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concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009

Re: LXXXIV CONCURSO DE RELATOS. ESPERANZA. Sólo relatos

5 de Junio de 2012 a las 18:30
El camino

Estuve caminando pegado a aquel hombre al que me habían engrilletado, hasta que nos dieron el alto.

Resultó ser uno de aquellos que habían apresado la tarde antes por lo del estraperlo.

Andábamos descalzos todos, en fila de a dos, por encima del camino de grava.

No quedaba más remedio que caminar de esa manera, pues a todos nos habían emparejado mediante los grilletes y la mano que quedaba suelta, la usábamos para defendernos de los posibles golpes de la vara del funcionario.

Yo no quería tener nada que ver con mi compañero de fatigas, pues antes de empezar el “paseo” ya me había comentado al oído, en apenas un susurro, que se fugaría de allí en cuanto tuviese ocasión y no dejé de pensar en ningún momento, que si el tipejo echaba a correr, me arrastraría y no me quedaría más remedio que seguirle.

Tampoco tenía los pies para echar carreras, pues ya me había recorrido aquel camino varias veces en los días anteriores y las pequeñas piedras se hacían hueco entre las heridas de mis pies.

Además, el sargento me había aconsejado aquella misma mañana que la orina era el mejor remedio para las heridas. Y que no podía ir al botiquín porque estaban ocupados con algo más urgente.

Y así lo había hecho yo, siguiendo sus sabias lecciones. Y los pies me empezaban a arder como ascuas.

Aunque bien lo hubiera hecho sobre su tricornio, ese que le relucía sobre las cejas tan pobladas, o sobre aquel bigote de puntas blanquecinas que me daba tanto asco.

A la mitad del camino, se divisaban a lo lejos los trozos blancos de piedra y las cruces fabricadas con ramas secas de los árboles, que a manera de lápidas y crucifijos, nos recordaban dónde acababan los desaparecidos y los que echábamos de menos en el patio cada tarde.

No era justo que yo me encontrase en medio de un grupo tan disparatado, en el que se amalgamaban asesinos y violadores con “trileros” y carteristas de poca monta como yo.

Al fin y al cabo, el día que me detuvieron, sólo había robado unas manzanas que se le habían antojado a mi mujer, pues estaba embarazada de nuestra primera hija…

… porque tenía que ser una niña, que era lo que queríamos ella y yo.

La Ley de Vagos y Maleantes había hecho que mis huesos fuesen a dar con el frío suelo de aquella celda en Nanclares de Oca.

Y aquella mañana nos llevaban a picar en unas piedras, que no sabíamos muy bien para qué servirían después.

Así que lo único en lo que podía pensar para que los pies dejasen de escocer y para que se me olvidase que mi compañero, podría hacer que me pegasen un tiro en la nuca, era soñar con un futuro mejor para mi pronta familia y poder encontrar un trabajo tras cumplir la pena en aquel infierno de sol y piedras calientes.

Nos dieron el alto, como decía al principio de mi relato, y abrieron los grilletes para que pudiésemos coger las herramientas de trabajo. En cada golpe que asesté para picar aquellas rocas, mi corazón se hizo más fuerte y más sólido… más maduro…

Y así fue como me convertí en el escritor que soy ahora.

concursoderelatos
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  • 11 de Junio de 2012 a las 12:34
Un rayo de sol

Sarah miró la larga fila que aún tenía por delante notando cómo le temblaban las piernas y, no sólo ellas, sino el cuerpo; no lo podía remediar. El miedo anidaba en su interior y en cada una de las personas que, como ella, permanecían bajo el ardiente sol de agosto a la espera de que el mundo que conocían, el que amaban, les fuera arrebatado. 
Miró hacía atrás y, sólo descubrió antes de divisar la valla que los cercaba, rostros llorosos, desesperados… Todos portando, en maltrechas maletas, sus pocas posesiones; aferrados a un pasado que ya no volvería. 
La espera era insufrible. Poco a poco y, arrastrando los pies sobre el polvoriento suelo, la hilera de personas avanzaba unos centímetros para volver a detenerse; nadie tenía pisa por entrar en el edificio, por mostrar sus papeles, por ser un número… 
Observó todo lo que la rodeaba, y pensó que si omitía el miedo, lo único que quedaba latiendo en el aire, impregnando la tierra, era la muerte. 
Inconcientemente, su mano acarició la insignia que tenía cosida al abrigo y que la delataba como judía. Notaba cómo las gotas de sudor resbalaban por su cuerpo, pero aun así, en el momento de su detención, cuando entraron los soldados en su casa para llevarse a su familia, lo único que había hecho ella era correr a su habitación para sacarlo del armario y ponérselo. Recordó cómo se había sentado en una punta de la cama, se había tapado los oídos con las manos y, meciéndose, tatareó una canción; no quería escuchar los gritos de su madre, los de su hermana, los de su padre…, le desgarraban el alma…  Hasta que, inesperadamente, todo quedó en silencio; un silencio sepulcral que conseguía ahogarla… Dejó de mecerse, abrió los ojos y observó la puerta… Silencio; nada… Con precaución se levantó de la cama… Sólo oía el loco latido de su corazón rebotando contra su pecho… Se acercó a la puerta y  un soldado se enmarcó en el umbral; segundos después, Sarah notó el odio en su cara… Tambaleante, retrocedió notando el dulce sabor de la sangre en su labio partido… 
— ¡Aquí hay uno más!—dijo el soldado mirando hacía atrás, hacía el pasillo en penumbras.
Otro soldado entró en la habitación y  la observó con una perversa sonrisa:
—Creo que nos vamos a divertir…
— ¡Es una puta judía!—exclamó el primer soldado con un deje de repulsión en la voz—. Yo no voy a tocarla… 
—Un cuerpo es un cuerpo—manifestó su compañero. Se acercó a Sarah, la cogió por el cabello y la encastró contra la pared, de espaldas—. Mira, así no tendrás que verle la cara. 
Sarah tenía tanto miedo que apenas si podía respirar. Gritó con todas sus fuerzas, intentó resistirse y lloró mientras ese soldado le subía la falda… Y gritó con más fuerza, y con más miedo y odio cuando él le abrió las piernas.
— ¿Qué pasa aquí?—Un tercer hombre entró en la habitación. Durante unos angustiantes minutos reinó el silencio… Sarah podía notarlo, era un ser vivo que reptaba por su cuerpo y palpitaba en la entrepierna de esos hombres… —. ¡Llevadla al camión junto a los demás!
La mano que la tenía apresada contra el armario retrocedió, y ella, por fin, pudo respirar con normalidad; si normalidad era ahogarse de miedo. 
—Recoge tus pertenencias, puta—bramó encolerizado el soldado.
Sarah lo miró un segundo, sólo uno antes de ver el odio esculpido en su rostro y notarlo de nuevo en su cara. Retrocedió, chocó contra la cama y perdió el equilibrio hasta que cayó al suelo.  
—¡Malditos judíos!—exclamó, irritado el soldado—. Estoy harto de ellos, harto—decía mientras le asestaba una patada en el estomago. Sarah se contrajo muerta de dolor. Abrió la boca intentando recuperar el aire que no tenía su cuerpo, pero fue en vano, no podía. Tenía tanto miedo, tanto… Las lágrimas bañaban su rostro y ella seguía sin poder respirar… Todo su cuerpo se estremecía de miedo y dolor… ¿Iba a morir ahí, sin que sus padres supieran que había sido de ella? ¿Sin que ella supiera qué había sido de ellos? Volvió a intentarlo, abrió la boca y…, poco a poco, el aire penetró en su cuerpo. 
¿Qué pasó después? Apenas si podía recordarlo. Demasiado miedo ofuscaba su memoria y, como si fueran simples fotografías en blanco y negro, se veía acurrucada al fondo de un camión lleno de judíos, todos con sus tristes maletas y sus rostros desencajados…
Un paso más, la fila avanzó. Miró el gran edificio gris que esperaba a por ella, y lloró. ¿Por qué se había separado de su familia? ¿Por qué cuando los oficiales entraron, había soltado la mano de su madre para buscar un abrigo? ¿Por qué el miedo vuelve al hombre irracional…? 
 Un paso más. Observó a su alrededor buscando a su familia, pero todos eran rostros desconocidos… 
Otro paso. ¿Estarían dentro, la estarían esperando? La angustia iba a matarla… 
—No te preocupes, niña—era una dulce voz a sus espaldas. 
Sarah se giró y vio a un anciano tras ella, que como todos, portaba también su maleta. 
—Si buscas a tu familia, no los encontrarás aquí.
— ¿Cómo lo sabe? ¿Dónde están?
—Yo estaba en el camión donde iba tu familia—el anciano cayo un momento, miró con temor a los soldados que los vigilaban y que en ese momento estaban distraídos, y añadió—. De ese edificio sólo salió, primero tu familia que subieron a mi camión, y luego tú, que te subiste al siguiente.
—Entonces, ¿tienen que estar por aquí, no?—dijo ella, esperanzada. 
—Ya te dije, niña, que aquí no estaban—y antes de continuar, volvió a observar a los soldados—: Nuestro camión salió antes y la resistencia lo atacó. Sólo algunos consiguieron huir… Yo ya soy muy viejo y mis piernas apenas si me aguantan… Pero tu familia sí que lo consiguió… 
Sarah sonrió, agradecida, y para el anciano fue la mejor recompensa que nunca le habían dado. Se giró de nuevo, miró el edificio gris y no perdió la sonrisa. Sabía que nada bueno la aguardaba en Drancy, que pasaría hambre, miedo…, pero también sabía que si lograba sobrevivir, si lo hacía, su familia la estaría esperando con los brazos abiertos para calmar cada una de sus penas, para convertir sus pesadillas en placidos sueños…  
concursoderelatos
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  • 11 de Junio de 2012 a las 19:05
                                En tiempos de guerra (1940)


Eran tiempos oscuros y difíciles, donde el hambre, la miseria, la enfermedad y la muerte, deambulaban por las calles derruidas de la mayoría de  las naciones de  Europa sin impedimento alguno, esperando ferozmente para devorar a futuras víctimas. El sonido de las bombas, aviones, carros de combate y armas de fuego, tronaban sin cesar, las personas, gritaban desesperadamente  pidiendo auxilio a la vez que corrían de un lado a otro despavoridas y asustadas por aquellos escenarios y paisajes devastados; teñidos por la sangre de los inocentes. Los miles de cadáveres, pálidos e inmóviles como hitos de cuarzo blanco, eran los protagonistas de aquel holocausto Nazi. Pero lo peor de todo, es que la toda poderosa Alemania de Adolf Hitler, seguía extendiéndose por Europa sin mayores contratiempos. Tal y como él lo había planeado.

