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arpolanco
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El baile de los malditos

21 de Julio de 2012 a las 21:07

Estos días no puedo mirar a otro lado... Después de una semana de noticias tan terroríficas en prensa, radio y televisión; ésto es lo que he escupido...

O hacemos algo todos juntos o nos espera un mañana desolador...


EL BAILE DE LOS MALDITOS


El hombre del traje gris caminó lentamente hacia el escenario de su muerte desperdiciando así los últimos minutos de su vida. Al llegar a su destino comprobó como la nube de condenados se extendía en desorden hasta las mismísimas escaleras de entrada. Las personas, agrupadas por colores e idiomas, murmuraban, gritaban o se quejaban mientras los individuos solitarios enredaban en sus teléfonos pretendiendo estar ocupados.

El hombre del traje gris recorrió sin decisión el tumulto en su intento de alcanzar la puerta de acceso a la oficina de desempleo. Bajo su amplia chaqueta el sudor comenzaba a deslizarse a lo largo de su incipiente barriga y a través de los puños de su camisa gris. Las exóticas fragancias corporales de la manada saturaban el aire de una húmeda mañana de verano.

El hombre del traje gris se escurrió entre dos corpulentos africanos y entró en el atestado recibidor. Completando su rutina habitual se acercó hasta el expedidor de turnos y extrajo el siguiente papel amarillo. Tras comprobar que su número tenía más de dos cifras se dirigió hacia una familia gitana ocupada en alborotar una de las esquinas de la sala de espera. Apoyado en la columna y con las manos a la espalda esperó en silencio a que llegara su turno. Desde su atalaya particular, observó.

Contempló como un hombre blanco, maduro y vestido con ropas elegantes, aunque de aspecto desaliñado, vigilaba con asco a una pareja de magrebíes de semblante inexpresivo. Su mirada, afilada como un puñal, estaba llena de odio.

A la derecha de los moros una madre blanca, apenas una adolescente, con el rostro demacrado y en medio de un ataque de nervios, intentaba sin éxito conseguir que su pequeña dejara de llorar. Sus manos, crispadas como garras, mostraban su rabia.

Junto a los gitanos una sudamericana exuberante, con más escote que camiseta, cruzaba y descruzaba las piernas sonriendo con malicia mientras, con una estrafalaria uña postiza de color amarillo, tecleaba la pantalla de su celular. Frente a ella, un hombre, con la camisa abierta hasta el ombligo y una medalla de oro colgando sobre su abundante pelambrera, devoraba con lascivia exagerada los muslos desnudos de la mujer. Las pequeñas venas rojas en nariz y pómulos junto con el temblor de sus manos sobre sus rodillas no pasaban desapercibidos para la sudamericana. Aunque sonriendo, y de soslayo, ella observaba al salido con repugnancia.

La señorita de la silla de al lado, muy discreta y pudorosa ella, mantenía sus labios apretados en una delgada línea recta mientras, rebosante de prejuicios, contemplaba con evidente repulsión a todos y cada uno de los condenados de la sala.

Una de las gitanas se desabrochó la camisa de lunares blancos para sacarse una teta y amodorró a su churumbel contra ella, para vergüenza de una pareja de jóvenes macarrillas. Los macarrillas, de ropas ajustadas y blancos como el papel, parecían nerviosos y volvieron la vista con gesto de desprecio para evitar la escena.

Dedicados al arte de la provocación los gitanos se burlaban y hacían chanzas a costa de un hombre vestido con un traje gris que, apoyado en una columna, parecía enfermo y desorientado con sus ropas demasiado holgadas. El hombre no dejaba de sudar pero aun tuvo tiempo de cruzar su mirada con los acosadores para confirmar el rencor, oculto bajo la burla, en los ojos de las gitanas.

El número de tres cifras apareció en la pantalla indicadora con grandes luces rojas. El hombre del traje gris caminó mecánicamente hacia la funcionaria y ocupó su lugar frente a ella. La funcionaria no respondió al saludo, no levantó la mirada de su monitor y, por ello, condenó su alma junto al resto de los malditos.


“Es la tercera vez que pasa esta semana.”

“Ya sabe lo complicado que es a su edad.”

“Ahora que vive solo no tendrá tantos gastos.”

“¿Qué quiere que le diga?” “No hay nada para usted.”

“¿Ha traído el impreso XPZ50?”

“Su oficio no sirve para nada. Ya no quedan empresas que se dediquen a esas... historias.”

“¿Es que no ve la gente que queda por pasar? Vamos que no tengo toda la mañana.”


