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zarax
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93 Edición: RELATOS ambientados en la España de los siglos XIV-XV

19 de Noviembre de 2012 a las 0:51
Creo que puede ser entretenido y variado. Se trata de escribir un relato ambientado en esa época de la Historia de España. Pasaron muchas cosas y cada uno puede escoger una. O puede que varios la misma.

El resto funciona como siempre. Ánimo a todos y ¡A escribir!

concursoderelatos
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  • 21 de Noviembre de 2012 a las 20:13
LA BATALLA DE ALJUBARROTA

Acaeca el ao del Seor de mil trescientos ochenta y cinco, all por finalizando el da del catorce de Agosto. Maesse Pero Dassa, enviado por el Conde Dantsada para relatar la contienda que librarasse, cercana al lugar llamado Aljubarrota, ya en tierras lussas; queste buen Maesse, de escripturas sabio, daba cumplida cuenta de todo lo que aconteca.

Acompabale en semejante trance, un humilde paje de su seor, el Conde Dantsada, a qual Maesse Pero Dassa enviaba estoria de la qual batalla, e prolegmenos de la mesma, que el paje transportaba.

Para eludir entendimyentos a qual leedor cayere la sua misiua, lengua romana, Pero escripbiere, que su Conde entendiere, la griega, la tusca, la lengua romana, e la castellana. Y de festa manera ass le escripbiere:

“Dos Juan se enfrascan a la auentura de por ganar batalla la porfiria. Ambos son primeyros en sus reynadas, vno lusso, aquende Portugal, e lotro, reyna e reynar Castilla.

Dubdo, mi seor, uentaxa alguna, del vno e otro Juan primero, e los contessimientos fablarn en fauor de vno e los innossentes pagarn la devda devdada, a faxo de la lana e della espada.

Desta, mi Seor, Conde Dantsada, ocaso deste desauenturado da catore agostado, contarn las prossas e uenideras rimas.

Permtame, mi Seor postergar la suspcrita, quel aqverrido Juan, de Catilla I, comena la sva batalla en pos de lotro Don Juan, de Portugal tambin I”

E Maesse Pero Dassa, e su escudero, lanan a correr, tras suos laneros. Mas otros laneros, estos de Portugal brava, paran la embestida, e inglesses cavalleros, qual esperpntica bruxera, de la nada surgen en la sua ayuda. Dura la batalla, avn mas la contienda e, antes de finaliar el da, un don Juan, siempre I, casso es en este de Castilla, uelue suo corcel, e con l, los suyos e lastimosa, e mequinamente se retira.

Maesse Pero escripbe la estoria uista, e en ese menester, lanero alcana, con lana en ristre, Maesse escripbano, papel, e pluma, e suo escudero.

Unir Castilla, e las lussas terras, quisso Don Juan de Castilla I, pero de Portugal, otro Juan I, neg la maior a suo fermano gemelo, que no en sangre, solo en nombre e en posicin de rey, e de reyno.

Non fablaran las lenguas de menester uenideras, desta batalla, en Aljubarrota librada, ni del aqueste Maesse, escriptor muerto, Pero Dasa de nombre, e de suo escudero.

Odo he a mis mayores que un exemplo de auaricia mucho malhaze. De los hombres es errar pero la estoria har el reconoscimiento. Fizo bien, Don Juan I, de Castilla rey, yr a Portugal a humillar su reyno, al lotro Don Juan de la humildad salido, solo por unir lo ya desunido?

Rvego a Dios, que desta batalla, quede memoria escripta de Maesse Pero, mas se de lengvas savias que quando hay mucha distancia del que rvega al rogado, es necessario intercessor, e medianero que suba de seguro a los oydos prestos, la demanda desseada para serlo e yo no lo tengo.
concursoderelatos
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  • 24 de Noviembre de 2012 a las 17:37
Un judo en la Corte


Se hallaba sentado en su alcoba, con la mirada fija en un punto intermedio entre la realidad y sus reflexiones. Trataba de poner sus ideas en orden para lograr encontrar la decisin correcta.
La ltima epidemia, le haba dejado casi sin fuerzas para seguir adelante con su dedicacin. Tanto, que empezaba a plantearse cambiar sus ejercicios de medicina por la artesana o incluso algn tipo de comercio.


Pero aquellos caballeros que haban llamado a su puerta momentos antes, haban trastocado la paz de su hogar sobremanera.


_La hija del Rey desea que entris a su servicio._ Le haban propuesto.


Y ahora deba decidir. Aquella decisin podra cambiar el futuro de toda su familia.


Haba practicado todo tipo de cirugas en innumerables ocasiones; trepanaciones a endemoniados, arreglos en huesos, e incluso abortos clandestinos a varias catlicas que teman por sus vidas; algunas de ellas, tan religiosas como la Reina.


Haba aprendido todo lo que saba sobre medicina de un gran amigo de su padre: Ahmmed el oscuro, le llamaban. Ahmmed, de procedencia rabe, siempre le haba recordado lo importante que era sanar a todo aquel que pudiera estar cerca de l, porque as conseguira mantener alejado al peligro. Y as, se haba convertido en uno de los mejores cirrgicos del lugar. Siempre con la nica intencin de mantener a la muerte lejos de los suyos.


Se deshizo de su tnica y sus calzas y se visti con algo ms cmodo para cenar.


