Lo de copiar-pegar veo que ha vuelto a las andadas, otro intento y si no sale, lo buscáis vosotros en el diccionario. superstición. (Del lat. superstitĭo, -ōnis). 1. f. Creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón. 2. f. Fe desmedida o valoración excesiva respecto de algo. Superstición de la ciencia. Edito para el tema de los plazos. Se admiten relatos hasta el 12 de julio a las 22,00 h. Recordad que en este hilo sólo los relatos del concurso con el usuario del concurso. Los que tengan dudas que acudan al hilo de los comentarios supersticiosos o a mí por privado. Suerte a todos. |
Premonición Jairo pensó que su mujer tendría piedad con él y lo dejaría ese domingo en casa; pero ella estaba encargada de la tercera lectura y lo llevó a misa brincando con un par de muletas y el yeso en el pie derecho forrado en nylon por si llovía. Él se dejó llevar compadecido, pues mucho la vio practicar, corrigiendo la gravedad de la voz cuando llegaba al versículo: “Siendo rico, por nosotros, se hizo pobre”. Llegaron a la iglesia cuando aún se rezaba el Rosario. “El quinto misterio”, pensó él aliviado. Compraron en la entrada la publicación dominical, pero la devota anciana a cargo de la venta también les ofreció tickets con números para la rifa de la próxima semana. Jairo no encontró monedas en sus bolsillos y en la cartera solo dos billetes: uno de cinco pesos y otro de cincuenta. Dio el menor a la anciana, con la cara adecuada de quien espera el cambio, pero la señora nada más le entregó el ticket y apretándole la mano le anunció, “Este te dará suerte hijo mío”. Tardó un minuto en separarse de la señora. Una descarga le llegaba de los dedos de aquella mujer y le estremeció el pecho. Llegó al banco de costumbre, el que está justo frente a la imagen de Domingo Savio portando la bandera virtuosa. Cuando su mujer se alejó para colocar el marcador en la página de la lectura que le tocaba, Jairo desarrugó el papel y vio el número: 994. Una imagen difusa que se construía y desvanecía en su cabeza no lo dejaba pensar. Sintió que le tosían en la nuca. “Ayer tiraron Puta Vieja”, le susurró la voz ronca del Listero a sus espaldas. Jairo nunca jugaba, pero todas las mañanas, mientras esperaba el transporte para el trabajo, coincidía con el Listero en la esquina y este lo actualizaba con el número ganador de la noche anterior con la imagen correspondiente en la charada. “Puta Vieja, 96, compadre”, le explicó la voz que ya se dejó oír más que el Gloria de turno en el Rosario. Varios pares de espejuelos se volvieron a los hombres y la mujer de Jairo lo reprendió con la mirada desde el púlpito. La imagen escurridiza en su cerebro entonces se hizo clara. Arrancó una esquina de la publicación dominical y allí escribió todas las combinaciones posibles con el número 994. Juntó el billete de cincuenta y el pedazo de papel garabateado y lo pasó al Listero. “Juégalo todo”. Su mujer casi lo sorprende en la maniobra justo cuando regresaba a su lugar en el banco. Los acordes sacros anunciaban el inicio de la ceremonia. “¿Cómo rayos no tienes dinero?”, lo regañaba su mujer al salir de la iglesia, molesta porque había tenido que dar de su monedero cuando la cesta de la colecta les llegó. Iba Jairo sin escucharla, aguantándose de las muletas, saltando sobre el pie sano y cuidando de no apoyar el yeso forrado en nylon. Iba feliz, sin saber por qué; quizás porque era domingo, qué sabía él. Fue entonces cuando la sombra se le enredó en el paso. Un gato negro, salido de nadie sabe dónde, zigzagueó entre su pie y las muletas, le dio la vuelta y desapareció. Para Jairo el domingo había terminado. Quedó helado, con la perna enyesada quieta en el aire, como un cupido desarmado y sin fuente. “No te preocupes mi negro. No tiene que volver a pasar”, lo serenaba sin éxito su mujer; porque Jairo solo recordó aquel lunes que viniendo con el pan de la bodega, contento por conseguirlo aún caliente, pasó desprevenido por debajo del andamio donde se apoyaba un balcón inseguro y no más dio un paso en la calle lo atropelló un almendrón. Algo malo le iba a suceder ese domingo, Jairo lo sabía. Trató de convencer a su mujer de no ir a casa del amigo Manuel, pero la mulata le advirtió que si ellos dos no iban entonces el jaleo lo venían a hacer a su apartamento y ella no estaba para aguantarle borracheras a nadie y menos para ver futbol. “¡Vaya, si fuera pelota!”, concluyó manoteando su exposición. Jairo coincidía, pero desde que una tarde de dominó los socios se burlaron de él porque preguntó si CR7 era un avión americano o ruso, se convenció que en el barrio ya a nadie le interesaba el average de Cepeda, sino los goles de un portugués; así que, o se adaptaba o no jugaba más dominó. Hizo todo el viaje profetizando el peligro. Que si se fastidiaba el pie sano en el último escalón; que si la guagua demoraría en pasar; que si vendría repleta de gente. Pero la escalera del edificio estaba recién baldeada y llegó salvo a la acera, la guagua lo esperó en la parada porque el chofer se apiadó de su convalecencia y aunque venía vacía, un educado joven le cedió el primer asiento. Pero para Jairo, el mal postergado era mal agravado. Sobrevivió preocupado hasta casa de su amigo. Habían instalado la mesa del dominó en el portal, mientras que en la sala se lucían, en una televisión de pantalla plana, los colores brillantes del partido por empezar. “Me lo mandó el brother”, le explicó el amigo poniéndole delante un vaso con ron. El padre de Manuel, fumaba su acompañada soledad en un sillón, sin mirar las modernas formas del aparato, solo las curvas del humo que le aireaban la memoria. Manuel, se sentó en la mesa de juego y levantó las fichas. “Negro, en esta casa se le va a España”, le gritó a Jairo que se apoyaba en la pared para descansar de las muletas. La voz del viejo lo sacó del mundo. “A la larga perdimos la guerra. Antes se nos iba el oro, ahora se nos van los hijos”. Entonces ese sería su momento de mala suerte, pensaba Jairo. España perdería. Pero ganó y con cuatro goles y el contrario jugó con diez y hasta el niño Torres anotó. El domingo corría y algo muy malo le pasaría a Jairo, de eso estaba convencido. Recién nacida la noche, se despedían de los amigos. “No pierdas el camino, compadre”, le decía Manuel, mientras subrayaba con el índice número de la casa: 994. “¡Ay, Virgen de la Caridad, Ochún bendita!”, se lamentaba Jairo recordando los cincuenta pesos apostados y ya muy probable que perdidos. Ese sería el mal de este domingo… o uno de ellos. Regresaron al apartamento sin que hubiera accidentes, ni el más mínimo tropezón y mientras otra hora terminaba incólume, más crecía el miedo de Jairo pronosticándose una catástrofe astronómica. “Verás que el meteorito en vez de Yucatán, ahora nos parte al medio”, le decía a la mulata que bien escasa de tela se le proponía tibia, separando las sábanas inútiles en el calor de Julio. Entonces creyó Jairo descubrir la fatalidad tan reservada del domingo. Luego de un par de besos y rozar suficiente, aún su hombría no reaccionaba. Así que ese era el castigo: fallarle a su hembra, poner en duda su estirpe cimarrona, de vitalidad demostrada a cabalidad. Pero bastó que los labios gruesos y jugosos de la mulata, mordieran los puntos exactos y allí estuvo la gloria africana, la furia selvática e insumisa. Y cuando el arremeter del oleaje femenino se apaciguaba tras el tsunami satisfecho y aún los suspiros le llenaban los pulmones, tocaron a la puerta. “Seguro es la policía”, pensó Jairo, que fue cojeando y desnudo, con el pánico del mal augurio metido en el cuerpo. Solo dejó una hendija y por ella apareció la cara sudorosa del Listero. “Negro, disculpa hermano. Es que era mucho”, le decía bajito, metiendo un paquete entre la hoja y la pared. “Te lo sacaste Negro, felicidades”. Jairo cerró la puerta. España era Campeón de Europa, en su cama una mujer desnuda dormía el placer, en su mano colgaba un paquete donde asomaban los fajos de billetes y el tictac de un reloj le anunció que el domingo ya terminaba, que era lunes y estaba cojo, pero vivo. En la calle al costado de la iglesia, sobre las marcas que en el asfalto había dejado el violento frenar de unos neumáticos, una gata maullaba a sus tres hijos que se entretuvieron con el cadáver de intestinos explotados de un gato negro. “Recuerden hijos míos, es de mala suerte pasar entre las muletas de un cojo.” Notas del Autor: almendrón. Auto de modelo antiguo norteamericano empleado como taxi. guagua. Transporte colectivo y público. Ochún. Deidad del panteón Oricha. Cepeda. Famoso jugador de béisbol. CR7. Bueno... ¿quién no lo sabe? |