-Señor, ha vuelto a llegar otra carta –le informó el Ministro de Asuntos Exteriores español Ramón Serrano a Francisco Franco cuando entró en el despacho de éste agitado-. Es de la mano de   Von Ribbentrop, Ministro de Exteriores alemán.
-Muchas gracias Ramón –dijo Franco mientras se levantaba de la silla sin apartar la mirada de la carta-. Puede usted retirarse –añadió agarrando el sobre con un ligero pero notable tembleque en la mano.
-Si necesita algo, Señor…
-Tranquilo Ramón, de momento quédese tranquilo… Yo le informaré de lo que sea si necesito su ayuda –le dijo  Franco con un tono de voz fuerte pero entrecortado-. Cierre la puerta al salir –le ordenó.
-Lo que usted mande, mi General.
 
Cuando la puerta del despacho se cerró, Franco se desplomó sobre la silla, dejó caer el escrito sobre la mesa, suspiró, se echo las manos a la cabeza y volvió a mirar la carta preocupado. Sabía que no tenía más remedio que leerla, no importaba si en ese mismo instante, esa noche, o ha primeras horas de la mañana, pero si una cosa estaba clara en esos momentos para él, es que no  podía demorarlo demasiado. Tenía que contestar con rapidez, no había opción alguna para eludirla y menos aún hacer esperar a su “amigo” Adolf Hitler. Intuía que hacer eso, no traería consecuencias buenas para él y menos aún para España y los españoles.

Después de unos minutos de inquietud e indecisión, debatiendo consigo mismo sobre si sería buena idea ir a descansar y leerla con los primeros rayos de sol, o no, Franco se levantó de la silla confuso, la corrió hacia un lado y con paso vago se acercó hasta el ventanal del despacho, corrió las cortinas y fijo la mirada. El horizonte se mostraba rojo oscuro pero intenso, era como si lo hubieran teñido de sangre para recordarle aquellos recientes años pasados de guerra civil, unos años sangrientos y duros que se hospedaban en su cabeza atormentándolo cada noche. Él sabía sobradamente que España no podía pasar por otra guerra.

Franco se giró bruscamente, maldiciendo aquel momento y más aun esa carta. Aunque no sabía con exactitud cuál era el motivo de esa correspondencia, suponía que el peñón de Gibraltar estaba de por medio, como ya se lo habían hecho saber en ocasiones anteriores. Se acercó hasta la mesa, cogió la carta y abrió el sobre.
A medida que leía el escrito, su suposición se fue haciendo cada vez más acertada. Las palabras de Von Ribbentrop, no dejaban de insistir sobre el peñón de Gibraltar, sobre el incalculable valor estratégico de éste, y sobre la invitación para que  España participara en la guerra. Al final de la carta, con letras mayúsculas y más negras de lo normal, venía escrito la fecha, la hora y el lugar de encuentro donde Adolf Hitler y Franco debían reunirse para tratar el asunto.

Franco, resopló una y otra vez, mirando a todos lados agobiado, el corazón le latía más rápido de lo normal y la imagen de aquellos datos oprimía su cabeza.
Fecha: 23 de octubre de 1940. Lugar de encuentro: Estación de ferrocarril de Hendaya (Francia) hora: 15:30.
Pasados unos minutos de completa preocupación paseando de lado a lado del despacho, Franco arrojó la carta de mala gana al suelo, se acercó hasta la mesa de éste, descolgó el teléfono, y marcó el número de teléfono de Ramón Serrano.

-Sí, mi General –contestó Ramón al descolgar el aparato.
-Ramón, tenemos un problema –dijo Franco con un tono de voz contundente-.Y además serio. Haga el favor de acercarse a mi despacho ahora mismo.
-De acuerdo, mi General,  ahora mismo estoy allí.

Cuando Franco colgó el teléfono, se acercó hasta donde estaba la carta, se agachó, la cogió, volvió ha acercarse hasta el ventanal del despacho, miró hacia el horizonte y empezó a leerla de nuevo. A medida que transcurrían los segundos, todo tipo de pensamientos de mal augurio no cesaban de atormentarle, recordaba la ayuda que Adolf Hitler le había prestado para poder ganar la guerra civil, y por eso, no podía fallarle. Pero como bien conocía Franco, España no podía pasar por otra guerra y menos aún de ese calibre.

-Mi General –dijo Ramón Serrano nada más entrar por la puerta del despacho después de haber obtenido el permiso de Franco.
-Mi querido Ministro de Exteriores y cuñado Ramón Serrano –añadió Franco-, a lo largo de toda mi carrera como militar, he pasado por momentos y situaciones muy complicadas, pero creo que nunca me he encontrado en semejante situación –Continuó éste a la vez que apartaba la mirada del horizonte y se giraba lentamente hacia él.
-¿Qué ocurre, señor?
-¿Ves esta carta, verdad Ramón? –Preguntó Franco agitando la correspondencia.
-Sí –contesto Ramón.
-Es la carta que tú me has traído…Pues voy a resumirte en pocas palabras lo que quiere decir…España tiene que ir a la guerra “si, o no”, así lo ve Adolf Hitler
-¡Pero señor! ¡Eso no es posible! No podemos…
-Lo sé, Ramón…Créeme  que lo sé –interrumpió Franco-. Nuestras tropas no aguantarían ni tan siquiera dos días ante la envestida de los ejércitos de Adolf Hitler si me negara a ello, y eso es un hecho que  éste mal nacido conoce muy bien. Por otro lado, Hitler nos ayudó en nuestra guerra civil, con lo cual, lo mires por donde lo mires nos tiene pillados por los huevos.
Debemos reunirnos con él en la estación de ferrocarril de Hendaya dentro de tres días, y hasta entonces, tenemos que encontrar alguna manera para hacerle ver que nuestro país no puede involucrarse en una guerra de tal magnitud.
Por otro lado, Ramón… las palabras que vienen escritas en la carta, no cesan de insistir en que el peñón de Gibraltar es un punto estratégico muy valioso, pero eso tú ya lo sabes debido a correspondencias anteriores –hubo un momento de silencio.
-Señor, puede ser una idea precipitada –dijo Ramón-, pero si Adolf Hitler tiene tanto interés en Gibraltar… ¡¿Por qué no se lo damos?! Quizá eso nos pueda librar de la guerra.
Franco le miró a los ojos atentamente durante unos segundos, se giró hacia la mesa, se acercó hasta ella, abrió uno de los cajones de ésta y sacó un periódico.

-Este es el motivo por el cual no podemos hacer eso, Ramón –contestó Franco a la pregunta mientras le mostraba la primera página de la prensa de unos meses anteriores.
-Adolf Hitler, invadió Italia de la misma manera que lo quiere hacer ahora con nosotros. Si le dejamos entrar en nuestro país, no solo se apoderara de Gibraltar, sino también de nuestra querida y madre patria y nuestros hermanos españoles.
Ramón, creo que lo único que podemos hacer, es tener la esperanza de que yo lo pueda convencer.
Ahora, debemos descansar. Pero mañana con los primeros rayos de sol, mandarás  la contestación de que Francisco Franco el Caudillo de España, se reunirá con Adolf Hitler tal y como él lo desea.
También, comunicarás ante los medios de prensa que el Caudillo se reunirá con Adolf Hitler en Hendaya. Tenemos que prevenir a los españoles de una futura guerra y hacerles ver que el General Franco dará su vida por que eso no ocurra. Otra cosa que debes hacer, es preparar el tren con el que  viajaremos hasta Hendaya.
-Lo que usted mande, mi General –añadió Ramón mientras se cuadraba ante él.

Cuando llegó el día 23 de octubre de 1940, a las nueve en punto de la mañana, Francisco Franco y Ramón Serrano, partieron desde Madrid hasta Hendaya, y al llegar allí, sobre las 15:40 de la tarde, Adolf Hitler les estaba esperando.

Después de unos saludos cordiales y afectuosos, y una revisión de tropas, tanto Franco como Hitler, entraron a solas en el lujoso vagón de reuniones Erika que poseía el tren en el que viajó Adolf Hitler.

Por otro lado, los distinguidos medios de prensa nacional, tenían escrita la palabra Esperanza en sus páginas principales, y tanto la televisión como la radio no dejaban de mandar mensajes esperanzadores a los españoles; les recordaban que la esperanza es una de las pocas cosas que no debe perderse nunca y, de ser así, que fuera la última.

Pasadas unas prolongadas horas de diálogo entre Franco y Hitler, por fin se llegó a un acuerdo: España no entrará en guerra.

Cuando la radio y la televisión dieron la noticia en España, la gente se arremolinaba en
las principales plazas de las ciudades y pueblos festejando a grito pelado el triunfo de Franco sobre Hitler.

concursoderelatos
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  • 12 de Junio de 2012 a las 10:37

La Torre de los Ekaiz

Desde lo más alto de la Torre de los Ekaiz, Aixe, con su hijo pequeño en brazos, contemplaba el campo verde y húmedo del amanecer. Los árboles pintaban sombras, que se movían como fantasmas anunciando malos presagios.

—He de subir a rezar a la Diosa —se dijo en voz baja, como si el niño pudiera entenderla.

Pero ella hablaba consigo misma, mirando al grupo de hombres que a lo lejos, montados a caballo y entre el ruido de las armas al moverse, levantaban una nube de polvo oscuro en el horizonte. A pesar de la angustia que sentía, ya no se permitía llorar. Habían sido demasiadas las despedidas, el tiempo de espera, el miedo y la incertidumbre y mucha la angustia y la esperanza de que volvieran pronto y a salvo. Recogida en sí misma y aparentando una seguridad que estaba muy lejos de sentir, procuraba permanecer serena. Ella era ahora la señora de la Casa de los Ekaiz. Cuando él se iba, tenía que cuidar de los hijos, de los habitantes de su hogar y de que los campos siguieran produciendo; que hubiera comida para todos los arrendatarios y que estos pagaran las rentas a tiempo. Cuando él se iba, todos los ojos la miraban a ella.

A veces deseaba ser un hombre, montar en un caballo y marchar lejos. Nunca se había alejado de aquella casa demasiado. Llegó a ella el día que se  casó con el señor de Ekaiz. Había viajado desde la Villa, donde vivía con su familia y había vuelto a ver a sus padres tan pocas veces, que podía contarlas con los dedos de una mano. Los hombres tomaban sus armas, besaban a sus mujeres e hijos y se iban; las dejaban en casa cuidándolos a ellos y a los criados y ocupándose de todas las obligaciones. Iban a hacer la guerra al Reino vecino, o a otro más lejano. Nunca había paz, la paz no iba con ellos; siempre encontraban una razón para matarse los unos a los otros.