Alrededor de la cocina, varias tinajas de vino esperaban ser ingeridas por los enfermos que, diariamente, llegaban con la esperanza de ser sanados por Eitn el fuerte. As le llamaban por erradicar las ms terribles enfermedades sin contraer el ms mnimo sntoma.


Una de las tinajas, estaba abierta y ya haba sido utilizada en la ltima ciruga para paliar el dolor de los cortes. Eitn se sirvi un poco de vino con el cazo en una copa, para la cena.


Su esposa, un tanto extraada, pues era la primera vez que le observaba servirse vino, le pregunt:
_ Qu queran esos caballeros?_


_ La hija mayor de nuestros monarcas reclama mis servicios._ Contest de mala gana. _ Maana temprano volvern en busca de una contestacin._


La esposa no dijo nada y se uni al silencio de Eitn mientras serva la comida, consciente de la importancia de aquella decisin.


Los seis chiquillos esperaban ansiosos que sus platos estuviesen llenos para empezar a comer. El guiso de cerdo con manteca ola realmente bien, y las hogazas de pan recin calentadas empezaban a enfriarse en sus pequeas manos.


_ Padre… _ comenz a decir el mayor de los hermanos _... pero eso es bueno no?_


_ No lo s. De momento, estamos bien como estamos._ Y dio un largo trago al vino.


La hija mayor del Rey acababa de enviudar. Haba vuelto de las tierras del oeste con la nica intencin de someterse a las disciplinas de Dios y recluirse en el convento de las hermanas Clares. Pero el Rey haba tenido una idea mejor y le iba a casar con Manuel, hermano del difunto marido y cuado de su hija.


De todos era sabido que el Rey de Portugal, Alfonso, haba odiado siempre a los judos. Pero ahora estaba muerto y aunque la Princesa no tena sntomas de odiarlos tambin, siempre quedaba la posibilidad de que tuviese personas en la corte que s lo hicieran.


Y l era judo.


Siempre lo haba mantenido oculto para proteger a sus hijos; pero sus buenas artes en la medicina, le haban convertido en una persona importante en el lugar y ahora Isabel, la Princesa, solicitaba sus servicios.


Quin saba si la Princesa odiaba a los judos como su difunto marido? Quin saba si Manuel, hermano del difunto Rey y futuro segundo marido de la Princesa, profesaba el mismo odio?
Los mismsimos Reyes ya haban expulsado a miles de ellos en tierras hispanas, y se empezaba a rumorear que le haban impuesto a Manuel la condicin de expulsarlos tambin de Portugal, si finalmente se celebraba aquel matrimonio.


Su decisin deba ser acertada. Sus hijos pasaban hambre en algunas ocasiones, y cada vez se haca ms difcil conseguir que los pobres enfermos le pagasen a tiempo.


Apenas cen, se levant de la mesa y se fue a dormir sin despedirse de su esposa, absorto en sus pensamientos. Las palabras de su maestro Ahmmed eran las nicas que se agolpaban en su cerebro.


‘Debes ser el mejor’.


‘No dejes que la muerte se acerque a ti.’


A la maana siguiente, muy temprano, Eitn abra la cancela para anunciar a los caballeros que servira a la Princesa.


Pasado un tiempo, l y su familia viajaron a Portugal junto a los Reyes a los que servan. La Princesa ahora era Reina. Y se hallaba encinta del que sera el sucesor del trono de Portugal.


Haba conseguido ocultar su procedencia juda durante todo aquel tiempo, pero el miedo a ser detectado siempre estaba presente; y las palabras de Ahmmed el oscuro nunca le abandonaron.
El da que la Reina se puso de parto, Eitn y su mujer eran los nicos que le acompaaban en la alcoba, atendindole para que el nio viniera al mundo. La Reina muri apenas unos momentos despus del alumbramiento.


El infante nacido, muri dos aos despus; pero hasta el fatal desenlace, fue perfectamente cuidado por la mujer de Eitn.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 27 de Noviembre de 2012 a las 19:11
OCASO
Mañana fría de finales de invierno. Amadís espera en la glera el regreso de su fiel escudero Gandalín. Se entretiene buscando piedras, lanzándolas luego a las aguas del Bernesga y mirando cómo se van abriendo una tras otra, concéntricas, las ondas. Quiere borrar de su mente a su señora Oriana pero ve su cara blanca y sus cabellos rubios en la superficie del río deformándose con el movimiento ondulado del agua. Otra piedra y lo que ve ahora es la cabeza, desgajada del cuerpo y goteando sangre, de la doncella Madásima cuyo padre no quiso entregar al rey Lisuarte aquel castillo cuyo nombre ni recuerda. Una tercera piedra y decide apartar la mirada del río.
Amadís marcha al encuentro de Gandalín en cuanto lo ve cruzando el puente en su dirección. Ya juntos acuden, para protegerse del frío y la humedad, a la tienda que habían armado al atardecer. Gandalín deja caer en el suelo las alforjas que llevaba colgadas del hombro y saca de ellas una hogaza de pan candeal y un queso de oveja. Mientras comen, Gandalín cuenta que ha encontrado en la villa unos caballeros que hablaban lemosín; ha estado conversando con ellos y le han contado que acuden a la llamada del rey de Castilla para hacer armas contra los infieles y conquistarle ciudades; que el rey ofrece tierras y títulos a quienes aporten armas y caballos y guerreen a sus propias expensas; y que todo el que quiera acudir habrá de estar en los puentes del Tajo, a diez o doce jornadas a mediodía, la luna llena de abril:
-Pues nosotros iremos a poniente. Aunque sean infieles, no combatiré contra gentes cuya huerta, en primavera, huele a azahar.
Porque Amadís no sabe de máquinas de guerra, ni de minar murallas, ni de ampollas de fuego que surcan los aires.
Siguen comiendo y oyen fuera, a cierta distancia, el característico sonido de las tablillas de san Lázaro chocando entre sí. Amadís coge la navaja de Gandalín, corta medio queso y media hogaza de pan, y sale de la tienda.
-Pero, señor, son leprosos que hacen sonar las tablillas para que las gentes se aparten.
Amadís va hasta el grupo de leprosos y les entrega el pan y el queso mientras Gandalín, pensando que se han quedado sin vianda, empieza a recoger la tienda.

