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incongruente
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CII (102) edición del concurso de relatos quincenal (ahora mensual): RELATOS

6 de Mayo de 2013 a las 12:18
TEMA: La búsqueda

Según la RAE: 1. f. Acción de buscar.

2. f. Selección y recogida de materiales u objetos aprovechables entre escombros, basura u otros desperdicios.

3. f. Tropa de cazadores, monteros y perros que corre el monte para hallar o levantar la caza.

4. f. coloq. Trabajo extra u ocasional.

Se puede buscar una novia, un tesoro, un barco hundido, un documento en una biblioteca. Todo lo buscable, pero, por favor a los que participéis, adaptar vuestros relatos al tema propuesto y así evitaremos cualquier tipo de controversia o pérdida de votos, como los míos, que soy un purista. Además, adaptarse al tema dificulta la labor del autor y eso nos hace mejores escritores.

En cuanto a las normas para participar, entiendo que, dada la situación del concurso, deberíamos abrir algo la mano, permitiendo que participen nuevos, con solo ir acompañados de alguien que ya sea conocido en el concurso.

Pues, señores, nada más que determinar que se pueden colgar los relatos desde ahora mismo y hasta el 2/06/2013 (dos de Junio de dos mil trece)

concursoderelatos
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  • 7 de Mayo de 2013 a las 23:21
Dos presencias


Al principio, francamente, no me d cuenta, cre durante un tiempo que era un sueo. Me despertaba, de repente, en mitad de la noche y tena el recuerdo vvido ante mis ojos. Lo curioso es que no era un sueo de esos dislocados y absurdos, no, eran historias completas, cosas que pasaban muy coherentemente una detrs de otra. Yo estaba en un bar de alterne y peda fuego a una de las chicas. Luego le deca una picarda, nos reamos. Le tomaba una mano, se la besaba, eres un caballero, me deca y nos reamos de nuevo. Era una chica con un bonito pelo, largo, fino, ya no se lleva eso demasiado, mucho menos en esos ambientes, adems de color natural, est uno harto de tanta rubia de bote. Cuando despertaba tena sus ojos frente a m, el humo del cigarrillo, el ruido de las botellas y la copa que se llenaba. Me pareca un sueo agradable, la verdad, tantos aos de matrimonio le cansan a uno. Mi mujer roncaba suavemente a mi lado y yo me levantaba despacio. Me iba al balcn mirando la ciudad de noche, la quietud de la calle por la que no circulaban coches a hora tan temprana, las luces del semforo cambiando intilmente de color. Hasta que me entraba el sueo y volva a la cama en un intento intil de que volviera tan agradable sueo. Pero nunca lo haca, al principio no, desde luego.
Luego el sueo se fue transformando y evolucionaba. Estaba en la cama con esa mujer, no era una puta como cualquier otra, no, parecamos tener mucha confianza, como si llevramos tratndonos aos. Se empeaba en pintarme de carmn los labios antes de besarme y yo la dejaba, me pona pendientes de esos de clip en la oreja y mientras tanto me iba besando y yo la dejaba, besos cada vez ms ntimos. Tena un cuerpo recio, oscuro, lleno de pliegues y matices, un cuerpo digno de ser explorado. Comprend que algo no estaba funcionando como debiera cuando volva a despertarme con el sabor de sus besos en la boca y me levantaba quedo hasta el cuarto de bao, orinaba y empezaba a encontrarme distinto. A veces eran los lbulos de las orejas que aparecan colorados, luego me descubr los labios pintados cuando me mir en el espejo. Me qued quieto ante mi imagen y poco a poco fui comprendiendo que algo iba mal porque no slo no recordaba haberme pintado los labios sino que me di cuenta que ese color de carmn no era el de mi mujer pero s el que haba soado.

Empec a soar despierto y adems, a voluntad. Iba por la calle camino del trabajo esquivando coches, esperando semforos, y vea tambin otra calle estrecha y empedrada, la vea a mi lado, sonriendo, enamorada, una maldita puta enamorada. Senta el calor de su mano, su brazo que cea mi cintura, me iba hablando de la criatura que nacera dentro de un tiempo, sobre algo as como nuestra felicidad juntos, un apartamento que le haba prometido no s dnde. Miraba las piedras del camino y luego su perfil, el pecho generoso, la suave lnea de su vientre bajo el vestido ceido y de color amarillo, demasiado llamativo para mi gusto. Era buena en la cama pero no tena intencin de que me atrapara as. Lo cierto es que la buscaba a todas horas del da, frente al ordenador donde haca los balances de la jornada, en la cafetera mientras departa de manera aburrida con los compaeros discutiendo las excelencias de sus equipos de ftbol, al ver la televisin por la noche sentado en el sof familiar. La buscaba y la encontraba, su carne firme, su espalda interminable, su cuello que mordisqueaba con placer, sus grititos de excitacin. Empec a buscarla y la encontraba sin dificultad. Hallaba rastros de la otra vida a cada momento, marcas en mi cuerpo, pequeos objetos que circulaban de una vida a otra con mayor liberalidad cada vez, pauelos, bolgrafos, una servilleta de papel con un telfono apuntado...
La presin era cada vez mayor, mi mujer incluso empez a preocuparse. Me vea tenso y distrado pero yo le deca que era por el trabajo. A la puta tambin le extra que apareciera de repente con una alianza matrimonial en mi dedo anular cuando le haba dicho que estaba soltero. Todo se me empezaba a mezclar pero pens que era cuestin de organizacin, borrar las huellas de una vida cuando me diera cuenta de que estaba en la otra. Empec as a salir de la ensoacin y me registraba con detalle, me miraba en el espejo descubriendo pistas que deba hacer desaparecer. Todo fue entrando en la rutina y me encontr disfrutando, a la vez, de una agradable rutina hogarea y, al tiempo, de una mujer esplndida en la cama, turbia para los deseos turbios, muy alejada de la sosa de mi mujer. Vamos, me dije, el sueo de todo hombre, qu ms podra desear.

Pero la puta me presionaba cada vez ms con el piso, el embarazo, ms evidente a cada momento, con su madre que quera traer de muy lejos a instalarse entre nosotros. Yo sonrea sin saber muy bien qu hacer, no estaba dispuesto a dejarme enredar de aquella manera. Empec a pensar en una solucin pero era difcil porque, cuando entraba en aquella vida, no lo haca a voluntad y donde quisiera, como al principio, sino que siempre la tena cerca. Me empec a dar cuenta lo atrapado que estaba, no poda escapar as como as.

Un da, cuando ms preocupado estaba, encontr la solucin. No tena ms que eliminarla, hacerla desaparecer, matarla, vamos. No es tan difcil, soy un hombre recio y una buena pualada con un cuchillo de cocina es suficiente. Me pondra un chubasquero para no mancharme de sangre y le cercenara el cuello, es la forma ms segura, algo sangrienta supona, pero segura del todo. Y luego, qu. Pues que si me atrapaban me olvidaba de aquella vida y ya est, vivira mi acomodada rutina matrimonial, no muy excitante, eso es verdad, pero que me vala.
De modo que as lo hice. Cog el cuchillo de cocina ms largo y puntiagudo que tena mi mujer y me traslad a aquella otra habitacin. Estaba slo, casi era de noche y oa a la puta que cantaba en el bao mientras se daba una ducha. Me encontraba tendido en la cama, con el chubasquero puesto, esperndola. Me levant colocndome tras la puerta del cuarto de bao. Cuando su figura pas a mi lado y empezaba a preguntar por qu haba apagado la luz, le cog por detrs, atenazndola, y pas el cuchillo con todas mis fuerzas. Cay con un gemido ahogado y yo me ech para atrs, temblando pero con alivio. Todo estaba consumado ya, ella an gema entre estertores en el suelo, pero no durara mucho. Pas al bao y me despoj del chubasquero, lo tir todo dentro de la baera, tambin los zapatos. Me fui lavando y cambindome de ropa mientras se haca el silencio en el dormitorio.

