salió disparado como un obús, a gran velocidad, y el portero apenas tuvo tiempo de reaccionar. Sólo vio una figura borrosa que se dirigía hacia el lado contrario respecto a su tímido amago de desplazamiento.

¡¡¡¡¡Paaaaammmm!!!!

          El golpe del balón contra el poste lateral derecho de la portería sonó como un pistoletazo. Al momento medio estadio se levantó de su asiento y llenó el aire con sus gritos. Los hinchas, los aficionados, los seguidores del equipo contrario saltaban de alegría, se abrazaban, gritaban y festejaban que el balón, tras golpear la madera, hubiese regresado al terreno de juego, cayendo a pocos metros del lugar donde él, tras chutar, había quedado como petrificado.

          Se arrodilló y echándose hacia delante apoyó la cabeza en ambas manos. Y lloró. Lloró como un crío. ¡Qué cerca había estado! Unos centímetros más hacia la izquierda y su club se hubiese llevado el triunfo. “¡Dios mío! ¡Casi lo marco! ¡Casi entra!”

          Sintió como todos sus compañeros acudían a consolarle y le daban ánimos, algunos le daban golpecitos en la espalda y le decían que había sido un chut magnífico, que sólo la mala suerte había impedido el gol y el triunfo. Y él, en silencio, se fue alejando hacia los vestuarios.

          Todos comprendieron que quisiese retirarse lo antes posible. Alguien le dijo que se tomase un buen trago y mirase de descansar aquella noche. Pero pese a que se sirvió un par de vasos grandes de ron con algo de zumo apenas logró conciliar el sueño. ¿Cómo dormir pensando en lo cerca que había estado de meter aquel gol? El pensar en aquella posibilidad le producía casi una tiritera y un profuso sudor.

          Salió de la cama y se dirigió al baño. Puso a llenar la bañera con agua tibia y se dirigió al estudio. Se sentó frente al monitor del ordenador y desplazó ligeramente el ratón. La pantalla se iluminó bruscamente. Miró el correo electrónico: nada todavía. El último mensaje de aquel misterioso “Afgano” era el que había recibido antes de salir para la concentración previa al partido.

          Una hora después salió del baño y se secó enérgicamente. Eran las cinco de la mañana y la ciudad estaba sumida en un silencio opresivo. Faltaban los gritos y los cánticos callejeros, el claxon de algún vehículo, la música y la algarabía de otras veces. Por el contrario, se respiraba la triste y depresiva sensación de la derrota.

          Se vistió con un chándal y se calzó unas deportivas. Y en pocos minutos el tap tap de sus pies le acompañó mientras corría suavemente por las avenidas del extrarradio. Mientras lo hacía fue tranquilizándose y comenzó a pensar con cierta serenidad. ¿Quién se lo hubiese dicho unos años atrás, cuando subió al primer equipo a mitad de temporada y ganó por primera vez en su historia la liga y la Copa del Presidente en un mismo año? ¿Cómo hubiese siquiera podido imaginarse a si mismo fallando aquel penalti decisivo? A los veintiún años habría jurado que daría su vida por el histórico club de su ciudad. Y ahora, con apenas treinta recién cumplidos les había fallado de aquella manera tan estrepitosa, tan dolorosa, tan sangrante.

          Vio a un grupo de tres hombres. Al principio le parecieron obreros de algún taller próximo que esperaban en la calle para comenzar su jornada. Pero al irse acercando vio que en realidad se trataba de un grupo de parias, sucios y con aspecto de haber pasado una mala noche bebiendo y arrastrándose por algún garito. Se subió la capucha del chándal y aligeró el trote para pasar lo más lejos posible de ellos. Cuando los dejaba atrás le pareció que uno de ellos le llamaba con voz ronca. No hizo caso y de  manera discreta aceleró la marcha para alejarse de ellos.

          Apenas había corrido unos cuantos metros cuando unos de ellos dio un grito y, por lo visto, le lanzó una piedra, pues notó como algo le golpeaba bruscamente por la espalda.