Amadís y Gandalín, con los caballos al paso, toman el camino de Astorga, hacia poniente. Gandalín va echando cuentas y ve que, con lo que sacaron de vender el peto y el yelmo de su señor a un herrero de Burgos, aún tienen dinero para una semana. Él habría preferido tomar prestado a los judíos dejando las armas como prenda pero su señor dijo que no. Y en aquella forja de Burgos acabaría fundido el yelmo con su penacho de plumas y el peto horadado por mil lugares. Ahora cruzan una aldea y ven unas muchachas que hablan y ríen junto a un pozo mientras se turnan sacando agua. Amadís tira de las riendas de su caballo para aflojar el paso y las mira. Morenas de pieles expuestas al sol y sin tocado. Amadís piensa en los cabellos rubios de su señora Oriana y luego en sus noches de solaz. Cruzaba aquel portillo semiescondido de palacio y, guiado por la antorcha de Mabilia, la doncella y confidente de Oriana, llegaba hasta su cámara. Allí, en aquel lecho con dosel, miraba esos cabellos rubios y acariciaba su piel blanca hasta que los gallos cantaban al alba.
Ahora Amadís y Gandalín pasan junto a las muchachas, que ríen al verlos mientras cuchichean en esa lengua que ellos apenas comprenden. Amadís fija la vista en una de ellas que tiene un cántaro a los pies. No sabe si es la más hermosa de todas pero a él se lo parece. Tiene los ojos negros. Su señora Oriana los tenía azules. Y también la doncella Briolanja, a la que devolvió su castillo de la Ínsula Firme. Ojos azules, cabello rubio, manos blancas... Y, seguramente, también cama con dosel. Aún recuerda las asperezas que tuvo que oír de Briolanja porque no quiso acudir a su cuerpo. Pero ahora sigue con los ojos fijos en los ojos negros de la muchacha del cántaro. Lo que daría... en la incomodidad de un establo, de una cabaña del monte... por sentir contra la suya esa piel morena. La muchacha coge el cántaro, se lo coloca sobre la cadera, lo inclina, vierte agua en un cuenco de barro y tiende el brazo hacia Amadís. Amadís descabalga y se acerca a ella.

El sol va cayendo frente a Amadís y Gandalín. Manchas blancas de nieve sobre el paisaje, charcos helados en el camino. Se cruzan con una reata de mulas guiada por dos arrieros y con gentes que vuelven de sus faenas en el campo. Al salir de un bosque, ven un claro y, a dos tiros de lanza, un caballero armado, quieto sobre su caballo, a la entrada de un puente. Es el río Órbigo. A la derecha, un campo marcado con cuatro pendones y oriflamas al viento; en los pendones, las que deben de ser armas de ese caballero. A la izquierda, su escudero sentado con la espalda contra un olmo solitario. Apoyadas contra el olmo varias lanzas y un cartel clavado en el tronco. Amadís manda a Gandalín a leer el cartel, descabalga, se tumba en el prado y piensa en la muchacha de ojos negros y sin tocado.
Al cabo del rato Gandalín vuelve. Ha estado leyendo el cartel y también hablando con el otro escudero. Gandalín dice que el caballero del puente se llama Suero de Quiñones y reta a todo caballero que quiera cruzar a batirse con él hasta romper tres lanzas o salirse del campo. Amadís decide armar la tienda para pasar la noche mientras Gandalín se preocupa porque su señor ya no tiene ni yelmo ni peto.