Me despert empapado en sudor, las manos me temblaban. Mi mujer se rebull inquieta a mi lado y yo me levant despacio para no despertarla. Cuando llegu al bao ca de rodillas y vomit hasta el ltimo resto de mi estmago. Empec a sudar de nuevo y a marearme, me qued sentado en el suelo y luego me descubr algunas manchas de sangre en las manos. Tuve que lavarme concienzudamente. Al menos, consider haber terminado con bien de aquel desgraciado episodio. Eso crea entonces.

La otra vida empez a asaltarme sin control alguno por mi parte. Me vea en la calle, deambulando de bar en bar, mirando a mi alrededor con sobresalto, atento a cualquier ruido, ocultndome ansioso en cuanto oa una sirena de polica. An tena el cuchillo en el bolsillo de una gabardina que no recordaba haber tenido nunca. No saba de dnde sacaba el dinero para sobrevivir all, en la calle, hasta que me di cuenta de que lo sacaba del otro bolsillo, de mi vida matrimonial. Cuando iba al trabajo me encontraba la cartera vaca y deba reponerla de continuo, aquel sujeto gastaba demasiado ltimamente, estaba fuera de control.
De repente las calles empezaron a coincidir, recordaba haber pasado por el mismo sitio con una vida y con la otra, recorra los mismos bares y, mientras el sujeto de la gabardina entraba en ellos, yo me contentaba con pasar por la puerta. Empec a mirar dentro con temor y cierta dosis de angustia, dispuesto a salir corriendo si le llegaba a ver. Mientras tanto, el hombre de la gabardina recorra de las calles buscndole, buscndome, la persecucin comenz a ser implacable. Uno de nosotros tena que terminar, eso ya lo saba yo, pero no pensaba que fuera as, no crea que finalmente nos persiguiramos por las calles de la misma ciudad, no pensaba que furamos a coincidir nunca. Por eso ahora he entrado en una crisis de ansiedad, miro hacia atrs continuamente, veo las mismas calles por las que acabo de pasar y acelero el paso de inmediato. Salgo del trabajo y miro hacia arriba y hacia abajo con temor. Un da me alcanzar y an contina con el cuchillo, no podr sobrevivir, no soy un hombre violento, no podr resistirme, mi nica salida es la huida. Pero yo s que me alcanzar y entonces estar perdido.
concursoderelatos
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  • 14 de Mayo de 2013 a las 22:49


concursoderelatos
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  • 14 de Mayo de 2013 a las 23:09
Un encuentro fortuito



Era más de media noche cuando me decidí a levantarme de la cama, no podía dormir, no paraba de darle vueltas a lo ocurrido.
¿Cómo ha podido desaparecer mi hija? ¿Si nunca la hemos tratado mal? ¿Por qué recogió sus cosas de esa manera y se marcho sin dejar ni una sola nota?
Era complicado imaginar todo esto hubiese ocurrido así, lo más extraño de todo que su novio no se había ido a ningún lado, permanecía en casa de sus padres
como ella debería haber permanecido en la nuestra. Y él tampoco se explica tal suceso.


La policía se ha negado a buscarla debido a que es mayor de edad y no hay indicios de que le hayan secuestrado.


-¡Señor! Fue una decisión de su hija marcharse, no hemos observado lo contrario, por lo tanto dejé de decirnos lo que tenemos que hacer
¡Usted sabrá los problemas que tenía con ella! Ahora, si me disculpa, debo resolver casos más importantes y de más urgencia.


Esas palabras no paraban de resonar en mi cabeza mientras miraba la copa de wyski medio llena que había dejado en la mesa de la cocina
antes de irme a la cama sólo, pues mi mujer me culpaba de la desaparición de mi hija, de que siempre le he dado demasiada libertad y es culpa mía
con las cosas que le metía en su cabeza de que debía vivir la vida a cada minuto. En parte me siento culpable, pues puede que tenga razón,
y ahora estoy sólo en mi casa dándole vueltas a mi cabeza sin saber dónde comenzar a buscar para recuperar a nuestra hija,
mientras la pobre de mi mujer estará en casa de su madre sin entender nada como yo y llenando de lágrimas su alcoba.


Después de acabar con lo que quedaba de wyski para poder consolar mis sueños me quedé dormido en el sofá.


El Sol entraba impaciente por la ventana como si me gritará que debía levantarme y comenzar a buscar a mi hija.
Y es justo lo que hice, me di una ducha rápida llené una maleta con lo necesario para pasar unos días fuera, cogí un taxi a la estación de autobuses
y me dispuse a realizar mi búsqueda.


-Buenos días señorita, ¿usted estaba trabajando aquí en la tarde de ayer? -Le pregunté a la chica que vendía los billetes de bus en la estación.


-Sí caballero, ayer me tocaba por la tarde y hoy solo de mañana, dígame ¿En qué puedo ayudarle? -Me respondió la chica sonriente.


-Pues a ver señorita, deje saco una foto, ¿vendió un billete a esta chica ayer por la tarde? Es mi hija y desapareció sin dejar rastro ayer,
estoy muy preocupado por ella -Le dije mientras le pasaba la foto por el hueco de la ventanilla.


-Sinceramente señor, es muy complicado quedarse con las caras de la gente en mi trabajo, pasan tantos al cabo del día, si le puedo decir que me suena su cara,
pero le mentiría si es de ayer o quizás otro día, siento mucho no poder ayudarle.


-Gracias señorita, no se preocupe, la entiendo -me aleje cabizbajo yendo hacía el primer asiento que encontré en la estación.


¿Dónde puede estar mi hija? No pudo salir del pueblo sin coger el autobús, a no ser hiciera auto-stop, y si fuera así ¿Dónde puede haber ido?
¿Se habrá ido para un tiempo o volverá pasados unos días? Comencé a tirarme de mis pelos, la desesperación me estaba volviendo loco el no saber dónde podía estar
me estaba sacando de quicio.


Me levanté y me dispuse a caminar fuera de la estación, el Sol me golpeaba con fuerza esos días de verano calentaba demasiado, estaba sudando por mis axilas
cuando pensé que lo mismo habíamos pasado por alto algo en su cuarto que podría ayudarnos a saber donde estaba, alguna nota que dejará y se calló bajo su cama, no sé algo,
no puedo creer se fuera así sin más.


Volví a casa y comencé a buscar por todo su cuarto, en el salón, en la salita, en el cuarto de baño, en la cocina dejé la casa hecha un desastre, me volví loco
tirándolo todo a diestro y siniestro, grité el nombre de mi hija a los cielos ¿¡Sandra dónde estás!?


Arrodillado en la cocina encima de los platos y vasos rotos notaba como mis rodillas sangraban al penetrarse la afilada cerámica en mi pantalón hasta sentirla
crujiendo contra mis rótulas. En ese momento tocaron a la puerta. Me levanté velozmente con mis rodillas sangrando y abrí.


-Hola papá, ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estas así? ¿Va todo bien?


El impulso de verla fue más de enfado que de alegría, le solté una hostia en su mejilla izquierda que le desplazó su cabeza hasta golpearse con su sien en la esquina
del sócalo de mármol de la entrada haciéndola caer desplomada al suelo.


No me podía creer lo que había hecho, la había matado.


