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ernie
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Fecha de ingreso: 21 de Julio de 2008

95º edición del concurso de relatos - LA POBREZA (RELATOS)

30 de Diciembre de 2012 a las 13:14
Mañana empieza la 95º edición del concurso de relatos.
Tema: la pobreza.
Podéis presentar los relatos desde mañana, 31 de diciembre, hasta el jueves, 10 de enero de 2013, a las 22:00 horas. Las votaciones, desde entonces, hasta el domingo, 13 de enero, a las 22:00 horas.
Cualquier pregunta, ya sabéis dónde estoy.
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 6 de Enero de 2013 a las 10:32

Los Reyes Magos


�Sucedió hace algo más de cincuenta años. Lo recordé al leer esas cartas de las que mi padre debía haber sacado una copia en papel muy fino. Su reciente fallecimiento me había llevado a revolver en aquella caja metálica donde guardaba documentación y recuerdos personales, según pude comprobar. Mi madre me dio permiso, llorosa, descompuesta. “Mira lo que quieras”, me dijo, “haz lo que tengas que hacer, yo ya no tengo fuerzas para nada”. Así que comprobé que allí estaba la escritura de la casa, la copia de su testamento, facturas viejas, carnets muy antiguos, documentos que a nadie importaban ya. Casi al final, en un sobre, estaban esas dos cartas.

�Sabía su historia pero era la primera vez que las veía. “Debido a la grave enfermedad de mi hijo se han presentado unos gastos imprescindibles y muy elevados para mi capacidad…” leí en la primera. Cerré los ojos. Cuando esta carta fuera escrita, en diciembre de 1960, yo contaba seis años. Recordaba esas Navidades. El hermanito chico estaba malo, es lo único que recuerdo. Mi hermana mayor me decía que no hiciera ruido, que le molestábamos, así que salía fuera y estaba todo el día, pese al frío, jugando con otros niños en un campito cerca de casa, sin vigilancia. En aquel pueblo de mi infancia no era tan raro, las vecinas debían estar al tanto.

�Jugaba con los indios y americanos que los Reyes me habían traído el año anterior. En aquella ocasión había escrito muy trabajosamente una carta en la que les pedía el fuerte de los americanos, uno donde se pelearan unos con otros. Esperaba ansioso la noche de Reyes para recibirlo. Incluso estaba un poco pesado, seguramente, hablando a todo el mundo (mi abuela, mi hermana, mis amigos) de ese fuerte que había visto anunciado en una televisión en blanco y negro, una que tenía una amiga de mi madre a la que visitábamos con frecuencia.

�“Es por ello que el médico ha prescrito un tratamiento con antibióticos. Como sabe usted, son difíciles de conseguir y su precio muy alto. El médico afirma que, sin ellos, mi hijo no podrá superar la meningitis que le aqueja. Sólo por este motivo me atrevo…”. Aquellos días debieron ser tristes aunque no los recuerdo así. Yo estaba entusiasmado, jugando todo el día, zampándome esos bocadillos de chorizo que me daban cada tarde. Uno de mis amigos me dijo que su madre había dicho que mi hermanito chico se estaba muriendo. Me encogí de hombros. “No es verdad” contesté despreocupado, “tiene un catarro muy fuerte nada más”. Seguimos jugando sin darle más importancia al comentario.

�“Sólo por este motivo me atrevo a pedirle un adelanto de mi sueldo que le reintegraré puntualmente cada mes de forma fraccionada en la cuantía que usted determine. Comprenda que me veo en la obligación de tal solicitud porque la vida de mi hijo…”.

�No recuerdo apenas nada más de aquel tiempo hasta que llegó el seis de enero. Me había propuesto quedarme despierto para ver llegar a los Reyes en persona. Les había dejado un cuenco con agua para que bebieran los camellos, unos trozos de pan para ellos, como me dijo mi hermana. Pero no sé por qué, no conseguí mantenerme despierto. A la mañana siguiente me despertaron y acudí a la sala, emocionado. No quedaba rastro del agua y el pan estaba mediado. Cuando abrí mi regalo encontré perplejo un grupo de soldados, como el año anterior. No comprendía nada. Yo había pedido el fuerte ¿cómo no estaba?

�De mi niñez no recuerdo una decepción igual. Prorrumpí en un llanto amargo, silencioso. Tiré los soldados no sé dónde, me fui a mi cama y seguí llorando un rato mientras mi hermana trataba de consolarme. “¡Lo pedí, lo pedí!” le gritaba. Con el ruido salió mi madre, que había pasado la noche en el cuarto del hermanito. Se lo dije a gritos, que los Reyes se habían equivocado, que todo había salido mal. Me recuerdo entre lágrimas, cómo me detuve, sorprendido, estupefacto, cuando mi madre también se echó a llorar. Nunca la había visto así, siempre era una mujer fuerte y protectora en aquellos años.

�Le pregunté si le diría a los Reyes que me habían cambiado los juguetes, que no eran soldados lo que quería. Tal vez pudieran volver atrás y regalarme lo que les había pedido, no podía esperar otro año. Ella intentaba enjugarse el llanto sin conseguirlo. “Mamá, no llores” dije finalmente compungido, “la culpa es de los Reyes, que son malos, no tuya”.