Amanece. Gandalín aún duerme cuando Amadís sale de la tienda. El caballero del puente está ahí como si hubiera dormido sobre su caballo. Amadís se sienta en el prado y lo mira. Ya sabe la escena: una carrera corta, un primer golpe en el escudo y el caballero que consigue mantenerse sobre el caballo. Otra carrera y el escudo astillado con el caballero saltando sobre las ancas del caballo, el metal de las armas resonando al caer a tierra y el caballero que no puede levantarse por el peso de la armadura. ¡Cuántas veces no habrá vivido esa escena! Luego no queda sino apearse del caballo, falsarle la loriga con la punta de la espada y oír al caballero dándose por vencido. Pero no, todo eso quedó atrás.
Gandalín también despierta, sale de la tienda y ve a Amadís contemplando a Suero de Quiñones:
-Mi señor, no necesitáis ni peto ni yelmo para derrotarle.
Piensa, sin embargo, que iría mejor si quedara algo de aquel pan y aquel queso que dio a los leprosos en la glera de León pero no dice nada. Amadís no se deja llevar por las palabras de Gandalín. Sonríe porque, por un momento, le ha pasado por la cabeza enviar su escudero a Suero de Quiñones con el mensaje de que él no está para bromas y que no se bate hasta romper tres lanzas sino sólo a muerte. A ver cómo reacciona y qué responde. Pero no, ese mundo quedó atrás, envuelto entre las brumas de la Gaula y la Pequeña Bretaña, con Oriana, Briolanja, Madásima descabezada, con esos salones fríos en que los caballeros hablan retóricamente con esas cualidades que se les exigen, discreción entre ellos y agudeza frente a las damas, con esos caminos entre florestas y donde en cada encrucijada una doncella pide favor porque un caballero la ha raptado y quiere forzarla, con el palacio del rey Lisuarte, sus damas, sus galanes, sus riquezas... Un mundo que se desvanece como el rocío de la mañana.
-No combatiré.
-Entonces no podremos cruzar el puente. Habremos de remontar el río en busca de un vado o de otro puente.
Amadís vuelve a pensar en la muchacha de ojos negros junto al pozo. Luego manda a Gandalín desarmar la tienda y cepillar y ensillar los caballos. Montan, salen al camino y Amadís, tirando de las riendas, dice:
-Volvemos atrás.
concursoderelatos
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  • 28 de Noviembre de 2012 a las 22:03
���� PATRONIO: ALZAMIENTO ET DESPLOME DE UN ENAMORADO PLEBEYO


Aquesta fábula cuenta la mala fortuna vivida por un herrero de vida deslucida y una esposa de moral distraída y hábitos quebrados.

Patronio, enclenque de cuerpo, albirrostro, cejijunto y bonachón, hallábase aún mozo cuando prendió valor para arrimarse, a la vera del río, a la alborotada mozuela con las enaguas más ligeras y los senos más prietos. La oronda muchacha enjuagaba sus harapos entonando jerigonzas propias de una mujer de empleos verduleros. Se acercó temeroso, nuestro mequetrefe enamorado, y balbuceó aquestas palabras a la cantora:
—No es menester que vuesa protuberante merced chille, cual cuervo agonizante, pues he de dirigirle un comunicado que nos compete a ambos como partes interesadas. Dígase que este buen muchacho que se presenta ante su persona, alberga la esperanza de tomarla a usted como esposa. Fíjese al pronto, vuesa señoría, que ando yo buscando cobijo en los brazos de una hembra y, que debido al problema consabido en noramala por toda la aldea, y que no dudo que su usía conozca, me veo en situación de hallarme suplicando con desesperanza que tome a bien la mía propuesta.

Respondiolé alegremente la vacaburra:

—Aquesta dama jamás sintiose tan atribulada por semejante interés. Menester sería cavilarlo por largo tiempo si no fuera por la templanza y aplomo que rezuman sus rebuznos. Por mí y por todas las almas del lugar es bien conocida su falta, no siendo ésta otra que el arrancamiento de un testículo durante el mal alumbramiento de vuesa merced. Díjole el matasanos a su progenitora, en tan funesto momento, que su usía encontrábase lisiada para facer uso del esposado y, por tanto, imposibilitada para la gesta de retoños. Oiga bien, no obstante, lo que tengo que espetarle. Tengo a bien su propuesta pues� hallome en la certeza de que vuesa presencia es tal la de un caballero, y empleará todo su cariño y riquezas en satisfacer a la sua esposa. Ésta, entretanto, le será fiel y no andará flirteando con los otrora apetitosos mozos.� �

Sentíase de enhorabuena el bueno de Patronio aún desconociendo las malas artes que aquella fulana aplicárale al matrimonio… �

De los malos usos que dábale al casamiento la amada de Patronio.

Desposáronse en primavera. El verano sería propicio para su amor y su conocimiento de uno por parte del otro. La estación otoñal atrajo las primeras rozaduras y mal entendidos entre ambos. El invierno arribó frió y nevoso, empero Patronio hallábase caldoso en su herrería, martilleando una vieja espada de romo filo y hechuras toscas; y aferrando por la manija, con célebre bravura, un badil herrumbroso. Silbaba, cual cantor petirrojo según embestía al ferro, cuando unos perniciosos nudillos golpearon su porta. Sin espera, su compadre y cura de la aldea, Bullullos, atravesola y dirigiose al patán por su apodo:

—Buen día, cuernos de alce.
—Que altanería, burla y despiporre es esa manera de mencionar a la mía persona. Debiérase comportar como un fraile y no parlar como un filio de Satanás.
—Discúlpeme su usía, empero el apodo impuesto ha sido fecho por la chiquillería. Yo solo acercábame a aqueste lugar de oficio para alertarle de algo que es consabido por todo el lugar; salvo por el mozo que tengo enfrente de la mía tez. —Rascábase la testa el herrero simplón sin saber qué quería decir aquella piltrafa ataviada cual cucaracha rastrera.
—Sepa su usía que se ha convertido en el hazmerreír de la aldea. No por su actitud tontaina y baldono comportamiento, sino por la altanería y buen entendimiento que haya su esposa en otros mozuelos que no son el suyo propio.
—Habladurías propias de porteras ociosas. Mi persona sentíase dichoso de que su usía no se entrometiese en esos bajos menesteres, empero observo que erraba en mis divagaciones.
—Pensaba yo con acierto que vuesa merced creería burdas mis palabras, por ello, y faciendo un pacto con Nuestro Señor Todopoderoso para romper por célere momento mi celibato, decidí ultrajar su matrimonio y� meterme en los harapientos trapos íntimos de la sua señora; no con otro efecto que no fuera el no echar en saco roto los rumores de cornucopia y adulterio.