Me arrodillé ante ella tratando de reanimarla de que me respondiera, pero era imposible el golpe le había robado su vida para siempre. Comencé a llorar y arrepentirme
de la primera bofetada que le había dado a mi hija en toda su vida. La metí dentro de casa, limpié con la fregona como pude la sangre que había dejado su golpe en la entrada de la casa,
suerte que era la hora de la siesta y no había ni un alma en la calle con ese calor, por lo que nadie pudo ver lo ocurrido. La tendí en el sofá como buenamente pude entre mis temblores y lloros,
la miré por unos minutos, su rostro lo veía nublado, mis lágrimas me impedían ver con claridad, acudí a mi oficina dónde guardaba la escopeta que mi padre me regalo para ir de caza los domingos,
le coloqué un único cartucho, me fui al salón dónde se encontraba mi hija fallecida, o más bien, asesinada por mi insensatez. Me senté en el sillón de al lado y mientras la miraba trataba
de dispararme, pero no alcanzaba con mis manos para disparar a mi cabeza, me quité uno de mis zapatos, apoyé la culata del arma en el suelo y con mi dedo gordo presioné el gatillo
hasta que hizo disparar el cartucho dispersando los perdigones a través de mi boca hasta destrozar mi cráneo.

concursoderelatos
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  • 15 de Mayo de 2013 a las 21:54
Azul

�� �Nunca fue mi sonido favorito, siempre me incliné más hacia el verde o el rojo. El azul me dejaba indiferente.
�� �Sin embargo, cuando escuché su voz, la belleza me poseyó. Había oído hablar del síndrome de Stendhal, en ese momento lo sentí en mis propias carnes. Era una voz cerúlea, pero en un tono que jamás había visto ni escuchado: embriagaba, envolvía, elevaba, emocionaba. Lloré. No exagero, lloré de emoción. E intenté disimular mis sollozos porque por nada del mundo quería dejar de escuchar esa voz y mi llanto podría haber provocado que aquella chica cortara la comunicación.
�� �� —¿Mi número? Sí, es el seis veinte… —sorbía al tiempo que daba la numeración—. Disculpa, es que tengo alergia y hoy estoy teniendo un día… �
�� �� —Tranquilo. Ya está. Dime, ¿cuál es el problema?
�� �El motivo de la llamada era que llevaba dos días sin poder conectar mi móvil a internet, pero ese no era el problema en ese momento. En ese momento mi problema era que no podía ver a la dueña de esa voz, tocarla, olerla…� resguardarme en su cálido azul.
�� �Me sobrepuse como pude y continuamos con una conversación estrictamente comercial entre un cliente y su compañía de telecomunicaciones. Solucionó el problema en apenas un minuto. No me resignaba a dejar de escucharla, así que le pedí información sobre todas las tarifas posibles, todos los modelos de móviles a los que podía acceder con mis puntos y, cuando ya se me agotaron las ideas y comprobé que el tono de su voz se iba oscureciendo (debido sin duda a la fatiga que ya le estaba produciendo mi llamada), me despedí. Anoté su nombre, me lo había dicho al responder a mi llamada: “hola, soy Nela, ¿en qué puedo ayudarte?” Era la frase de inicio que imponía la compañía a sus teleoperadores.

�� �Nela. Mi adorada voz azulina.

�� �Soñé con ella. Siempre de espaldas y con un largo vestido negro. No dejaba de hablarme y yo me dejaba mecer en las olas del mar de su voz.
�� �A la hora del almuerzo volví a llamar.
��� �� —Hola, soy Ricardo, ¿en qué puedo ayudarte?
�� �Era muy improbable que ella volviera a atender mi llamada. Aun así lo intenté durante los veinte minutos que me quedaban. No almorcé. Tampoco escuché su voz. Moriría de inanición.
�� �Dediqué todo mi tiempo libre de la semana siguiente a alternar mis llamadas, esperando escucharla de nuevo, con un trabajo de investigación sobre mi compañía telefónica y la ubicación física de sus teleoperadores.
�� �La compañía no prestaba el servicio de atención al cliente, sino que lo había subcontratado a otra empresa. Ésta tenía varias localizaciones: una en Barcelona, otra en Madrid y una tercera en Zamora. Sí, a mí también me resultó extraño lo de Zamora.
�� �Barcelona quedó relegada al último lugar de búsqueda. Los catalanes tienen trazas de amarillo en su entonación y la voz de Nela era pura, sin esbozos de otro color. El tamaño de Zamora, comparado con Madrid, era definitivamente mucho más manejable para emprender un rastreo. Pedí una semana de permiso en el trabajo. Dije que tenía que solucionar unos problemas con una herencia. Mentí. Todo me parecía lícito si a cambio podía flotar de nuevo en el cielo de su voz.

�� �Nela. Mi añorada melodía aguamarina.

�� �Seguía soñando con ella cada noche. Me hablaba de su infancia, de cómo reía junto a sus hermanos cuando jugaba. Me hablaba de su adolescencia, de cómo le rompió el corazón aquel chico de voz púrpura. Me hablaba de su presente, de cómo había esperado que la encontrara. Siempre de espaldas.
�� �Su empresa estaba en un polígono industrial en el extrarradio de la ciudad. Tomé un taxi. Por pequeño que fuera Zamora, un polígono industrial siempre es un laberinto. Me dejó en la puerta; eran las diez de la mañana.
�� �Aquello estaba desierto, nadie por las calles. Un suave fondo de murmullo� rojo me decía que en las naves estaban trabajando. En la empresa de Nela predominaba el verde en el sonido que salía de las ventanas. Había un banco y me senté a esperar. Haría tiempo probando suerte con mis llamadas. Más tarde o más temprano alguien tendría que entrar o salir de ese edifico.
�� �Primero fueron dos chicos. Salían a fumar; el guarda de seguridad los acompañó. No les presté atención. Después fueron tres chicas, las escuché con detenimiento: una rosa y dos azules, pero no eran Nela, sus voces eran vulgares. Media hora después apareció una joven, la abordé para preguntarle la hora. Era verde.
�� �Tres de la tarde. Cambio de turno. Unos salían y otros entraban, me coloqué muy cerca de la puerta, fingiendo esperar a alguien, para poder escuchar sus conversaciones, saludos, estornudos… cualquier sonido que saliera de sus bocas me servía. O Nela había permanecido en silencio o no estaba allí. Seguí esperando sin dejar de telefonear.
�� �� —Hola, soy Carmen, ¿en qué puedo ayudarte?
�� �A las cinco de la tarde hubo otro cambio de turno. Retomé mi puesto de escucha. Nada, el índigo de Nela no se dejaba ver. Abatido, me senté en el banco y pulsé rellamada.
� ��� �� —Hola, soy Nela, ¿en qué puedo ayudarte? —La sinfonía añil de su voz me inundó.
�� �Dios Santo… había esperado tanto ese momento… Las rodillas me temblaron y las lágrimas encontraron el camino de la libertad.
� �� �� —¿Oiga? Buenas tardes, soy Nela, ¿en qué puedo ayudarte?
� �� �� —Sí. Perdona, es que no te escuchaba bien. —Lloraba de felicidad y no podía dejar de reír—. ¿Has dicho Nela?
� �� �� —Sí. ¿En qué puedo ayudarte?
�� �¿Qué en qué podía ayudarme? Podía acariciar mis oídos hasta el infinito con su azul imposible, darme la dicha eterna.
� �� �� —Sí, verás… es que estoy pensando en cambiar de móvil y quería saber cuántos puntos tengo y qué me ofrecéis.
� �� �� —¿Me dices tu número?, por favor.
�� �Le di mi número, claro que se lo di, le hubiera dado mi vida si me la hubiera pedido. Tenía que saber si estaba en el edifico frente al que me encontraba o en otro lugar. Tenía que pensar rápido o podría perderla para siempre.
� �� �� —Bien. Los modelos que te puedo ofrecer son… el Samsung galaxy P…
� �� �� —Escucha —interrumpí—, me interesa un modelo que tenga mucha cobertura, porque aquí en Zamora hay muchas zonas en las que la pierdo.
� �� �� —Sí, bueno… eso no es tanto problema del aparato como de las redes, Zamora está muy abandonadita, sobre todo en la zona de Candelaria.
�� �Esa respuesta me decía que sí. ¡Sí! Nela estaba frente a mí, si me esforzaba quizás hasta pudiera escuchar su suave brisa marina a través de alguna de las ventanas.
�� �Dejé que recitara el nombre de todos los aparatos a los que tenía opción y me deleité pidiéndole información detallada de cada uno de ellos. Fue mejor que volar, que mirar al propio Dios a los ojos.

�� �Nela. Mi dulce manjar celeste.

�� �Hasta el siguiente cambio de turno, a las once de la noche, ninguna de las mujeres que aparecieron para fumar, charlar o comerse una manzana, era mi teleoperadora. A las once me acerqué a la puerta. Estuve muy atento,� me di cuenta de que cuando Nela había entrado me había pasado desapercibida, tenía que prestar mucha atención, escuchar incluso la respiración de las mujeres que salían. No podía dejarla escapar.
�� �Y como si el estruendo de un ejército de tuaregs hubiera ocupado la Península entera, la risa de Nela se apoderó de mis oídos. La busqué con la mirada, por fin pude ver su rostro. Era morena, elegante, guapa… Menta y chocolate. Tal y como la había imaginado. No llevaba un largo vestido negro, pero daba igual, su voz, aunque no fuera conmigo sino con una compañera con quien hablara, me arrullaba del mismo modo en que lo hacía en mis sueños.
�� �Las seguí. Por suerte regresaban caminando. Entraron en una cafetería y tomaron asiento. Yo me coloqué cerca de ellas para poder escucharlas. Nunca un café me supo tan aterciopelado.