�Fue por entonces cuando mi padre, administrador de aquellas casas propiedad de la inmobiliaria, hurtó dinero de la caja. Me lo contó mucho tiempo después. “Esa es una culpa que llevo dentro y nunca podré quitarme” comentaba. “Papá” contesté, “eso es absurdo. La culpa es de ese jefe, que te negó el préstamo. Yo hubiera hecho lo mismo”. Él meneaba la cabeza. “A fin de cuentas lo devolviste ¿no? Tal como le habías propuesto”. “Si llega a enviar una inspección aquellos años me hubiera muerto de vergüenza, hubiera sido la deshonra para todos”.

�Y ahora leía esas cartas e imaginaba qué sentirían en ese cuarto, con aquel niño ardiendo de fiebre, mientras otro lloraba desconsolado al otro lado de la puerta por un fuerte donde pudieran luchar los indios y los americanos. “Le comunico” decía la contestación, “que su petición no puede ser atendida por esta dirección. Deseamos, en todo caso, una pronta recuperación…”.

�Doblé las hojas con cuidado y volví a meterlas en el sobre. Haría fotocopias para mi hermana mayor y para aquel niño que entonces se debatía entre la vida y la muerte, hoy un hombre con una vida complicada pero feliz a su manera.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 8 de Enero de 2013 a las 18:47
Tiempo de locura

La historia de mi vida comenzó hace casi cuarenta años; la de mi confusión actual, hace unos ocho meses, cuando mi mujer me abordó, sin preaviso, iniciando aquella conversación.
—¿Sabes que a mi hermano se le ha acabado el paro? �� �
—No, no lo sabía.
—Ahora tiene que vivir con la ayuda de los cuatrocientos euros.
—Vaya. —Ya sé que no es una respuesta muy elocuente, pero ¿qué podía decir? ¿Qué quería oír ella?
—Con eso no le llega ni para pagar la mensualidad de la hipoteca.
—Vaya. —No, mi vocabulario no es tan reducido, es que seguía sin saber qué decir.
—He hablado con mis padres. Ellos le van a echar una mano arrimando algo de su pensión.
—Qué majos. —Y lo pensaba de verdad.
—Si nosotros arrimamos otro poco…
—¿…? —¿Era este el punto al quería ir a parar? Tenía que iniciar una maniobra evasiva— Nosotros sólo contamos con mi sueldo y no nos sobra demasiado, más bien andamos justitos. Y mi trabajo no es seguro, ya te he dicho que la empresa últimamente no va bien.
—Pero tampoco nos falta, y con un poquito de esfuerzo… Si nos pasara a nosotros… ellos harían lo mismo. Y hay que pensar en positivo, tú no te vas a quedar sin trabajo y a mí en cualquier momento me llaman para una entrevista y me cogen, ya verás.
En este punto conviene que sepáis que hace más de tres años que mi mujer está buscando trabajo y que en ese tiempo sólo la han citado en dos ocasiones para una entrevista que, evidentemente, no superó en ninguno de los casos.
El caso es que me lió y desde aquella conversación, hasta hace tres meses, le hemos estado ingresando en su cuenta, a mi cuñado,� doscientos euros cada día quince.

Sí, hasta hace tres meses. Era domingo por la mañana y mi mujer me dijo que iríamos a cenar a casa de su hermano. La verdad, no me apetecía.
—¿Andan pillados de dinero y vamos a ir a cenar? ¿No será mejor que no les hagamos gasto?
—Ángela me ha dicho que va a preparar unas tortillas, no va a haber caviar ni angulas, tampoco les va a suponer tanto trastorno. Venga, no seas así.
Al final accedí. Me perdería el partido en el bar… pero todo fuera por ver a mi mujer contenta.
Cuando llegamos nos encontramos con que también habían sido invitados mis suegros. Era una reunión familiar en toda regla y todo parecía ir bien hasta que el abuelo reparó en la hora que era.
—Va a empezar el partido, pon la tele.
¿El partido en la tele? Sólo lo televisaban en Canal +. El abuelo se estaba confundiendo.
—Es en Canal Plus, abuelo —le aclaré.
—Ya. Pon la tele.
Y con toda la naturalidad del mundo mi cuñado encendió la tele y puso el partido. No me lo podía creer. Yo no tenía Canal + porque no me lo podía permitir, menos aún desde que estaba haciendo un ingreso de doscientos euros en la cuenta de ese desgraciado que no podía pagar su hipoteca.
—¿Tienes Canal Plus? —le pregunté de forma discreta cuando volvió a sentarse a mi lado.
—Lo paga el abuelo —me respondió con algo parecido a una sonrisa.
Estuve a punto de estallar, pero no lo hice. Antes quería hablar con mi mujer para que no se me acusara de precipitarme en mis conjeturas.