Quedó cuernos de alce, tras esas falacias,� absolutamente conmovido, pues por todos era bien sabido que un párroco no debiera hacer uso de la mentira; pues castigábase esto como� pecado mortal por el altísimo. Presto, tomó la empuñadura del badil con violenta maestría y endiñóselo en la testa del lujurioso siervo divino. Éste, dolorido, abandonó azorado la estancia.

Patronio esperaba con tremenda furia a la sua pendeja. Ésta arribó en tardía hora y vio cómo su marido la esperaba ansioso con un azotador prendido en la diestra.
—Mala mujer, ¿por qué ensucias el limpio nombre de la mía familia?
—¿Qué bravuconadas gruñes, esposo mío? —respondió desdeñosa.
—Tu comportamiento fulanesco es por todo el pueblo conocido. El cura confirmóselo esta tarde a este cornudo marido tuyo —encontrábase enardecido mientras mentaba los procelosos vocablos—. ¿Por qué, hembra del demonio, actúas de tal guisa?
—Sincerome álgidamente con la tua figura, esposo mío. Como mujer casada debiera hallar consuelo tuyo en los menesterosos asuntos del sexo. Pero hallome desconcertada cuando tu persona no osa siquiera besar estos labios carnosos que la naturaleza tuvo a bien concederme. Por tanto, es de implícita necesidad que aquesta mujer tuya halle remedio a sus instintos carnales lejos; en otros maromos de buena enjundia y mejor quehacer.

Encontrábase Patronio enojado en grado sumo. Prendió con fuerza el azotador y soltole un latigazo en los muslos a la hembra. Ésta, que era de constitución recia, arrebatole el arma y comenzó a golpear de manera asalvajada varias partes del cuerpo a su esposo. Patronio, encontrábase ya en el suelo haciendo uso del pataleo y la súplica, empero la vacaburra no mostrábase dispuesta a detener el estropicio. Hallábase muy magullado el maltratado por lo que decidió aferrarse a las orondas patas de aquella hembra salvaje y pidiole perdón en todas las lenguas propias y de países de idiomas desconocidos. Ésta, más que por el perdón, detuvo la azotaina porque su mano mostrábase dolorida de tan tosco uso. Desfallecida, dirigiose al suo catre, en parte alzada de la herrería.

Alzamiento y caída de un objeto maravilloso nacido en la cochambrosa herrería de Patronio.

Hallábase nuestro héroe tumbado en el catre bien entrada la mañana. Su testa daba varias vueltas para hallar una solución al problema de adulterio. Tras largo rato, tuvo a bien hacer uso del recuerdo y pensó en un libro de objetos mágicos que hallábase calzando la mesa de la sua cocina. Prendiolo al susodicho y abriolo por la parte sobre “Cornamenta et despelote”; encontrose con los siguientes términos: “Cinturones de castidad ferrumbrosos: fabricación et aplicación para esposas descarriadas”. Miró bien Patronio todas las técnicas de producción y raudo preparó el objeto salvador.

A media tarde dolíale todo el cuerpo, dado el gran esfuerzo realizado y� la paliza recibida; empero tuvo el valor de terminar el trabajo. Arribó la pendeja bien echada la noche, como era menester en ella, y subió al catre sin mentar si quiera una disculpa por los gorrinazos propinados.� Éste, aguardó en forma tranquila, a que tuviera el sueño profundo, que confirmáronle los retumbantes ronquidos. De forma atribulada y traicionera calzole el cinturón a la sua hembra. Tras ello, puso pies en polvorosa de forma despavorida para ocultarse de la bestia parda cuando oyese el canto del gallo.

Érase ya el amanecer cuando los gritos de la bruja hiciéronse oír en los sucios oídos de Patronio. Ésta bajó, cual caballo loco, la escalinata y prontamente detectó la habitación donde hallábase el refugiado. La cólera e ira acumuladas hiciéronla proferir estos bufidos:

—Patronio, vil alimaña, ¿cómo osas vos vestir de semejante guisa a la sua esposa con nocturnidad y alevosía?
—Debiera entender vuesa merced estos actos, pues el apellido mío hallábase en entredicho y era imperiosa necesidad el limpiarlo ante los ojos del cuchicheante populacho.
—Casto esposo…ese apellido no es posible limpiarlo ya ni con el mejor de los jabones. Empero si se haya en colaboración conmigo y pone en mía posesión las llaves del aparatejo, juró ante Dios que no tomaré cumplida venganza —mintió la tipeja.
—¡Oh, esposa lasciva! Nunca cometeré tal imprudencia —tartamudeó con espanto.
—¡Oblíganme las suas palabras a buscar justicia de modo propio! —gritó enfurecida. Tras estos vocablos arremetiole un puntapié asalvajado a la puerta, la cual cayó de modo funesto—. ¡Me siento demasiado airada como para respetar la vida de vuesa merced! —bramó de nuevo.
—Manténgase en lejanía si no quiere que me tragué la llave disponible para abrir la puerta a la lujuria —–díjole esto sosteniendo el objeto sobre la boca.