¿Verdad o mentira? No hacía muchos días que había llegado a esa tierra, el vergel de las Américas, cuando, ya en el autobús de vuelta al hotel y después de visitar a un amigo, atisbé a través de la ventana una especie de motitas brillantes que flotaban por encima del cementerio que quedaba a las afueras de la capital. Lo primero que hice al llegar al hotel fue llamar a mi amigo, al que acababa de dejar, para explicarle lo que vi… Y, él, con mucho gusto, me explicó esta historia: “Hace muchos años—me dijo—, no tantos como para olvidarlo, y no tan pocos como para recordar el nombre de sus protagonistas, una pareja de enamorados decidieron ir esa noche al citado cementerio para consumar su amor. (He de aclarar aquí, que mi amigo, cuando llegó a esta parte de la historia, me dejó muy claro que la idea de ir al cementerio había salido de la calenturienta cabeza del chico, que, aunque muy enamorado, no podía soportar más los ardores de su cuerpo) Pues bien, esa noche de luna llena, la pareja se deslizó hasta los bajos muros del camposanto y lo saltó. Ella—siempre, según mi amigo—era novata en los juegos del amor y nada sabía de las verdaderas intenciones de su amado. Es más, creía que estaban ahí buscando la soledad que anhelan las parejas para susurrar bellas palabras de amor a su enamorado/a. Y, que, a lo sumo, consumarían el ardor que sentían en besos que destrozarían sus labios y dejarían marca en sus cuellos. Así comenzaron sus primeros pasos por encima de la hierba que cubría los promontorios, donde los menos adinerados habían enterrado a sus muertos, dedicándoles sólo una lápida ya deslustrada por el abandono. Él, nuestro protagonista, sin poder resistir más el embate de su anhelo, se sentó en un frío banco de piedra y le pidió a ella que hiciera lo mismo. Ella así hizo y los besos y suspiros llegaron aquel solitario lugar, hasta que la mano de él bajó más allá de su cuello… Ella, sorprendida y turbada, se levantó para escabullirse entre unos panteones, y así alejarse de él mientras volvía la cordura a su cuerpo. Como es de esperar, él hubiera ido tras ella, para, con dulces palabras, subirle la falda; pero, pensó, que en ese instante era necesario bajar otra cosa, que si no, no quedaba seria la cosa. Así que acabó por estirarse en el banco de piedra, concentrándose en…, en un viejo esqueleto de largo cabello rubio ondeando al viento y desgarradas ropas; en un muerto de pálido rostro, cabello negro y…, y sin saber cómo o por qué, esos muertos se rellenaron de carne traslúcida que le sonreían con timidez unos y lujuria otros. Extrañamente, todos esos muertos eran femeninos, menos uno a dos que también se presentaron, y dejaron de sonreír al ver la cara de horror que ponía nuestro personaje. Ella, que aún seguía escondida detrás del mausoleo, con una mano en el pecho tratando de controlar su loco corazón, y desconcertada por lo que tardaba su enamorado en ir a buscarla, salió para ver qué pasaba. Tímidamente se asomó por la esquina y…, el mundo se le cayó a los pies. No os vos a decir por dónde quedó el gran amor que le tenía aquel desgraciado; quien, con esa cosa pidiendo guerra y la camisa abierta, parecía ser victima de varios estertores, porque salía de uno y volvía a entrar en otro. Como es de esperar, ella abandonó el cementerio envuelta en un mar de lágrimas mientras los gemidos de él llenaban el lugar. Al amanecer y casi muerto, arrastrando los pies y con la ropa echa jirones, llegó el enamorado a su casa contando una historia que, como es de esperar, nadie creyó. Lo curioso de este hecho es que a la noche siguiente a ésa, ninguna luz apareció en el cementerio; y todos lo que lo vieron, declararon que, fuera o no cierta la historia del muchacho, los muertos debían de estar descansando en paz después de una noche desenfrenada de sexo. Como es de esperar, a los pocos días las pompas volvieron a brillar en el camposanto, pero lo extraño es que todas esas luces pululaban alrededor de un banco de piedra.” Mi amigo me dijo riendo que esa historia sólo era una vieja superstición, y que como todo el mundo sabía, esas luces eran debido a no sé que gases y no sé que líquidos que tiran a los muertos. Así que le deseé unas buenas noches y corté la llamada. Un rato después, cuando ya me hallaba en la cama, recordé que me había parecido ver desde el autobús a ese montón de luces juntas…, revoloteando nerviosas… Me dormí con una sonrisa, pensando que debían de estar buscando a alguien que les diera un descanso para que pudieran descansar en paz unos días… |
Sesenta «Dos excesos: excluir la razón, no admitir más que la razón». (Blaise Pascal). 1, 2, 3… Pronto todo habrá acabado de nuevo. Pero estoy tranquilo, contrariamente a lo habitual. Dudo si sonreír para exteriorizar mi alivio, aunque finalmente no lo hago. Sé que me arrepentiría, porque no me gusta trivializar las cosas que me importan. Será que ya he transformado mis actos en rutinas… Necesarias rutinas, por otro lado. Trascendentales rutinas. Pronto habré acabado, sí. (…) 12, 13, 14… ¿Cómo surgió? Aún lo recuerdo... Fue algo natural. Improvisado. Nació espontáneamente como consecuencia de una profunda reflexión sobre mis miedos. Fue mi lógica respuesta a la búsqueda de un método, más o menos científico, que me permitiera disipar las dudas que me atormentaban. No recuerdo cuándo comencé a hacerlo, pero sé que lo necesito como una droga y con eso me basta. Porque no podría continuar sin ello. No sería yo. Es mi aire; mi respirar, es... ¿vivir? (…) 25, 26… Me encuentro en un lugar amplio y diáfano. Lleno de luz. Un espacio blanco e impoluto. Puro como la nieve. Me tumbo. Me gusta su tacto en mi rostro, porque es algo que también me hace sentir vivo. Como sumergirme desnudo en el mar, como tantas otras pequeñas cosas que sobrevuelan apenas instantes mis pensamientos. (…) 33, 34… «Demasiado deprisa… ¡Concéntrate!», me digo. Estoy fallando, lo sé. Tal vez sea hoy el día. (…) 38, 39… Oscurece por momentos y la nieve desaparece. (…) 41, 42… Se evapora sin licuarse. Se convierte en humo. Gris. Negro, finalmente. Me incorporo y dejo de respirar. (…) 46… Soy consciente de ello, pero no opongo resistencia. (…) 48… Me ahogo, pero extrañamente no me importa. Siento la presión de la sangre en mi cabeza; mis latidos, cada vez más lentos, en las sienes; un incesante hormigueo que recorre mis hombros hacia mis brazos y que los adormece. Y todo mi cuerpo, poco después (…) 51, 52… Me dejo ir. Casi no estoy…, pero mi mano continúa aferrando el único objeto que pondrá fin a mi pesadilla, tras mi personal y rutinario experimento, o que me condenará perpetuamente a ella. (…) 56, 57… Perder la noción del tiempo es el primer síntoma de locura según dicen, por eso repito cotidianamente este sencillo ritual todas las noches antes de dormirme. (…) 58… Un minuto. (…) 59… Abro los ojos. (…) 60. Detengo el cronómetro ¿Seguiré cuerdo?