Cuando por fin dijimos de marcharnos, mi mujer me pidió que lleváramos a los abuelos. Me alegré de la petición, así podría hablar con ellos también. Y no tardé en sacar el tema cuando estuvimos en marcha.
—¿Carlos sabe que le estamos ingresando doscientos euros todos los meses o cree que sólo ustedes les están ayudando?
—Lo sabe, lo sabe. —respondió mi mujer.
—¿Y os parece normal que le estemos dando dinero y tenga� Canal Plus.
—Se lo pago yo —sentenció mi suegro.
—¿Por qué?
—Pues porque lo tenía antes y ahora no podía y le dije que no lo quitara, que yo se lo pagaba.
—Pero ¿por qué?
—Pues porque le ha parecido bien —intervino mi mujer queriendo dar por acabada la conversación.
—Nosotros no tenemos Canal Plus.
—Porque no queremos —aseguró mi mujer.
—No. Porque no lo podemos pagar. Podríamos si no le estuviéramos pasando dinero a tu hermano, pero en la situación actual no podemos.
—Pero vosotros nunca habéis tenido Canal Plus —dijo mi suegra.
—Porque suponía un lujo.
—Déjalo cariño. —Mi mujer empezaba a sentirse incómoda.
—Sí, porque no sé dónde quieres ir a parar —secundó mi suegro.
Por un instante estuve a punto de hacerles caso, pero al final no lo hice. Aquello me parecía surrealista: yo me estaba sacrificando, ajustando mi presupuesto, sin necesidad, para ayudar a mi cuñado ¿y mi suegro le pagaba el Canal Plus? Me parecía inconcebible que el único tripulante del coche que veía aquello demencial fuera yo. Fue una discusión bastante desagradable que acabó con una afirmación por parte de mi suegro tan verdadera como absurda.
—Es mi dinero y hago lo que quiero con él.
Yo no dije nada, pero lo pensé: “Pues yo con el mío también, se acabó la trasferencia de doscientos euros para el hermanito”.

Al día siguiente llamé por teléfono a mi cuñado y estuve hablando con él. Fue una conversación corta.
—No quiero discutir —le dije—, sólo avisarte para que no cuentes con el dinero de aquí en adelante.
—Pero…
—No quiero seguir hablando, Carlos. Ya te he dicho lo que te tenía que decir.
Me sentí mal, culpable de algo que no sabía ni definir. Mi mujer no consiguió que me sintiera mejor.
—Eres un gilipollas. No tienes ni idea de nada. Vete a la mierda.
Llevamos tres meses sin hablarnos apenas.

Anoche, después de cenar, me fui a dar una vuelta. No es algo que suela hacer, y de haberlo intentado hace cuatro meses habría despertado la curiosidad y las suspicacias de mi mujer. Sin embargo anoche, cuando dije que me marchaba a pasear, pareció algo natural. Yo necesitaba salir de casa y ella no quería estar conmigo.
Caminé sin rumbo y cuando me quise dar cuenta de dónde estaba comprobé que� había llegado hasta la puerta de un supermercado. Me llamó la atención el trasiego de gente que había, eran casi las doce de la noche, el centro estaba cerrado y por allí no había ningún garito que justificara la afluencia de público. Además no eran jóvenes y llevaban bolsas. Venían de la parte de atrás. Sí, esa gente estaba rebuscando en la basura del super para llevar comida a sus casas. No llevaban “uniforme” de pobres, a la luz del día y en otra situación podrían confundirse conmigo, con mi mujer o… con mi cuñado. Pero no me estaba confundiendo, aquel individuo que miraba con la linterna el aspecto y la fecha de caducidad de una bandeja de carne, era Carlos.
No le dije nada, ni siquiera me vio. Volví a casa. Mi mujer ya se había acostado, aún no dormía. Me desvestí y me tumbé junto a ella; la abracé, le dije que la quería y le prometí que hoy, a primera hora, daría orden en el banco para que volvieran a hacerle la trasferencia a su hermano. No, a continuación ella no me abrazó agradecida ni hicimos el amor.
—Se los he seguido ingresando yo.
—Da igual, daré la orden.
—Haz lo que quieras. —Y se tapó con el edredón la cabeza sin dejar de darme la espalda.

Estoy en mi oficina y acabo de colgar el teléfono, he llamado al banco. Me quedo mirando a la ventana, no sé si pensando o fingiendo que lo hago, porque la verdad es que no sé qué pensar.

concursoderelatos
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  • 9 de Enero de 2013 a las 0:02
Rutina



Todos los das, de camino al trabajo, me bajo del tren en Passeig de Grcia para coger el metro. En ese horrible pasillo que separa las dos estaciones, est siempre el mismo chico pidiendo limosna. Aunque normalmente vaya cayndome de sueo y no haga mucho caso a nada, no he podido dejar de fijarme que, sin ese chico que pide, los cientos de extranjeros que pasan a diario por la estacin estaran perdidos.


Los pobres guiris miran a las mquinas expendedoras de billete (normalmente los trabajadores de metro brillan por su ausencia) como si fuesen ingenios de otro planeta, intentando saber cmo pueden entrar al metro haciendo valer sus monedas de curso legal. Entonces aparece el joven mendigo y les explica en un perfecto ingls que es mucho mejor sacar el billete de diez viajes que uno sencillo, que tiene los viajes integrados y que si hacen muchos viajes, ahorrarn dinero as.


No puedo sino preguntarme qu habr hecho que un chico que habla al menos dos idiomas, que es joven y tiene familiaridad en el trato con la gente, haya acabado pidiendo dinero en una estacin de metro. Ms de una vez he estado tentado de pararme a preguntarle si es extranjero o es espaol y cul es la historia de su vida. En mi mente he imaginado unas cuantas opciones: es un extranjero al que robaron y se qued aqu atrapado; o quiz es un aventurero que ha encontrado que ayudar a otras personas es su verdadera pasin; tambin puede ser una persona joven y preparada que se meti en la droga y se qued sin nada y ahora tiene que mendigar para sobrevivir...


Pero en realidad lo que hago cada maana y cada tarde es apartar la vista si nuestras miradas se cruzan. Porque no s si se molestar que le pregunten por la historia de su vida (tampoco sabria cmo abordarle para preguntarle, las cosas como son) o porque tengo un poco de miedo de que se vuelva de repente un yonki peligroso, ya que alguna vez le he visto hacer cosas raras o simplemente porque he aprendido a insensibilizarme ante la gente que pide, no vayan a ser unos sinvergenzas que se sacan el doble que yo en un da trabajando.

concursoderelatos
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  • 9 de Enero de 2013 a las 9:34
Lo siento, lo he intentado, pero no puedo...


ernie
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  • 9 de Enero de 2013 a las 13:33
cita de concursoderelatos
Lo siento, lo he intentado, pero no puedo...