          ¡Caramba con aquellos miserables! Sin ningún disimulo apretó a correr a toda prisa y se alejó por la primera calle a la derecha. Zigzagueó un par de veces hasta que consideró que debía haberse alejado lo suficiente de aquellos tipos y aflojó el paso.

          De súbito le invadió un formidable cansancio. Aquella breve carrera tras la noche de insomnio y con la incipiente resaca del ron, le había sentado fatal. Vio un banco de madera al lado de unos jardines y se sentó en él. Le zumbaban los oídos y le latían las sienes. Cerró los ojos…

          Se despertó bruscamente. Las primeras luces del día asomaban al otro lado del parque, llenando el aire de la ciudad de un desgarrado color como de sangre. Se puso en pie, con agilidad, y advirtió que la fatiga y la resaca habían desaparecido. Se encontraba mejor que nunca.

          Cerca de allí un pequeño bar tenía la puerta abierta. De su interior salía una mortecina luz amarillenta que pintaba de trazos ocres el suelo de la calle frente a la puerta.

          “Me apetece un mate bien cargado”, pensó.

          Entró en el bar y saludo con un discreto “buenos días”. Pero ni los tres  madrugadores clientes que se hallaban de pie frente a la barra, ni el barman que les atendía al otro lado, parecieron enterarse. Los cuatro estaban absortos viendo las noticias. Se colocó discretamente detrás de ellos y miró hacia la pantalla. En aquel momento estaban pasando la repetición de la jugada decisiva del partido. Vaya, el chut había sido formidable. Daba la sensación de que, de verdad, iba con toda la intención de despistar al cancerbero rival y entrar ajustado al poste. El locutor estaba comentando que con aquel penalti fallado las apuestas habrían hecho a más de uno millonario, pues en todas las agencias se daba por hecho que el “Conquistadores” iba a ganar la copa, y la victoria del equipo contrario se iba a pagar por lo menos diez a uno.

          Discretamente se dirigió a la puerta pues un banderín del Conquistadores extendido de lado a lado indicaba claramente de que lado estaban las simpatías de los habituales de aquel lugar. Cuando estaba a punto de salir oyó algo que le hizo detenerse bruscamente.

          Podemos confirmarles la triste noticia que les dábamos hace unos minutos. Huguito, nuestro ídolo local, ha muerto. Por lo visto esta madrugada temprano salió a correr y fue atacado por algún desconocido que le arrojó un voluminoso machete por la espalda, con tal tino que se le clavó a través de las costillas en el corazón. Se especula que pudo haber sido reconocido por algún hincha resentido que no le habría perdonado su fallo en el tiro decisivo. Por desgracia, antecedentes de homicidios en parecidas circunstancias no faltan en la luctuosa historia del deporte de nuestra república.

          —¡Qué tontería! ¡Eso es imposible! ¡Estoy vivo!

          Los otros no parecían oírle y seguían atentos a la pantalla del televisor. Los dejó estar y salió a la calle. A un centenar de metros de allí, junto al parque, se había formado un pequeño tumulto. Numerosos personas y algunos vehículos, un coche patrulla, una ambulancia y una furgoneta de la cadena de televisión local. Tuvo un horrible presentimiento. Corrió hasta allí y se detuvo unos quince metros antes de llegar. Rodeado de toda aquella agente, sobre un gran charco de sangre, estaba él, Huguito, pálido como el mármol. ¡Dios mío, había fallado a todos, a sus amigos, a sus admiradores, a su público, a su club, a su ciudad! ¡Y todo por aquella oferta tan tentadora que le hizo aquel mal nacido! ¡Y a qué precio había pagado su codicia!