Acercose la sua mujer a Patronio con una mirada asesina y diabólica cuando el personaje engulló sin demora el trozo de metal.

—Ja, ja —rio triunfante el gañán.
—Esposo mío que tonta tropelía acaba de cometer la sua persona —comentó paciente—. Debiera vos saber, si hubierase hecho uso del estudio como recomendole su anciana madre, que el metal no es elemento bien digerido por el estómago del hombre y, por tanto, esa llave hallasé en disposición de ser expulsada por el conducto del que vos y la mía figura tenemos mutuo conocimiento.

Patronio lloró. La mastuerza bigotuda contenía razón en sus palabras, empero éste comentole con osadía lo siguiente:

—Escúcheme bien ramera, jamás Patronio expulsará por orificio alguno el objeto que le robe su dignidad —expresábase con un desequilibrio total—. Jamás.

Varias horas y zumos de ciruela más tarde, la mujer mostrábase ya en posesión de la llave y el suo esposo hallábase en el suelo con la testa abierta de un bravo garrotazo.

Aqueste es el fin de la mala vida llevada por un hombre casto y puro que equivocábase cuando pensaba que con una esposa fuera a ser feliz.

concursoderelatos
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  • 29 de Noviembre de 2012 a las 21:16

Pogromo



El hermano Clemente se sec la frente llena de sudor y mir los desolados campos que le rodeaban, con la capital hispalense recortndose al fondo y aquel Guadalquivir convertido en un arroyo. La sequa azotaba al reino de Castilla desde haca varios aos y los escasos brotes de trigo que haban nacido se haban vuelto a secar. Se pregunt cuntas pruebas ms les iba a poner el Seor antes de enviarles esa lluvia por la que llevaban rezando tanto tiempo. Los campesinos hacan lo que pedan, pero aquella tierra yerma no les devolva por su trabajo ms que sinsabores. Los nobles, compasivos al principio, ahora cada vez exigan ms a sus siervos, que no tenan con qu pagarlos. Los nios y los ancianos no podan sobrevivir al hambre y a las heladas del invierno y la miseria se extenda all donde mirase.


Haban pasado por una plaga devastadora que haba diezmado la ciudad, pues sus habitantes, sucios y famlicos, no tenan fuerzas para luchar contra ella. El brote se origin en el barrio de los tejedores y se extendi como un reguero de plvora. De poco serva que la gente se quitase su ropa si ciertas zonas estaban infestadas de ratas y pulgas. Pero los ricos miraban hacia otro lado si era a los pobres a quienes afectaba.


El hermano Clemente quera pensar que era por eso por lo que haban atacado la judera. Ya llevaba tiempo escuchando lo que en un principio eran murmullos aislados y ms tarde fue el comentario general: la culpa era de los judos, que envenenaban los pozos y eso haca que los buenos cristianos enfermasen y muriesen. De poco sirvieron los sermones del padre Andrs en la misa de los domingos, ni el hablar con los fieles en sus visitas diarias ni los esfuerzos de muchos religiosos de bajo rango que predicaban a favor de la tolerancia y la convivencia pacfica, que hasta haca algunos aos haba sido posible. Dios predicaba el mandamiento del amor y el perdn al prjimo. Los judos rechazaron a Nuestro Seor Jesucristo, pero l nos perdono nuestros pecados y el camino correcto era el de la evangelizacin y el perdn, no el de la violencia.


Llevaba una semana sin dormir, temiendo que las pesadillas volvieran a l. Cada vez que cerraba los ojos, volva a rememorar los gritos de dolor y el olor a a quemado. Volva a ver las imgenes de las mujeres y los nios corriendo por las calles, aterrorizados, mientras les lanzaban excrementos, que eran mucho ms humillantes pero menos dolorosos que los palos y las piedras. Volva a contemplar impotente cmo arrastraban a los judos fuera de sus hogares y los molan a palos. La gente haba expoliado casas y las sinagogas y haba perseguido hasta las afueras de la ciudad a los supervivientes, envindoles al exilio ms muertos que vivos y con cada vez menos esperanzas de ser afectados. Desde haca aos Ferrn Martnez haba arremetido en su plpito contra la poblacin juda, llenando las temerosas mentes de sus feligreses de imgenes de castigos divinos por convivir con infieles; la poblacin mora de hambre porque eran descuidados en el cumplimiento de sus deberes como cristianos, porque no eliminaban aquella amenaza contra la cristiandad; aquellos perros sarnosos, que renegaron de Cristo se pavoneaban presumiendo de su riqueza ante los buenos cristianos que no sucumban a la usura y a las artes oscuras del judasmo.