Mndamelo por privado y ya lo colgar yo. O, por lo menos, lo intentar.
concursoderelatos
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  • 9 de Enero de 2013 a las 18:16
Habitantes callejeros

Echo la última ojeada en el espejo del portal. La boca bien perfilada y el pelo en su sitio. Hay que tener buen aspecto, no queda más remedio. Es muy cansado, la verdad. Yo antes apenas si me miraba al espejo antes de salir de casa, ahora tengo que "restaurarme" con mucho mimo, los años no perdonan.
No importa, me siento bien y eso es lo que vale. Bajo por la avenida rápidamente. ¡Caramba! ¡Qué frío hace! Voy tan rápida desde que me levanto, que ni siquiera me había dado cuenta. Recojo bien mi abrigo y me abrazo a mí misma fuerte. Mi cuerpo siente el calorcito del achuchón y mi cara el aire fresco de la mañana. Hay niebla en el monte y las luces del alumbrado público aún están encendidas.
Me gusta mi ciudad, las calles están limpias y llenas de vida, la gente camina ligera y empiezan a verse niños de uniforme camino del colegio. Como todos los días él está en la fuente de la plaza, inclinado ante el grifo lavándose la cara, acaba de ponerse la camiseta que algún día debió de ser blanca. Tiene unos brazos a colores, en la parte alta pálidos, como de muerto, un poco antes de la muñeca morenos, o tal vez negros del aire y el sol y puede que de alguna suciedad incrustada como un tatuaje.
Cuando bajo hacia la oficina le veo en pie y a lo lejos. Es alto y muy delgado, tiene el pelo largo de color castaño y ojos muy azules (se los he visto alguna vez de cerca) la barba larga y descuidada. Suele vestir limpio e imagino que conseguirá ropa en alguna de las organizaciones que atienden estos casos en la ciudad. Yo quiero pensar que le dan de comer a diario en alguna parte, también me digo a mí misma que si está en la calle es porque no quiere que le ayuden. Ya que ayudas hay y muchas.
La plaza tiene una pared baja que recorre toda la zona abierta a la calzada y esta tiene a su vez adosado un banco corrido de madera. En una de las ondulaciones, en el hueco bajo el asiento, sigue el colchón sucio en el que duerme y sobre éste varias cajas de cartón cuidadosamente plegadas a la espera de la próxima noche. Tengo prisa, llegaré tarde a la oficina. Pero no puedo quitarme de la cabeza qué habrá llevado a este hombre a vivir así. Y me hago una historia en la cabeza, alocada y romántica, como si hubiera algo misterioso en la pobreza.

Hace tres días que no veo a mi "pobre" me alegro de que no haya dormido en la calle, espero que no le haya pasado nada. A lo mejor se ha ido a su pueblo o haya accedido a recibir ayuda. Sé que no la quiere, porque ha hecho muchísimo frío estos días. Cuando volvía a casa a la noche, no demasiado tarde, por cierto, le vi envuelto en una lona sucia y con los cartones cubriéndole por completo. ¡Por dios que frío! pensé y según llegué a casa llame a la policía municipal.
—Sí señora, conocemos el caso. Pero no podemos hacer nada. Ese hombre no se deja ayudar. Cuando nieva solemos conseguir que estas personas admitan ir al albergue, pero no podemos obligarles.
Cuando aparezca muerto, saldrá en la prensa y todos harán comentarios conmiserativos, pienso.
Ayer, por primera vez me ha pedido dinero cuando he pasado. Estaba sentado en el banco y tenía mala cara. Pálido y con unas grandes ojeras. Me impresionó.
— ¿Te pasa algo? — me he atrevido a preguntarle.
Estor enfegmo —me ha dicho con voz afónica— je sui malade, zegá el gripe.
¡Es extranjero! tiene un acento peculiar muy agradable de oír y una voz profunda. Mira a los ojos cuando habla, aunque un velo de vergüenza apaga el color azul de sus pupilas. Ha venido de Bosnia, no conoce a nadie y apenas habla castellano, lleva dos meses en la ciudad y no sabe qué hacer. Parece muy joven. Le animo a que vaya a un centro asistencial, que no le costará nada. Me mira sorprendido como si se preguntara qué me importa a mí. Y luego, tímidamente me dice que no puede ir a ningún lado con el aspecto que tiene.
Le he entendido. Cuando vuelvo a la noche a casa, le dejo una bolsa bajo el banco. Espero que no se ofenda y me voy porque no se le ve, debajo de los cartones.
Al día siguiente no está. Ha madrugado mucho, me digo. El colchón y los cartones siguen ahí, pero la bolsa no está por ningún lado. En el suelo, cerca de la fuente veo unos cuantos mechones de pelo castaño y fijándome bien, pequeñas medias lunas de color blanco. Me sonrío a mí misma. Ha utilizado la tijera que le compré en el chino y supongo que el cepillo de pelo y el de dientes. Espero que le hayan servido la cazadora de plumas gruesa, la camisa, la bufanda y el pantalón de pana. Con los deportivos no me he atrevido. No sé qué pie calza. Habrá ido al Ambulatorio.
No he vuelto a verle. Tres días después de aquello apareció una nota escrita en un trozo de cartón: GRACIAS, HVALA.
Le echo en falta. Espero que haya encontrado un lugar donde poder vivir como un ser humano.