 

          El monitor del ordenador del estudio de Hugo Sandoval, “Huguito”, se iluminó bruscamente. Un mensaje de correo apareció en la pantalla. Un tal Afagano le confirmaba la transferencia de diez y seis millones de pesos a una nueva cuenta que habían abierto a su nombre en las Islas Caimán.

peludin1
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  • 1 de Junio de 2012 a las 21:25
cita de concursoderelatos La ratita que quiso presumir


Ratita, como cada mañana, salió a la puerta de su casa, escoba en mano, para barrer la acera. Y como cada día, pasó el ratón que la saludó con la simpatía habitual con que solía hacerlo.
—Buenos días, Ratita. Hermosa mañana, ¿no es cierto?
—Realmente agradable, señor Ratón —respondió con una gran sonrisa.
También pasó el gato y, como tenía por costumbre, se llevó la mano al ala de su sombrero para descubrirse ante ella.
—Le deseo un buen día, Ratita.
—Igualmente, señor Gato. —Ratita lo miró sin dejar de barrer.
A continuación  apareció el perro que, con su habitual descaro, se dirigió a Ratita en los siguientes términos:
—Ay Ratita… quién fuera escoba para ser agarrado con tanta gracia.
Ratita, sonrojada, empezó a reír sin levantar la vista del suelo.
Finalmente, hizo acto de presencia el carruaje en el que solía trasladarse el león. Aminoró el paso cuando llegó a la altura de Ratita y una cabeza adornada por una fabulosa melena asomó por una de las ventanillas.
—Señorita…
—Señor León…
Ratita continuó barriendo y se entretuvo con sus pensamientos. Eran buenos mozos los  que venían a saludarla cada mañana, mas no parecía que ninguno se terminara de decidir a dar un paso más. Cierto que el señor Perro era algo más lanzado, pero nunca parecía hablar en serio, más bien parecía que quisiera divertirse viendo como conseguía ruborizarla. La verdad es que ella tampoco sabría decir si bebía los vientos por alguno de ellos, los cuatro le resultaban agradables, cada uno a su manera, y con los cuatro podía imaginarse disfrutando de una vida hogareña.
Y en ésas estaba cuando su escoba se deslizó sobre algo redondo y reluciente.
—¡Una moneda de oro!
Ratita recogió el tesoro del suelo y se felicitó por su buena suerte. Sin duda era una ratita afortunada.
Enseguida empezó a discurrir en qué podría gastar esa moneda. Había visto un magnífico lazo en la tienda de doña Cochinilla, le había gustado mucho, incluso se lo había probado y se había descubierto hermosa en el espejo. Ahora podría comprarlo. Sin darle más vueltas se dirigió a la tienda.
Antes de entrar se detuvo a mirar el escaparate. Allí estaba el lazo deseado, pero también vio algo en lo que no había reparado antes. El lazo estaba en la cabeza de un maniquí que llevaba puesto un bonito vestido con el que la cinta hacía juego.
—¡Vaya! Ese vestido sí que es bonito, pero no me alcanza con la moneda para comprarlo. Con él puesto seguro que el señor Ratón no dudaría en declararme su amor. Y nos casaríamos y tendríamos muchos hijos. Seríamos felices.
»Si pudiera comprarlo…  He encontrado una moneda, ¿por qué no habría de encontrar otra? Haré lo siguiente: barreré por la mañana y por la tarde. No pasará mucho tiempo antes de que encuentre otra. Sí, guardaré ésta y cuando tenga dos vendré a por el vestido.
Y así lo hizo. Ratita salía dos veces cada día a barrer su puerta. Ni que decir tiene que los paseantes habituales de la mañana no tardaron en aparecer también por la tarde. Ratita estaba deseando encontrar otra moneda para que el señor Ratón le declarara su amor. Pasaron muchos días y finalmente la suerte volvió a sonreír a nuestra roedora.
Se encaminó feliz hacia la tienda de doña Cochinilla y, antes de entrar a hacer su compra, se deleitó ante el escaparate admirando su futura adquisición. ¡Qué guapa estaría con ese vestido! Aunque…  aquel otro que llevaba puesto el otro maniquí… parecía mucho más bonito, ¿cómo no se había fijado en él antes? Con ese vestido no sólo enamoraría al señor Ratón, el señor Gato también fijaría sus ojos en ella y suspiraría por su amor. Si consiguiera enamorar a los dos podría elegir al mejor.
—Pero no me alcanza con las dos monedas. Y he tardado tanto en encontrar la segunda… ¡Ya sé lo que haré! No sólo barreré mi puerta, sino toda la calle, así será más fácil que encuentre otra moneda.
Los días pasaban y Ratita barría dos veces cada día toda su  calle. Los caballeros que solían saludarla seguían pasando a su lado, pero Ratita estaba tan ensimismada mirando al suelo para encontrar una nueva moneda que, algunas veces, no se percataba de su presencia y no les devolvía el saludo. Por fin, una tarde, el trabajo dio su fruto y la ansiada moneda apareció reluciente en el suelo. Ratita corrió contenta hacia la tienda y entró decidida a comprar su vestido.