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Speedy Huong Me habían dicho que mi hombre tal vez se encontrase entre aquel grupo de jóvenes que, sentados bajo un techo inclinado de palma fuera del almacén de adobe, hablaban animadamente de sus cosas. Me acerqué a ellos y me quité el salacot. − Disculpen, muchachos. ¿Algunos de ustedes es Speedy Huong? Los jóvenes se miraron entre sí con cierta extrañeza pero al punto echaron a reír. − ¡Por supuesto que no! − ¿Saben ustedes dónde puedo encontrarle? − A esta hora seguro que estará en los campos ayudando en las faenas. Si al chaval le apetece ayudar a sus hermanas en la cosecha no vamos a impedírselo. Pero nosotros somos hombres y por lo tanto no debemos trabajar en el campo. ¡Eso es cosa de mujeres! − ¡Pobre Huong! En el fondo me da pena. Le tienen dominado. − ¡Bah! Es más tonto que una calabaza! − Vaya usted recto hacia aquellos arbolillos. Allí comienzan los sembrados. Hay unas sendas que los atraviesan. Sígalas y llegará donde las mujeres están trabajando. − ¡Las mujeres y ese mariquita de Huong! − ¡Ja,ja,ja! La verdad es que aquel grupo de jóvenes, perdiendo el tiempo apoltronados a la sombra de las palmas y libando zumos fermentados, no me parecieron demasiado edificantes y me hicieron dudar de si habría hecho bien acudiendo a aquella remota aldea en busca de un refuerzo par mi equipo de atletismo. Les di las gracias y tras calarme de nuevo el salacot me dirigí hacia donde me habían indicado. No tardé demasiado en alcanzar un pequeño mogote en el que crecía un grupo de desmadejados arbolillos. Desde allí se distinguían, hasta donde se perdía la vista, amplias extensiones de terreno cultivado. Hacia poniente corría un riachuelo y junto al mismo vi un grupo de personas que estaban trabajando en alguna extraña tarea. Cuando me acerqué un poco más pude ver que se trataba de un grupo de mujeres de diversas edades, que iban llenando cuencos con el agua del riachuelo y tras caminar un poco en cuesta arriba, vertían su contenido en una especie de canal por el que el agua alcanzaba a regar los campos próximos. No vi ningún muchacho por allí. Tan sólo aquellas mujeres que, en silencio, iban trasegando el agua del riachuelo al canalillo. Me extrañó que no cantasen. Yo pensaba que los habitantes de esas tribus, cuando se entregan a sus trabajos, cantan rítmicas melodías. Ahora ya sé la razón por la que me las imaginaba trabajando en medio de tales cánticos. Más tarde, aquel mismo día, me confesaron que cuando acuden los del National Geographic o los de alguna cadena de televisión para filmar escenas de sus trabajos aprovechan para cantar cantos rituales. En general lo hacen porque así se lo piden los productores de los programas. Les suelen decir que los espectadores de las televisiones que ven esos documentales no entenderían que trabajasen de otro modo. Me dirigí a una mujer mayor que, mientras las demás se ocupaban del riego, estaba sentada sobre una piedra, con una amplia cesta delante en la que iba vertiendo unas habichuelas que iba extrayendo de un gran montón de vainas que tenía a su lado. − Buenos días, señora. – le dije − ¿Puede usted decirme donde puedo encontrar a Speedy Huong? − Buenos días, Buana. El pobrecito Huong, mi nieto, está corriendo, como hace todas las mañanas, para traerme algo bueno de la aldea. Yo le digo siempre que no necesitamos nada, pero el quiere correr cada día hasta allí y luego regresar. − Me han dicho que es muy rápido corriendo. − Le han dicho bien, Buana. − También me han dicho que les ayuda a ustedes en los trabajos del campo... − Eso es lo que dicen los otros jóvenes. En realidad no tienen ni idea de lo que hace. Sólo saben que lo ven salir cada mañana conmigo y con su madre y sus hermanas hacia aquí. Jamás en la vida se les ocurriría a ellos acercarse a los campos. − Ya lo comprendo... Para hacerlo más breve les diré, sencillamente, que aquel muchacho era un prodigio como atleta. Y que pocos días más tarde dejamos atrás el poblado en el todoterreno, tras despedirnos de aquellos zánganos y de aquellas laboriosas mujeres. Y en pocas semanas lo tuvimos entrenando en las pistas universitarias. Su integración en el grupo de jóvenes atletas fue sencilla. Le aceptaron muy bien. En el fondo, todos eran conscientes que si algo faltaba en nuestro equipo de atletismo era un corredor de medio fondo. Y si bien al principio tuvimos ciertos problemas con el idioma y con los alimentos, muy pronto comenzó a progresar en sus habilidades idiomáticas y a aceptar la dieta de los pueblos civilizados. En cuanto a lo primero tuvo mucho que ver que una delgaducha saltadora de altura, toda fibra y talento, lo apadrinase, por decirlo de algún modo, y se dedicase a enseñarle con una actitud casi maternal a defenderse en nuestro idioma. Muy pronto se hizo pieza fundamental en el equipo. Desde los cuatrocientos metros hasta la maratón no tenía rival. De modo que, aquel año, con su aportación, nada iba a impedir que ganásemos el concurso inter universitario. Era tal su velocidad y su potencia y tan hermoso su modo de correr que pronto fue habitual que en los entrenamientos acudiesen a verle numerosa gente de nuestro Campus. Y también algunos fisgones de la Universidad rival. Recuerdo que pocos días antes del campeonato anual vi, entre los mirones, a su entrenador, que no podía ocultar su disgusto al ver la innegable calidad de nuestra nueva adquisición. Y llegó el gran día. El día en que mi equipo iba a hacer historia. Y todo gracias a un rumor que me llegó a los oídos, meses atrás, sobre la existencia de un indígena que corría como una gacela, Speedy Huong. Me llegué a primera hora de la mañana a la residencia del Campus donde se alojaban mis jóvenes atletas, alegre y satisfecho, pensando en lo bello que es este lugar llamado mundo y lo maravilloso que es eso del deporte universitario. En especial cuando lo practican tus pupilos y tú puedes ver, con un martini en la mano, desde la grada, como vencen en la mayoría de las pruebas. Me acompañaba Peter, mi fiel colaborador, segundo entrenador del equipo. − ¡Jefe, miré eso! − ¿Qué ocurre? − ¡Esos jóvenes! La residencia estaba rodeada de un extenso terreno cubierto de verde césped y a su vez todo ello lo rodeaba un seto de un par de metros de alto que se abría en su parte norte, en un lugar donde dos amplias vallas delimitaban la entrada para los vehículos y junto a ellas, a cada lado, unos espacios de poco más de un metro de ancho daban paso a los viandantes. Cuando nos acercábamos a las entradas vimos que un grupo de jóvenes, dos muchachas y tres chicos, salían apresuradamente y se alejaban corriendo por el camino de sirga que une la residencia con los otros edificios. − No les conozco. No son residentes del Campus. ¿Qué diantres