�� �Nela. Mi diosa de topacio.

�� �Se levantó. Miré apresurado temiendo que fuera a abandonar el local. Me tranquilizó ver que dejaba su bolso al cuidado de su amiga. Iba al servicio. No me detuve a pensarlo, simplemente la seguí, no quería perderla de vista, mucho menos dejar de escucharla. Ella entró en el de señoras, yo en el de caballeros. Estuve atento para salir al mismo tiempo que ella. Lo hice muy bien. Conseguí tropezar por accidente y tocar su mano. Necesitaba sentir su tacto.
�� �Sin poder evitarlo cerré los ojos y me retorcí de dolor. El sonido de su piel era ensordecedor, estridente, punzante. No podía soportarlo.
� �� �� —Perdona, ¿estás bien? —se interesó al ver que caía al suelo como si me hubieran disparado.
� �� �� —Sí. No es nada, no te preocupes. —El azul de sus palabras me reconfortó.
��� �� —¿Puedes levantarte? ¿Te ayudo? —Me tendía su mano y yo temblaba asustado temiendo que volviera a tocarme.
� �� �� —Puedo, puedo. No te preocupes. Ya estoy bien. No me toques.
�� �Me marché y no intenté ponerme en contacto con ella nunca más. Todavía sueño con su voz azul…

�� �Nela. Mi atronador veneno zarco.


concursoderelatos
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  • 25 de Mayo de 2013 a las 12:16

En el jardín transparente


Así había sido siempre su vida. Eso me dijo cuando finalmente decidió hablar con alguien y compartir aquella pesada carga. Parecía una mujer muy fuerte y realmente era vulnerable y tan sensible que iba a costarle mucho olvidar y seguir adelante.

Era en setiembre, lo recuerdo bien, cuando llegó a Saint Nicolas. Tenía unos ojos tristes y apenas sonreía. Me llamó la atención la forma en que se peinaba, con aquella especie de trenza que rodeaba su cabeza ordenadamente. Era algo tan completamente pasado de moda que casi me hizo gracia la primera vez que la vi, luego me acostumbré y para mí, sin ella no hubiera sido la misma. Alquiló un estudio sobre el mío y se pasó varios días sin salir de casa. Luego se dedicó a buscar trabajo. Desde el primer momento me dio por observarla, no sé por qué, creo que había algo en ella que me atraía. Parecía misteriosa y como yo soy un fantasioso, pronto empecé a crearle una historia.

Nos hicimos amigos en un banco del jardín que había frente a la casa. Siempre he dormido poco y ella era madrugadora. Se sentó a mi lado y aún me preguntó por qué. Me pareció que lloraba pero no puedo jurarlo porque no me atreví a mirarle a la cara. Estuvimos allí sentados uno al lado del otro, cómodamente sin decir nada. Volvimos a vernos cuando se colocó en el Swan, la cafetería en la que como a menudo. Trabajaba en silencio, sin apenas mirarte a los ojos, pero era rápida y amable. Se llamaba Rita y estaba sola. Yo también y como ella, soy silencioso y solitario. Siempre me ha costado hablar con las mujeres, por eso fue tan sorprendente que nos hiciéramos amigos tan pronto. Creo que ambos necesitábamos a alguien para no sentirnos tan solos.

Por aquel entonces no hubo sexo entre nosotros, no fue eso lo que nos acercó, sino la gratificante sensación de que podíamos entendernos, de estar cómodos juntos.

A Rita le gustaba caminar, salía apenas amanecía y marchaba a buen ritmo recorriendo las calles sin tráfico. Un día nos cruzamos, ella iba y yo regresaba a casa, sudoroso y cansado. Me volví a mirarla, su cuerpo delgado se movía rítmicamente. Entonces me di cuenta de que hacía algo extraño que no entendí. Se iba acercando al buzón de correo de todas las casas, miraba algo y seguía su camino. Me senté en el jardín, transparente entre la niebla de la mañana y esperé a que volviera. ¿Qué estaba buscando? Vi que subía por la otra acera y seguía mirando en los buzones.

Un día faltó al trabajo, me dije que a lo mejor estaría enferma, le pregunté a su compañera pero ella no sabía nada. Llamé a su puerta y no contestó nadie. Fueron tres días. Cuando volvió contestó con evasivas a mi demanda sobre el por qué de su ausencia y cuando me di cuenta de que no deseaba dar explicaciones no hice más preguntas. No fue la primera vez, aquello se repetía de vez en cuando de manera que me acostumbre a que desapareciera y volviera a aparecer como si fuera la cosa más normal. Tal vez tenga una madre o padre en algún lugar a quien visita y no desea hablar de ello, pensé. Había algo en su vida que no deseaba compartir conmigo y seguramente con nadie.
Por eso cuando aquel hombre llamó a mi puerta preguntando por Rita no supe qué debía hacer. ¿Le decía donde estaba o sería mejor decírselo a ella primero y que decidiera personalmente?

No sé decir si se sorprendió, se asustó o no hizo ninguna de esas cosas cuando le hablé de aquel hombre. Ni un solo músculo modificó la seriedad de su cara. Tampoco dijo nada que pudiera aclararme quién era. Algo cambió en ella desde ese día. Se transformó en una ostra encerrada en su concha, ausente y pensativa.

Se movía de un lado a otro nerviosa y apenas prestaba atención a otra cosa que no fuera atender su trabajo. Yo seguía observándola como el que ve una película interesante y espera a saber el desenlace. Comenzó a llegar a casa con pequeñas bolsas de tiendas de los alrededores, pensé que le había entrado el interés por la ropa y se estaba haciendo un pequeño fondo de armario. Me alegré mucho porque ya era hora de que se interesara por algo.

No sé cuando pasó exactamente pero un día me di cuenta de que todo había vuelto a la rutina. Se mostraba serena, decidida, como si hubiera tomado una determinación. Yo, a veces subía por la escalera de emergencias para tomar un té en aquella cocinita que Rita mantenía limpia y ordenada. Por eso pude ver que, sobre una de las sillas, había una bolsa de viaje, no demasiado grande, preparada como si fuera a emprender uno.

— ¿Vas a algún sitio? —le pregunté con curiosidad

Creo que se sobresaltó con mi pregunta. Balbuceó entrecortada que tal vez, que todavía no lo había decidido.

— ¿Puedo preguntarte a dónde vas? ¿Volverás, verdad?

Tenía algo que resolver, me dijo, necesitaba irse unos días y no estaba segura de si volvería o no. Dependía de cómo fuera lo que iba a hacer. Mientras me decía esto, metió varias ropas de niño que reposaban sobre la cama en la bolsa y la cerró apresuradamente. Estaba de espaldas y no pude verle la cara, pero los hombros parecían pesarle demasiado y se inclinaban hacia delante haciéndole parecer mayor y cansada.

Después me miró. Sus ojos eran dos pozos de aguas oscuras y revueltas. Me pareció desesperada. Se acercó a mí muy despacio y cuando llegó a mi lado se paró sin apartarlos ni un momento de los míos. Sentí un escalofrío ¿qué estaba sucediendo? pasó su mano por mi mejilla lentamente, como si fuera un ciego intentando reconocerme. Sentí el calor en mi cara. Cuando besó mi sien me quedé quieto, sorprendido y le dejé hacer.

No había querido soñar con ella, me costó mucho porque estaba muy solo y era cálida y misteriosa, por eso, cuando sus labios rozaron los míos, respondí a sus besos con otros llenos de una pasión largamente contenida.

Aún puedo sentir la calidez de su cuerpo, sus ojos entornados cuando la miré desnuda en la cama. Era un animalillo que se ofrecía a mí a sabiendas de que iba a ser la despedida. Pero yo no sabía nada, solo me alegraba por mi suerte de que quisiera estar conmigo. Fueron tres noches maravillosas, llenas de pasión, en las que disfrutamos de momentos de gran intimidad. Y creí que, tal vez, podríamos entregarnos sin reservas, por fin.