Conocía bien aquella vieja angustia de saber que Roiti, su marido, podría no volver nunca. Pero ahora ya no solo era él sino también sus tres hijos mayores, Xinan, el primero, acababa de cumplir los dieciocho. Ella había luchado duro para que no se lo llevara antes. Pero con Lagen y Nika, no había podido ser, a pesar de que tenían diecisiete y dieciséis años solamente. Irán mejor juntos, dijo su marido. No quería hombres blandos y que no supieran defenderse en el futuro, cuando llegara la hora de proteger a su gente y su hacienda.

Los días discurrían lentos, todos similares, todos llenos de preocupaciones y trabajo. Las mañanas pasaban rápidas, las tardes se llenaban de juegos y cuentos delante de la chimenea, con los niños bien abrigados y expectantes esperando la historia que ella o Caxie, la niñera, iban a contarles. Y después de música, la que ella improvisaba en su clavecín.
Pero las noches eran largas, frías en  medio de la humedad de las sábanas y a pesar de las pieles que la cubrían. Entonces era cuando su corazón perdía la calma y podía llorar. Tenía miles de presagios que crecían con la oscuridad y su ansia. Necesitaba a sus hijos, pero sobre todo le necesitaba a él. No solo su fuerza y sabiduría, sino también su cuerpo musculoso y a la vez tan dulce. ¿Dónde estarían, cuántos cortes habrían herido sus cuerpos?
Entonces recordó que había prometido ir a ver a Naia, la Diosa. Preparó el viaje para la mañana siguiente. Su cueva no estaba demasiado lejos, pero era un lugar de difícil acceso, inhóspito y prohibido. Necesitaría el permiso del Guardián, pero entonces él le haría muchas preguntas y ella no deseaba contestarlas. Por eso no se lo pidió. Salió de madrugada. Solo Caxie sabía que se iba. Ella tendría que encargarse de los niños y de que todo fuera bien en su ausencia. Ni siquiera a ella le dijo cual era su destino.

Aún no había amanecido cuando dejó atrás la muralla que rodeaba la casa. Cuando se hubo alejado lo suficiente miró hacia atrás, por si alguien la seguía. La Torre dormía confiada entre la niebla. Montada a lomos de su potro dejó que caracoleara, porque sabía que, como ella, adoraba la libertad y saldrían al galope en cuanto perdieran de vista el terreno familiar. La senda se rizaba, rojiza, entre los prados verdes. Pronto comenzó a empinarse delicadamente para después convertirse en un camino escarpado que parecía buscar el cielo infinito. Estaba allí, escondida entre la niebla matinal, oculta a los ojos de quienes no supieran verla. Era el retiro donde moraba la Madre de toda la Humanidad.

Llegó justo cuando el sol estaba lo bastante alto y convertía en fuego las copas de los pinos. La puerta oscura se abría como un ojo que todo lo viera. Se orientaba hacia el valle. Allá abajo las casas parecían miniaturas perfectamente colocadas y las aguas del río brillaban como las esmeraldas. Dio los tres gritos de saludo, llamada y demanda de permiso. Levantó los brazos al cielo y saludó al sol, al agua, al aire y a la tierra y nombró a la Diosa.

—!Naia, Madre, Naia...!

Ella no solía contestar con palabras que pudieran oírse, su voz era el sonido del silencio. Solo quien entrara allí con suficiente fe, respeto y esperanza, sentiría su voz como un susurro, que penetraba en el alma. Era como aire que sembraba por su nariz, su boca y oídos y en su corazón, la semilla de la vida. La cueva estaba muy oscura, pero los ojos de Aixe se hicieron pronto a esa oscuridad. La gran piedra de las ofrendas estaba, como siempre, cubierta de flores silvestres, ramas y frutos del bosque, todo perfectamente fresco, como si Ella acabara de recogerlos para ofrecérselos a los visitantes.

Se inclinó tres veces, volvió a llamarla: ¡Naia! tres veces más y después se recostó sobre su pecho y abrió los brazos en cruz.

—Madre ¿qué debo hacer? —preguntó con voz temblorosa— Ayúdame a decidir, ahora que aún estoy a tiempo; solo tú puedes hacerlo, porque estoy sola. ¿Sabes cuándo volverá? o si volverá siquiera, ya que puede que no regrese. Y nuestros hijos ¿Volverán sanos y salvos? Si no vuelven ¿quién me ayudará a cuidar de los siete que quedan?. ¿Cómo podré cuidar de ellos y uno más?. ¿Puedo ahora darle otro hijo, el undécimo?. El no deseaba más niños, me lo dijo cuando nació Mixie: Este deberá ser el último. Y yo llevo ahora su semilla en mi vientre, fue nuestra despedida. Y este niño que debiera ser motivo de alegría, una esperanza de futuro, no es para mí sino una carga que me aterra. Dime Madre ¿Debería ofrecértelo antes de que crezca en mis entrañas?.

Sentada sobre sus rodillas abrazó su vientre como se abraza a un pequeño cuando llora. Sin casi darse cuenta comenzó a tararear una canción y poniéndose de pie se movió por el lugar como si bailara una danza ritual. Poco a poco el baile se hizo más intenso, comenzó a quitarse la ropa y cuando estuvo desnuda, se movió rítmicamente, concentrada en el sortilegio que la tenía presa. Un rayo de sol penetró hasta el fondo y se posó sobre el ara que brillaba a causa de él, como si estuviera hecha de oro puro. Los movimientos del cuerpo de Aixe se fueron haciendo más voluptuosos, urgentes, llenos de una sensualidad melancólica que la iba agotando poco a poco. Hasta que cayó sobre la piedra, exhausta, sudorosa y jadeante, quedando allí tendida durante un tiempo indeterminado.

Bebió agua y se lavó en el pequeño arroyo que, surgiendo de las profundidades, se deslizaba hacia el exterior y caía pendiente abajo. Volvió a ponerse de rodillas ante el altar y dio las gracias a Naia. Después recogió su pelo con una cinta azul y volvió a casa. Ya sabía lo que debía hacer.

Desde lo alto de la Torre de los Ekaiz, Aixe miraba, un día más a lo lejos, protegiendo sus ojos del sol con una de sus manos. Todos los arrendatarios, trabajando en el campo, cada mañana podían verla en el mismo lugar, mirando al camino, esperando. Cuando ya atardecía y el sol se escondía tras las copas de los árboles, marcando sombras negras, la mujer vio la nube de polvo levantándose por los senderos de tierra de la aldea. !Por fin!¡Volvían! Allí estaban ¡Regresaban!

Tomó de la mano a su hijo pequeño, que ya daba sus primeros y torpes pasos, con la otra se sujetó el vientre, como si pudiera evitar con ello que se desprendiera de su lugar o se fuera a derramar su contenido y con mucho cuidado bajó las escaleras. Para salirles al encuentro.

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  • 12 de Junio de 2012 a las 13:15
Punto de encuentro

Se conocieron bajo el toldo de la única tienda que lo mantenía desplegado a pesar de lo nuboso del día. Sus miradas se encontraron en el reflejo del escaparate de la pastelería, siendo inevitable comenzar una conversación entorno al chocolate y la gula. De radiante sonrisa y generosa barriga, se mostró anhelante por acompañarla a donde quisiera que fuese. Ella se había trasladado a la casa de su sobrina hacía poco y, desconocedora del barrio, caminaba sin rumbo fijo en busca de alguna iglesia para pedir que el tercer embarazo de su ahijada llegara a buen puerto tras dos abortos, así que aceptó el ofrecimiento del simpático caballero.
No paraba de coquetear y adularla, después de tanto tiempo sin recibir atención alguna por parte de varón, no pensaba pedirle que lo dejara. Él preguntó que de dónde le venía el acento. Ella contestó que de un pequeño pueblo de Cáceres. Él confesó no haber pisado en su vida esas tierras, pero habló de Jaén, de guerras, de rojos... de azules, del mar, de barcos y atunes, de Rusia, de trenes, de Bélgica, de flores, de rosas que sólo crecen en alta montaña, de la nieve, del frío, del olvido.
En tan dilatado paseo ya se había percatado de que aquel hombre era perfecto: aseado, educado y con un suave perfume en su aliento exento de todo rastro de alcohol. En varias ocasiones él la tomó del brazo para contarle alguna confesión al oído o evitar que chocara con algún transeúnte despistado. Alabó lo suave y bonito de su tono de piel. Y casi consigue derretirla al manifestar que lucía preciosa cuando el sol escapaba de entre las nubes.
Un largo pitido de claxon acompañó el frenazo de un coche al detenerse junto a ellos. Una mujer salió del asiento del copiloto y se abalanzó sobre su atento acompañante arrebatándolo de su lado.
-Papá, ¡qué susto nos has dado! -regañó al anciano mientras lo arrastraba de la mano y lo acomodaba en el asiento trasero.
-Solo estábamos dando un paseo -explicó el hombre tirando de la puerta para cerrarla.
-Disculpe si la ha molestado, ¿quiere que la acerquemos a algún sitio señora...? -se excusó amablemente la raptora.
-No gracias. Me las apañaré sola. -tras echar un vistazo y comprobar que estaban justo enfrente del escaparate en el que se habían conocido, dedicó la más radiante de sus sonrisas a su pretendiente como invitación para una segunda cita.
-¿Está usted segura? –insistió la mujer.
-Déjala, hija -interrumpió el galán asomando la cabeza por la ventanilla-. Esperanza no es como yo, ella nunca se pierde.

concursoderelatos
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  • 12 de Junio de 2012 a las 16:24
Queridos Reyes Magos

«Queridos Reyes Magos:
Soy yo, Pablo.

Como veis os escribo yo mismo la carta. Ya sé que mí letra no es muy bonita. Aunque mi tita Sandra dice que sí que lo es. Intentaré hacerlo lo mejor que pueda. La letra de mi mami sí que es bonita. Pero ya no escribe, ni habla, ni me ve, ni sale al parque, ni juega conmigo, ni me baña, ni me lee cuentos, ni me deja dormir a su lado, ni nada de nada.