Estaba frente al espejo, asegurándose de que la prenda le quedaba bien, cuando en el reflejo vio que, tras ella, había otros muchos vestidos colgados en sus perchas. Fue a mirarlos con curiosidad.
—Éstos son mucho más bonitos. Con éste —dijo agarrando uno de ellos— el señor Perro no dudaría en pedir mi mano. Y con este otro… ¡hasta el señor León querría casarse conmigo! Si tuviera este vestido podría escoger marido.
—¿Te gusta ése? —preguntó doña Cochinilla interrumpiendo sus pensamientos—. Tienes buen gusto, pero ese vestido es muy caro, necesitarías veinte monedas para poder comprarlo.
Ratita hizo cuentas rápidamente, si comía un poco menos podría ahorrar algo y… además podía barrer más calles, ¡todas las calles!      
En los días que siguieron era difícil ver a Ratita sin una escoba en la mano. Se levantaba muy temprano y recorría todas las calles, una vez por la mañana y otra por la tarde, barriendo concienzudamente. Sus supuestos admiradores ya no hacían por verla, pues no era necesario, sabían que más tarde o más temprano aparecería en las puertas de sus casas escudriñando el suelo meticulosamente. Ya ni siquiera la saludaban, pues Ratita sólo tenía sentidos para buscar las monedas que pudiera haber en el suelo.  Como trabajaba más y comía menos, Ratita cada día estaba más delgada y su aspecto llegó a ser enfermizo. Y su vieja ropa se estaba ajando, pero no quiso gastar nada en comprar un humilde sayo.
—Tengo que ahorrar para comprar el vestido que necesito. Remendaré éste, el hilo me costará poco.
Y después de muchos meses, Ratita al fin consiguió las monedas necesarias para comprar el vestido que quería. Iba a ir a comprarlo, pero cuando terminó de contar el dinero en su casa se dijo:
—Todo este esfuerzo y sacrificio para comprar un vestido que sólo me servirá para… ¿para qué?, ¿para enamorar a unos individuos que sólo se casarían conmigo porque tengo un vestido bonito? Si ya ni siquiera me saludan… ¿Por qué no me pidieron en matrimonio cuando barría mi puerta? ¿No era suficientemente buena para ellos? ¿Qué se han creído?
Y los odió. Los odió con toda su alma. Y no sólo al ratón, al gato, al perro y al león. Odió a todos los varones, incluso al minúsculo mosquito.
—¿Es que yo no valgo nada sin un bonito vestido? ¿Ni siquiera para ese insignificante mosquito que nunca me dirigió la palabra?
Y su odio creció tanto que también aborreció a las hembras.
—Como esa tonta de doña Mariposa. Se cree mejor que yo porque la naturaleza la hizo más hermosa, ¿cree que su belleza durará  para siempre? No, con el tiempo envejecerá y su hermosura no será más que un lejano recuerdo. Y como a ella les sucederá a todas. Pero para entonces mis monedas seguirán aquí, y no sólo éstas, habrá muchas más y podré comprar todos los vestidos que quiera. Ellos caerán a mis pies rendidos de amor y ellas morirán de envidia. Y será entonces cuando no les quede más remedio que admitir que Ratita vale más que todos ellos juntos. Y yo les mostraré mis desprecio, el mismo con el que me han tratado desde siempre.
Desde que así pensó, Ratita se pasaba todo el día barriendo sin tomarse un descanso, cuando acababa en la última calle retomaba su tarea desde la primera. Ya no gastaba nada en comida, se alimentaba con los desperdicios que encontraba mientras barría.
—Así ahorro más —se decía.
Y tampoco remendaba su viejo vestido porque el gasto en hilo le parecía innecesario.
—Siempre hay trapos viejos en los basureros que puedo aprovechar.
Su delgadez ya era extrema y  su aspecto cada día más horrible. Sus ojos estaban enrojecidos. Apenas dormía porque le dio por pensar que tal vez alguien barría de noche para que ella no pudiera encontrar sus tesoros durante el día y, para evitarlo, también salía con su escoba en la oscuridad hasta que, vencida por el cansancio, se acurrucaba en algún rincón para dar una cabezadita. El ratón, el gato, el perro y el león evitaban a toda costa encontrarse con ella, y no sólo ellos, nadie quería estar demasiado cerca de Ratita porque se había vuelto recelosa y pensaba que todos querían arrebatarle sus monedas.
Y así transcurrieron semanas,  meses y  años. Nadie prestaba atención a la que ya llamaban “la loca de la escoba” y nadie la echó de menos cuando dejaron de verla; hasta que un día, alarmados por el mal olor, entraron en su casa y la encontraron muerta, sentada a la mesa, con un una gran cantidad de monedas cuidadosamente ordenadas en montoncitos y un catálogo de vestidos abierto por el centro.