hacían saliendo de nuestros terrenos? − Me pareció ver que llevaban alguna cosa. − Ya lo vi. Llevaban algo como una gran jaula. − Si era eso no la han robado aquí. No hay jaulas en la residencia. − De todos modos no me gusta que hayan estado fisgando por aquí. Vamos, Peter. En cuanto llegamos al edificio vimos que algo no iba bien. Una chica, la saltadora que había apadrinado a Huong, se nos acercó muy nerviosa. − ¡Algo le ha pasado a Speedy! − ¡Vengan a la habitación! – gritó un chico que la acompañaba. Corrimos a toda prisa hasta la habitación que Huong compartía con aquel muchacho, situada en un rincón del edificio, junto al cual crecían en grupo tres ramosos y corpulentos árboles. Entramos en la habitación y hallamos al pobre muchacho arrodillado frente a su mesilla, en la que había puesto un pequeño idolito y junto al cual había colocado su amuleto personal, que siempre llevaba colgado del cuello. − ¡Huong! – exclamé −¿Qué ocurre? Me miró con una expresión tal de desaliento que me hizo temer lo peor. El muchacho parecía querer disculparse de algo. ¿Pero de qué iba a tener que disculparse? Como si leyese mi pensamiento señaló por la ventana hacia el grupo de árboles y sus ramas. Agarrada en una de esas ramas vimos una gran cacatúa, una especie de loro gigante, de un espectacular y chillón color verde azulado con una zona de un vistoso color dorado alrededor del cuello. − ¡Tiu-Tó! ¡Tiu-Tó! − ¿Qué dice este chico? − No sé, Peter. Parece que ese pajarraco le ha asustado. − No me extraña. – dijo la muchacha – Ese pajarraco parece mismamente el Tiu-Tó, un ave misteriosa, prácticamente extinguida, que simboliza desgracia e infortunio. Entre los Donghong existe la firme creencia que si ese animalucho aparece una mañana, ese día será nefasto para ellos y para su pueblo. − ¿Y cómo sabes todo eso? − Speedy me ha contado muchas cosas. Y otras muchas las he encontrado en Google y en Facebook. Tienen curiosas supersticiones… − Pues estamos listos. Tal y como veo al muchacho dudo que hoy pueda competir ni correr. − No correrá. Ese pájaro es de tan mal agüero que para contrarrestar sus negros designios hay que evitar salir al aire libre. Y si le conozco bien, Speedy va a dedicar buena parte del día a la oración. − ¡Eh! ¿Qué es eso? Algo como un gigantesco cazamariposas se acercaba sigilosamente al pajarraco. Y súbitamente ¡zas! la cacatúa quedó atrapada en su interior. − ¡Es nuestro jardinero! Por lo visto ahora se dedica a la caza por el Campus. Buenos días, Forrest. Ven aquí y tráenos ese animal. Aquel día Speedy corrió como nunca. Batió todos los récords universitarios y nos llevó a lo más alto del podio. Tendríais que haber visto la cara del entrenador de la vecina universidad cuando le vio aparecer. Y a aquel grupo de chavales que, a su lado, abrieron unos ojos como platos, pues no podían creer que hubiese fallado su sofisticado plan. Pero es que, amigos míos, el detergente que usamos en el Campus para las manos tiene numerosas cualidades. Entre otras cosas, permite fácilmente eliminar las tintas que algunos usan para camuflar vulgares cotorras californianas para que semejen algún tipo peculiar de ave exótica. |
Tres luces No paraba de llover, llevaban muchos días con aquel cielo cubierto por una espesa bruma que dejaba escapar aquella roña infinita, que calaba hasta los huesos y parecía que fuera a hacerlos puré, reblandecidos por el agua. Pierre miraba al frente, estaba de guardia y, aunque no podía distinguir nada en medio de la niebla, sus ojos permanecían escudriñando el cercano horizonte sin descanso. —¿Qué estoy haciendo aquí —se preguntó una vez más— ¿Y sobre todo por qué estoy aquí? Ellos no me han hecho mal y yo tampoco se lo hice nunca. No les conozco y tengo que matarles, sin haberles visto siquiera. Dispararé y no sabré si le he dado a alguno. Y su muerte ni siquiera pesará en mi conciencia. Se restregó las manos con violencia, estaban cubiertas de barro y sabía por experiencia que si dejaba que se secara, quedarían aprisionadas como por un guante espeso que cuartearía la piel y la llenaría de grietas. Ya padecía suficientes dolores, cada vez más agudos y menos soportables. Conservar la sensibilidad en ellas era absolutamente necesario. Asomó la cabeza por encima de la tierra embarrada, no se veía nada. Hacía muchos días que estaban allí, parados, envueltos en tierra mojada y pegajosa, rodeados de silencio. Aguardando. ¿Qué esperaban, a quién y por qué? Tanto tiempo muerto formulaba preguntas en su cabeza que casi nunca sabía responder. Les habían dicho que el enemigo estaba enfrente y que había que impedir que avanzase. Con la vida si era preciso. —¿Si un hombre se me pone enfrente, podré dispararle, qué le hace diferente a mí, el lugar dónde ha nacido? —volvió a preguntarse— ¿Quién es mi enemigo y que me ha hecho para que lo sea? o ¿Qué le he hecho yo? Giró la cabeza y vio como Jean, a su lado, se quitaba el casco, pasaba sus manos por la frente y peinaba su pelo, mojado, hacia atrás. Tenía diecinueve años, era rubio y casi transparente, su cara estaba llena de ronchas coloradas y la piel escamada por el frío. Era el hijo mayor de una familia del Sur, vivía en una aldea y se había dedicado a ayudar a sus padres en las labores del campo, mientras estudiaba dibujo en una escuela pública de pintura. Tenía talento. Pierre, que estudiaba para maestro, antes de ser reclutado, lo había comprobado en los primeros tiempos, cuando aún eran dos soldados recién llegados al ejército para luchar en aquella guerra que a ninguno de los dos les interesaba. Sabía dibujar a la gente, la representaba con su propio espíritu, de manera sensible y con buenos trazos, o eso le parecía a él. Porque realmente no entendía nada de pinturas. —Mala noche nos ha tocado para hacer guardia —se volvió hacia Jean y le habló casi al oído, el silencio era un billete a la vida— Va a caer una buena helada y no parará de llover. Estoy calado hasta los huesos, este capote no sirve de nada para una lluvia así. —Deja de lamentarte ¡joder! pareces una plañidera. No pienses en ello y dedícate a vigilar. Cuantas más vueltas le des en la cabeza, peor te sentirás. Mira, una noche así también tiene sus ventajas: no creo que al enemigo se le ocurra atacar, estarán como nosotros, muertos de frío, calados hasta el culo y cagándose en la dinastía de los políticos que nos tienen aquí, no se sabe por qué razón. La luz blanquecina hacía brillar el horizonte, era algo sobrenatural, fantasmagórico. A la derecha un grupo tupido de árboles, que hacía un momento eran verdes y frondosos, ahora se habían convertido en sombras negras y amenazadoras. No se escuchaba nada, de vez en cuando la brisa ligera movía alguna hoja y siseaba. Pierre abrió y cerró los ojos con un leve parpadeo, le dolían de