— ¿A dónde vas? —volví a preguntarle cuando me dijo que se iba.

Me contó que tenía que hacer algo. Que había encontrado por fin lo que llevaba mucho tiempo buscando y que tenía que ir a por ello. También me dijo que tal vez no volviera. No lo entendí, pero no podía retenerla así que le prometí que la esperaría y le pedí que no se fuera para siempre.

Volvió una noche, traía consigo a una niña de unos cinco años. Era igual que ella. « Es mi hija», dijo, «la he buscado todo este tiempo por todas partes y cuando me enteré de que estaba aquí vine a por ella». �

Sentado ahora aquí en el jardín, frente a la casa, pienso con pena que así había sido su vida, no era original ni diferente a otras muchas vidas. Pero la niña era su hija y ningún cabrón iba a quitársela. Tenía que irse.

— ¿A dónde?

Me pidió que me olvidara de ella. Las vi subir al coche y desaparecer por la calle. Vinieron a buscarlas y me llevaron a mí, me interrogaron. Pero yo no sabía nada. Solo que un día la encontré en el jardín, transparente por la luz de la mañana y que se fue.

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  • 30 de Mayo de 2013 a las 17:49

El abad y el peregrino

�������� Los maitines sonaban tras los muros del viejo monasterio. Cuando la niebla comenzó a desgarrarse en jirones blanquecinos, un peregrino apareció por el sendero y se dirigió a la puerta que se abre en sus gruesos muros.

�������� Se detuvo y tomando la gruesa aldaba de hierro golpeó con energía. Pasaron un par de minutos, se abrió la mirilla y los ojos del hermano portero le observaron.

��������

�������� —El Señor sea con vos, caballero. ¿Qué os trae por aquí?

�������� —Con Dios, hermano. Tiempo ha que camino por estas tierras y castigo mi cuerpo sin darle reposo en un buen lecho. ¿Por caridad podríais alojarme con vosotros durante un par de días, antes de proseguir mi viaje?

��������

�������� La mirilla se cerró, y al punto se abrió el portón. Un pequeño monje de expresión bondadosa se plantó frente al peregrino. Este era un hombre joven, alto y enjuto, que se cubría con una vieja túnica de tela basta. Llevaba un formidable cayado y colgado a la espalda un bulto de tela, una especie de hato ahora muy menguado pero que días atrás había contenido abundante pan, algo de cecina y frutos secos.

�������� —¿Cuál es vuestro nombre, caballero?

�������� —Urgando.

�������� —Pues bien, hermano Urgando, yo soy el hermano Dimas y os doy la bienvenida. Jesús nos enseñó que es obra de misericordia el dar posada al peregrino... de modo que pasad. No comemos en exceso ni gozamos de lujo alguno, pero creo que alcanzarán nuestros ágapes para una boca más y que os encontraréis a gusto con nosotros.

�������� —Muchas gracias, hermano. A tiempo me llega vuestro asilo. Temo que de haber pasado otra noche a la intemperie habrían concluido mis días en este valle de lagrimas. Un día u otro nos ha de tocar a todos. Pero, por Dios, ¡me dolería marchar sin haber hallado lo que busco!

�������� —¿Y qué buscáis, hermano, si me es dado preguntaros?

�������� —Busco respuestas.

�������� —¿Respuestas? Creo que haríais bien de hablar con el abad. Es un hombre muy letrado y creo que tiene respuestas para todo.

�������� —Si me dieseis antes algo para romper mi ayuno, me gustaría mucho conocer luego a vuestro ilustre abad…

�������� —Pasad, hermano Urgando, al refectorio. En pocos minutos vamos a tomar nuestro frugal desayuno y podréis compartirlo con nosotros.

�������� —Os sigo, hermano Dimas.

�������� Entraron en una amplia sala en cuyas paredes de piedra se abrían varias ventanas por las que entraba abundante la luz del día. En un rincón se abría la puerta de la cocina. Un par de monjes iban sacando del horno los crujientes bollos de pan que iban a tomar en el desayuno.

�������� Una amplia mesa de madera, rodeada de sencillos taburetes, se hallaba situada bajo dos viejas lámparas circulares que colgaban de las vigas del techo, con seis velas cada una, apagadas ahora a diferencia de lo que era habitual en invierno, que cuando se desayuna es noche cerrada todavía. Sobre la mesa había varias jarras, algunas llenas de agua, otras del sencillo vino que elaboran los monjes.

�������� No tardaron en llegar los demás miembros de la comunidad. Una vez que se sentaron alrededor de la mesa, surgieron aquí y allá leves murmullos. Nadie parecía haberse dado cuenta de la presencia del peregrino, pero un joven monje marchó hacia la cocina y regresó al momento llevando otro taburete. Se lo ofreció al enjuto Urgando, quien lo tomó dándole las gracias.

��������

�������� Los bollos de pan estaban ya sobre la mesa. Y junto a las jarras, dos fuentes con frescas frutas del huerto. Todos tenían en sus manos sus vasos de arcilla prestos para llenarlos de agua o vino. Pero aguardaban al abad, cuyo gran sillón, situado en la cabecera de la mesa, permanecía vacío.

�������� Cuando el abad entró en el refectorio los murmullos cesaron. Su largo cabello lacio, ahora ya blanco, y su hermosa faz, sus ojos de mirada viva, su recta nariz, y su breve perilla que aun conservaba algo del color castaño de la juventud, le daban un aire místico que algunos comparaban al del cristo del altar mayor. Y como la suya, decían, su expresión estaba permanentemente teñida de un dejo de tristeza. Dirigió la mirada hacia el otro lado de la mesa y por un momento sus ojos miraron con sorpresa. Quizás le pareció ver un reflejo de su misma tristeza en el rostro de aquel cansado peregrino.

�������� Poco después de acabar el desayuno, el peregrino y el abad caminaban juntos por el atrio del monasterio, hablando en voz baja. La luz del sol les alcanzaba ya por encima del tejado y parecía, por el claroscuro que producía en las columnas, que las figuras esculpidas en la piedra de los capiteles les fuesen escuchando.

�������� —¿De dónde venís, hermano?

�������� —Hace años que salí del Castillo de mis padres, en Fuentefría.

�������� —¿Fuentefría de La Mancha?

�������� —De allí provengo. Allí fui feliz los primeros años de mi vida y allí ocurrieron los hechos desgraciados que me llevaron a vagar por el mundo en busca de alguna cosa que calmase mi inquietud.

�������� —¿Cuál es vuestro nombre?

�������� —Urgando del Valle.

�������� —¡Dios mío! Pero... decidme, hermano, ¿qué motiva vuestro peregrinaje, por qué lleváis años aquí y allá como un vagabundo?

�������� —Busco respuestas, padre. Espero hallar algo, un lugar, un objeto, una persona, no sabría deciros... Al principio creo que buscaba únicamente venganza. Pero poco a poco sentí que lo que busco es una respuesta. Espero de Dios una señal... y entender por qué lanzó la desgracia sobre mi familia.

�������� —¿Qué le ocurrió a tu familia?

�������� —Vivíamos en el Castillo señorial de los Del Valle. Mi padre era un caballero, rico y poderoso. Quisiera poder decir que era apreciado por todos los aldeanos y súbditos que vivían en sus extensas propiedades, pero creo que, en realidad era más temido que estimado. Mi madre era una mujer muy hermosa, bastante más joven que él. Pero él la adoraba, y le daba todo cuanto precisaba para hacerla feliz. Doncellas a su servicio y vestidos y joyas para resaltar su belleza. Sin embargo mi madre guardaba una pena en lo más profundo de alma. Cuando fui un joven muchacho y me vi con valor para preguntarle, me dijo que tiempo atrás había amado a un hombre noble y bueno. Pero murió cuando estaba a punto de pedir su mano. Por fortuna el Señor del Valle, que la amaba en secreto, se ofreció de inmediato para consolarla y la desposó. "Debes agradecer a tu padre que estés tú aquí, en este noble castillo, como heredero de tantas tierras y riquezas", me dijo en alguna ocasión.

