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romi
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El sueño de los niños

12 de Junio de 2012 a las 22:26

Foto: 225- EL SUEÑO DE LOS NIÑOS

	Donde ahora se alza el gran carmen, a la derecha del camino del Avellano, por debajo del Generalife y de la Alhambra, imaginaron ellos su fantasía. Pequeña y blanca como las nieves de Sierra Nevada, recogida al final de la ladera y casi al borde del río Darro. Y como la soñaron bella, limpia e inocente como los latidos de sus corazones, el tiempo y donde el reino de lo eterno, para siempre la ha conservado. 

	Él, el hombre del corazón de oro que era como lo llamaban los niños, tenía solo tres higueras, un granado y dos nogueras. Justo al borde mismo de las aguas del río, a la izquierda del camino del Avellano y por donde las tierras del Valparaíso. Cuidaba él con mucho esmero estos seis viejos árboles y cuando recogía los frutos maduros, solo se comía algunos y no vendía ninguno. Los recolectaba en una cesta de mimbre, se iba luego por el camino con la cesta repleta de frutos y por debajo del camino del Avellano, se paraba. Buscaba el rodal de tierra que conocía y sobre la hierba, colocaba con cuidado higos maduros y dulces, granada rojas y muy sabrosas y al rato, los que por el caminillo pasaban, le preguntaban:
- ¿Es que hoy vas a vender la cosecha que te han dado tus árboles?
- Ni hoy ni nunca voy a vender nada. 
- ¿Entonces?
- Estos ricos frutos míos los pongo aquí sobre la hierba para que los niños los cojan y se los coman cuando vengan. 

	Los niños eran una pequeña pandilla, más o menos todos de la misma edad, que vivían en las casas blancas del barrio del Albaicín. Y como ellos aun estaban libres de obligaciones, muchas veces se juntaban, se iban por los caminos a las aguas del río Darro y a las tierras de los huertos que los padres cultivaban por debajo del camino del Avellano. Y para animarse y hacer más divertidos sus juegos y aventura, por votación entre ellos, eligieron a un líder. Entre sí se dijeron:
- Pero no queremos que nos dé órdenes tontas ni que te impongas sobre nosotros por la fuerza. Queremos un líder sabio, que nos respete a todos y que sepa llevar a cabo las cosas por consenso. 
Y el líder dijo:
- Estoy de acuerdo con vosotros. Así que si en algún momento hago o digo lo que no es correcto, me lo decís para que todo entre nosotros se haga por consenso. 

	Una de las pequeñas, delgada, cara redonda, pelo y ojos negros y voz semejante a los sonidos del agua del río Darro, siempre decía:
- Como el hombre de las tres higueras que nos regala frutas cada día, no hay por aquí nadie de bueno. 
- ¡Claro! Por eso lo llamamos corazón de oro. Y por eso todos sabemos que tú a él lo quieres mucho y él contigo, se le cae la baba. 
Decían esto porque el hombre de la fruta, en cuanto cada día veía al grupo de los niños, preparaba la mejor fruta, la ponía sobre la hierba y al llegar la pequeña, siempre le daba el higo más maduro o la nuez más sana. Y ella, siempre se ponía a su lado, le ayudaba a repartir los frutos y cuando la cesta de mimbre estaba vacía, enseguida decía:
- Vamos corriendo a las higueras y cojamos otra carga de higos para que nuestro amigo se los lleve a su casa y se los coma. Él siempre nos da lo mejor de sus árboles y nosotros, pocas veces hacemos algo bueno para agradecérselo. 

	Le gustaba al hombre esta forma de ser y comportarse la pequeña y por eso, cada día la mimaba un poco más. Hasta que una mañana, cuando los niños llegaron a donde el hombre tenía sus frutas sobre la hierba, el líder dijo:
- Hoy queremos pedirte algunos consejos. 
Al oír esto, el hombre enseguida preguntó:
- ¿De qué se trata?
- Muchas veces ya lo hemos hablado entre nosotros y por fin hemos acordado que nos ayudes. 
- ¿Pero en qué tengo que ayudaros?
- Como siempre eres bueno con nosotros, se nos ha ocurrido que podríamos seguir tu ejemplo. 
- ¿Y de qué modo vais a seguir mi ejemplo?
Y en este momento fue la pequeña la que cogió la palabra y dijo:
- Queremos construir una ciudad solo para nosotros, aquí cerca de donde cada día tú nos regalas frutas. ¿Qué te parece?
- Que me gusta vuestro sueño pero ¿para qué necesitáis una ciudad y a vuestra medida? 
- Porque nos hemos dado cuenta que lo que tú haces es algo muy bonito que nos gusta mucho. Y como ya sabemos que nos quieres y eres bueno, si construimos una ciudad aquí cerca de ti, sería bueno para todos. Tú nos protegerías de los que vengan a pegarnos o a robarnos y nosotros a cambio, viviendo todos juntos y en esta ciudad, te demostraríamos nuestro agradecimiento. Como un homenaje pequeño a lo bueno que siempre has sido con nosotros. 