concursoderelatos
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  • 10 de Enero de 2013 a las 9:37
Cuento de navidad

La nieve crujía. Crujía bajo la marabunta de zapatos que se habían echado a la calle aquella víspera de Navidad. Y todos esos zapatos corrían con un fervor digno de verse a la caza del mayor, del más grande y maravilloso regalo que pudieran encontrar; eso sí, si no vaciaba mucho sus bolsillos. Así era el amor en aquellos días: generoso, desprendido y desinteresado.
Era tal así, que las esquinas se plagaban de carteles mal escritos contando las miserias que padecían sus dueños, y las manos de éstos, sujetando un vaso de plástico, hacían sonar las pocas monedas que había en su interior esperando despertar el alma de esos zapatos.
Y aun así, teniendo un gran abanico dónde posar mis ojos, tus ojos, no es donde debemos hacerlo… No, mi destino, tu destino, está un poco más allá, retirado del jolgorio y la algarabía de las calles; de las luces de los escaparates y del Adeste fideles que suena en la catedral… Mucho más allá.
Sobra decir que si tuviera que describir el lugar adónde vamos, con una sola palabra bastaría: nada, eso es lo que hay. Sólo la espesa y fría niebla y la muerte olvidada…
Pero si no tuviera que ocurrir alguna cosa sorprendente, mágica o espeluznante, yo no estaría allí, tú no estarías allí, y con seguridad seríamos un par de zapatos más danzando sobre la nieve.
Pero, ¡silencio! El telón se levanta:
Una etérea figura se filtra a través del mármol y se dirige a la tumba que tiene al lado; una de muy sencilla comparada con la suya.
—Anselmo, ¿estás ahí?—pregunta una voz de mujer en un susurro.
— ¡Claro que estoy aquí!—responde otra voz mientras una translúcida figura se desliza por entre las grietas del mármol—. ¿Dónde si no?
—No te burles, Anselmo. Últimamente se han ido muchos de los nuestros y uno ya no sabe a quién va a tener por vecino. —Y mira hacía atrás, como si hubiera algo verdaderamente espeluznante tras ellos.
—Sí, lo sé…—murmura Anselmo con un deje de miedo en la voz al recordar cómo, dos noches atrás, había aparecido una intensa luz blanca que se había llevado a Justiniano, y antes a Debora, y antes a Melinda, y antes a… Y sus dedos, hechos de humo, se entrecruzan con los de la mujer.
—Catalina, Anselmo, ¿sois vosotros?—pregunta una tercera voz; una de masculina.
— ¡Otro!—exclama Anselmo—. Claro que somos nosotros, ¿quién, sino?
— ¿No hay nadie más?
—Estamos en vísperas de Navidad, Carlos —le recuerda Catalina—. Y sabes que en estás fechas nos quedamos solos en el cementerio.
—Es increíble, ¿verdad?—murmura Carlos, sombrío, observando el halo dorado que envuelve a la lejana ciudad.
—No empecemos como cada Navidad —le advierte Anselmo—. Ya sabes que en estas fechas nadie piensa en nosotros, que nadie vendrá a vernos y que las luces, la alegría y el ponche, están reservados para los vivos, no para nosotros…
— ¡Silencio!—les pide de repente Catalina, asustada.
—Es la cancela…, alguien la está abriendo…—susurra Anselmo.
—Y se acerca, oigo como cruje la nieve bajo sus pasos…
Y dijo y afirmo que sí esas tres almas hubieran estado vivas en vez de muertas, no les hubieran quedado muchos segundos de cuerda al ver quién era el culpable de esos pasos.
— ¡Es la Parca!—grita Anselmo, tan pálido que la muerte hubiera pasado por su lado sin verle.
—Madre mía, ¿qué vendrá hacer aquí?—murmura Catalina, temblando como una hoja ante el viento.
—No es la Parca—asegura Carlos con alivio.
— ¿Cómo que no lo es?—le pregunta Anselmo—. Mírala bien: va de negro, tanto, que nadie es capaz de ver la cara que se esconde bajo la capucha.
—No es una capucha lo que lleva, es un pañuelo.
—Y la guadaña, ¿no ves la guadaña que lleva?—exclama Catalina.
—Lo que lleva es un cayado —afirma Carlos—. Y está encorvada, como si llevara un gran peso en la espalda.
La figura sigue adentrándose en el cementerio hasta que se detiene en una tumba cercana, a donde estaban esas tres almas. Saca un pañuelo y se seca las lágrimas que resbalaban por su cara.
—Ay, Pedrito, Pedro de mis amores y tormentos…
Era tal el dolor que emanaba de cada una de sus palabras, de sus gestos y de sus silencios, que despierta la curiosidad de esas tres almas que se jactaban de haberlo visto y oído todo.