�������� —¿Ella te dijo que su antiguo amante había muerto?

�������� —Sí. El mismo día en que iban a hacer público su compromiso fue detenido por la Santa Hermandad y le llevaban preso a Toledo. Trató de escapar y se despeñó por una sima insondable. Allí deben estar sus huesos, lejos del alcance de cualquier mirada compasiva.

�������� —¿Y cuándo os alcanzó la desgracia? ¿Qué ocurrió?

�������� —Tenía yo cumplidos ya los dieciocho años. Una noche nos asaltaron. No fue un grupo de bandoleros armados sino un único asaltante. No sé como lo hizo pero llegó hasta el salón del castillo donde estaba con mis padres aguardando para acostarnos. Llevaba la cara cubierta con un antifaz. Os ahorraré los detalles... sacó una espada y atravesó a mi padre, que cayó muerto a sus pies. Luego se dirigió a mi madre y a mí, queabrazados temblábamos de miedo junto a la chimenea. Clavó sus ojos en mi madre y ella, de súbito, dio un grito y cayó desmayada. Yo la abracé y apenas me fije en que el asaltante había sacado un cuchillo y se preparaba para asestarnos un golpe mortal. Me giré y le vi. Sus ojos se clavaron en mí. Yo me abracé con fuerza a mi madre y esperé que nos rematase. Pero aquel hombre nos tomó con fuerza a los dos y abriendo los amplios portalones que daban al exterior nos arrojó en medio del jardín. Debió luego de tomar unos leños encendidos del hogar y prender fuego al castillo, pues este ardió por completo, con el cadáver de mi padre, el Señor del Valle, dentro.

�������� Cuando mi madre volvió en sí había perdido la razón. No la recobró ya y falleció poco después. Yo me vi incapaz de afrontar la desgracia. Caí en un estado de depresión y angustia y me lance a caminar por el mundo, como os dije. Sigo buscando... ya no al asaltante, sino una respuesta a mi angustia y mi inquietud.

�������� —Hermano, buscabas una respuesta... Yo puedo dártela. Siéntate aquí y escúchame. Tu madre y Don Pedro, un joven hidalgo, se conocían desde niños. Se habían jurado amor eterno. Al hacerse adolescentes su amor creció y llegó un día en que, seguros ya de querer unir sus vidas para siempre, se entregaron el uno al otro en cuerpo y alma. Iban a comunicar a sus padres su decisión cuando el joven fue victima de una traición. Un hombre poderoso y malvado había puesto sus ojos en ella. Movió los resortes necesarios y logró que prendiesen al joven bajo una falsa acusación. Llevado muy lejos, Pedro entró preso en una aislada torre cerca de Portugal.

�������� —Pero mi madre...

�������� —Comprendo que él la engañó y le hizo creer que Pedro había muerto. Pero no fue así. El joven permaneció largos años en prisión. Pasados casi veinte años se fugó milagrosamente. Disfrazado llegó a la tierra de tus padres. Logró la confianza de una vieja�criada y supo que aquel hombre, en cuanto vio libre el camino la había desposado de inmediato y la hizo suya. Nueve meses más tarde naciste tú.

�������� —¿Cómo sabéis todo eso?

�������� —Yo soy aquel joven. Tras mi venganza sentí el horror por el mal que había hecho y, también, la llamada de Dios. Me refugié en la orden y con el tiempo, con las ventajas de mi condición de antiguo hidalgo, llegué a ser el abad de este monasterio.

�������� —Pero... ¿por qué no nos mataste?

�������� —Cuando te vi a la luz del hogar comprendí que en nuestra última noche tu madre y yo habíamos sembrado una nueva vida. Tu no eras hijo de aquel malvado... Tú eres mi hijo, Urgando.

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  • 2 de Junio de 2013 a las 2:04
Quimeras

-Estrella�� 1:06

�¡Hola guapo! ¿Cómo te va todo?

-Estrella�� 1:11
�...
�¿Jaime?

-Jaime�� 1:12
�Hola

-Estrella�� 1:12
�¿Qué te pasa, cielo? ¿Qué tal te fue con la editora?

-Jaime�� 1:12
�Nada, que rechazan mi nuevo proyecto. Dos años de mi vida a la basura.

-Estrella�� 1:13
�¡Pero qué hija de puta! ¿Qué más te dijo?

-Jaime�� 1:13
�Nada, lo de siempre. Que mi primer libro tampoco ha tenido tantas ventas como se esperaba. Que la poca popularidad que pudiera haber cosechado con mi debut a estas alturas ya se ha esfumado, ya nadie se acordará de mí. Y además, ahora me� ha confesado que considera que mi nueva obra no alcanza la calidad requerida por la editorial. Que no me van a publicar de ninguna manera, vamos.

-Estrella�� 1:13
�Eso no tiene sentido, sabes que yo la leí y me encanta, ¡me gustó más que la otra!

-Jaime�� 1:13
�Qué más da.

-Estrella�� 1:13
�¡Hazme caso de una vez, tonto! Olvídate de esa editorial de mierda y envía tu libro a otras.

-Jaime�� 1:13
�Ya te lo he dicho mil veces. Me quedan dos años antes de poder hacer eso, hasta entonces la editorial posee los derechos de todo lo que yo publique.

-Estrella�� 1:13
�Usa un seudónimo, que se vayan a la mierda

-Jaime�� 1:13
�No te preocupes, en serio

-Estrella�� 1:14
�¿...Y qué tal te ha ido con aquella chica?

-Estrella�� 1:16
�???
�:(

-Jaime�� 1:16
�Nada. Cancelé la cita, no quiero saber nada.

-Estrella�� 1:16

�¿Aún estás enganchado de aquella mala pécora, cielo? :( Olvídate de ella, bien feliz que estará ahora con su novio. Has de conocer otras chicas.

-Jaime�� 1:16
�Ella me dijo que también me quería a mí... lo dijo. No me lo puedo quitar de la cabeza.

-Estrella�� 1:17

�Pues has de quitártelo, no puedes seguir así, ¿me oyes?

-Estrella�� 1:19
�...
�¿Jaime?

-Jaime�� 1:20
�Estrella, quiero que nos veamos en persona. Por favor.

-Jaime�� 1:21
�Tampoco estás tan lejos. Podría coger el coche ahora mismo y encontrarnos por la mañana. De todas maneras, no voy a poder dormir.

-Estrella�� 1:21
�Cielo, ya sabes lo que pienso de eso...

-Jaime�� 1:21
�Me da igual, me da igual todo. Sólo sé que necesito verte.

-Estrella�� 1:21
�Jaime, llevamos dos años chateando y nunca hemos necesitado vernos... no vale la pena estropear el tipo de relación que tenemos
�Sabes que te quiero mucho y que nunca dejaré de hablar contigo e intentar darte todo mi apoyo, pero... el Jaime que yo conozco es la parte que más importa de ti, la que vive en mi cabeza.

-Estrella�� 1:22
�Lo entiendes, ¿verdad? Vivimos muy apartados.

-Jaime�� 1:22
�No. No lo entiendo.

El frustrado escritor apagó el ordenador sintiendo un profundo vacío. Permaneció diez minutos sentado frente al monitor apagado, con la mirada perdida. Sus pensamientos oscilaban entre el todo y la nada más absoluta.

Finalmente, decidió romper su inmovilismo encendiendo de nuevo su ordenador. En unos minutos, empezó a abrir sistemáticamente archivos de texto que tenía ocultos en los rincones más oscuros de su disco duro, y los imprimió uno a uno. Uno a uno los fue leyendo, desgarrando y tirándolos a la papelera. Quedó parado dos minutos más, hasta que decidió coger un bolígrafo y un folio. Escribió.

"Es curioso ver cómo he escrito tantas cartas de suicidio en mi vida, y sin embargo nunca he llegado ni siquiera a intentar llevarlo a cabo. En cada uno de esos momentos críticos en que quise poner fin a todo, tenía motivos, motivos tan grandes y profundos como para escribir varias páginas justificándome por cada ocasión en que estuve a punto de hacerlo. Ahora, leyendo dichas cartas, sé perfectamente por qué no tienen ningún valor. Sé por qué nunca llegué realmente a tomar la drástica decisión de acabar con todo. Y es que, después de todo, sean cuales sean nuestras circunstancias, al fin y al cabo sólo son eso, circunstancias, y en el fondo sabemos que pasarán, que de alguna forma las superaremos, y siempre vale la pena resistir.