mirar fijamente al frente. Si les atacaban sería el primero en darse cuenta. Sería su primer encuentro con el enemigo. Aún no lo había hecho nunca y se sentía inseguro. —Jean, ¿tienes un cigarrillo? Ya no me quedan de los míos.. —Pues fuma menos y así no tendrás que andar pidiendo a los demás. Toma, toma, que cuando se acaben dejaremos todos el vicio. —¡Eh! tíos, pasarme a mi otro que esto es soporífero y acabaré quedándome dormido. Un metro más allá en la línea de la trinchera Picard apoyaba la cabeza en el borde del talud que había cubierto con una de las puntas de su capote. Tenía cara de dormido. Era mayor que sus compañeros, las canas asomaban bajo su casco en un mechón de pelo largo y áspero que se colaba por detrás. Sus dientes brillaban blancos, asomando entre sus labios en una sonrisa deslumbrante, contrastando con su piel bronceada, color aceituna. Jean juraba y decía palabrotas impropias de un muchacho bien educado. Pero ofreció un cigarro a cada uno de sus compañeros. Encendió el suyo y le pasó el mechero a Pierre, este hizo lo mismo y luego Picard encendió el suyo. En medio del silencio y de la oscuridad sonó un disparo y luego otro y casi a la vez otro. Los tres soldados cayeron atravesados por las balas, sobre la tierra mojada, en sus rostros una expresión de total y absoluto asombro. En sus ojos el frío de la muerte, en sus dedos, aprisionados como para no perderse, los cigarros encendidos. Silvio, Berna y Claude se ríen abiertamente, sentados sobre sus toallas de colores, mirando al mar, que brilla resplandeciente por los rayos solares. Tienen el pelo mojado y por sus espaldas aún se deslizan las gotas de agua salada. Acaban de darse un baño y se secan al sol haciendo planes para la noche. Berna saca de su mochila un paquete de Ducados y lo ofrece a sus amigos. Los cigarros se humedecen porque sus dedos aún están mojados. Por la orilla pasan cuatro niñas en bikini y Claude exclama un ¡mon dieu! alborozado. Berna enciende su cigarrillo y pasa el encendedor a Silvio, éste hace lo mismo y cuando va a darle fuego a su amigo francés este le dice horrorizado: —¡No, no!. Espera, luego lo enciendo yo. Nunca hay que encender tres cigarros a la vez, trae mala suerte. |
El trébol La mujer, que llevaba años sin saber nada de su hija, recogió la carta de encima de la cama de esta, y comenzó a leer: “El día que conocí a José, había encontrado un trébol de cuatro hojas en la piscina, mientras mis amigas se divertían en el agua. Yo había decidido quedarme tumbada boca abajo, sobre la toalla en el césped, leyendo a la sombra del gran sauce llorón que engalanaba las instalaciones. José había tropezado con mis pies al ir a recoger la pelota de playa que le acababa de lanzar su amigo, y dando varios traspiés, consiguió mantenerse en equilibrio mirando de reojo si yo me reía o no de sus torpes intentos por no caer de bruces al suelo. Tras pedirle perdón por haber levantado los pies justo en el momento en que él tropezaba, haciendo que su traspié fuese mayor, y disfrutar de la sonrisa que me ofrecía aceptando mis disculpas, dejé el libro sobre la toalla y observé cómo José volvía a su juego con el otro muchacho. Me senté, y comencé a tirar inconscientemente del césped con mis dedos, sintiendo la humedad del terreno y observando el torso de José. Entonces fue cuando el trébol de cuatro hojas se coló a hurtadillas en mi vida. Lo guardé celosamente entre mi documentación y proseguí con mi lectura. El destino quiso que José y yo coincidiéramos en varios lugares más aquel verano, y así nos hicimos novios. Éramos adolescentes y vivimos aquellos años con la pasión y la frescura tan características de la edad. Quisimos casarnos tiempo después, el mismo año en que él había entrado en el Ejército, pero nuestra economía no nos lo permitía, con lo que José decidió entrar en el Programa de Voluntariado de Misiones por la Paz y así ganar algo más de dinero para nuestra boda. En teoría, la ciudad a la que le destinaban estaba tranquila, y normalmente no ocurrían desgracias, a pesar de estar situada en territorio hostil. Aun así, no me gustaba mucho la idea de estar separada de él tantos kilómetros, pero serían un par de meses nada más, y después, nos casaríamos. Habíamos hecho tantos planes como deseos de estar juntos para siempre. Viviríamos en una casita en el campo, tendríamos hijos, dormiríamos juntos y abrazados a diario, y plantaríamos semillas de todo tipo de legumbres y frutas, y por supuesto, plantaríamos también césped, para que los niños jugasen. Siempre soñé con encontrar algún trébol de cuatro hojas entre aquel césped algún día, pues el que encontré el día que conocí a José me tenía convencida de que había sido el desencadenante de mi felicidad. Despedí a mi amor en el andén. Nos fundimos en un beso que precedió al abrazo más tierno y prolongado que jamás me habían dado. Quise meterme en su petate y viajar con él cual polizón y no soportaba la idea de no saber enfrentarme a aquella soledad. Antes de que subiera al vagón, le di el trébol de cuatro hojas para que la suerte le acompañara. Seguí con la mirada aquel tren hasta que se perdió en el horizonte de las vías. Imaginé a José subiendo al avión que le llevaría a su Misión de Paz, cerré los ojos suspirando y me fui a casa. Casi a diario recibía cartas de mi amor mientras yo le devolvía en mis escritos los planes que ya comenzaba a forjar en mi solitaria espera. La última carta que recibí, José me hablaba del helicóptero que les acercaría al avión de vuelta a casa unos días más tarde. En ella me explicaba que la cochambre era un artículo de lujo al lado de aquel helicóptero. Y se despedía de mí con el deseo de llegar a casa antes de que yo recibiera aquellas letras, entre las que José había depositado con mucho cariño el trébol que yo le había prestado y con infinitas palabras de amor, demostraba querer estar a mi lado para siempre. José regresó al día siguiente de recibir aquella carta, pero lo hizo dentro de un ataúd de pino, diligentemente engalanado con la bandera de nuestra querida patria. Mamá, espero sepas entenderme y perdonarme. Le prometí a José estar para siempre junto a él, y eso es lo que voy a hacer. Guarda este trébol como muestra de mi amor por ti.” |