A papá no se lo he pedido porque sé que me va a decir que no tiene tiempo. Ahora sólo dice eso. ¡No tengo tiempo hijo, luego, luego! ¡No tengo tiempo Pablo, luego, luego! Nunca lo tiene. Ni para escribir, ni para hablar, ni para verme, ni para salir al parque, ni para jugar conmigo, ni para bañarme, ni para leerme cuentos, ni para dejarme dormir a su lado, ni para nada de nada. Llega del trabajo. Se mete en la habitación con mi mami y cierra la puerta. Luego sale corriendo y se marcha. Yo no sé cuándo vuelve porque ya estoy dormido. Por la mañana sale corriendo de la cocina con una galleta en la mano y el abrigo a rastras. Va con mucha prisa, mucha prisa. Tanta prisa que es mejor no cruzarse con él en el pasillo. Porque no tiene tiempo, y se enfada si me pongo en medio. Y me dice: ¡quita Pablo que no tengo tiempo! Así que lo que yo hago es esperar en mi cuarto hasta que oigo el portazo. Y cuando ya se ha ido voy a desayunar con mi tita Sandra. Y luego me voy yo solo al colegio.
Se lo pedí a mi tita Sandra. ¿Me escribes la carta de los Reyes?, le dije. Ella tampoco tiene mucho tiempo. Y a veces no puede tampoco puede hacer muchas cosas conmigo. Pero sí que me habla, y me ve, y un día salimos al parque, y juega conmigo, y a veces me deja dormir a su lado. Mi tita Sandra dice que ya soy un niño mayor. Y que me tengo que bañar yo solo, y que puedo leer los cuentos yo solo. Cundo le pedí que me escribiera la carta me dijo: Pablo, ya eres un niño mayor, ya puedes escribirla tú solo. Y yo le dije: Tita Sandra pero no sé qué ponerle a los Reyes. Y me dijo: pues escribe como si estuvieras hablando con ellos. Y eso estoy haciendo.

Mi tita Sandra me ha dado un boli para que os escriba. Me gusta escribir con boli. Es más brillante y azul marino. Y el azul marino es mi color favorito. Lo malo es que no puedes borrar si te confundes. En el colegio escribimos siempre con lápiz. Lo bueno del lápiz es que puedes borrar si te confundes. Yo no me suelo confundir mucho. Mi amiga Sonia sí, y gasta mucho la goma. He pensado que, a lo mejor, lo que le pasa a Sonia es que ella es una niña pequeña. Por eso se confunde tanto. Cuando salimos del cole su mami viene a buscarla, y la coge, y le da muchos besos muy fuertes que le ponen la cara roja, y le dice: ¡ay mi niña pequeña que ya salió del cole!, y se van para su casa. Un día Sonia me dijo que no le gusta que su madre haga eso. Yo me reí y no dije nada. Porque a mí sí me gustaría que mi mami viniera a buscarme, y me cogiera, y me diera muchos besos muy fuertes que me pongan la cara roja, y me diga: ¡ay, mi niño mayor que ya salió del cole! Bueno a lo mejor sin cogerme y sin darme muchos besos, solo uno. Que a los niños mayores no se les trata igual que a las niñas pequeñas. Cuando Sonia sea una niña mayor ya entenderá estas cosas. Por eso no le digo nada.
Mi tita Sandra me ha dado también estas hojas blancas, sin cuadritos, ni rayas, nada. Es la primera vez que escribo en una hoja así. En el cole siempre escribo en mi libreta de cuadritos. Le dije: ¡Tita Sandra si esta hoja no tiene rayas, ni cuadritos, ni nada! Y ella me dijo: Ya eres un niño mayor y puedes escribir en hojas sin rayas ni cuadritos. Espero que me perdonéis porque se me tuercen los renglones. Y por mi letra que no es muy bonita, como la de mi mami. Aunque mi tita Sandra dice que sí que lo es. Yo Intento escribir despacio y lo mejor que sé. Pero como escribo con boli no puedo borrarlo si me tuerzo, o si me sale una letra fea, o si me confundo.

Este año, la verdad, no sé si habré sido un niño bueno o no. No sé qué tengo que hacer para que papá no esté siempre enfadado conmigo, que yo ya sé que tiene prisa, y que no puedo hacerle perder tiempo, pero a veces lo hago sin querer, y él se enfada, claro, y me grita por mi culpa. Mi tita Sandra no me grita pero me dice que tengo que ser un niño bueno: Pablo se un niño bueno y báñate deprisa, Pablo se un niño bueno y vístete, Pablo se un niño bueno y no molestes a tu mami. Y yo hago lo que me dice, pero no lo tengo que hacer muy bien porque siempre me lo vuelve a decir. A mi mami no la molesto. A veces intento verla cuando está la puerta de su cuarto entreabierta. Ella no me ve, solamente duerme o llora.
Un día le oí a papá y mi tita Sandra decir que mi mami lloraba tanto porque el hermanito que iba a venir se había ido. Yo no lo entiendo. ¿Cómo va a irse si aún no ha venido? Y supongo que si iba a venir pues ya lo hará. Es como cuando la abuela perdió el tren y vino dos semanas más tarde a mi cumpleaños. Al final llego y me trajo la bici de regalo, y fue como tener otro cumpleaños. A mí me gustaría entrar a la habitación de mi mami y decirle que no se preocupe, que el hermanito que iba a venir lo mismo ha perdido el tren, y que ya llegará cuando encuentre otro. Y darle un beso y quedarme a su lado para que lo esperemos juntos. Pero cuando estoy cerca de su puerta mi tita Sandra me dice que sea un niño bueno y que me vaya, que no la moleste, y aunque yo creo que no la iba a molestar, a lo mejor sí la molesto, pero yo no quería hacerlo. No quiero que penséis que no soy un niño mayor bueno, porque yo lo he intentado y si no lo he sido es porque no sabía qué tenía que hacer.

Este año no os voy a pedir ni... »

En este punto, Sandra volvió a insistir en que se fuera a bañar, así que dejó la carta sin terminar y obedeció a su tía, asegurándose, eso sí, de dejar los folios bocabajo y con el boli encima, para evitar ojos curiosos. Se estaba bañando solo, como niño mayor que era, cuando escuchó el portazo de bienvenida y los pasos pesados de su padre que entró al salón y tiró las llaves en la mesa. Luego silencio. Después las voces amortiguadas, ininteligibles, de su tía y su padre, puertas moviéndose, los habituales pasos rápidos y el portazo de despedida.
Pablo terminó de bañarse, se secó y se puso el pijama. Salió del cuarto de baño y sintió el silencio del piso vacío. La luz del salón liberaba al pasillo de la oscuridad dejándolo en penumbra, la cual le permitió ver claramente que la puerta del fondo, la de la habitación de su madre, estaba completamente abierta. No mal cerrada o algo entornada, sino abierta del todo. ¿Tal vez..? Abrió bien los ojos, intentó escuchar algún sonido que le diera una pista. La sola idea de que... Su corazón comenzó a acelerarse, no se atrevía a entrar al salón para confirmarlo. ¿Acaso ya no tendría que pedir…? Finalmente se decidió y dio los siete pasos que había hasta la puerta del comedor que no le dejaba ver bien el interior.
Sandra lo encontró parado en el marco, mirando hacia la mesa, con un aire de desilusión.
– ¿No te gusta la cena?, son salchichas con queso, antes te gustaban.
– Sí, sí me gustan – esbozó una sonrisa resignada.
– Venga, sé un niño bueno, cómetelas y luego te secaré el pelo.
– Tengo que terminar la carta de los Reyes.
– ¿Aún no la acabaste?
– No.
– Pablo, ya sabes que no debes pedir muchas cosas, ¿eh?, no hagas la carta muy larga.
– Solo pediré una.
– Vale, pues comes, terminas la carta, te seco el pelo y a la cama.
– Vale.
Sandra le dio un beso fugaz en la cabeza húmeda y recogió el bolígrafo del suelo, pidiéndole que tuviera más cuidado. Lo dejó sobre las hojas escritas y se fue a recoger el cuarto de baño.
Pablo cenó en silencio, parsimonioso. Al segundo bocado, cuidando bien que su tía no estuviera a la vista, cogió los folios con intención de terminar la carta. Tuvo que dejarlo para después. Tenía que reescribir la última página completa antes de pedir lo que quería ese año. Sin saber cómo, la brillante tinta azul marino del boli se había convertido en apresurados churretones aquí y allá.

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  • 13 de Junio de 2012 a las 0:02
Voy por ti

Caminar por el arrecife le era incómodo. Sus pies adaptados a la regularidad del asfalto no aprendían a andar por el terreno salado y aguijoneado más allá del muro del Malecón. Traía los avíos, remos y patas de rana amarrados a la balsa de poli espuma y maldecía cada paso equívoco haciendo malabares con la carga. No había escampado desde la llegada del Circo y la lluvia le acuchillaba la mañana. Dejó caer la balsa al mar. “Por ella”, dijo y se lanzó.

Para escurrirse el temblor del frío recitaba: “Se dice que una función tiene límite cuando tiende a un argumento, si para cualquier vecindad del límite se puede encontrar una vecindad del argumento para el que la función evaluada pertenezca a la vecindad del límite escogida” y volvía, cada vez más alto, hasta que el cuerpo recuperaba el calor y seguía pensando en ella.

Los dos se habían amado mientras estudiaban Física en la Universidad. Después de graduarse él comenzó a trabajar en el Instituto de Meteorología y ella consiguió un curso en el Continente y no regresó. Siguieron amándose con la certeza del rencuentro. Él iría tras ella. Calcularon cuánto necesitarían para su viaje: 7 mil. Él separó los billetes de su primer salario y estimó que ni tres décadas alcanzarían. Desde la llegada del Circo no había escampado, así que el Instituto se limitaba a sabidos pronósticos y a investigar sueños mejores que se harían realidad cuando dejara de llover. El dinero, con tanta humedad, había disuelto su valor hasta lo ridículo, canjeándose entre los oficios y profesiones. Una mañana de las que se antojan desesperadas, iba al Instituto sin esquivar los charcos ya eternos, dividiendo el número 7 mil en partes semanales, cuando se detuvo un auto y su amigo el Pescador le hacía señas para que montara. El amigo le contó de su buena fortuna. La escasez de hortalizas y reses desde los aguaceros había encarecido el pescado y ahora bastaba un pez espada de peso promedio y ya ganaba lo que su amigo el Físico en todo un semestre. Cuando se apeó a las puertas del Instituto, dividió el número 7 mil en peces espada y comprobó que menos tiempo necesitaría para el rencuentro. Hizo un pacto con su mente, aquietó el reclamo de derivadas parciales, ecuaciones integrales, matrices y trigonometría; le  prometió a su conocimiento recuperarlo una vez que estuviera junto a ella en el Continente. Fue a ver a su amigo el Pescador y le pidió que le enseñara todo sobre la captura del pez espada.

No había tantos botes y todos tenían tripulación completa, pues muchos ya habían sido tentados con el buen aire de la pesca. Él se quedaba a dormir en el embarcadero y esperaba que alguien se ausentara para hacerse al mar. Había vencido vomitando su marejada de estreno, pero también había ganado el premio de sentir en su pulgar el tirón del sedal arrastrando un pez espléndido, que dando saltos hacía al sol destellar en su cuerpo insumiso. Y él restaba al número 7 mil un pez espada. Pero abundaban más las madrugadas en que no era necesitado y se tenía que conformar pescando montado en la balsa de poli espuma que construyera.