Pero, ¿y si nos damos cuenta de que el problema no es lo que nos ocurre o nos ha ocurrido, sino nosotros mismos?

Soy incapaz de ser feliz. Soy débil, dependiente, y tiendo a ponerme metas que sé de antemano que nunca voy a alcanzar. La vida entera me decepciona constantemente y yo mismo me siento miserable al ver que no puedo cumplir mis propias expectativas. Me obsesiono con quimeras que sé que no me van a llevar a ninguna parte. Soy incapaz de lograr paz y estabilidad emocional.

Por ello, no quiero que nadie se sienta culpable por lo que voy a hacer. Lo siento mucho, papá, mamá, amigos. El problema es mío, reside dentro de mí y nadie puede hacer nada por cambiar eso. Muchísimas gracias por haberme aliviado a lo largo de mi vida y haberme dado fuerzas para llegar hasta aquí. Ahora, simplemente me he dado cuenta de que no vale la pena continuar."


Dejó el papel sobre su cama, formateó su disco duro y salió de casa. Se encaminó sin prisa pero sin pausa hacia un lugar que conocía bien: el acantilado de las Ánimas.

Para cuando llegó, eran casi las siete de la mañana y el cielo aún estaba oscuro.

Se acercó poco a poco al borde del acantilado, el viento soplaba en contra. Después de la larga caminata, mantenía firme su decisión de lanzarse. La caída de cien metros al mar finalizaría rompiendo sus huesos y estallando sus órganos vitales al chocar contra las rocas.

El mar estaba muy agitado y el viento soplaba con mucha fuerza. Jaime se acercó al borde lo suficiente como para mirar abajo. Instintivamente, dudó. Decidió que sería mejor lanzarse desde un punto más elevado del acantilado y caminó por el borde, ascendiendo, con tal de poder lanzarse con toda seguridad de que acabaría en una mortaja y no en una camilla. El sol empezó a asomarse tímidamente en el cielo, anaranjado, revelando poco a poco los matices de aquel bello paisaje entre costero y de montaña. Y además, algo que Jaime no se esperaba. Delante de él, en el punto más elevado del acantilado, un hombre miraba inmóvil hacia el abismo.

Algo en Jaime le hizo gritarle. Corrió sin pensarlo dos veces hacia esa persona. El hombre desconocido se giró, sorprendido, al advertir que no estaba solo. Los dos se encontraron frente a frente.

Jaime se sorprendió a sí mismo al verse rogándole a aquel hombre que no se lanzara. Lorenzo, que así se llamaba el suicida, se vio descolocado y preguntó qué motivo llevaba a Jaime, que pretendía morir en ese mismo momento, a pedir lo contrario a un desconocido.

Y ambos hablaron, y hablaron. El precioso amenecer que empezó a teñir de colores cálidos el paisaje no fue sino el perfecto apoyo para una conversación que prácticamente salvaría las vidas de ambos hombres, conectados desde ese momento por ver reflejada el uno en el otro la voluntad instintiva de aferrarse a la vida. Lorenzo era un licenciado en psicología que llevaba años sin encontrar más que trabajos basura que apenas le servían para subsistir, y además acababa de cortar una tormentosa relación con su novia después de que ésta le dejara por otro. Hablando entre ellos, se dieron cuenta de que ambos eran personas soñadoras, con grandes esperanzas y expectativas puestas en ellas mismas, y que tenían el problema de esperar de la vida más de la que esta les daba.

Acabaron volviendo a su casa, prometiéndose el uno al otro que jamás volverían a pensar en rendirse, y que mantendrían el contacto.

Sin embargo, conforme fueron sumergiéndose de nuevo en sus ocupaciones cotidianas, ambos vieron en el otro a una figura que irremediablemente relacionaban con el que quizás fue el momento más oscuro de sus vidas. Poco a poco, como sin querer, fueron cortando el contacto y olvidando lo que uno significó para el otro, en pos de huir de los recuerdos desagradables del momento en que casi dejan todo atrás.

Jaime acabó consumando el suicidio dos años después. Lorenzo decidió dar un giro a su vida y logró trabajar con algo relacionado en su carrera; empleó el resto de su existencia en intentar ayudar a otras personas a no acabar nunca como acabó su amigo.

Por mucho que buscaron, ninguno de ellos logró hallar el camino hacia su felicidad.
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  • 2 de Junio de 2013 a las 21:57


Las copas de los árboles se mecían inquietas por encima de la cabaña del bosque, sometidas al suave empuje del viento, que se llevaba las hojas marchitas y acompañaba a los pájaros en sus afanosos viajes para alcanzar las nubes. También volaban lejos los sueños de una muchacha que aún creía en los cuentos de hadas, de una chica ilusa que había tropezado con un mundo perverso, en cuya sociedad ella no cabía.

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  • 2 de Junio de 2013 a las 22:04

La chica del bosque

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  • 2 de Junio de 2013 a las 22:37

La chica del bosque

Las copas de los árboles se mecían inquietas por encima de la cabaña del bosque, sometidas al suave empuje del viento, que se llevaba las hojas marchitas y acompañaba a los pájaros en sus afanosos viajes para alcanzar las nubes. También volaban lejos los sueños de una muchacha que aún creía en los cuentos de hadas, de una chica ilusa que había tropezado con un mundo perverso, en cuya sociedad ella no cabía.

Mientras peinaba su melena de oro, ante un espejo surcado por ríos de gotas que caían lánguidamente, observaba con expresión absorta el reflejo de sus ojos brillantes, que casi se encendían en centelleos al pensar en las últimas palabras que le dijo el director del despacho: “Nunca serás una buena arquitecta con esta actitud. Lo siento pero ya no puedes continuar con nosotros.”

El vaho caliente que llenaba el baño acariciaba su piel, haciéndola sentir querida. Y dentro de esa habitación pequeña, vestida de palacio; sentía el acicalado manto de la protección, aromatizado con las sales de ducha y un jabón natural que había visitado cada rincón de su cuerpo con suma delicadeza. De pronto se sentía protegida y cuidada, como nunca lo hubo sentido en la ciudad. Un sitio que ya se le antojaba muy lejano.

Dejó caer suavemente el peine sobre el mueble de la jofaina. Un suave tañido llenó el baño, que aunque débil, sonó de una forma que nos haría imaginar un halo de luz circular por el eterno espacio. Cogió una bata del perchero y cubrió su cuerpo afrodisíaco, la meta que quisiera conquistar todo poeta con sus versos. Ella disfrutó de la sensación aterciopelada y se encandiló dentro de ese ropaje protector.

Al cabo de unos segundos salió al comedor, donde los primeros rayos del sol ya se colaban por las ventanas, y se sentó tranquilamente en una mesa central rodeada por tres sillas. Las cartas y facturas que allí esperaban, le crisparon los nervios. No le salían los números.

Suspirando amargamente, dejó caer su cuerpo en el sofá y renunció a seguir pensando en sus problemas. Su mente desertó, volando hacia cavilaciones que la adormecieron y la alejaron, aunque sólo fuese por unos instantes, de los pensamientos acedados que le producían la desazón con la que tenía que convivir día a día, después de verse obligada a vender su piso y quedarse tirada en la calle. Por suerte, en la hacienda de su familia aún se encontraba una cabaña en la que, quién sabe, podría empezar una nueva vida.

Vagando como un soneto sin rima, entre pensamientos caprichosos que la aislaban de la realidad, se dejó llevar. Sus suaves dedos surcaron las cumbres de sus senos, dejándose arrastrar por la lascivia. Y en busca del placer de la carne, se lanzó hacia el valle profundo entre sus piernas, y se perdió ahí, gozando del éxtasis. Aunque todo lo demás le hubiese fallado, aún se tenía a sí misma.