El accidente. Es el miedo a lo desconocido, creo, el que con más vigor afecta la cordura del hombre. Éste puede manifestarse en un paseo por el parque, entre los arbustos del jardín de una joven florista o mientras te bañas en las aguas de un río profundo. Puede atormentarte de cualquier forma, con un grito, un crujido en medio de la noche, un movimiento inesperado, una caricia en la soledad, un plato rompiéndose, la proyección de una sombra felina que se expande con deformado volumen… Es muy raro encontrar una persona que no haya experimentado este miedo, que no haya tenido alguna vez un mal presentimiento o que por su alma no se haya cruzado en cierta ocasión la sombra de un mal augurio. Incluso entre los pensadores más serenos somos capaces de hallar muchas personas que, alguna vez en su vida, han creído en este tipo de sucesos extraños; habiéndose enfrentado a ciertas coincidencias tan extraordinarias que la inteligencia misma no puede considerar como tales. Y entonces, cuando ya has sentido la caricia helada de lo sobrenatural, cuando ya te has visto subyugado al miedo a lo desconocido, difícilmente podrás reprimir ese sentimiento que se llama superstición y que te persigue en cada uno de los sucesos cuotidianos de tu vida. Digo sentimiento ya que esta semicreencia de la que hablo jamás posee la plena energía del pensamiento y difícilmente podrá ser gobernada por la razón. ¿Por qué os cuento todo esto? Pensaréis. El motivo es bien sencillo: en pocos minutos moriré. Lo sé porque he visto las señales, he comprendido el mal augurio que me ha perseguido desde el inicio pero, sobre todo, lo sé porqué he visto la criatura… Sé que está afuera. La oigo moverse, la oigo olisquear, la oigo buscarme y sé que pronto entrará. Tengo mucho miedo pero necesito… necesito contar esto. Dejadme que me tranquilice un momento y empiece por el principio. Era una noche de verano cuando sucedió. Yo iba conduciendo hacia Soria cuando un ruido extraño en el coche empezó a asustarme. Había hecho ese trayecto más de un centenar de veces y nunca antes había sufrido ningún contratiempo. Pero en esa ocasión mi buena fortuna no estaba destinada a durar demasiado. Venía de atrás, del maletero, alertando mi mente con la intuición de un peligro inminente. Fue por eso que giré la cabeza, instintivamente, sin poder evitarlo. El ruido se intensificó entonces, trayéndome a la mente una poderosa sensación de algún tipo de metal cortante. Sentí un dolor punzante que se me clavaba en las sienes, pero en ese momento, cuando iba a apretar el freno con desesperación, el ruido se fue. Abrí los ojos mientras liberaba un grito entrecortado. No me había dado cuenta de haberlos cerrado. Cuando volví la cabeza al frente ya era demasiado tarde, mis reflejos no me bastaron para estabilizar el coche. Intenté girar hacia el otro carril para no chocar contra ese animal, pero perdí el control. Todo se volvió oscuro y los huesos empezaron a dolerme repentinamente. Volví a abrir los ojos. Me había dado de cara contra el volante. La nariz me sangraba y, cuando intenté tocarme la herida, sentí un dolor insoportable en la mano izquierda: me había roto todos los dedos. La sangre se vertía por todo el brazo hasta llegar a los pantalones y entonces vi el humo que emergía de abajo, tiñéndose del aura rojiza de las luces de freno en medio de la oscuridad absoluta. Salí como pude, apoyando primero el pie izquierdo y casi lanzándome hacia delante para poder desatascar el otro. Los gases y humos silbaban a mí alrededor, traspasando los etéreos halos de luz que proyectaban los faros encendidos del coche como los dos ojos abiertos de un muerto. Abrí el maletero buscando una linterna, pero había tantos trastos que perdí los nervios y me cayó al suelo, rompiéndose todo el cristal. -¡Joder! -vociferé -me la he cargado… bueno, algo alumbra aún. Entonces pensé en lo que había visto. Creo que había sido una especie de cánido, un lobo quizá o un coyote, pero era imposible, la figura me pareció demasiado grande. Sin poder dejar de pensar en eso, seguí buscando con mi única mano útil algo para limpiarme la sangre. Unas vendas o esparadrapo o cualquier pañuelo. En unos minutos y cómo pude, me vendé la manó rota con abundante vendaje y la até a mi cuerpo, pues todo el brazo me dolía demasiado como para sostenerlo. Estaba tan nervioso que empecé a temblar. Las tijeras me cayeron al suelo, deslizándose carretera abajo totalmente abiertas, girando como un cangrejo patas arriba. |
Licencia de obras - ¿Es ésta? –preguntó el concejal mirando la casa. Era una de aquellas viviendas antiguas de dos plantas y buhardilla, fachada estrecha, apretujada entre montones de casas desiguales que se apiñaban como quintos borrachos tras la jura de bandera. - Sí –respondió el técnico municipal-. El dueño debe estar esperándonos. Como si los hubiese oído, este bajó del primer piso por la flamante escalera nueva que atravesaba la fachada de derecha a izquierda, cruzó el pequeño patio y les abrió la verja de entrada. - Buenos días –los saludó. - Buenos días –respondió el concejal, tendiéndole una mano-. ¿Estará el inquilino en casa? - Claro –bufó el hombre devolviendo el apretón-, hace más de dos semanas que no sale. El concejal miró al propietario y luego al técnico que asentía en silencio. - ¿Por propia voluntad? –preguntó. El propietario se encogió de hombros. - Pregúntele a él. Se encaminaron a la puerta de la planta baja, que quedaba justo debajo del arco de la escalera por la que había descendido el propietario. El concejal, que encaminaba la marcha, llamó. Les abrió un hombre de aspecto enjuto. - Buenos días, señor Anselmo –cantó el regidor, con su mejor sonrisa-. Soy… - Ya sé quien es. - Perfecto, pues. Sabrá también a qué hemos venido, ¿no? - Mmmm –gruñó el hombre, lanzando una sombría mirada al propietario. - ¿Podemos pasar? El señor Anselmo echó un rápido vistazo a la escalera que tenían sobre su cabeza. - Bajo su responsabilidad –espetó. Entraron en una oscura estancia que debió haber conocido, sin duda, tiempos mejores y aires más frescos. - Bien, señor Anselmo, el señor Márquez, aquí presente, nos ha explicado el problema. Usted lleva viviendo aquí cerca de cuarenta años, de hecho, fue el padre del señor Márquez el que firmó el contrato de arrendamiento de… - Toda la vida –sentenció el señor Anselmo -. Y mire cómo me trata. - ¡Vamos, hombre! –se defendió el señor Márquez-. Yo no le he hecho nada. - ¡Me tienes secuestrado en mi propia casa! - ¡Yo no le tengo…! - ¡Criminal! - Vamos, vamos, cálmense –los tranquilizó el concejal-. Estamos aquí para dialogar y no para… - Y ustedes, los del ayuntamiento, ¿cómo consienten semejante atropello? –espetó el hombre. - Ha de entender, señor Anselmo, primero, que no se ha cometido ningún delito y, segundo, que el señor Márquez tenía todos los permisos municipales pertinentes. - ¿Y quién me pidió permiso a mí, eh? - Bueno, señor Anselmo, el señor Márquez es propietario de la finca, de hecho, no necesita… - ¡Nadie! ¡Nadie! –continuó-. ¡Secuestrado! ¡Estoy secuestrado! - ¡Venga ya, hombre! ¡Usted puede salir de casa cuando quiera! ¡Si no…! - ¿Cuándo quiera? ¿Cuándo quiera? ¡Ah! ¡Habrase visto! ¿Usted sabe a lo que me expongo si paso bajo esa escalera que usted ha levantado sin consultarme? ¿Eh? ¿Lo sabe? ¿Lo sabe? - Vamos, señor