No soy un experto en esto, pero creo que es muy conocido el relato o cuento mejor dicho. No me ha atraído, tampoco me ha parecido interesante. No me hagáis mucho caso, y menos aún, te lo tomes a mal. Es solo mi opinión

peludin1
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  • 1 de Junio de 2012 a las 21:42
cita de concursoderelatos

Por un puñado de dolares...

 

          Tomó el balón con ambas manos. Algunos pensaron que lo acariciaba, pero en realidad quería estar seguro de que estuviese bien hinchado y tenso. Pensaba golpearlo con energía y no quería fallar. Finalmente lo colocó sobre el césped del estadio.

 

          Situado unos tres metros por detrás del balón, miró hacia la portería. Suele decirse que,  en estas circunstancias el marco formado por el larguero y los dos postes parece muy pequeño y que el guardameta parece agigantarse. ¡Tonterías! La verdad era que los más de siete metros de ancho de la portería se veían perfectamente, y el arquero parecía pequeño bajo aquella línea horizontal situada a más de dos metros del suelo. En cualquier caso, lanzar un penalti nunca es algo sencillo. Pero lanzarlo en aquellas circunstancias era, si cabe, más difícil y comprometido.

 

          En efecto, si su disparo no entraba o si el portero lograba detenerlo, se acababa el partido, se acababa la final y se acababa la temporada. Si por el contrario marcaba el gol definitivo, aquel voluminoso trofeo que brillaba en lo alto de una peana en el palco presidencial, la Copa del Presidente, pasaría a engrosar la amplia colección de trofeos del club.

 

          Era consciente de que millones de personas le estaban viendo. Sabía que muchísimos seguidores y aficionados estaban tensos, en silencio, expectantes, ante las pantallas de los televisores. Y ello sin contar los miles que, allí mismo, en el estadio, tenían los ojos puestos en él. Porque la final de la Copa del Presidente era el evento deportivo del año, el que mayor revuelo mediático generaba. La publicidad, los programas especiales dedicados al partido, las apuestas deportivas, los hoteles y los comercios de la ciudad haciendo su particular agosto, hablaban claramente del impacto y la repercusión del partido. Podía decirse que de su habilidad en el lanzamiento dependían la felicidad de medio mundo, y la posible tristeza y el desencanto del otro medio.