Espantado el calor con su matemático rezo, se calzaba las patas de rana, se impulsaba con ellas y con el pequeño remo hasta ubicarse en el lugar donde la suerte más lo había sonreído la pesca anterior. Se conformaba con una ensarta media de róbalos y roncos, pero claro, nada mal sería terminar el día con algún pargo esquivo o un dorado perdido. Sí, un dorado estaría bien. Pero los dorados corrían un poco más allá, casi en línea con la luz del faro que se dejaba ver a duras penas entre el cortinaje del aguacero. Él actualizaba la cifra objetivo cada tarde y la revisaba al despertar. Esa mañana tenía inspiración extra, si regresaba con un par de dorados podría escribirle a su amada y contarle que ya solo necesitaban 6 mil. Pataleó con más energía y remó rumbo al surco que la luz del faro dejaba en el mar salpicado.

Allí estaría bien. Lanzó todo el engodo y dejó caer tres líneas con anzuelos. Se quitó las patas de ranas y se cruzó el sedal de más calibre por el dedo gordo del pie; el tirón lo despertaría. Fácil se quedaba dormido. Mientras esperaba, pensaba en ella. En algún escape de locura se había descubierto hablando con ella. A veces el deseo del cuerpo lo emboscaba en la balsa y él se rendía y disfrutaba de la lejana y traviesa desnudes de su amada, hasta terminar con goce perfecto humedeciendo el mar con sus ganas. Se descubrió solo en medio de la bahía. Le extrañó, porque las aguas estaban mansas, pero no había ni botes ni otras balsas. “Mejor”, pensó.

No estaba dormido, pero igual despertó con el correr del sedal de la izquierda. No pesaba mucho, así que estimó a lo sumo un ronco… y lo fue. Zafó al pez, ensartó rápido y volvió a tirar. Entonces se percató que el faro le había dado vueltas y estaba al sur. “Pero un faro no se mueve”, era su mente racional desperezándose, tardando en concluir que su balsa de poli espuma ya se adentraba en un azul intenso. Recogió todos los sedales. Midió y la prudencia le alertó que no le darían las fuerzas para llegar nadando a la orilla. Calzó las patas de rana se dejó caer, aún aguantado a la balsa pataleó, pero no avanzaba. Regresó a la balsa y no necesitó la definición matemática porque el temor se le confundía con el frío. En su rostro un viento le rozó como un presagio. Un viento del Sur, temido siempre por los de la Isla, lo empujaba constante.

El faro se perdió. Él se halló rezando un padrenuestro, trastocando versos por falta de iglesia y luego pensó cómo se lo explicaría a ella. Le había prometido hacerla feliz y le había bastado un beso pequeño para desearla siempre. Se tendió en la balsa y dejó que la lluvia le hincara los ojos. La extrañó más que nunca; su ausencia le esculpía en el alma la soledad, tanto como las olas lo alejaban de la tierra.

Entonces dejó de llover. Miró un cielo tan real como los ojos de ella. La balsa seguía moviéndose. Él descubrió la ruta y sonrió. Soltó a las olas el remo y las patas de rana. Tomó el sedal más grueso lo ensartó con todo y lo dejó caer. La corriente lo llevó tras de sí. Él disfrutó su primer día de sol en muchos años y la piel se le fue secando de recuerdos. “Se dice que una función tiene límite cuando tiende a un argumento, si para cualquier vecindad del límite…”. Sintió el fuerte tirar y el nylon correr rompiendo el borde de la balsa hasta ubicarse en la proa, dándole más velocidad al rumbo y a la corriente. Él aguantó el sedal, y en el horizonte, el arqueado cuerpo de un pez espada le devolvió la luz. “Ya voy por ti”

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  • 13 de Junio de 2012 a las 0:02
Fantasías perniciosas 

La mayor afición de Jacinto era escribir. Escribía en el ordenador, a bolígrafo en un cuaderno, en los márgenes de una revista y muchas veces desarrollando el texto de memoria mientras pastoreaba sus ovejas. Jacinto estaba casado y tenía dos niños de corta edad. Durante diez años fue albañil, pero al fracasar el negocio del ladrillo se quedó sin trabajo; entonces compró un rebaño de ovejas y regresó al pueblo a cultivar las fincas de sus padres, hasta que pudiera ganarse la vida como escritor. Jacinto escribía de memoria mientras hacía otras cosas, como podar y regar los tomates. A veces soltaba la manguera y cogía el bolígrafo y el bloc que llevaba en el bolsillo de la camisa, para anotar un párrafo o una idea que se le había ocurrido de golpe. También solía “escribir” mientras conducía y a veces llegaba a casa sin su esposa y entonces se daba cuenta de que la había dejado olvidada en algún comercio. 

Era incontable la cantidad de relatos que había tirado a la basura y el único que conservaba, había sufrido ya cuatro reconstrucciones. A pesar de sus fracasos, nunca perdió la esperanza de conseguir que de su imaginación naciera algún día una historia perfecta, impresionante, una historia que despertara la admiración de todo el mundo, una historia que todas las editoriales quisieran publicar y que fuera traducida a todos los idiomas conocidos. Claro que, mientras continuara viviendo en el pueblo, con su esposa y sus hijos, compartiendo aquella existencia anodina con sus ovejas, levantándose todos los días a la misma hora, para hacer siempre lo mismo, como si todos los días fueran el mismo día, nunca lograría escribir nada digno de mención.
Su principal problema era que carecía de arrestos para abandonar a su familia, abandonar la comodidad de su casa, la tertulia del bar y el rebaño de ovejas, para irse por el mundo en busca de emociones; jamás, por si sólo, sería capaz de romper la cadena que le amarraba a su rutina. Jacinto sólo fue infiel a su esposa una vez en veinte años de matrimonio, sólo una vez. Ocurrió cuando hizo aquel viaje que le obligó a estar tres días fuera de casa. El relato de aquel desliz era el que había escrito cuatro veces y las cuatro lo había quemado, por miedo a que su mujer lo encontrara y lo leyera. Pero siempre volvía a escribirlo de nuevo. En realidad, su aventura había sido algo tan simple como pagar a una prostituta para pasar la noche con ella en el hotel. Claro que la prostituta le había hecho cosas que su esposa no le hacía, pero cada vez que plasmaba aquellos detalles en el papel y luego los leía, le parecían un cúmulo de vulgaridades, un relato incapaz de impresionar a nadie, por más que, en cada nueva versión, lo adornaba y falseaba añadiéndole cada vez más cosas sacadas de su imaginación, adentrándose poco a poco en el terreno de lo pornográfico: Al principio, decidió que la prostituta era una joven casada a la que su marido maltrataba y engañaba con otros hombres, luego era la mujer de su mejor amigo, a la que seducía una noche que llevaba a éste a casa totalmente borracho; finalmente dio en  pensar en una prima suya de apenas quince años, una preciosa jovencita de larga melena rubia y ojos azules, a la que imaginaba que sorprendía sola en casa y saliendo de la ducha. 
Jacinto se esforzaba por construir un relato de amor tórrido, de alto voltaje, entre su prima Raquel y él pero, ¿cómo acertar a reflejar unas emociones que él no conocía apenas, pues su única relación amorosa no había descollado precisamente por su fogosidad? 
“¿Y si un día, casualmente, Raquel me brindara la ocasión de hacer realidad mis fantasías?, –pensaba Jacinto-. Hasta la edad de once o doce años, mi prima siempre se mostró muy cariñosa conmigo Y todavía hoy me abraza sin reparo, por cualquier motivo. Lo que pasa con las adolescentes, es que uno nunca sabe muy bien a que atenerse. Es cuestión de tener los ojos muy abiertos y si la ocasión se presenta no dejarla escapar.”
 Poco a poco, Raquel, se convirtió en algo más que una obsesión literaria. Jacinto, que llegó a trucar las fotos que le había hecho en la playa, de modo que se le viera al lado de ella, tumbados muy juntos en la arena, pensaba tanto en ella, que empezó a tener dificultades para conciliar el sueño de noche y el insomnio acrecentó aún más sus despistes.

Una tarde le llamó un amigo por teléfono, diciéndole que le esperaba en el bar para comentar un asunto de gran importancia para ambos. Jacinto salió, olvidando abierto el ordenador encima de la mesa del salón. Cuando volvió, media hora más tarde, se encontró con su esposa, que había leído el escabroso  relato y había visto las fotos, gritándole que no quería volver a verle nunca más. Fue inútil que intentara convencerla de que las fotos estaban trucadas y que toda aquella historia sólo existía en su imaginación calenturienta. Ella le metió cuatro cosas en una maleta, le empujó a la calle, le cerró la puerta en las narices y le dio cinco vueltas a la llave. Jacinto bajó los cinco pisos que le separaban de la acera y cuando llegó abajo oyó a su esposa que le llamaba desde la ventana. Alzó la vista a tiempo de seguir la trayectoria de su portátil, que bajó como un proyectil y se hizo pedazos al chocar contra la acera. Si Jacinto supiera cual era el pedazo que guardaba la historia inventada de sus amores con Raquel, lo hubiera recuperado, pero él sólo veía en el suelo trozos de plástico. 
“Volveré a escribir ese cuento. Me haré famoso y algún día me pasearé por esta calle con Raquel cogida de mi brazo,” afirmó mirando a la farola que tenía delante y se alejó arrastrando a la deriva su maleta.
Y así fue como, sin querer, cumplió al fin su sueño de irse por el mundo en busca de aventuras. No se hizo famoso ni consiguió nunca seducir a Raquel, pero hasta su muerte, bastante temprana, vivió con la esperanza de que algún día escribiría el mejor relato de toda la historia de la literatura.  