Anselmo –comenzó el concejal-. ¿Realmente cree que va a atraer la mala suerte por cruzar bajo la escalera? Nosotros lo hemos hecho y no nos ha pasado nada. - ¡Ah! ¡Eso ya lo veremos! ¡Lo veremos! –El hombre parecía cada vez más excitado-. Además, no sólo tendría que pasar una vez, serían docenas. ¡Ciento de veces! Y todo porque… ¡este! –espetó, apuntando a su casero con un dedo retorcido-, este no podía estarse quieto. ¿Tanto le costaba dejar las cosas cómo estaban? ¿Eh? ¡No! ¡Tenía que cambiarlo todo! ¡Yo sé lo que busca en realidad! - Ya estamos –suspiró el señor Márquez. - Sí, ya estamos, ya estamos. ¿Qué pasa, que no quieres que se sepa la verdad, eh? ¡Pues la diré! ¡Quiere echarme! ¡Ni más ni menos! ¡Pues no pienso irme! - Ya le he dicho mil veces que no voy a echarlo. - ¡Y una mierda! - ¡Señores, señores! ¡Por favor! –terció el concejal-, les repito que no hemos venido a discutir. ¿De acuerdo? Ambos callaron. El señor Anselmo agarraba el respaldo de una silla con dedos crispados. El señor Márquez, apoyado contra la pared, dejaba que el aire escapase a rachas entrecortadas de sus pulmones. - Es voluntad de este consistorio –retomó el regidor con aire institucional- y del señor Márquez –añadió, señalándolo con la mano abierta- arreglar esta situación. Nuestro técnico municipal, aquí presente, ha hallado una forma que esperamos satisfaga a ambas partes. - Bien –comenzó el técnico, desplegando unos planos sobre la mesa de madera-, esta finca tiene una fachada posterior que da a otra calle y, según los documentos que nos ha facilitado el señor Márquez, en ella hay un par de ventanas –añadió, señalando. Todos se acercaron a mirar, el concejal con simulado interés; el señor Anselmo, con desconfianza-. Es posible convertir una de éstas en una puerta de manera rápida y económica, con lo que el acceso a su vivienda ya no pasaría bajo la escalera. - ¿Y no sería más fácil tirar la escalera? –espetó el inquilino. El señor Márquez puso los ojos en blanco. - Señor Anselmo, se trata de buscar la solución que mejor satisfaga a todos y menos coste suponga para su arrendador. El señor Anselmo le lanzó una mirada inquisitiva. - El señor Márquez –continuó el regidor-, se ha comprometido a solicitar los permisos correspondientes y a costear las obras para abrir el nuevo acceso a su vivienda. - Ya. –El tono del hombre sonó un poco más suave-. ¿Y yo no pondría un duro? - Ni uno. El hombre se acercó a los planos, interesado. El concejal sonrió y el señor Márquez pareció relajarse un poco. - Igual esta ventana sería mejor… Esta habitación es más pequeña… y la tengo medio vacía. - Veo que hemos llegado a un entendimiento –añadió el concejal, levantándose de la silla-. Siendo así, yo les dejaré a los tres para que acaben de concretar los detalles. -Su mano ya volaba entre las de los presentes, estrechándolas con firmeza el segundo justo que marca el protocolo-. Señor Anselmo, ha sido un… - ¡Un momento! –Lo sujetó este-. ¿Es una broma, no? - ¿Perdón? - ¿Es que quieren tomarme el pelo? –Su dedo señalaba un punto sobre el plano. - ¿Qué? - ¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera! –vociferaba, dando vueltas airado por la estancia. Los otros tres acercaron sus cabezas para mirar lo que había despertado, con nuevos bríos, la ira del hombre. Era un plano de la calle a la cual daría el nuevo acceso a la vivienda del señor Anselmo, que quedaba, justamente, entre los números once y quince. - Hay que joderse –suspiró el concejal. |
Lo siento pero vuelvo a colgar mi relato "El accidente" que he colgado en plazo a las 20:37 ya que este foro de m.... lo ha bien jodido, a ver si ahora sale bien: El accidente. Es el miedo a lo desconocido, creo, el que con más vigor afecta la cordura del hombre. Éste puede manifestarse en un paseo por el parque, entre los arbustos del jardín de una joven florista o mientras te bañas en las aguas de un río profundo. Puede atormentarte de cualquier forma, con un grito, un crujido en medio de la noche, un movimiento inesperado, una caricia en la soledad, un plato rompiéndose, la proyección de una sombra felina que se expande con deformado volumen… Es muy raro encontrar una persona que no haya experimentado este miedo, que no haya tenido alguna vez un mal presentimiento o que por su alma no se haya cruzado en cierta ocasión la sombra de un mal augurio. Incluso entre los pensadores más serenos somos capaces de hallar muchas personas que, alguna vez en su vida, han creído en este tipo de sucesos extraños; habiéndose enfrentado a ciertas coincidencias tan extraordinarias que la inteligencia misma no puede considerar como tales. Y entonces, cuando ya has sentido la caricia helada de lo sobrenatural, cuando ya te has visto subyugado al miedo a lo desconocido, difícilmente podrás reprimir ese sentimiento que se llama superstición y que te persigue en cada uno de los sucesos cuotidianos de tu vida. Digo sentimiento ya que esta semicreencia de la que hablo jamás posee la plena energía del pensamiento y difícilmente podrá ser gobernada por la razón. ¿Por qué os cuento todo esto? Pensaréis. El motivo es bien sencillo: en pocos minutos moriré. Lo sé porque he visto las señales, he comprendido el mal augurio que me ha perseguido desde el inicio pero, sobre todo, lo sé porqué he visto la criatura… Sé que está afuera. La oigo moverse, la oigo olisquear, la oigo buscarme y sé que pronto entrará. Tengo mucho miedo pero necesito… necesito contar esto. Dejadme que me tranquilice un momento y empiece por el principio. Era una noche de verano cuando sucedió. Yo iba conduciendo hacia Soria cuando un ruido extraño en el coche empezó a asustarme. Había hecho ese trayecto más de un centenar de veces y nunca antes había sufrido ningún contratiempo. Pero en esa ocasión mi buena fortuna no estaba destinada a durar demasiado. Venía de atrás, del maletero, alertando mi mente con la intuición de un peligro inminente. Fue por eso que giré la cabeza, instintivamente, sin poder evitarlo. El ruido se intensificó entonces, trayéndome a la mente una poderosa sensación de algún tipo de metal cortante. Sentí un dolor punzante que se me clavaba en las sienes, pero en ese momento, cuando iba a apretar el freno con desesperación, el ruido se fue. Abrí los ojos mientras liberaba un grito entrecortado. No me había dado cuenta de haberlos cerrado. Cuando volví la cabeza al frente ya era demasiado tarde, mis reflejos no me bastaron para estabilizar el coche. Intenté girar hacia el otro carril para no chocar contra ese animal, pero perdí el control. Todo se volvió oscuro y los huesos empezaron a dolerme repentinamente. Volví a abrir los ojos. Me había dado de cara contra el volante. La nariz me sangraba y, cuando intenté tocarme la herida, sentí un dolor insoportable