Los saqueos de las sinagogas eran algo anecdtico hasta el incidente. Haba deseado con toda su alma creer la excusa de que eran chiquilladas, que no era nada serio, que aquellos judos ricos podan reparar sus prdidas y la convivencia podra seguir igual. Pero en la soledad de su celda se arrepenta y rezaba por sus pecados, por la omisin, por excusar el que no se escuchase el sptimo mandamiento, el que prohiba el robo. Haban dejado pasar durante aos las envenenadas palabras de Ferrn Martnez, arcediano de cija; haban dejado que el odio se juntase con la desesperacin del pueblo y ahora era imposible parar aquel fuego destructor.


Asi con fuerza la azada y bajo aquel sol abrasador continu removiendo aquellos terrones secos, pues slo aquel trabajo le daba algunos momentos de respiro y acallaban los gritos de agona de los judos asesinados.
concursoderelatos
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  • 29 de Noviembre de 2012 a las 21:53
El castillo y el segoviano

¡Qué hermoso se veía su castillo desde el pie de la colina con el sol encima del torreón! En realidad apenas era eso: un torreón, desde luego el segoviano sólo lo llamaba así para no hacerse de menos. Pero para él era el mejor de los castillos, aún sin murallas. No le hacían falta en lo alto del risco. Sólo por el norte se podía acceder a su fortaleza, por un angosto camino que apenas permitía cruzarse a dos borricas. Pero qué hermoso era su castillo. Aunque ni siquiera llegara a ser legalmente suyo. No desde que el rey castellano se lo arrebatara a su padre y se lo entregase al segoviano. Él era apenas un niño de teta.� Y gracias sean dadas. Porque de haber podido sostenerse en pie habría corrido la misma suerte que sus hermanos, tíos y primos… �

De aquello hacía ya demasiado tiempo. Tanto que para la mayor parte de los aldeanos el segoviano era el legítimo señor: no habían conocido a otro. Los que no murieron en la guerra de entonces lo hicieron en las hambrunas siguientes, o en alguna de las plagas que de vez en cuando se aposentaban por aquella comarca. El mayor de los campesinos no tendría treinta años. Nadie recordaba ya al padre que se llevo su apellido a la tumba. Para todos él no era más que un viejo mayordomo, tal vez un bastardo del señor. Y en cierto modo lo fue. El ansia de ser madre de la yerma primera esposa del segoviano le salvó la vida cuando debía haberla perdido junto al resto de los de su estirpe. La señora pidió clemencia para el inocente bebé, sin sentir culpa alguna por la sangre derramada de su madre. Sólo se despegaba de él para que lo alimentaran las nodrizas, y aun así sostenía la pequeña mano del bebé mientras se alimentaba. Cuando murió, el niño la lloró como a una madre pero pasados los años, cuando una nueva señora ocupó la diestra del segoviano con otro retoño entre los brazos, y el que había creído su padre (sin que nunca esa palabra se formara en sus labios) le contara quién era, quemó los paños donde creía recordar haberse enjuagado esas lágrimas. Después solicitó permiso para tomar los hábitos: lo que fuera por alejarse de la farsa de vida que había vivido, pero sin los peligros de la vida mendigante. Recibió las bendiciones del segoviano, que quería quitárselo de en medio,� y más tarde el arma que lo haría soñar con recuperar lo que por derecho le pertenecía.

El sonido de los caballos anticipó la llegada del nuncio. Bajó la vista del cielo y se sacudió el polvo de las ropas para recibirlo con el mejor aspecto posible.� Como supuso llegó en una carroza con una pequeña guardia a caballo. Cuando el cochero se detuvo, monseñor asomó la cabeza por entre las cortinillas de terciopelo, descubriendo con disgusto que no podría bajarse a las puertas del torreón, como hubiera sido su deseo. Tras el besamanos de bienvenida y las excusas de rigor, el obispo emprendió el ascenso a pie seguido por el mayordomo.

Aprender a leer había sido duro, pero las recompensas que obtuvo de ello a través de pergaminos y libros de historia no tuvo precio. Descubrió la historia y su apellido en libros olvidados en monasterios, leyó distintas versiones sobre lo acontecido cuando apenas dormía, comía y cagaba. Estaba claro que la mayoría de las crónicas habían sido escritas por castellanos, o al menos pagadas por los afines al segoviano si no por el segoviano mismo. Pero aún la más complaciente dejaba claro el genocidio acaecido contra su sangre. La piel y la tinta le relataron quién era realmente. Con tristeza comprobó una y otra vez que le los legajos aseguraban que poco o nada podría hacer para que se le restituyera lo que le fue arrebatado. Entonces buscó en lo profundo de las bibliotecas de los monasterios aquellos libros que tal vez le ayudaran a recuperarlo por otros medios. Nada encontró tampoco. El tiempo pasaba y la vida transcurría en una mascarada de piedad que tampoco calmaba su ánimo. Finalmente colgó los hábitos y regresó a su hogar, o al menos a lo más parecido a un hogar que hubiera tenido. Puso al servicio del segoviano el saber que pudiera serle útil, ocultando en la caverna más profunda de su ser el que usaría para acabar con él y su heredero . Éste se mostró reticente, pero necesitaba a alguien que ayudara a su mayordomo de entonces, medio ciego por la edad y única persona letrada de la comarca.

