AL LLEGAR EL VERANO
Al llegar el verano, regresó a Granada y lo primero que hizo fue recorrer los caminos hasta el lugar de su infancia. Después de varias horas atravesando paisajes, arroyuelos y algunos ríos, llegó al collado. Por entre el bosque, ahora casi todos pinos y algunos pinsapos, se paró y observó despacio. A solo unos metros de él, descubrió el gran árbol. Un hermosísimo y anciano almez que todavía permanecía verde y frondoso. Avanzó un poco más y a intervalos cerraba los ojos. Los recordaba con tanta fuerza y claridad que hasta le parecía oír sus risas y palabras.
Mucho tiempo atrás, cuando las dos hermanas aun eran pequeñas, bajo este árbol, jugaban mucho con el padre. A la izquierda le quedaba el cortijillo, al frente, el alto cerro y un poco más lejos, el claro y caudaloso río. Mientras las ovejas pastaban por la pradera, las dos hermanas y el padre, soñaban, reían y jugaban bajo la sombra del ampuloso almez. Este ere su mundo, su fantasía, su paraíso. Ahora, después de tantos y tantos años, al llegar al lugar, aunque recordaba con toda fuerza y claridad aquellas escenas, todo por el rincón se lo encontraba solitario. Solo el vientecillo movía algunas ramas y hojas y las chicharras acompañaban del fondo con su cansina monotonía.
Descansó unos minutos a la sombra del árbol y luego siguió. Recorrió la pequeña ladera toda cubierta de bosque y media hora más tarde, se asomó al barranco. Hundido entre redondos cerros tapizados de bosque, se veía el gran surco del cristalino y misterioso río. Casi a sus pies, caían los acantilados y a su izquierda, se alzaba el redondo cerro amigo del copioso manantial, primero y principal de este cauce. Meditó durante un rato mientras miraba y meditaba los paisajes y luego se movió para el lado izquierdo. Buscó la sendilla y por la empinada cuesta, avanzó hacia el centro del bosque y rocas. Coronó por la zanja de una de las abandonadas trincheras, con el corazón encogido y triste. Esperaba, al terminar de coronar a lo más alto, encontrar lo que necesitaba y por eso buscaba con tanto interés.
Pero antes de llegar sintió los cacareos de las urracas. Miró y las vio al frente, saltando por las piedras y de rema en rama. Se dijo: “Como en aquellos tiempos, siguen por aquí dueñas de los campos. Pero hoy no encuentro al anciano que las perseguía para que no se comieran los huevos o polluelos de las aves que pueblan estos paisajes”. Y, después de moverse de acá para allá por las derruidas zanjas de las trincheras y no hallar lo que necesitaba, salió a lo más elevado. El sol le daba de frente y por eso puso sus manos en los ojos en forma de visera. Detuvo sus paso, miró primero para su izquierda y ahí, en lo más hondo, adivinó el claro manantial por todos conocido como nacimiento del río. Desde el limpísimo charco, fue recorriendo con sus miradas las aguas y el surco que el río horadaba por entre montañas, cerros y valles y se tropezó con el pequeño pueblo blanco. Algo más abajo, descubrió el valle de las viñas, la colina de la Alhambra y luego las torres y murallas. Más al fondo, adivinaba la ancha vega y los ríos surcándola. Casi al frente por completo pero muy lejos, se veían las altas cumbres de Sierra Nevada y luego el cielo azul y el infinito.
Respiró hondo, suspiró y como en forma de oración, se dijo: “Es mi mundo, mis recuerdos y mi cielo. Lo tengo estampado en mi corazón y mi alma, eternamente será esencia de todo esto”.