El hombre del traje gris titubeó durante unos segundos antes de levantarse de la silla. Durante esos segundos, y mientras le despachaba con cajas destempladas, la funcionaria se subió la montura de las gafas y le miró directamente por primera vez. Sus ojos castaños encajaban perfectamente en una cara seca y dura, con el pelo recogido en una coleta tan tirante que parecía que de un momento a otro levantaría la tapa de sus sesos como un resorte. Esa funcionaria amargada le miraba al fin y lo hacía con absoluta inquina.


El hombre del traje gris dudó. Tras alejarse de la funcionaria dio diez pasos y allí se quedó en medio de la sala con la mirada perdida, la camisa empapada y rígido como una farola. Después de una pausa comenzó a girar gradualmente sobre su posición. Sin moverse de la misma baldosa, en la que estaba encallado, realizó un progresivo giro de 360º para volver a su punto de partida. Durante esa extraña vuelta el hombre del traje gris no dejó de observar.


Mientras giraba lentamente sobre sí mismo fue testigo de como otro funcionario, extremadamente gordo, sudoroso y con un gran mostacho, increpaba a un joven oriental delgado como un silbido y con enormes problemas de idioma. Contempló como un anciano, falto de juicio y vestido de militar, intentaba colarse entre los números y al guarda de seguridad que le agarraba del brazo con fuerza desmedida, en tanto su otra mano, presta para el servicio, asía la empuñadura de su porra. Presenció como una chica con unas altas botas de leopardo, minifalda y gafas de sol se frotaba contra la espalda de un hombre muy delgado y sin apenas pelo en la cabeza. El pobre cuitado sonreía con cara de bobo mientras la prostituta le birlaba con habilidad la cartera.


Una vez hubo completado su vuelta de reconocimiento, el hombre del traje gris llevó su mano a los botones de la chaqueta. Con parsimonia, pero decidido, soltó un par de ellos e introdujo los dedos en la abertura justo a la altura de su abultado estomago.


De repente, una melodía inundó la sala y el hombre del traje gris quedó paralizado. Apenas se apercibió de ella, la música se introdujo bruscamente en su cabeza colapsando sus sentidos e invitándole a cerrar los ojos. Así, de pie, en tierra de nadie y con los ojos cerrados, las notas del vals se fueron expandieron en su cerebro y en cada centímetro de su piel. Rápida, como un virus letal, la melodía se adueñó de sus torpes pensamientos, de sus vagas emociones y de todos y cada uno de los parias de la sala. Escondido en su ensimismamiento, el hombre del traje gris se mecía con el compás y, a través de él, pudo ver como el hombre cachondo de la medalla de oro invitaba a bailar a la sudamericana despampanante. Además la pequeña había dejado de gimotear, en tanto la madre adolescente se contoneaba junto a uno de los gitanos. En la otra esquina, los ciudadanos magrebíes llevaban del brazo a la macarrilla y a la chica de las gafas de sol. Las risas de las jóvenes señoritas parecían armonizar perfectamente con la dulce melodía. Al fondo, junto a las ventanas, la señorita discreta y gris manoseaba al señor elegante pero desaliñado mientras él intentaba meterle mano a uno de sus pechos. Sobre ellos, el indicador de turnos mostraba tres ceros enormes y rojos en su pantalla. En ese justo instante la funcionaria se levantó de su trono y liberó su negra melena dejándola caer sobre sus hombros. Con audacia y decisión se libró de sus gafas de pasta y cayó sumisa en los brazos del hombre del traje gris. Así, comenzaron a bailar el vals dando vueltas y más vueltas. La sala entera daba vueltas. El universo giraba y, en él, los malditos danzaban. Todos reían. Esa melodía redentora no era solo un vals. Ni siquiera una danza. Era la música de la armonía. El sonido de la felicidad.


“¿Si? ¿Dígame...?”

Esas dos palabras pronunciadas en un precario castellano fulminaron la ensoñación y con ello el baile de los malditos. El hombre del traje gris pudo ver como un ruso, grande como un armario, sujetaba su teléfono con nerviosismo mientras intentaba hacerse entender con escaso éxito. Una niña que observaba al hombretón se reía de su falta de vocabulario jaleada por sus padres.


La música había desaparecido y con ella cualquier posibilidad de redención. Los dedos escudriñaron el interior de la chaqueta. El hombre del traje gris contempló como, de nuevo, el odio, el racismo y la necesidad saturaban la oficina de empleo. La maldad volvía a teñir cada mirada, cada gesto, cada susurro de unas vidas hacinadas. Aunque ya sujetaba el interruptor de los explosivos, que rodeaban sus costillas bajo la chaqueta, aún tuvo tiempo para acordarse de la que, hasta hacía bien poco, había sido su mujer y su último pensamiento fue para ella.


El hombre del traje gris desperdició así los últimos instantes de su vida.


Polanco

Vitoria, 19-07-12