La recepción del obispo no fue fastuosa. El almuerzo se compuso de demasiados vegetales, quesos y pescados para el gusto del apóstol. Apenas algo de cordero y cabrito llenó de grasa sus manos; se lamentó la ausencia de un buen cochinillo asado al estilo de la tierra natal del señor. El segoviano se excusó: el buen Dios había tenido a bien ese año poner a prueba a sus estómagos enviando una peste que había arrasado con gran parte de los cerdos y no pocos terneros. Los que no habían muerto habían sido sacrificados por miedo temor, y hasta el año próximo no podrían comprar más en la feria de ganado. La comida fue, pues, sencilla pero no por ello rápida. Al fin y al cabo el buen Dios no había decretado una purga para los viñedos. Durante la misma el mayordomo estuvo atento a que ningún sirviente errara en el protocolo a la hora de servir platos o de mantener copas llenas, manteniendo los ojos bien atentos a los que andaban entre los escaños, si bien las orejas prestaban atención a las palabras de los que en ellos se sentaban. Temas corteses y aburridos, palabrería recargada y destinada a autocomplacerse con algún cabo suelto que denotaba el conocimiento de algo que la otra parte desconocía, de un falso secreto de estado que acrecentara la importancia de su poseedor. El viejo juego de salón de siempre. Pero llegada la tarde, cuando los vinos apenas tenían qué empapar, las verdaderas noticias comenzaron a manar. Nada que realmente pareciera importante al principio, si bien era el motivo del largo viaje del obispo.

Sirvió con la esperanza de encontrar el momento para asestar el golpe final al segoviano o a su heredero si el tiempo así lo requería. Pero el tiempo se le adelantó y el muchacho fue llamado a cumplir con el rey de Castilla en sus guerras contra la hermana rebelde. El joven partió con una espada nueva que su padre le regaló para la ocasión, el resto de pertrechos fueron heredados en vida y los caballos prestados. Lo acompañaron tantos mozos como pudieron convencer las promesas de gloria, pero también de riquezas, acaso de tierras y honores: Más de una treintena. Ninguno regresó. Del heredero sólo la espada envuelta en un paño con el blasón del padre bordado. Para entonces el viejo mayordomo había muerto, aunque sus labores ya las realizaba desde hacía tiempo. Era libre para moverse por el castillo de sus ancestros y en la práctica se encargaba de la administración del mismo y de los dominios cercanos. Más de un aldeano acudía al nuevo mayordomo para pedir consejo o ayuda en vez de molestar al señor. Pero el segoviano le recordaba con pequeños gestos a veces, de viva voz no pocas, cuál era su lugar. Hasta le llegó a gritar más de una vez cuál era su origen y que debería prestar más agradecimiento a quien tenía el derecho a acabar con su vida en cuanto lo deseara. La muerte del heredero no suavizó el ánimo del que fuera su padre putativo. La noticia se llevó también a la segunda señora pocos meses después. El castillo se quedó prácticamente vacío. Tal vez le fuera devuelto a la muerte del segoviano. El luto pasó, y tras él llegó una nueva y fértil señora al torreón. La sonrisa que el segoviano le dedicó cuando le presentó a su nuevo hijo varón podría haber parecido la normal en un hombre que vuelve a ser padre. Pero él supo que en ella se escondía el orgullo de la victoria definitiva sobre su casa.

Tras una siesta tardía, el señor invitó al nuncio a un paseo por los tranquilos alrededores del torreón. Habría deseado acompañarlos, tal vez pudiera escuchar algo más. La conversación del almuerzo aún rondaba en su cabeza. Barruntaba que la llave de su venganza estaba en la misión que el obispo tenía encomendada. Pero no, era mejor dedicarse a sus quehaceres. Al fin y al cabo fue el vino el que saco el tema a colación. Del paseo no sacaría nada más. Tal vez la cena fuera más fructífera. Sea como sea había mucho que preparar. Mandó un par de mozos a las aldeas cercanas en busca de un cochinillo. Sería una grata sorpresa para el obispo si conseguían dar con uno. No hubo suerte. La cena fue poco más que una repetición de la comida, menos fluida y por tanto más callada. No pudo sacar nada más en claro. Si al menos tuviera a su alcance alguno de los libros que leyera tiempo ha. Pero en la escasa biblioteca del señor apenas si había algunos tratados de heráldica y crónicas locales. Entonces recordó. Uno de los tomos describía la genealogía del segoviano. No retrocedía muchas generaciones atrás. No habían sido muy cuidadosos al respecto. Era tarde. Pero se arriesgó.

El obispo partió con el alba, tras orar en la capilla con su guardia y el mayordomo quien le asistió en la eucaristía para después acompañarlo hasta su carruaje, besar su mano y recibir su bendición y la promesa de justicia divina, administrada por las manos pías de la nueva magistratura que los católicos reyes instituirían en breve. La confesión de sus temores acerca de la impiedad manifiesta de sus señores y la desazón por encontrar un tribunal que prestara oídos a la verdad acerca de los falsos cristianos había resultado convincente. Sólo tenía que encontrar un par de libros. Antes de regresar se quedó contemplando el torreón.� ¡Qué hermoso se veía su castillo al amanecer!

zarax
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  • 29 de Noviembre de 2012 a las 22:34
Aunque no lo había dicho, ya sabeis que esto se ha acabado en este hilo.

Clausuro la edición y pasamos a las votaciones que, como siempre, debéis mandármelas por correo privado. Gracias a todos los que habéis participado y a los que tenéis intención de votar.

Suerte para todos.