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romi
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El hombre y el borriquillo

30 de Junio de 2013 a las 12:21

Bubok

EL HOMBRE Y EL BORRIQUILLO

 

               Una sola ventana tenía su casa. Miraba a la Alhambra desde las laderas de enfrente, barrio del Albaicín y bajo su ventana crecía un pequeño árbol. Un acebo que siempre estaba muy verde y, en los días de otoño e invierno, repleto de semillas rojas. Por eso, entre las ramas de este acebo, siempre revoloteaba un mirlo. Un ave que había nacido precisamente aquí, entre las espesas ramas del acebo y por eso el pájaro, había delimitado como territorio propio tanto el acebo como las tierrecillas cerca de su pequeña casa. Se pasaba el día y parte de la noche cantando y, especialmente, cuando la hembra estaba en el nido encubando.

 

               Y aquella noche fría y lluviosa de otoño, comenzó a cantar mucho antes del amanecer. Ya estaba el otoño muy avanzado pero aún así, las lluvias no paraban. Había llovido casi sin parar durante dos meses largos y en las cumbres de Sierra Nevada, caía y caía nieve como nunca se había visto antes en Granada. Por eso el hombre, cuando estaba en la habitación de su pequeña casa, miraba por la ventana y sin querer veía las nubes, las lluvias y las nieblas por el valle del río Darro, por la colina y umbría del Generalife y por donde las torres y murallas de la Alhambra. No le importaba a él mucho ni lo que ocurría dentro de los palacios en esta colina ni las personas que vivían en ellos, incluidos reyes y princesas. Pero como desde la ventana de su casa veía cada día y a cada instante estos lugares, sí le gustaba la luz de los paisajes, el misterio de la lluvia y de la niebla cuando revoloteaban por estos sitios.

 

               Y aquella noche de otoño, lluviosa, fría y oscura, se fue a la cama pensando en esto. Tenía él unas tierrecillas junto al río Darro, por debajo de la Fuente del Avellano, que era de lo que vivía. En invierno las labraba, les echaba estiércol y las preparaba para sembrar legumbres y hortalizas antes de la llegada de la primavera. En verano recogía la cosecha y con su borriquillo, un jumento pequeño color ceniza, llevaba estos frutos a su casa. Y sucedió que uno de estos días de otoño, recogió las pocas almendras que sus tres almendros en esta ocasión le habían dado. Metió estos frutos en unos viejos sacos de cuero y los cargó en su borriquillo. Se puso en camino bajando por las sendillas del río hacia el Puente del Aljibillo, cruzó el cauce por aquí y subía montado en su borriquillo por las cuestas del Albaicín, cuando le salieron al encuentro.

 

               Dos jóvenes con las caras tapadas que se acercaron al borriquillo, lo sujetaron del cabestro y se agarraron a los sacos de almendras para llevárselos.  El hombre, sentado encima de su borriquillo, lo único que se le ocurrió, para defenderse y procurar que no le robaran la cosecha de almendras, fue golpear a los ladrones con el palo que llevaba en la mano. Y al tiempo que los golpeaba gritaba:

- ¡Socorro, que me roban!

Oyeron sus gritos los guardas que vigilaban por las calles del barrio y acudieron para ayudarle. Pero los ladrones, en cuanto vieron a los guardas, salieron corriendo sin llevarse los sacos de almendras. Se acercaron los vigilantes al hombre del borriquillo y le preguntaron:

- ¿Cómo ha sido todo esto?

- De la manera más tonta pero ya habéis visto que querían robarme.

- ¿Los conoces?

- Creo que sí pero no he visto las caras.

- Investigaremos a ver si damos con ellos pero, a partir de ahora, ten cuidado. Ellos sí saben bien quién eres tú y también saben donde tienes tu huerto y tu casa.

- ¿Es que pensáis que puedan volver?

- En cualquier momento y ahora seguro que con peores intenciones. Como no les ha salido bien el robo que habían planeado, desde este momento, ya eres su enemigo y no pararán hasta acabar contigo.

- ¿Y vosotros no podéis ayudarme?

- Lo único que podemos hacer es advertirte y pedirte que tengas cuidado.

 

               Siguió el hombre con su borriquillo y cuando llegó a su casa, descargó las almendras, metió el jumento en su cuadra, le echó un puñado de paja e hierba y se fue a su habitación. No pudo dormir aquella noche pensando en el ataque de los jóvenes y cuando al día siguiente se encaminó a las tierrecillas de su huerto, iba temblando. Llovió mucho aquel día y al caer la tarde, se levantaron nieblas que cubrieron todo el valle del río Darro y toda la colina de la Alhambra. Y el hombre, empapado y con algunas cosas que había recogido de su huerto, subió por las cuestas del barrio hasta su casa. Cuando llegó, encendió una lumbre, se calentó un poco, asó unas patatas en las brasas y después de comérselas, se fue a la cama. Seguía lloviendo con fuerza y hacía mucho frío.

 

               No pudo coger el sueño a lo largo de toda la noche pensando en el ataque de los jóvenes y en lo que en cualquier momento podría pasarle. Y fue ya casi al amanecer cuando sintió al mirlo chillar por entre las ramas del acebo. Se asomó rápido a su ventana y los vio. Uno de ellos se había quedado un poco retirado y el otro se acercaba a la puerta de su casa. Aterrado el hombre se dijo: “¡Dios mío! Vienen a por mí. ¿Qué hago, dónde me meto y a quién pido ayuda?”

 

               Al amanecer del nuevo día, una densa nube de humo se cernía sobre la colina del Albaicín. De de casa del acebo y el mirlo, aun brotaban pequeños chorros de humo blanco y gris. Muchos vecinos por allí cerca se congregaron y, entre comentarios y preguntas, alguno dijo:

- Sin duda que en algún lugar del Universo tiene que haber un Dios justo y bueno que, de alguna manera, abrace a este hombre y para siempre en su corazón lo tenga. Era bueno como pocos, nunca hizo daño a nadie, con los más pobres siempre repartía las cosas que de su huerto sacaba y por no molestar ni herir a las personas, casi no hablaba. Por eso merece un cielo para toda una eternidad. Y los que le han atacado, nunca deben ser nunca amados ni respetados. Así que de nuevo repito que debe existir un cielo y un Dios grande e inmensamente bueno que premie y condene el bien o el mal que entre nosotros las personas nos hacemos.