 

         El árbitro indicó a los demás jugadores que se mantuviesen fuera del área y miró hacia el portero. Este indicó con un gesto que estaba listo. Había llegado el momento. Tomó una ligera carrerilla, se dirigió hacia el balón y lo golpeó con fuerza con su pierna derecha.

 

          El balón salió disparado como un obús, a gran velocidad, y el portero apenas tuvo tiempo de reaccionar. Vio una figura borrosa se dirigía hacia el lado contrario respecto a su tímido amago de desplazamiento.

 

¡¡¡¡¡Paaaaammmm!!!!

 

          El golpe del balón contra el poste lateral derecho de la portería sonó como un pistoletazo. Al momento medio estadio se levantó de su asiento y llenó el aire con sus gritos. Los hinchas, los aficionados, los seguidores del equipo contrario saltaban de alegría, se abrazaban, gritaban y festejaban que el balón, tras golpear la madera, hubiese regresado al terreno de juego, cayendo a pocos metros del lugar donde él, tras chutar, había quedado como petrificado.

 

          Se arrodilló y echándose hacia delante apoyó la cabeza en ambas manos. Y lloró. Lloró como un crío. ¡Qué cerca había estado! Unos centímetros más hacia la izquierda y su club se hubiese llevado el triunfo. “¡Dios mío! ¡Casi lo marco! ¡Casi entra!”

 

          Sintió como todos sus compañeros acudían a consolarle y le daban ánimos, algunos le daban golpecitos en la espalda y le decían que había sido un chut magnífico, que sólo la mala suerte había impedido el gol y el triunfo. Y él, en silencio, se fue alejando hacia los vestuarios.

 

          Todos comprendieron que quisiese retirarse lo antes posible. Alguien le dijo que se tomase un buen trago y mirase de descansar aquella noche. Pero pese a que se sirvió un par de vasos grandes de ron con algo de zumo apenas logró conciliar el sueño. ¿Cómo dormir pensando en lo cerca que había estado de meter aquel gol? El pensar en aquella posibilidad le producía casi una tiritera y un profuso sudor.

 

          Salió de la cama y se dirigió al baño. Puso a llenar la bañera con agua tibia y se dirigió al estudio. Se sentó frente al monitor del ordenador y desplazó ligeramente el ratón. La pantalla se iluminó bruscamente. Miró el correo electrónico: nada todavía. El último mensaje de aquel misterioso “Afgano” era el que había recibido antes de salir para la concentración previa al partido.

 

          Una hora después salió del baño y se secó enérgicamente. Eran las cinco de la mañana y la ciudad estaba sumida en un silencio opresivo. Faltaban los gritos y los cánticos callejeros, el claxon de algún vehículo, la música y la algarabía de otras veces. Por el contrario, se respiraba la triste y depresiva sensación de la derrota.

 

          Se vistió con un chándal y se calzó unas deportivas. Y en pocos minutos el tap tap de sus pies le acompañó mientras corría suavemente por las avenidas del extrarradio. Mientras lo hacía fue tranquilizándose y comenzó a pensar con cierta serenidad. ¿Quién se lo hubiese dicho unos años atrás, cuando subió al primer equipo a mitad de temporada y ganó por primera vez en su historia la liga y la Copa del Presidente en un mismo año? ¿Cómo hubiese siquiera podido imaginarse a si mismo fallando aquel penalti decisivo? A los veintiún años habría jurado que daría su vida por el histórico club de su ciudad. Y ahora, con apenas treinta recién cumplidos les había fallado de aquella manera tan estrepitosa, tan dolorosa, tan sangrante.