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  • 14 de Junio de 2012 a las 8:18
Dignidad

Por qué las enfermeras gritan tanto es uno de los muchos misterios que envuelven el comportamiento humano, porque si están en un hospital, bien que deberían guardar silencio por respeto a los pacientes y no entrar pegando voces, que si buenos días, que si cómo hemos dormido hoy, que vaya despertar le han dado a esa pobre anciana, la compañera de la señora Aurelia, que tras su tabique de tela plastificada deja escapar un gemido entrecortado, idéntico al de cada mañana, cuando la enfermera de turno entra voceando y la saca de ese duermevela insano en que ha caído justo antes del amanecer, después de una noche de pelea cruenta con la realidad de la cual su mente parece querer negarse a volver.
La señora Aurelia, en cambio, ha asistido a cada asalto del habitual combate nocturno que tiene su compañera con ese pañal que le ponen que siempre está demasiado ajustado o demasiado suelto que, a veces, parece que queme por los quejidos que su portadora lanza antes de arrancárselo y tirarlo al suelo, a la mesita o a la silla, y pasarse la sábana por el cuerpo para quitarse ese no se qué que se le ha pegado a la piel y que ni la esponja más áspera ni el jabón más perfumado podrían limpiar por mucho que se frote y se frote, que un día se quedará sin piel si no se ha quedado ya, que por los gritos que da a veces, se podría pensar que es la carne misma la que se rasca con tanta insistencia.
Después de un mísero desayuno sin sal, ni azúcar, ni nata, ni cafeína, dos enfermeras han venido a hacer las camas: la de la señora Aurelia porque ese es uno de los dos días que a la semana le toca; la de su compañera, porque es algo que tienen que hacer varias veces al día, según las urticarias que crezcan bajo su pañal. Una de las enfermeras era la charlatana, la otra, silenciosa, porque de éstas también las hay, que son como sombras que se deslizan a tu lado que piensas que ya ha llegado tu hora y sólo vienen a tomarte la temperatura; pero ambas las han volteado y levantado como si fuesen parte del colchón, como si no estuviesen allí más que para completar una cama que hay que hacer, junto con las otras tantas de esa planta, antes de la hora de las visitas y las medicinas.
A mediodía ha venido el doctor. Ese día ha estado con ella su hija para enterarse de primera mano de la evolución y el pronóstico de su madre, que parece que, al llegar a una edad, hay días en que una no se entera de lo que a una le dicen aunque el resto de días, los que está sola porque todos, los hijos, los yernos, las nueras tienen muchas cosas que hacer y no pueden hablar con el médico y enterarse de lo que dice, del diagnóstico y la evolución, y que si la abuela ha llegado a la edad que tiene será porque se ha enterado de lo que le ha pasado y es mayor pero aún le rige la cabeza. El médico les ha recitado el versículo tercero del capítulo cuarto de ese libro, volumen quinto, que tienen los facultativos donde pone cómo decir mentiras incompletas y obviedades floridas, de ésas que se les dice a los que se están muriendo para que no se enteren que se están muriendo y no sufran, como si estar en esa pensión a medias sin azúcar, ni cafeína, ni sueños ordenados, ni cordura entera, no fuese suficiente castigo. Después, su hija, aduciendo algo sin importancia, ha salido fuera a hablar con el doctor, a tener una conversación de verdad y enterarse de primera mano del diagnóstico certero, no de la versión oficial, sin cafeína ni grasas añadidas, sino del que el paciente no debe oír porque es malo para la moral, como si que te traten como parte de la lencería de la cama le levantase el ánimo al más perdido. Su hija ha vuelto tras unos minutos, con los ojos encendidos y el labio trémulo, intentando revestirse de coraza y fortaleza cuando una madre sabe, con sólo olerla, que su hija está a punto de romperse. Es que no lo sabías, hija, que me estoy muriendo, hace ya meses de eso, a qué tanta congoja y tanto apuro, a qué tanto llanto, hija, si a este sitio sólo traen a los que esperan para convertirse en muertos, que quizás por eso, digo yo, los llaman pacientes, porque aquí lo único que hay es un esperar el desespero, un trayecto hacia lo inevitable, sin dignidad ni respeto.
Pero la señora Aurelia le pregunta a su hija por los nietos, que parece que es la única razón de existir de los abuelos, y entonces sí, se le iluminan los ojos a su hija y sonríe y se anima, que para eso están las madres, para hablar de sus hijos y no dejarlos que sufran, que para eso ya tendrán tiempo.
A la hora bruja, ésa de la noche en que ya el reloj ha cerrado su segunda vuelta y los pacientes deben dormir y las enfermeras descansar y retirarse a su rincón y salir sólo si uno pulsa la alarma, que para eso le dan a uno pastillas, para que duerma y no moleste, que bastante duro es el turno nocturno con lo poco que nos pagan, que cada vez cobramos menos y somos menos y tenemos que trabajar más, que de esta crisis no salimos y otra vez iremos a la miseria y al campo y a robarnos el pan los unos a los otros; a la hora bruja, digo, la señora Aurelia no sabría decir si en el almuerzo le pusieron pescado y en la cena, carne; que ambos se confunden en la memoria y en el paladar y, aunque apenas probó ni lo uno ni lo otro, el no acordarse ya es motivo de preocupación, si no de alarma, aunque aquí las comidas, como las horas, son todas iguales: insípidas y sin sal, ni azúcar, ni nata, ni cafeína, ni grasas añadidas, que vaya usted a saber de dónde sacan las grasas que le añaden y por qué lo hacen.
Antes, cuando podía andar, a aquella hora se escapaba por los pasillos desiertos y hasta bajaba a otras plantas de idénticos pasillos y mismos olores, y se fijaba en las redes colocadas en el hueco de la escalera, cada dos o tres pisos, y se preguntaba al principio, y casi anhelaba después, si alguna vez las quitarían aunque sólo fuese para limpiarlas, que del mero hecho de estar ahí quietas, aunque sólo sea para persuadir a quien está demasiado cansado para contar si está en la planta decimosexta o decimoctava, que qué más dará ya a estas alturas; pues que deben de ensuciarse y en un hospital, ya se sabe, lo primero es la limpieza y lo último, la comida, y, entre medias, junto con la ropa de cama, los pacientes.
Pero eso era antes, luego se cansó de arrastrar el alma por las mismas baldosas y de escuchar los mismos gemidos en gargantas distintas, y ahora ya no sabe si no abandona la cama porque ya es parte de ella, que, mira tú, al final, las enfermeras van a tener razón en tratarla como tal, o porque las piernas no van a saber sostenerla. Ahora se limita a dejar pasar los suspiros, a asistir a la velada de su compañera, que hoy parece más ausente, menos belicosa, y es que, ya se sabe, que, a veces, las enfermeras saben cómo disponer una noche tranquila. Qué extraña la vida, si a tal cosa se la puede denominar así, cuando se convierte en los minutos que los demás quieren arañarle a un tiempo que ya ha agotado tu dignidad.
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  • 14 de Junio de 2012 a las 15:04
Última carta desesperada 

Amado mío:

Escribo esta carta bajo una terrible desesperación que ha anegado hasta el último rincón de mi alma. Tú no la conoces, esta desesperación, esta fatalidad que me ha perseguido desde el día en que nací. Es el miedo que acecha, el terror con un nombre propio, pero que de cualquier identidad carece. Es el sino del horror, de la pesadilla que me ha tocado vivir y que me convierte los días en noches oscuras y vacías.

Estoy harta. Ya no puedo más. Ya no aguanto más…

Esta noche, cuando la luz de la Luna asome por vez primera entre los cristales de mi ventana, habrá llegado mi fin. No me atrevo a decirte como será o qué ocurrirá, solo sé que esas malditas nubes que flotan impasibles en el cielo lo anuncian, mofándose de ello, riéndose de mí.

No trataré de convencerte de nada, ni de juzgar ni de denunciar nada. Tan solo espero, que cuando leas estas páginas, atropelladamente garabateadas, llegues a entender porque deseo tanto el olvido o la muerte.

                          >> El verdadero horror empezó cuando mis padres me obligaron a casarme con un hombre rico que me sacaba el doble de edad y que no conocía de nada. Yo solo tenía diecinueve años, era una niña, indefensa y sola, y mis palabras o deseos no significaban nada. 

Era el año 1940. La Guerra Civil por fin había acabado. Fue el acontecimiento más importante y decisivo de nuestra historia, tal y cómo dijo el authentique et sincère George Orwell con su gran “Homenaje a Catalunya”. Pero después de ella no vino nada nuevo, ni hubo ninguna buena voluntad de mejorar las cosas.

Fue la dictadura su gran legado, una dictadura larga y cruel dónde las mujeres solo cumplíamos un papel: el de la esclava para el marido. Y ése era el rol que me tocó interpretar ya desde temprana edad. Todo era una farsa, un montaje, una obra de teatro puesta en escena con vil perversión y nefastas consecuencias.

Creo que de haber podido elegir, habría elegido poder morir de rodillas o tirada sobre el sucio barro con un tiro en la cabeza. Quizá juntamente con el gran García Lorca, o al lado de cualquier otro artista injustamente odiado y despreciado por ejercer sus propias libertades o, simplemente, por ser diferente.

Pero eso no podía ser, y ojalá me hubiesen asesinado de esa manera, y me hubiesen liberado de vivir este tormento, este Hades de desesperación donde es un hombre, un solo y único hombre el que lleva los cuernos y la cola del diablo.

No me asesinaron de esa manera, no… pero me han estado asesinando todos estos años, hasta hoy…

Mi vida no significa nada, nunca he tenido expectativas, ni objetivos ni nada que hacer. Mis ilusiones -si de lo que me ha ilusionado se le puede llamar ilusión- fueron aplastadas como apestosas cucarachas bajo pesadas botas. Mis sueños -¿qué es eso, dime, qué es eso?- creo que nunca han existido, han sido una sombra de lo que quedó de mi alma después del día de mi boda.

Desde entonces, me he pasado la vida suplicando al cielo un poco de clemencia, un poco de amor y de estima. En mis pesadillas se han mezclado fugaces rayos de luz anunciando mi príncipe azul. Pero él nunca ha llegado. Y yo lo he llamado, y he gritado. Pero la inmensidad azul me ha ignorado.

En su lugar, y a su antojo, otro hombre me desposa cada noche, me viola y me tortura bajo la fría y maldita mirada de un astro herido. La luz mortecina esconde estas agresiones, y el maquillaje hace el resto. Nunca salgo de casa, nunca salgo a la luz del sol. Yo solo cocino, limpio, cocino, y sangro cuando me viola.

¡Maldito sea todo! ¡Maldito seas tú que no has venido! ¡Maldito sea el cielo, que ignora mi dolor! ¡Maldita sea la Luna, con esa detestable giba garfiosa que atormenta mi alma! Maldito sea todo… malditas sean las nubes, que cuando oigan el ruido seco de la tierra cuando me abrace, ¡seguirán danzando impasibles en el cielo!

Ya no puedo más. No logro ni contener mis lágrimas.

Ya no me queda nada.

Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que te he contado lo que jamás he expresado a nadie. No sé cómo lo haré, y tengo mucho miedo, pero debo hacerlo, necesito hacerlo. Necesito morir ahora… saltando a la sórdida calle de abajo, dónde probablemente mi cuerpo pase varios días destrozado y roto antes de que nadie sienta un poco de lástima por mí.