—Ay, Pedro, Pedrito, ¿por qué no has venido a verme ni una sola vez?—continua sollozando.
— ¿Alguno de vosotros conoce a ese tal Pedro?—pregunta Catalina en un susurro, como si temiera que pudiera oírlos.
—Sí, yo lo he visto —le responde Anselmo—. Pero hace meses que se lo llevó la luz…
Y la figura enlutada continua quejándose:
—Ay de mí sin ti, ay de mi tormento…—Hasta que el leve suspiro de la brisa remueve sus cabellos—. Pedro, ¿eres tú?—y era tal su alegría al creer que ese suspiro era la caricia de su amado que, al levantar la cabeza, la capucha se le cae y revela un rostro tan anciano como una uva seca.
—Has visto Anselmo, esto es amor —susurra Catalina, contenta—. Toda una vida juntos y aún lo llora.
—Pedro, por favor, necesito saber que estás ahí…—Y se sube la manga del brazo para dejar al descubierto un hueso revestido de piel seca—. Tócame otra vez, te lo imploro —Catalina, no soportando sus suplicas y su llanto por más tiempo, empuja a Anselmo para que su tacto, frío y suave, la roce—. ¡Sí, estás aquí! –exclama, y en ese instante todo rastro de dolor desaparece de su rostro—. ¡Maldito!—grita con un odio y una furia capaz de asustar a los mismos demonios—. Hace un año te maté esperando que te pudrieses en los infiernos, que tu mísera existencia fuera un tormento, pero no, vives aquí, en este lugar de paz…
Es tal el odio que destila la anciana, que las tres almas retroceden asustadas del veneno que echa por la boca.
— ¡Maldito, maldito cien veces, Pedro!—Y saca un cuchillo de entre sus ropas y comienza a acuchillar la tierra—. Nunca dejaré que descanses en paz, nunca…
— ¡Se ha vuelto loca!—exclama Carlos.
— ¡Está loca!—asegura Anselmo.
— ¡Silencio!—grita Catalina, asustada, mientras señala con el dedo una sombra.
Y esa sombra no es otra cosa que una esbelta figura de humo negro que avanzaba, sigilosa, entre las lápidas…
—Te volvería a matar Pedro, y te aseguro que esta vez lo haría con más saña, con más sangre y dolor…—continua la anciana.
Y la oscura sombra se acerca, afilando una ya cortante guadaña…
—Espero que tus huesos se pudran, que tu alma vague por este mundo de tinieblas al que te he enviado y que nunca encuentres la paz —dicho esto, la anciana escupe tres veces y… su cuerpo cae al suelo de cara a la tumba.
Inmediatamente el alma de la anciana, negra como el carbón y enjuto como la miseria, sale del que fue su cuerpo y mira extrañada a su alrededor.
— ¿Qué ha pasado?—pregunta la recién llegada, confundida.
Y las tres almas, como si fueran una sola, señalan con el índice algo que está detrás de ella. Entonces, el espíritu de la anciana se gira y descubre a la muerte limpiando la guadaña. Luego, ésta levanta un brazo y le señala un agujero que parece brea hirviendo.
— ¿Ese es mi destino?—pregunta la anciana.
La muerte afirma con la cabeza.
—Lo acepto —murmura—. Aunque haré lo que pueda para zafarme de tus garras para seguir atormentando a mi amado.
El espíritu de la anciana se dirige al agujero, pero antes de que pueda tirarse en él, Catalina la detiene:
—Anciana —dice—. Antes de que te vayas, dinos, ¿por qué has matado a tu esposo?
— ¿A mi esposo? Yo no he matado a mi esposo.
—Entonces, ¿a quién has matado?
—Al hijo del carnicero, un joven que sólo veía en mí a una pobre y loca vieja. En cambio yo…Él era, es mi tormento y mi delirio…—Y sin más, se tira en el agujero y éste, al igual que la muerte, desaparece; como si nunca hubieran existido.
No puedo decir cuánto tiempo tardaron esas tres almas en acercarse a mirar el cuerpo de la anciana. Ni tampoco puedo describir la cara de estupefacción con que recibieron sus familiares, días después, la desagradable noticia de su muerte, y aún menos puedo contar que la anciana murió de un ataque al corazón y que, ninguno de sus allegados sabía qué podía estar haciendo ella en el cementerio. Lo único que puedo decir y afirmar, es que a partir de esa noche, cada 24 de Diciembre, en una tumba tan pobre y descuidada que los que pasan por delante evitan mirarla, se escucha un triste lamento que parece no tener fin: Ay de mí sin ti, ay de mi tormento…
concursoderelatos
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  • 10 de Enero de 2013 a las 21:14