en la mano izquierda: me había roto todos los dedos. La sangre se vertía por todo el brazo hasta llegar a los pantalones y entonces vi el humo que emergía de abajo, tiñéndose del aura rojiza de las luces de freno en medio de la oscuridad absoluta. Salí como pude, apoyando primero el pie izquierdo y casi lanzándome hacia delante para poder desatascar el otro. Los gases y humos silbaban a mí alrededor, traspasando los etéreos halos de luz que proyectaban los faros encendidos del coche como los dos ojos abiertos de un muerto. Abrí el maletero buscando una linterna, pero había tantos trastos que perdí los nervios y me cayó al suelo, rompiéndose todo el cristal. -¡Joder! -vociferé -me la he cargado… bueno, algo alumbra aún. Entonces pensé en lo que había visto. Creo que había sido una especie de cánido, un lobo quizá o un coyote, pero era imposible, la figura me pareció demasiado grande. Sin poder dejar de pensar en eso, seguí buscando con mi única mano útil algo para limpiarme la sangre. Unas vendas o esparadrapo o cualquier pañuelo. En unos minutos y cómo pude, me vendé la manó rota con abundante vendaje y la até a mi cuerpo, pues todo el brazo me dolía demasiado como para sostenerlo. Estaba tan nervioso que empecé a temblar. Las tijeras me cayeron al suelo, deslizándose carretera abajo totalmente abiertas, girando como un cangrejo patas arriba. Tuve una mala sensación, aunque no soy una persona supersticiosa o, al menos, antes no lo era… Los sucesos que se desarrollaron entonces fueron tan simples como los mismos que me relató la chica que me encontré desorientada en medio de la carretera. Ya llevaba yo más de una hora andando cuando vi a lo lejos la figura difusa de lo que parecía un cuerpo humano. Su contorno se difuminaba entre la niebla y con la oscuridad reinante los sentidos me jugaban malas pasadas, así que, atemorizado, me agazapé a un lado de la cuneta y apagué la linterna. Cuando la vi pasar, totalmente desorientada, gimoteando, coja de una pierna y visiblemente herida me invadió la pena pero también la alegría por encontrar alguien más. -Hola… -no se me ocurrió nada más para llamarle la atención, estaba totalmente bloqueado -he tenido un accidente… Ella gritó al instante, asustadísima. Lloraba. -Tranquila, ¡Tranquila! Soy un amigo… -¡¿Dónde?! ¡¿Dónde estás?! -Aquí, tranquila… -encendí la linterna -estoy aquí -le dije suavemente mientras me acercaba. Ella se calmó y me miró de arriba abajo. -¿Qué te ha pasado? -dijo abriéndosele mucho los ojos. -He tenido un accidente… yo… creo haber visto algún tipo de animal o algo… La chica dio un paso atrás aterrorizada, su cara se desencajó. -¡Por el Cielo! -exclamó, llevándose las manos a la boca para contener un grito. -Tú también lo has visto, ¿verdad? Se quedó sin decir nada. Sus labios temblaban, las lágrimas le mojaban toda la cara y empezó a mover la mandíbula de una forma demencial. Sentí tanta lástima que me acerqué a ella y la abracé. Necesitaba consolarla, necesitaba consolarme. Sentí su cara que se apoyaba en mi cuello y sus brazos rodeándome la cintura. Yo le hice ese sonido siseante que se les hace a los niños pequeños para calmarlos cuando están tristes o afligidos por algún pesar. Al rato se tranquilizó y las lágrimas cesaron. -Debemos irnos de aquí, tenemos que irnos… -suplicó ella. -Tranquila, todo saldrá bien, no tengas miedo… Eran las palabras conciliadoras y cómplices que en una situación parecida se esperarían ser pronunciadas, pero ahora me pregunto, en este delicado momento: ¿Si hubiese sabido lo que estaba a punto de suceder las hubiese pronunciado? A veces, creo, que aunque esté al borde de una desgracia necesitas decir estas cosas, no para los demás, sino sobre todo para ti mismo… Así que, dándole esperanza con palabras afables y cariñosas, empezamos a caminar siguiendo la carretera en dirección hacia donde ella había tenido el accidente. Al rato encontramos su coche estampado contra un árbol. Ella me comentó que no tenía nada que nos pudiera ayudar, ni suministros, ni herramientas, ni armas. Nada de nada. Así que seguimos esa dirección creyendo que en menos de tres o cuatro horas llegaríamos a un pueblo diminuto que algunas veces había mirado de reojo mientras conducía de camino a Soria. Deseé que eso no estuviera sucediendo. Deseé que de pronto todo hubiese sido una pesadilla y el viaje hacia la ciudad fuese como todos los demás. Deseé no encontrarme en medio de esa oscuridad silenciosa en la que no se movía nada ni brillaban las estrellas. Deseé que el dolor cesara. Tuve ganas de gritar. Estaba ya llegando al límite, a un punto máximo de desesperación, angustia y miedo; cuando vimos la cabaña entre la bruma que reinaba en un bosque esquelético. Desde su interior emanaba una luz mortecina que bailaba al compás de una brisa furtiva, soplando caprichosamente para mover las hojas secas que nos hacían desviar la mirada de un lado a otro con sus movimientos. Ojalá nunca nos hubiésemos acercado a ella… La puerta chilló al abrirse y vimos que en el reducido espacio de su interior no había nadie y solo reinaba el desorden. La mesa estaba parada con platos humeantes de comida recién hecha y las llamas de las tres velas encendidas bailaban como serpientes. Había una silla volcada y, al querer ponerla en pie me di de cabeza contra un cuadro de la pared que, a punto de caerse, quedó medio torcido. Un maullido repentino, estridente como un instrumento musical desafinado, nos sacudió todo el cuerpo. Ella se giró asustada, viendo saltar un gato negro enorme que se perdió en la oscuridad del exterior. En su movimiento por esquivarlo tiró al suelo el candelabro, platos de comida y un salero que se rompió en añicos y se desparramó por todo el suelo. -¡Esto es de locos! -gritó ella. -Este sitio no me gusta nada, vayámonos de aquí… Al cruzar el arco de la puerta vi a mí derecha un hacha clavada en un tronco. -¡Espera! -le avisé cuando ella ya se había alejado unos pocos pasos, nerviosa -voy a coger esa hacha. -De acuerdo… Mientras la iba a coger no me fijé en el último signo que nos advertía de que algo terrible iba a suceder. Pues, al pasar por debajo de la escalera un grito de mujer captó toda mi atención, y mi horror. La chica, ella, la anónima, la que nunca sabré su nombre, gritaba pavorosamente bajo una criatura cuadrúpeda que le arrancaba la carne del cuerpo. Corrí desesperado al interior de la cabaña, bloqueando la entrada y lanzándome al suelo con el hacha apuntando hacia la puerta. Sé que vendrá a por mí, lo escucho a fuera roer los huesos y masticar las vísceras. Escucho su respiración ronca y los jadeos que salen de su garganta. También escucho una voz, y una risa. ¡Me vuelvo loco! No sé cuánto tiempo me queda, estoy muy asustado, por primera vez pienso en el suicidio. |