                   Ha llegado el momento, ya no tengo dudas. 

         ¡¿Qué?! 

                      ¡¿Qué ha sido ese golpe?! 

Oigo pasos, se acercan… 

Puedo sentir un cuerpo pesado golpeando contra la puerta…
…algo forcejea con el pomo…

…no, no quiero, no quiero…

¡Dios mío! ¡Esa mano! ¡Aléjate por favor!

¡No! ¡No!

¡La ventana! ¡La ventana!

concursoderelatos
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  • 14 de Junio de 2012 a las 20:31

La Gran Calabaza

 

            Como cada año, Charlie Brown se dirigió con su perro Snoopy al campo sembrado de calabazas del señor Murray. En esta ocasión les acompañaba también Linus, con su pequeña e inseparable manta asida bajo el brazo. Eran cerca de las diez de la noche y todos habían cenado. Sin embargo Charlie Brown sabía que la espera podía ser muy larga y, con su buen criterio de niño sensato, había tenido la precaución de llevar en una bolsa unos bocadillos, galletas para perros y tres botellas de agua. Linus, por su parte, afirmó que  en caso necesario podrían recostarse todos sobre la frazada. Estarían un poco apretados, pero mejor que sobre la tierra o los hierbajos.

 

            Se colocaron en una zona un poco elevada, justo al lado de las primeras filas del maíz sembrado en el terreno vecino, también propiedad del señor Murray. Desde allí tenían una buena perspectiva del extenso territorio sembrado de calabazas. Y si se volvían, podían ver aquel misterioso mar vegetal que formaban los miles de cañas de maiz, que cuando soplaba un poco fuerte el viento, se agitaban en suaves olas emitiendo un curioso sonido que hacía pensar que algún monstruo iba a emerger de entre aquella masa verde en movimiento.

 

            Era la noche del Halloween. La noche en que la Gran calabaza visita a los que creen en ella. Y Charlie Brown, como cada otoño, acudía al campo de calabazas con la esperanza de poder verla

 

            — Cada año — le explicó Charlie Brown a su amigo Linus — la Gran Calabaza escoge un campo distinto para aparecerse. Según tengo entendido suele ser un sembrado donde las calabazas crezcan sanas y bien cuidadas.

            — Como el del señor Murray.

            — Exacto. Este es uno de los lugares donde las calabazas reciben mejores cuidados. Las calabazas del señor Murray son grandes, preciosas. Si las miro bien, yo diría que son calabazas felices.

            — ¡Entonces la Gran Calabaza se aparecerá aquí!

            — Estoy seguro que este año lo hará.

 

            A lo lejos se veían algunas casas, con sus jardines levemente iluminados por la luz que traspasaba las cortinas que tapaban las ventanas. De algunas de las casas salían en aquellos momentos varios grupos de niños y niñas disfrazados para celebrar la noche de Halloween. Algunos llevaban una calabaza ahuecada, con unos agujeros como ojos nariz y boca, y una vela encendida en su interior, para darle un aspecto fantasmagórico, en recuerdo de Jack el tacaño, aquel taimado villano irlandés que trató de engañar al diablo. Con aquellos Jack’O Lanterns  acudirían a las casas de sus vecinos a cantar una canción, ofrecer algún dulce y recibir, a cambio, algún centavo.

 

            Las dos primeras horas pasaron con relativa rapidez. Al principio Charlie Brown y su amigo Linus hablaron sobre los más variados temas. Linus comentó algunas anécdotas familiares, en las que siempre aparecía su gruñona hermana, Lucy, fastidiándole de las más variadas maneras. Charlie Brown, entre suspiros, le habló de una niña que vivía en su misma calle, una niña pelirroja de la que se había enamorado desde el primer día que la vio. Sólo con mencionarla notó como se sonrojaba y un calor intenso le cubría las mejillas. Por suerte era noche cerrada y a la luz de la luna Linus no lo notaría, pensó.

 

            Pero tras las campanadas de la media noche la fatiga hizo acto de presencia. Los dos niños callaron, y mirando hacia el campo de calabazas, trataron de no quedarse dormidos. Sin embargo, en pocos minutos se les cerraron los ojos y no tardó en oírse el sonido profundo de sus respiraciones. Y así habrían estado toda la noche si nada hubiese ocurrido que viniese a perturbar su sueño. Pero pasada poca más de media hora les despertó Snoopy con unos ladridos alegres y alborotados.

 

            — ¿Qué pasa, Snoopy?

            — ¡Bup, bup, bup!

            — ¡Hola, Charlie Brown! ¡Linus!

 

            Una especie de nube de polvo había aparecido frente a ellos. En su interior un niño les saludaba y jugaba con Snoopy, que saltaba a su alrededor.

 

            — ¡Pig-Pen! ¿Qué haces aquí?

            — Nada… te oí decir que vendrías aquí esta noche y cuando sonaron las campanadas de las doce, bueno, pensé que podría venir yo también. ¿Puedo quedarme aquí con vosotros?

            — Por mí vale… pero quédate en la hierba, por favor. No pises mi manta.

            — ¿No ha llegado todavía, verdad?

            — ¿Te refieres a ELLA? No, no ha llegado.

            — Nos hemos dormido un ratito y…

            — No te preocupes, Linus. Si hubiese aparecido seguro que la habríamos oído.

 

            Pig-Pen, el recién llegado, era un niño huérfano, una especie de Huckleberry Finn del siglo XX, del que todos huían pues iba siempre tremendamente sucio. Bueno,  no todos. Por lo menos no Charlie Brown y Linus, que charlaban a menudo con aquella nube de polvo ambulante. Y sabían que tenía un gran corazón y que estaba necesitado de cariño. –Le irían bien unos padres – pensaba a veces Charlie Brown cuando se lo encontraba por el campo, sentado sobre un tocón y jugando con unos gorriones que no parecían hallar inconveniente alguno en su nube de polvo.

 

            El polvoriento muchacho se sentó a su lado y aceptó encantado compartir los bocadillos, aunque a él le tocase sólo una pequeña parte. Con un par de puntitas de bocata y dos de las galletas para perros que Snoopy no tuvo inconveniente en ceder, más un trago de la botella de agua del perro, quedó más que satisfecho. Estaba acostumbrado a pasar con muy poco.

 

            La llegada del tercer niño fue un aliciente para el grupo. Pig-Pen estaba más excitado aún que el propio Charlie Brown, y no paraba de hablar sobre la posible visita de la Gran Calabaza.

 

            Y estaban de este modo entretenidos, cuando Snoopy levantó una oreja y se puso en pie inquieto, como si presintiese alguna cosa, mirando hacia el cielo estrellado. Allá arriba, una gran bola luminosa descendía lentamente hacía ellos.

 

 

            — ¡Es la Gran Calabaza!- gritó Pig-Pen.

            — No, eso es un ovni. — Le contestó Charlie Brown. — Son extraterrestres. Suelen aterrizar en los campos de maíz y dejan extraños surcos y marcas. Lo sé por que lo leí en una revista de mi padre.

            — Sí, es una nave espacial. — Añadió Linus — También a mí me pareció una calabaza, pero ya veo que es un ovni.

            — Lo que me fastidia es que tal vez la Gran Calabaza se espante y no quiera aparecerse.

            — ¡Maldita sea! ¡Anda! ¡La nave se está abriendo!

 

            En efecto, la gran nave espacial había aterrizado en medio del campo de maíz y se encontraba apoyada en cuatro grandes patas metálicas oblicuas. Una compuerta circular se estaba abriendo en su cara inferior y poco a poco una rampa fue desplegándose hasta alcanzar el suelo. Un curioso alienígena comenzó a descender por la rampa. De poco más de un metro de estatura, con unas piernas muy cortas, un tórax en el que se marcaban nítidamente numerosas costillas, brazos desproporcionadamente largos, acabados en unas manos huesudas, con un prominente dedo índice que brillaba de forma extraña. Y con su curiosa cabeza, situada sobre un cuello formado por numerosos anillos, les miraba por medio de dos ojos grandes y vivos, de negras pupilas circulares.

 

            El pequeño extraterrestre caminó, abriéndose paso entre el maíz y dejando tras él uno de esos surcos que tanto extrañan después a los humanos. Llegó al pie del pequeño montículo sobre el que se hallaban los niños, y señalando a Charlie Brown con su largo dedo índice, que brillaba intensamente, dijo:

 

            — Tu casa… teléfono… Venimos con ella.

            — ¡Es increíble! — gritó excitado el niño. — Con el teléfono de juguete de mi hermana hice ver que llamaba a la Gran Calabaza, pidiéndole por favor que nos visitase esta noche. ¡Sally pensó que realmente estaba hablando con ella!

            — No ella… teléfono ET… ET la trae.

 

            El pequeño alienígena se volvió hacia la nave e hizo una señal. Y al momento algo comenzó a descender por la rampa. Algo grande, de color anaranjado, de superficie más o menos irregular. ¡Una calabaza gigantesca! Pero una señora calabaza, con unos grandes ojos con largas pestañas, un bulto tuberoso en lugar de nariz, y una boca entreabierta, sonriente. Bajo ella un grueso tallo verde emitía una serie de  robustas ramificaciones, que moviéndose como si fuesen serpientes, la fueron aproximando al lugar donde se hallaba ET.

 

            — Recibí tu llamada, Charlie Brown. —  La voz de la calabaza era sorprendentemente suave y femenina, si tenemos en cuenta que era grande como un microbus. — Fue tu perseverancia. A pesar de que todos quisieron desengañarte, tú no perdiste nunca la esperanza y acudiste, como el año pasado, a esperarme. Y eso bastó para que ET captase tus pensamientos y para motivarme. Cambié mis planes, pues este año pensaba aterrizar en un campo de calabazas del sur de Escocia. ET insistió en traerme, por eso hemos aterrizado en el campo de maíz. El piloto automático de su nave se basa en un software que utiliza los datos geodésicos de los cultivos de maíz.

            — Gracias por venir, señora. Estos son mis amigos, Pig-Pen y Linus. Y mi perro Snoopy. Nos alegra mucho su visita.

            — Bien, niños. Y tú, Snoopy. Ahora que habéis visto ya a la Gran Calabaza debéis iros a casa. Tengo mucho trabajo por delante. Es la fiesta de Halloween y debo llevar regalos a muchísimos niños que en todo el mundo están celebrando mi noche. Mi amigo ET me ayudará y…

            — ¿Puedo ayudarle yo también?

            — Uhmmm… Creo que sí… Pero primero deja que te quitemos todo ese polvo de encima.

 

            ET alargó su índice hacia la nube de polvo y con un destello, toda aquella suciedad desapareció. Pig-pen parecía otro. Hasta sus ajadas y viejas ropas habían cambiado.