¡Pobre hombre!

¿Sabéis que os digo? Ahora soy más feliz. ¡Qué digo! Ahora soy feliz de verdad. Tiempo atrás... dudo que lo fuese.
Cada día dedico un hora por la mañana a hacer algo de ejercicio. Respiro mucho mejor pues gozo más las bondades del aire libre. Tengo incluso mejor color de piel. He descubierto rincones de la ciudad que jamás hubiese imaginado que existiesen. Y he hecho nuevos amigos, auténticos amigos, de esos que no esperan de ti otra cosa que tu saludo, tu conversación o tu apoyo. No de aquellos que te valoran por tu dinero.
Ya nunca tengo prisa. ¿Para qué tenerla? Es absurdo. Por las mañanas, tras el aseo y el desayuno, voy a la parroquia que hay junto al albergue. Hablo un rato con el mosén, y si se da el caso que pueda ayudarle arreglando un poco el pequeño jardín (cuando le han traído abonos o nuevos plantones, por ejemplo) lo hago bien a gusto. Luego me voy a la plaza esa donde hay rampitas de hormigón, paralelas de madera y otros aparatos para que los que deseen hacer algo de ejercicio puedan apañárselas. Allí, como os decía, paso una hora manteniendo la forma. Sin pasarme, claro está. Debo pensar en que mi dieta nos es ahora tan hipercalórica como lo fue antes.
El resto de la mañana lo dedico al curro. Tengo un par de sitios en el centro, donde nos colocamos estratégicamente varios como yo. En general nos respetamos la ubicación. Yo no discuto nunca, de todos modos. Si un recién llegado a este tipo de vida quiere estar en el mismo lugar le dejo hacer. Luego, tras darle unos cuantos consejos, me busco otro sitio para mi curro.
Debo confesar que yo les llevo ventaja a muchos de ellos. Por mi trabajo anterior tengo una natural don de gentes que me va muy bien. Me sé ganar a los paseantes, a los hombres de negocios, a las amas de casa, a los estudiantes, a los obreros. A todos. Para cada uno de ellos tengo la frase más adecuada. Y así me va. No me puedo quejar.
Luego voy al comedor social. Aunque no me obligan a ello, si la mañana ha sido buena o el párroco se ha mostrado generoso, pago algo por mi comida. Algunos días, en los que veo que voy justo, pues no pago.
Y qué deciros de la comida. Es una oportunidad de mantener agradables pláticas con otros colegas. En el tiempo que llevo acudiendo por allí, he hecho amistad con un par de inmigrantes. Uno es Tomás, un joven guineano negro como el ébano, que llegó hace unos años, trabajó en un supermercado y quedó en la calle cuando, por la competencia de un gran centro comercial su patrón tuvo que bajar la persiana de forma definitiva. El bueno del guineano acude cada día a los campos de cultivo de flores y frutas en una población cercana, y suele encontrar trabajo temporal. Sobre todo en primavera, primero con las rosas y después con los fresones. Luego en invierno, por navidades, tiene asegurado algo de curro. Ya sabéis, con las historias esa de los pajes del rey Baltasar. Me ha confesado que espera que este próximo año el titular se jubile y pueda el suplirle en la bonita cabalgata que el cinco de enero organiza la asociación de vecinos del barrio.
Mi otro amigo es un buen hombre, algo mayor, que vino de Casablanca hace muchos años, de forma totalmente legal, como uno de los sirvientes de un cónsul honorario, pero que al descubrirse que pretendía mantener algo más que una buena amistad con la hija del señor cónsul, sólo pudo librarse del regreso forzado a su país escapando con lo puesto de casa de sus señores. Cuando habla de aquellos años, una cierta tristeza, un brillo como de añoranza en sus ojos, demuestra que lo de su amor por aquella señorita fue algo muy serio. Como enseguida se apresura a aclarar no echa de menos ni la casa, ni los coches, ni los uniformes ni la comida. Lo que no logra olvidar son los maravillosos ojos negros de su amada, enmarcados por unas largas y hermosas pestañas. Ni sus labios, ni sus mejillas. Ni por supuesto, sus suspiros y su dulce voz.
Ahora ya no teme que le expulsen. Encontró un trabajo sencillo en un taller en las afueras. En sus días con el cónsul, entre otros tareas le tocó hacer de chofer y mecánico. Gracias a ello no le costó convencer a su patrón, otro marroquí como él, de lo útil que podía ser en su taller. En cuanto le vio desmontar y limpiar un carburador tuvo claro que podía tomarlo como ayudante. Y como que es un hombre muy legal y plenamente integrado en nuestra comunidad, le tramitó los papeles y le dio de alta en la seguridad social. Desde entonces le veo mucho menos, pues el horario del taller le impide acudir al comedor social. Pero como todos somos vecinos, pues dormimos en el mismo albergue, sigo manteniendo un buen trato con Ahmed.
A primera hora de la tarde suelo echar una cabezadita sentado en un banco, en la plaza detrás del Instituto. Curiosamente, allí en un rincón, recibiendo el sol en invierno, o protegido en la sombra en verano, el griterío de los niños al otro lado de la alta pared del patio me produce una sensación de paz y tranquilidad tal que no me cuesta nada descansar una buena media hora.
Más tarde, si la mañana fue buena voy a una de las dos bibliotecas del barrio, a leer tranquilamente. Me gusta mirar a mi alrededor mientras estoy sentado en silencio un una mesa, y tratar de distinguir los libros que leen los demás. No es raro que descubra a algún joven consultando alguno de los libros que llegaron hasta allí hace unos años como fruto de una donación mía. Cuando eso ocurre le pregunto acerca de libro al joven en cuestión. Y a veces me llena de satisfacción el ver que están preparando una tesina o unas oposiciones con alguno de mis libros.
La hora del crepúsculo es mágica. Siempre lo supe. Pero antes no encontraba momento para disfrutarla plenamente. Ahora es distinto. ¡Cuántos atardeceres, cuantas puestas de sol, cuantos cielos policromos y ardientes! Comiendo un bocadillo, sentado en un banco bajo unos tamarindos, en el paseo junto al mar, con la única compañía de una gaviota que, muy seria, me mira desde el parapeto de piedra situado frente a mi, disfruto de los mil matices de luz del ocaso. Y luego me retiro lentamente, deleitándome con la compañía de los habituales enamorados que veo ocultos en un rincón, besándose en la calle porticada, o del buhonero que se retira cansado arrastrando su pequeño carromato.
Y qué queréis que os diga, no entiendo a todos esos que se niegan a acudir al albergue de acogida, incluso en las noches más frías del invierno. No comprendo cómo pueden conformarse con el abrigo de cartones y periódicos. O porqué prefieren dormir dentro de un cajero automático. Yo huyo de todo lo que huela a banco como de la peste. Forman parte de mi anterior vida y su absurda dependencia de lo material.
Aquí en el albergue tengo un lecho cómodo, y por la mañana puedo darme una ducha bien a gusto. ¿Para qué preocuparse por tener una casa disponiendo de este lugar?
Y por supuesto aquí estoy bien atendido y todo es correcto y está razonablemente limpio. No como esas horribles comunas de okupas de las que me libre Dios.