 

          Vio a un grupo de tres hombres. Al principio le parecieron obreros de algún taller próximo que esperaban en la calle para comenzar su jornada. Pero al irse acercando vio que en realidad se trataba de un grupo de parias, sucios y con aspecto de haber pasado una mala noche bebiendo y arrastrándose por algún garito. Se subió la capucha del chándal y aligeró el trote para pasar lo más lejos posible de ellos. Cuando los dejaba atrás le pareció que uno de ellos le llamaba con voz ronca. No hizo caso y de  manera discreta aceleró la marcha para alejarse de ellos.

 

          Apenas había corrido unos cuantos metros cuando unos de ellos dio un grito y, por lo visto, le lanzó una piedra, pues notó como algo le golpeaba bruscamente por la espalda.

 

          ¡Caramba con aquellos miserables! Sin ningún disimulo apretó a correr a toda prisa y se alejó por la primera calle a la derecha. Zigzagueó un par de veces hasta que consideró que debía haberse alejado lo suficiente de aquellos tipos y aflojó el paso.

 

          De súbito le invadió un formidable cansancio. Aquella breve carrera tras la noche de insomnio y con la incipiente resaca del ron, le había sentado fatal. Vio un banco de madera al lado de unos jardines y se sentó en él. Le zumbaban los oídos y le latían las sienes. Cerró los ojos…

 

          Se despertó bruscamente. Las primeras luces del día asomaban al otro lado del parque, llenando el aire de la ciudad de un desgarrado color como de sangre. Se puso en pie, con agilidad, y advirtió que la fatiga y la resaca habían desaparecido. Se encontraba mejor que nunca.

 

          Cerca de allí un pequeño bar tenía la puerta abierta. De su interior salía una mortecina luz amarillenta que pintaba de trazos ocres el suelo de la calle frente a la puerta.

 

          “Me apetece un mate bien cargado”, pensó.

 

          Entró en el bar y saludo con un discreto “buenos días”. Pero ni los tres  madrugadores clientes que se hallaban de pie frente a la barra, ni el barman que les atendía al otro lado, parecieron enterarse. Los cuatro estaban absortos viendo las noticias. Se colocó discretamente detrás de ellos y miró hacia la pantalla. En aquel momento estaban pasando la repetición de la jugada decisiva del partido. Vaya, el chut había sido formidable. Daba la sensación de que, de verdad, iba con toda la intención de despistar al cancerbero rival y entrar ajustado al poste. El locutor estaba comentando que con aquel penalti fallado las apuestas habrían hecho a más de uno millonario, pues en todas las agencias se daba por hecho que el “Conquistadores” iba a ganar la copa, y la victoria del equipo contrario se iba a pagar por lo menos diez a uno.

 

          Discretamente se dirigió a la puerta pues un banderín del Conquistadores extendido de lado a lado indicaba claramente de que lado estaban las simpatías de los habituales de aquel lugar. Cuando estaba a punto de salir oyó algo que le hizo detenerse bruscamente.

 

          "Podemos confirmarles la triste noticia que les dábamos hace unos minutos. Huguito, nuestro ídolo local, ha muerto. Por lo visto esta madrugada temprano salió a correr y fue atacado por algún desconocido que le arrojó un voluminoso machete por la espalda, con tal tino que se le clavó a través de las costillas en el corazón. Se especula que pudo haber sido reconocido por algún hincha resentido que no le habría perdonado su fallo en el tiro decisivo. Por desgracia, antecedentes de homicidios en parecidas circunstancias no faltan en la luctuosa historia del deporte de nuestra república."

 

          —¡Qué tontería! ¡Eso es imposible! ¡Estoy vivo!

 

          Los otros no parecían oírle y seguían atentos a la pantalla del televisor. Los dejó estar y salió a la calle. A un centenar de metros de allí, junto al parque, se había formado un pequeño tumulto. Numerosos personas y algunos vehículos, un coche patrulla, una ambulancia y una furgoneta de la cadena de televisión local. Tuvo un horrible presentimiento. Corrió hasta allí y se detuvo unos quince metros antes de llegar. Rodeado de toda aquella agente, sobre un gran charco de sangre, estaba él, Huguito, pálido como el mármol. ¡Dios mío, había fallado a todos, a sus amigos, a sus admiradores, a su público, a su club, a su ciudad! ¡Y todo por aquella oferta tan tentadora que le hizo aquel mal nacido! ¡Y a qué precio había pagado su codicia!