Pero después del estremecimiento final, vendría el frío. Ella abriría los ojos, disgustada, y vería la ventana entreabierta que hasta entonces no le había llamado la atención. Se levantaría del sofá, aún adormecida, y la cerraría escuchando la madera de esa vieja cabaña al crujir.

-Coupine, Amie -inquirió, jugando a alargar las sílabas, con una voz que sonaba a música, y se dilataba como una melodía.

Pero no hubo respuesta, y ninguna de sus gatas apareció.

-¿Coupine?, ¿Amie?

Nada. No hubo ni un movimiento, ni un ruido. Inquieta, se fue hacia el dormitorio, dónde las volvió a llamar. Al ver que no aparecían empezó a buscar por todos sitios. Miró debajo de la cama, entre los huecos que dejaban los muebles, encima de ellos… Nada, no las encontró por ningún lugar. Entonces, pensó en la ventana entreabierta y se lamentó mostrando una mueca de enfado y lanzando un taco que impactó contra el suelo, como un tacón roto que te arruina la velada.

Con apremio se vistió, cogió una chaqueta raída y salió al bosque. Entre la inexpresiva arboleda, el frío era una garra indolente que le atenazaba el cuerpo y la ponía rígida como una pieza de mármol. Fría, pálida y perdida; se sintió débil en la soledad del bosque, buscando a sus gatas que se habían escapado en un descuido. Quiso llorar, golpear algo con fuerza, y dejarse caer. Nada le salía bien, e incluso había perdido a dos criaturas que tanto dependían de ella. Se sintió estúpida. Lanzó un resoplido al aire y empezó a buscar, llamándolas a gritos.

Los minutos se escapaban, raudos y con disimulo; y la muchacha no conseguía encontrar a sus dos gatas. Buscó por los alrededores de la cabaña, intentando no alejarse demasiado y perderse en un bosque en el que no se había adentrado más de lo necesario. Pero ofuscada ante la sensación de fracaso, no pudo consentir que también les fallara a sus gatas, y empezó a andar apresuradamente, alejándose cada vez más de la cabaña.

Ya hubo caminado un buen trecho cuando llegó a un claro en el que crecían dispersos algunos arbustos. También había unos cardos exuberantes que se levantaban casi dos metros del suelo y espesos matojos de hojas anchas. A través de ellos no se podía ver nada, e intentó rodearlos. Pero un movimiento furtivo le llamó la atención. Se quedó paralizada, mirando atentamente la espesura de la maleza que se alzaba por delante de ella. Entonces volvió a escuchar roces de ramas y hojas, y crujidos. Vio algo que se movía y que hacía bambolear los cardos de un lado hacia otro.

Sintió algo brincar en su pecho y dio un paso atrás. Y entonces fue cuando se dio cuenta que dos ojos amarillos la estaban observando. Fijos, clavados en ella, la miraban sin pestañear. Un resplandor surgió de ellos, y con un movimiento grácil y repentino, una criatura felina emergió de entre la maleza, mostrando unos colmillos afilados mientras maullaba.

La muchacha se llevó una mano al corazón.

Coupine! ¡Qué susto me has dado!

La gata continuó maullando, y no paraba.

Coupine! ¡¿Qué te pasa?! –vociferó la chica, mientras se acercaba hacia ella e intentaba cogerla.

La gata se escabulló antes de que la llegase a tocar y corrió rodeando los arbustos. Su dueña la persiguió, gritando su nombre y preguntándose qué estaría pasando, por qué se mostraba tan inquieta y alterada. Corrió un buen trecho hasta que los árboles quedaron atrás, y ante ella caía sesgado y abrupto un acantilado. Parecía escalonado, y a sus pies un río salvaje corría entre las rocas, saltando sobre de ellas y emitiendo un murmullo constante.

Pero había otros sonidos que se confundían entre la voz abstraída del río: Era un quejido lastimoso y un lloriqueo que ascendían débilmente.

La chica sintió una opresión en el pecho. Tenía la boca seca y las manos le temblaban, heladas. Se arrodilló lentamente y estiró la cabeza: tirado en el suelo, a la orilla del río, había un perro lloriqueando. Parecía mal herido, y no se movía.

Tragó saliva y respiró hondo. El corazón le martilleaba muy rápido bajo el pecho. Se sentó al borde del acantilado y estiró una pierna, hasta que la pudo apoyar sobre una roca que parecía estable. Se fue girando poco a poco mientras se deslizaba hacia abajo, y quedándose de espaldas al río, empezó a bajar muy lentamente, hiriéndose las manos y golpeándose de vez en cuando las rodillas.

Sus dos gatas observaban con ojos centelleantes desde lo alto de una gran roca.

�Estaba a medio camino cuando un hombre apareció a su izquierda. Se quejaba de sus piernas y parecía estar malherido.

-¡Escuche! ¡¿Está bien?! –gritó la muchacha

-¡Oh, Dios mío! ¡Bendito sea el Cielo!

-¿Qué le ha pasado?

-¡Mi perro! ¡Mi perro se ha caído! ¡Ayúdele por favor!

-Tranquilo, voy a por él. ¿Usted está bien?

-¡Sí! Me he roto la pierna, pero estaré bien.

Sin decir nada más, ella siguió bajando.

-¡Escucha! ¡Chica!

- ¿Qué sucede?

-¡He perdido el móvil! ¡Habrá caído muy cerca!

-¡No se preocupe, lo buscaré!

Cuando por fin pisó el suelo, se sintió aliviada. Las manos, ahora agrietadas, secas y rasposas; le temblaban de pura agitación. Fue corriendo hacia el perro y se agachó. Éste levantó la cabeza al escucharla. Pero a los pocos segundos la volvió a dejar caer sobre la tierra. El animal parecía sufrir de hipotermia. Si no recibía atención pronto, moriría. Le acarició la cabeza y luego el lomo, y se fue corriendo a buscar el móvil.

Entonces, sus dos gatas fueron bajando con saltos cortos y precisos. Maullaron dulcemente a su propietaria, quién estaba buscando entre las rocas, y empezaron a dar vueltas alrededor de un pequeño arbusto. Ella se las quedó mirando un instante, frunciendo el ceño y lanzando una exclamación entre dientes. Las gatas siguieron maullando, y una de ellas se acercó hasta su dueña y le arañó ligeramente una pierna. Ella se levantó de golpe, les dedicó una mirada llena de sorpresa y se fue corriendo hacia el arbusto. Entre sus matas y sus hojas estaba el móvil. Llamó al número de emergencias y explicó la situación a una operadora que le pedía que se calmase.

Al terminar la llamada, su rostro se apaciguó. Corrió hacia el perro, lo cogió en brazos, y con las piernas muy arqueadas y casi cayéndose al suelo, se lo llevó hacia un rincón más resguardado del viento.

-¡Escuche! ¡He llamado a urgencias! ¡Nos vendrán a buscar pronto, aguante!

-¡Oh! ¡Bendita seas muchacha! ¡Bendita seas! -escuchó entre lloriqueos.

La fría mañana se fue disipando a medida que la luz cálida del sol incidía más directamente. Ella se había tumbado junto al perro, tapándolo con su propia chaqueta. Le acariciaba la frente y el hocico, diciéndole que todo iba a salir bien.

Al rato se escucharon las hélices de un helicóptero. Atendieron al hombre y a su mascota; y antes de llevárselos al hospital le preguntaron a la chica cómo había llegado ahí.

“Vivo aquí, en el bosque”, dijo ella.

“¿En el bosque?”, preguntaron todos, muy sorprendidos.

“Sí, este es mi hogar.” Ella sonrió y se fue con sus dos gatas a la cabaña. Estaba dispuesta a darle una oportunidad a esa nueva vida.

incongruente
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Fecha de ingreso: 10 de Junio de 2008
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  • 3 de Junio de 2013 a las 0:27

Bien, ladies y gentelmanes, esto ha terminado.Han entrado siete relatos con todos los derechos:


DOS PRESENCIAS

UN ENCUENTRO FORTUITO

AZUL

EN EL JARDIN TRANSPARENTE

EL ABAD Y EL PEREGRINO

QUIMERAS

LA CHICA DEL BOSQUE

Suerte a todos y comienzan las votaciones en el subforo de PRECOMENTARIOS.