	Y el hombre, después de oír las fantasías que la pequeña le relató, guardó silencio. Meditó un momento y luego preguntó:
- Pero todavía no tengo claro en qué tengo que ayudaros. 
Y de nuevo la pequeña dijo:
- Como tú eres bueno y sabes mucho, hemos pensado que puedes ir a los palacios de la Alhambra, preguntar por el dueño de las tierras que hay en la ladera de enfrente, le dices lo que te hemos contado y al final le pides que nos regale esas tierras. 
Y el líder del grupo aclaró:
- Sí, porque lo primero que necesitamos son esas tierras de la ladera, no lejos del río y cerca de tu rincón. Si nos la regalan, también luego tú puedes ayudarnos a construir la ciudad que te hemos dicho. 
Y otra vez el hombre guardó silencio. 

	Al día siguiente subió a la Alhambra, habló con el dueño de las tierras y en cuanto éste supo lo que los niños soñaban, dijo:
- Esas tierras son las que yo tengo reservadas para construirme un gran palacio. 
- Se trata solo de una fantasía de los niños. ¿No podríamos hacerlos felices permitiendo que realicen su sueño?
- ¿Pero es que estás loco?
Y el hombre ya no dijo nada más. Bajó desde la Alhambra al río Darro y a la mañana siguiente preparó sus frutas para repartirlos con los niños cuando estos llegaran. Y llegaron, les dio las frutas y como la pequeña lo encontró triste, le preguntó:
- ¿Por qué hoy no sonríes como otras veces?
Y el hombre no quiso decirles por qué no tenía ganas de sonreír. 

	Pasado el tiempo, muchos años, los niños se fueron haciendo mayores y la pequeña de pelo y ojos negros, con sus padres un día se marchó de Granada. Junto a la higuera más grande de las tres que tenía cerca del río, el hombre sembró rosales. Cada día los regaba y siempre se decía: “Esto es como un homenaje y para que nunca me olvide de mi amiga de pelo negro”. Por encima del camino que lleva a la famosa fuente del Avellano, a la derecha según se sube una pequeña cuesta, se alzó un hermoso y blanco palacio. Todavía hoy se puede ver ahí, en la ladera cerca del río y en las mismas tierras donde los niños habían pensado construir la ciudad de sus sueños. Y nadie hoy lo sabe pero cuando se pasa por el lugar, camino de la Fuente del Avellano, si se mira con los ojos que se ven los sueños, se descubre algo muy hermoso: como una ciudad en miniatura de casas blancas y calles muy estrechas, decorado todo con jardines llenos de flores y muchos, muchos pequeños ríos de aguas claras.

El sueño de los niños

 

               Donde ahora se alza el gran carmen, a la derecha del camino del Avellano, por debajo del Generalife y de la Alhambra, imaginaron ellos su fantasía. Pequeña y blanca como las nieves de Sierra Nevada, recogida al final de la ladera y casi al borde del río Darro. Y como la soñaron bella, limpia e inocente como los latidos de sus corazones, el tiempo y donde el reino de lo eterno, para siempre la ha conservado.

 

          Él, el hombre del corazón de oro que era como lo llamaban los niños, tenía solo tres higueras, un granado y dos nogueras. Justo al borde mismo de las aguas del río, a la izquierda del camino del Avellano y por donde las tierras del Valparaíso. Cuidaba él con mucho esmero estos seis viejos árboles y cuando recogía los frutos maduros, solo se comía algunos y no vendía ninguno. Los recolectaba en una cesta de mimbre, se iba luego por el camino con la cesta repleta de frutos y por debajo del camino del Avellano, se paraba. Buscaba el rodal de tierra que conocía y sobre la hierba, colocaba con cuidado higos maduros y dulces, granada rojas y muy sabrosas y al rato, los que por el caminillo pasaban, le preguntaban:

- ¿Es que hoy vas a vender la cosecha que te han dado tus árboles?

- Ni hoy ni nunca voy a vender nada.

- ¿Entonces?

- Estos ricos frutos míos los pongo aquí sobre la hierba para que los niños los cojan y se los coman cuando vengan.

 

          Los niños eran una pequeña pandilla, más o menos todos de la misma edad, que vivían en las casas blancas del barrio del Albaicín. Y como ellos aun estaban libres de obligaciones, muchas veces se juntaban, se iban por los caminos a las aguas del río Darro y a las tierras de los huertos que los padres cultivaban por debajo del camino del Avellano. Y para animarse y hacer más divertidos sus juegos y aventura, por votación entre ellos, eligieron a un líder. Entre sí se dijeron:

- Pero no queremos que nos dé órdenes tontas ni que te impongas sobre nosotros por la fuerza. Queremos un líder sabio, que nos respete a todos y que sepa llevar a cabo las cosas por consenso.

Y el líder dijo:

- Estoy de acuerdo con vosotros. Así que si en algún momento hago o digo lo que no es correcto, me lo decís para que todo entre nosotros se haga por consenso.   