Se acerca la hora de acostarse. Tomás y yo hemos salido al pequeño parque frente al albergue para charlar un rato. Yo aprovecho para fumar un poco en mi vieja pipa, en tanto que él saca una petaca de tabaco y se lía un pitillo en el que coloca, junto a la picadura, una buena cantidad de fina hierba que por lo visto le regala un conocido que entre los campos de fresones y de rosas tiene camuflada más de una "maria". Es buena su hierba. A veces me ha ofrecido un poco para cargar en la pipa. Y el vernos rodeados del humo azulado con su peculiar aroma dulzón, sentados en un banco frente al albergue, valoramos lo mucho de bueno que tienen nuestras vidas.

Por eso no me extraña que, al ver pasar un brillante coche negro, una elegante berlina de gama alta, con un caballero obeso sentado en la parte posterior y vestido con el elegante atuendo de un sesudo hombre de negocios, que al tiempo que daba instrucciones con gesto nervioso a su chofer atendía a su móvil y sostenía en su manos su portafolios abierto, mi amigo Tomás haya exclamado: "¡Fijate en ese! No quiero ni pensar en como estarán sus coronarias ni su colesterol. Tiene toda la pinta de llevar un estrés tremendo. ¡Pobre hombre!"

concursoderelatos
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  • 10 de Enero de 2013 a las 22:00
En el amor vale todo

Llevaba semanas realizando el mismo ritual.

Nada ms despertarme, me duchaba, me afeitaba si era necesario, me vesta con los mejores trajes que poda e iba a buscarla a la salida de su trabajo.

Despus la invitaba a comer. Cada da en un sitio diferente.

Y despus de intentar enamorarla durante horas, me despeda de ella en el rellano de su casa.
Por fin hoy, he conseguido que ella me besara.

La conoc en la calle ms cntrica de toda la ciudad. Y cada da me alegro ms de que no me recuerde.

Pas por delante de m, con ese vaivn de caderas que me embrujaron hasta creer volverme loco.

Su cabello ondeaba acariciando su espalda a cada paso que daba.

Los tacones de sus zapatos hacan que el claxon de los coches llegaran hasta mis odos como un eco que se pierde en el vaco de un mal sueo.

Mis ojos ya no vean nada ms, y mis sentidos se centraban en ella cada da que ella pasaba frente a m.

Hasta que decid que deba conseguir hacerla ma costase lo que costase.

Ella trabaja muy cerca de donde la vi por primera vez.

Cada da, utilizo las pocas monedas que caen en mi sombrero de paja para acicalarme en el centro social.

Despus entro en cualquiera de las tiendas o grandes almacenes que gobiernan esta calle y eludo como puedo la seguridad de las puertas y cmaras de vigilancia para vestirme con un traje o indumentaria diferente cada da. Hoy por ejemplo, tuve que conformarme con una camiseta y unos tejanos, por el simple hecho de que el sistema de seguridad de la camiseta estaba prendido en la parte baja, y con los dientes, he podido cortar el tejido para deshacerme de l. Seguidamente, he metido la camiseta dentro de la cintura de los tejanos, y el roto ha quedado oculto.

Los tejanos por su parte, no llevaban sistema de seguridad. Aunque un pequeo agujero en la zona de atrs, me indica que ah debi de tenerlo en algn momento.

En la seccin de perfumes, he probado uno nuevo. Parece que este es el que ha resultado ms atractivo para conseguir el tan ansiado beso. Seguir usando el mismo.

Ella hoy vena ms guapa, si cabe, que nunca. Una falda ajustada de color negro, por encima de sus rodillas; medias de licra, suaves incluso para la vista; tacones altos, cerrados en la punta y con un lazo a cuadros rojo haciendo juego con su blusa abierta en el punto justo que deja ms espacio a la imaginacin que a los ojos.

La he invitado a comer en un restaurante algo ms caro que los habituales.

Normalmente, me levanto de la mesa, hago un pequeo teatro como si hubiese pagado la cuenta y nos vamos.

Se me acaban las ideas. Debo estrujarme mucho el cerebro cada vez para inventar.

El primer da, salimos y ya en la calle, le dije que haba olvidado pagar y que me esperase en la esquina. Di la vuelta, esper un rato y volv con ella, con el miedo de que realmente los dueos del local se hubiesen dado cuenta. Era un lugar abarrotado de gente, y fue fcil.

Otro da, fui al bao y cuando volv, simplemente la dije: “Vmonos!”.

Ayer la invit a una hamburguesa. Esta vez, haba sacado suficiente dinero para invitarla de verdad.

Hoy, la he llevado a un buen restaurante. He esperado que los camareros no estuviesen en la sala.
Me he levantado y nos hemos ido. Cuando ella me ha preguntado, la he contestado que lo cargaran a mi cuenta.

No s cunto tiempo podr seguir con esta farsa, pero de momento, he empezado de nuevo a buscar trabajo. Aunque segn estn las cosas, seguramente, la perder tambin a ella.

ernie
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  • 10 de Enero de 2013 a las 22:22
¿Ya estamos todos?
Sí, creo que sí.