 

            — ¡Caray! ¡Gracias, señora!

 

            Linus, Charlie Brown y Snoopy se despidieron de la Gran Calabaza, de ET y su de nuevo ayudante, Pig-pen, y volvieron al pueblo.

 

            A partir de aquel día no volvieron a ver a su polvoriento amigo. Pero no se inquietaron. Sabían que Pig-Pen tenía ya la familia que deseaba. Y estaban seguros de que en el futuro, si acudían de nuevo por Halloween al campo de calabazas, volverían a verle en alguna ocasión. Así lo esperaban, por lo menos.

concursoderelatos
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  • 14 de Junio de 2012 a las 20:36

POR UN VERANO DIFERENTE


El hijo de los Norfolk entró en la tienda y las campanillas de la puerta resonaron con el habitual tintineo anunciando su presencia. Recuerdo bien que era un muchacho flaquito, de ojos vivarachos y con las mejillas salpicadas de pecas color miel, muy al tono de la melena pelirroja que llevaba siempre despeinada. Su infantil desaliño le otorgaba un aire gracioso y travieso, y en su modo de hablar y comportarse se podían reconocer fácilmente los gestos educados y gentiles que eran propios de su madre. Por aquel entonces el chico debía tener poco más de diez años, y si bien me extrañó comprobar que entraba solo en la tienda, enseguida supuse que, de camino al colegio, se habría detenido para darme algún recado de parte de su padre.


- Buenos días, Alfred. ¿En qué puedo ayudarte? –pregunté.


Alfred se acercó al mostrador sin quitar la vista al interior del escaparate.


- Hola Sr. Brokovich –respondió tímidamente.


Luego se quedó pensativo unos segundos, pero al final, supongo que algo azorado por mi inquisitiva mirada, acertó a preguntar:


-¿Cuánto cuesta la bici que está en el escaparate?


Quizá no fui capaz de disimular mi sorpresa ni el desconcierto que me causó la pregunta, si acaso porque Alfred, sin saberlo, me había metido con aquella cuestión en un pequeño compromiso. Hacía muchos años que conocía a su padre y ambos manteníamos una buena amistad. Los Norfolk eran una familia humilde que llegó a la ciudad a principios de los cuarenta y que vivía a tan solo tres manzanas de la tienda. Él trabajaba de operario en la vieja fábrica de lápices que había a las afueras y, recién llegado a la ciudad, acudió a mí un día para que le hiciera un arreglo a su vieja motocicleta en el pequeño taller que yo tenía al fondo de la tienda. Siempre me gustó aquella moto, una Indian Scout de los años veinte que había heredado de su padre hacía poco tiempo. Y de la admiración común por las viejas motos nació nuestra amistad, si bien yo lamentaba que el padre de Alfred tuviera sometida a su vieja Indian a un uso tan intensivo, pues aquella moto era su único medio de transporte y la usaba a diario para ir a trabajar a la fábrica. Pero en honor a la verdad debo decir también que nunca he visto a nadie cuidar una motocicleta con tanto esmero, y quizá por ello no es de extrañar que siempre quedaran en vanos intentos las ofertas que varias veces le hice al padre de Alfred para que me vendiera su moto, alguna incluso bastante generosa, a sabiendas de ciertos apuros por los que pasaba la familia a raíz de un ruinoso negocio que no les trajo más que disgustos.


Pero ya fuera por esa u otras razones, el caso es que yo sabía que el precio de la bicicleta por la que Alfred preguntaba era demasiado compromiso para su padre, así que en aquel momento decidí hacer lo que buenamente pude.


- Es una bici cara, Alfred. Hay muy pocas como esa en la ciudad ¿sabes? Además, me parece que es un poco grande para ti ¿no crees?


Él seguía con la vista fija en el escaparate. Luego me miró de frente con aquellos ojos llenos de vida, como queriendo dar a entender que él sabía que el tamaño de bicicleta no era precisamente el problema. Volvió la vista al escaparate y entonces comentó:


- Con una bici como esa podría ir a merendar al río por las tardes con el resto de los chicos, así no tendría que quedarme solo en la calle jugando a las chapas. Y podría hacer más rápido los recados o bajar hasta la plaza del centro para ver los peces del estanque.


 No supe qué decir. Tan solo acerté a ver como se dirigía hasta la puerta y salía cabizbajo de la tienda sin apenas despedirse. –Saluda a tus padres de mi parte –le dije. Lamenté decepcionarle, más aún cuando vi su cara pegada al otro lado del escaparate, haciendo sombra con las manos alrededor de los ojos para combatir el reflejo del sol en el cristal. Estuvo allí largo rato, mirando aquella bicicleta que lo tenía hipnotizado. “Ya se le pasará”, pensé.


Al día siguiente el padre del Alfred se acercó hasta la tienda. Tal debió ser el entusiasmo del muchacho, que hasta consiguió convencerlo para hacerme una visita e interesarse por aquella bicicleta. Pero tal y como suponía, el precio le pareció demasiado alto y enseguida quedó claro que no era posible llegar a un arreglo. Luego hablamos largo rato de otras cosas antes de despedirnos cordialmente, pero al rato decidí poner el precio de la bicicleta en un cartel del escaparate para evitar sinsabores como aquel con algún que otro cliente conocido.


Lo que ocurrió los días siguientes sigue emocionándome cada vez que lo recuerdo. Todas las mañanas, de camino al colegio, el pequeño Alfred pasaba por delante de la tienda y se detenía un buen rato a contemplar la bicicleta del escaparate. Y si bien pensé que el cartel del precio serviría para desanimarle definitivamente, lo cierto es que nunca sospeché cuán pronto iba a recibir una lección de empeño y coraje difícil de concebir en un chico de su edad.


Lo primero que hizo Alfred cuando fue consciente de que nadie le iba a regalar su preciada bicicleta, fue ofrecerse a la Sra. Smith para, a cambio de unos cuantos centavos, limpiar de hojas el jardín y barrer su acera todos los días a primera hora de la mañana. Luego se acercaba hasta el puesto de periódicos del Sr. Hampton, y a pesar de que era conocido su carácter amargo y desabrido, nadie sabe como el pequeño Alfred pudo convencerle para que le dejara repartir algo de prensa y revistas a los vecinos de la calle. Después volvía a casa, y antes de irse al colegio, contaba la recaudación de la mañana y la guardaba en un frasco de cristal que hacía las veces de alcancía.


Y a la tarde, cuando regresaba del colegio, Alfred se dejaba caer por la tienda de flores de la calle Rawdson para ofrecerse a hacer entregas los fines de semana, o para llevar ramos los domingos a la iglesia y al cementerio.


Pronto las correrías del pequeño Alfred se hicieron conocidas en el barrio. Ayudó a varios vecinos a cortar el césped de sus jardines y a dar lustre a la forja de sus cancelas, paseaba sus perros, regaba las vistosas plantas que la Sra. Orson lucía en las jardineras del frente de su casa, y cada sábado acudía al puesto de un chamarilero a venderle los objetos viejos que la gente le entregaba para desprenderse de ellos. Y Alfred, en la soledad de su habitación, sumaba y sumaba los centavos que iba recaudando a base de esfuerzo y tesón. Y no pasaba un solo día sin que se detuviera un rato ante el escaparate de la tienda, siempre a la misma hora, siempre con aquellos ojos vivarachos que adornaban su rostro ilusionado cargado de esperanza. Un verano con aquella bici bien valía todo aquel esfuerzo.


Sin embargo ocurrió lo que era de temer, y a las pocas semanas, antes de que Alfred recaudara la suma suficiente para hacerse con la bicicleta, alguien entró en la tienda a interesarse por ella. Ni siquiera el precio pareció un inconveniente.


Ese mismo día, un gran vacío se hizo en el espacio del escaparate.


Y ni que decir tiene que a Alfred le faltó tiempo a la mañana siguiente para entrar como un relámpago en la tienda, tras comprobar que la bicicleta no estaba en el lugar de siempre.


- Sr. Brokovich ¿Ha comprado alguien la bici? –preguntó con aire sofocado.


- Buenos días, Alfred. Sí. Así es. Alguien entró ayer en la tienda poco antes de cerrar. –La cara de Alfred era la muestra de la más absoluta decepción. ¡Con todo lo que él había trabajado aquellas últimas semanas!


- Sólo me faltaban quince dólares. ¡Sólo quince dólares! –repitió- Y la Sra. Orson me ha prometido dos dólares si la ayudo hoy a ordenar los libros de su biblioteca. –dijo con voz desesperada.


 Los ojos del pequeño Alfred se acristalaron a medida que hablaba. El curso escolar estaba a punto a finalizar y pronto los chicos de la calle irían con sus bicis a pasar la tarde junto al río para bañarse y jugar al balón. Y en aquellas semanas previas, Alfred vivió con la ilusión de que, por fin, aquel iba a ser para él un verano diferente. Pero ahora sus esperanzas se veían truncadas, justo cuando estaba a punto de hacer realidad su sueño. Entonces salí del mostrador, le agarré por el hombro y le pedí que me acompañara hasta la zona del taller. Y al llegar a la trastienda, sus ojos se llenaron de nuevo de vida al ver allí su ansiada bicicleta, engrasada y lustrosa como nunca antes la había visto mientras lucía en el escaparate. Alfred me miró con aquellos ojos vivarachos que no se atrevían a creer,  y en ese momento, no pude más que sonreír.


- Cógela Alfred, es para ti. –le dije.


Y si tuve en la vida momentos que a punto estuvieron de hacerme llorar de felicidad, sin duda el más intenso fue aquel día; el día en que el pequeño Alfred me abrazó largo rato con todas sus fuerzas en la mayor muestra de gratitud que jamás he sentido.


Si acaso, unos cuantos años más tarde, al poco de fallecer el padre de Alfred, volví a tener una sensación parecida cuando aquel muchacho pelirrojo y de pecas color miel llamó a mi puerta un mañana de agosto, convertido ya en un hombre maduro que frisaba los cuarenta. Y al ver la Indian Scout luciendo lustrosa a la puerta de mi garaje, pude devolverle con la misma intensidad aquel abrazo que me había entregado en la tienda muchos años atrás, cuando Alfred no era más que un niño flaquito, de cara risueña y ojos tremendamente vivarachos.


lasacra1
lasacra1
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Fecha de ingreso: 24 de Febrero de 2010
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  • 14 de Junio de 2012 a las 22:42
¡Ay! Que me había perdido.

Bueno, se acabó lo que se daba. Ya no más relatos para esta edición. Nos vamos a los comentarios para seguir las votaciones.

Gracias a los que habéis participado y a los que habéis leído.