 

          Una de las pequeñas, delgada, cara redonda, pelo y ojos negros y voz semejante a los sonidos del agua del río Darro, siempre decía:

- Como el hombre de las tres higueras que nos regala frutas cada día, no hay por aquí nadie de bueno.

- ¡Claro! Por eso lo llamamos corazón de oro. Y por eso todos sabemos que tú a él lo quieres mucho y él contigo, se le cae la baba.

Decían esto porque el hombre de la fruta, en cuanto cada día veía al grupo de los niños, preparaba la mejor fruta, la ponía sobre la hierba y al llegar la pequeña, siempre le daba el higo más maduro o la nuez más sana. Y ella, siempre se ponía a su lado, le ayudaba a repartir los frutos y cuando la cesta de mimbre estaba vacía, enseguida decía:

- Vamos corriendo a las higueras y cojamos otra carga de higos para que nuestro amigo se los lleve a su casa y se los coma. Él siempre nos da lo mejor de sus árboles y nosotros, pocas veces hacemos algo bueno para agradecérselo.

 

          Le gustaba al hombre esta forma de ser y comportarse la pequeña y por eso, cada día la mimaba un poco más. Hasta que una mañana, cuando los niños llegaron a donde el hombre tenía sus frutas sobre la hierba, el líder dijo:

- Hoy queremos pedirte algunos consejos.

Al oír esto, el hombre enseguida preguntó:

- ¿De qué se trata?

- Muchas veces ya lo hemos hablado entre nosotros y por fin hemos acordado que nos ayudes.

- ¿Pero en qué tengo que ayudaros?

- Como siempre eres bueno con nosotros, se nos ha ocurrido que podríamos seguir tu ejemplo.

- ¿Y de qué modo vais a seguir mi ejemplo?

Y en este momento fue la pequeña la que cogió la palabra y dijo:

- Queremos construir una ciudad solo para nosotros, aquí cerca de donde cada día tú nos regalas frutas. ¿Qué te parece?

- Que me gusta vuestro sueño pero ¿para qué necesitáis una ciudad y a vuestra medida?

- Porque nos hemos dado cuenta que lo que tú haces es algo muy bonito que nos gusta mucho. Y como ya sabemos que nos quieres y eres bueno, si construimos una ciudad aquí cerca de ti, sería bueno para todos. Tú nos protegerías de los que vengan a pegarnos o a robarnos y nosotros a cambio, viviendo todos juntos y en esta ciudad, te demostraríamos nuestro agradecimiento. Como un homenaje pequeño a lo bueno que siempre has sido con nosotros.

 

          Y el hombre, después de oír las fantasías que la pequeña le relató, guardó silencio. Meditó un momento y luego preguntó:

- Pero todavía no tengo claro en qué tengo que ayudaros.

Y de nuevo la pequeña dijo:

- Como tú eres bueno y sabes mucho, hemos pensado que puedes ir a los palacios de la Alhambra, preguntar por el dueño de las tierras que hay en la ladera de enfrente, le dices lo que te hemos contado y al final le pides que nos regale esas tierras.

Y el líder del grupo aclaró:

- Sí, porque lo primero que necesitamos son esas tierras de la ladera, no lejos del río y cerca de tu rincón. Si nos la regalan, también luego tú puedes ayudarnos a construir la ciudad que te hemos dicho.

Y otra vez el hombre guardó silencio.

 

          Al día siguiente subió a la Alhambra, habló con el dueño de las tierras y en cuanto éste supo lo que los niños soñaban, dijo:

- Esas tierras son las que yo tengo reservadas para construirme un gran palacio.

- Se trata solo de una fantasía de los niños. ¿No podríamos hacerlos felices permitiendo que realicen su sueño?

- ¿Pero es que estás loco?

Y el hombre ya no dijo nada más. Bajó desde la Alhambra al río Darro y a la mañana siguiente preparó sus frutas para repartirlos con los niños cuando estos llegaran. Y llegaron, les dio las frutas y como la pequeña lo encontró triste, le preguntó:

- ¿Por qué hoy no sonríes como otras veces?

Y el hombre no quiso decirles por qué no tenía ganas de sonreír.

 

          Pasado el tiempo, muchos años, los niños se fueron haciendo mayores y la pequeña de pelo y ojos negros, con sus padres un día se marchó de Granada. Junto a la higuera más grande de las tres que tenía cerca del río, el hombre sembró rosales. Cada día los regaba y siempre se decía: “Esto es como un homenaje y para que nunca me olvide de mi amiga de pelo negro”. Por encima del camino que lleva a la famosa fuente del Avellano, a la derecha según se sube una pequeña cuesta, se alzó un hermoso y blanco palacio. Todavía hoy se puede ver ahí, en la ladera cerca del río y en las mismas tierras donde los niños habían pensado construir la ciudad de sus sueños. Y nadie hoy lo sabe pero cuando se pasa por el lugar, camino de la Fuente del Avellano, si se mira con los ojos que se ven los sueños, se descubre algo muy hermoso: como una ciudad en miniatura de casas blancas y calles muy estrechas, decorado todo con jardines llenos de flores y muchos, muchos pequeños ríos de aguas claras.