 

          El monitor del ordenador del estudio de Hugo Sandoval, “Huguito”, se iluminó bruscamente. Un mensaje de correo apareció en la pantalla. Un tal Afagano le confirmaba la transferencia de diez y seis millones de pesos a una nueva cuenta que habían abierto a su nombre en las Islas Caimán.

Pienso que esta bien. Quizá, le falte algo de más intensidad, algo que enganche  más pero me ha gustado. 
jpiqueras
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Fecha de ingreso: 9 de Julio de 2009
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  • 1 de Junio de 2012 a las 22:00

Gracias, Juan Carlos, por tu interés en comentar los relatos. Pero hemos de aclarar un par de cosas. O tres, vamos.

 

Primero: durante la fase de votaciones no se deben publicar comentarios que supongan una valoración de los relatos. Este tipo de comentarios hay que dejarlos para la fase posterior, a partir de las 22 horas del domingo, una vez que se conocen ya los resultados.

 

Segundo: este hilo en principio sería el destinado a la PARTICIPACIÓN. Aquí se suben de manera anónima los relatos que deseamos que concursen. Los comentarios diversos antes, durante y después de los votaciones tienen un hilo ad hoc:

 

>http://www.bubok.es/foros/tema/8480/LXXXIII-edicion-de-relatos--LA-CODICIA-comentarios/#ultimo_mensaje

 

Tercero : Ya que vas apareciendo por aquí y estás muy próximo a complir con los mínimos requisitos que se contemplan en las bases

 

http://www.bubok.es/foros2/tema/1933/BASES-del-CONCURSO-BISEMANAL-DE-RELATOS-BUBOK-LEER-antes-de-votar-o-participar/#ultimo_mensaje

 

¿Por qué no te animas a concursar?

 

Pienso que el concurso está pasando una fase de escasa participación. Nuevas plumas son, sin duda, bienvenidas. 

peludin1
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Fecha de ingreso: 4 de Mayo de 2012
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  • 2 de Junio de 2012 a las 13:14
cita de jpiqueras

Gracias, Juan Carlos, por tu interés en comentar los relatos. Pero hemos de aclarar un par de cosas. O tres, vamos.

 

Primero: durante la fase de votaciones no se deben publicar comentarios que supongan una valoración de los relatos. Este tipo de comentarios hay que dejarlos para la fase posterior, a partir de las 22 horas del domingo, una vez que se conocen ya los resultados.

 

Segundo: este hilo en principio sería el destinado a la PARTICIPACIÓN. Aquí se suben de manera anónima los relatos que deseamos que concursen. Los comentarios diversos antes, durante y después de los votaciones tienen un hilo ad hoc:

 

 

Tercero : Ya que vas apareciendo por aquí y estás muy próximo a complir con los mínimos requisitos que se contemplan en las bases

 

http://www.bubok.es/foros2/tema/1933/BASES-del-CONCURSO-BISEMANAL-DE-RELATOS-BUBOK-LEER-antes-de-votar-o-participar/#ultimo_mensaje

 

¿Por qué no te animas a concursar?

 

Pienso que el concurso está pasando una fase de escasa participación. Nuevas plumas son, sin duda, bienvenidas. 

no se podía comentar aún. Pues ya es la segunda vez que me pasa. Lo siento de veras, no era mi intención hacerlo. Hablé con Sacramento para leer los relatos y comentar. Todavía me quedan dos más por leer, esperaré a que me diga Sacramento cuando puedo hacerlo. Lo siento de veras. Y lo que es más importante, no tengáis en cuenta mis comentarios. Soy nuevo en esto, no quiero que nadie se moleste o se tome a mal mis observaciones.