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zarax
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105 Edición del Concurso de Relatos Mensual- Tema AUTOBIOGRAFÍA - Relatos

5 de Agosto de 2013 a las 23:59

Nueva edición, la número 105, comienza hoy 5 de agosto y se cerrará el 5 de setiembre.

El nuevo tema será una autobiografía que puede ser personal, si alguien lo desea o simulada.
concursoderelatos
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  • 7 de Agosto de 2013 a las 22:24
¿Su última oportunidad?

Algo de tristeza siento cuando al mirar hacia atrás leo lo que sobre mí se ha escrito. Pero aún me queda un hálito de esperanza, quizás porque las cosas deben ser complejas, difíciles y así están siendo, tal y como siempre lo pensé y defendí hasta la saciedad.

Desde muy pequeño lo supe. Supe que todo lo que en mi cabeza se originaba era consecuencia de “algo” externo a ella y, aplicando la razón deduje que es que así estaba programado, desde el origen, desde siempre.

Supe que un ser superior, una mente privilegiada había ideado todo con un fin, y lo supe con tanta certeza que aquella seguridad me hizo abrazar para siempre el sacerdocio, con todas sus consecuencias. Y yo las sufrí hasta mi muerte. Pero el estudio de conocimientos como fueron la filosofía, la teología, la paleontología y antropología, al contrario de lo que otros pensaban, no me alejaron de mis ideas; todo lo contrario, las fijaron aún con mayor profundidad, con la seguridad de que todo lo que pensaba era así porque así tenía que ser. Siempre estaré agradecido a mi buen profesor y amigo Charles Dawson por sus enseñanzas, aunque me hizo mucho daño con su Hombre de Piltdown.

Ya en mi querida tierra y junto a Henri Breuil nos acercamos mucho a la verdad de la evolución, pero tampoco en España se encontraba el “momento”.

Ahora, en otro lado, en lo que podríamos llamar otra dimensión, me doy cuenta de lo cerca de la Verdad que me encontraba y, leyendo mi vida me siento triste por la poca acogida que mis ideas tuvieron, por los enemigos que me creé sin quererlo.

Pensé que somos consecuencia de una evolución; aleatoria, es cierto, pero pensada. Y en ese pensamiento primigenio hay dos bases fundamentales, la primera el conocimiento; la segunda cómo transmitirlo. Siempre defendí que el conocimiento se obtenía de una única forma, imaginando y demostrando. Para ello, también defendí que para poder hacerlo se nos había dotado de una maravillosa herramienta, única, y solo a nosotros, los seres humanos. La imaginación, la capacidad de crear de la nada absolutamente todo. Y así lo hemos ido haciendo, desde aquel “momento” que siempre busqué, pero que jamás se me dio la oportunidad de conocer. Aquel importante y especial “momento” fue el que me hizo apartarme de mis obligaciones religiosas para adentrarme en ese extraño mundo de la paleontología. Y busqué durante muchos años donde ocurrió, cómo ocurrió. Lo busqué primero en los libros, como he dicho antes, pero todo eran elucubraciones apoyadas en la Fe.

¡No y mil veces no! ¡La Fe no es el fin, es el medio para buscar el fin! El fin es y seguirá siendo el conocimiento. Y como expliqué en aquel libro que tanto daño hizo, El fenómeno humano, el conocimiento solo es posible si primero se fijan los conceptos filosóficos y, posteriormente, a través del estudio, de la ciencia, se demuestran estas ideas. Todo este conocimiento adquirido solo tiene dos caminos para su divulgación, la genética y la escritura. Aquellos que, como yo, no tuvimos descendencia, solo tenemos un camino para dejarles todo a los que tienen que continuar avanzando en el conocimiento nuestros trabajos, escribir todo aquello que hemos logrado demostrar.

Pero, cuando en ese camino se entrecruzan la Fe ciega y la razón obtusa, todo lo avanzado se pierde en el tiempo y, el hombre, debe volver a andar lo que ya tanto trabajo le costó. En vida, mi propia Iglesia, a través de mi congregación, los Jesuitas, me deshicieron tanto camino que mejor hubiese sido abandonar. Pero no lo hice; tuve la fuerza de voluntad de sobreponerme a tantas negativas, a tanta obediencia impuesta, sin mas razón que la de  “evitar un daño irreparable” a quienes creían en Dios, a quienes habían sido tocados por la Fe.

Ahora, cuando ya creía no poder hacer nada por restituir lo que tanto trabajo y tiempo me costó demostrar, cuando conozco la Verdad, aparece ante mí una nueva oportunidad y quiero usarla; no en  mi bien, pues ya nada ni me mejora ni me empeora, sino en el bien de ese fin del que hablé al principio de este intento de que mi obra siga.

Busqué en bibliotecas, de Inglaterra y de Francia; busqué en España, China muchos años y, finalmente en la India, Java y Africa, ese especial “momento” en el que el animal homo erectus pasa a homo sapiens; para ser mas exactos, ya que ahora puedo serlo, cuando el hombre toma conciencia de su propio yo, pero nunca lo encontré. Y habéis de saber que ese salto cualitativo no es un paso más en la evolución aleatoria. No. Ese salto queda absolutamente fuera de la capacidad del Universo de hacerlo por sí mismo. Por eso, cuando muchos me han acusado de panteísta, como a Einstein, me viene una duda a la cabeza. 

¿Será posible que después de haber escrito quince libros, cientos de cartas, tres ensayos… no me haya sabido explicar y ahí está mi error?

Aun me hago alguna reflexión mas. Mi idea del Punto Omega, otra teoría que tanto daño dice la Iglesia que hizo al hombre, por mucho que he leído con ojos atentos y mente objetiva todo lo escrito por tantos sabios, filósofos y religiosos, como han podido ser mi gran detractor, Massala, los cardenales Castellani y Ottaviani, o el español Iraburu, no he logrado entender qué es lo que produce tanto daño. Decir que todo avance científico, todo descubrimiento demostrado nos acerca a la Verdad como objetivo final del hombre y que dichos conocimientos quedan gravados en la memoria de la conciencia. Que todas las conciencias humanas, a través de la Ley de la complejidad-conciencia, se irán uniendo en armonía hasta llegar al Punto Omega en el que todas las conciencias humanas, formaría un conjunto armónico que obtendría el conocimiento absoluto de la Verdad, ¿tanto daño puede hacer al hombre?

Nunca negué la existencia de un ser creador. Nunca negué que la Fe debe existir para que el conocimiento llegue a la mente humana. Siempre defendí que la Filosofía y la Teología debían ir cogidas de la mano del conocimiento, de la ciencia. ¿Por qué tuve que hacer tanto daño? ¿Quizás mi error estuvo en no saber expresar mis pensamientos?

Ni aún ahora, que sé sin la menor duda, pero que no puedo dar a conocer mis conocimientos, logro entender donde estuvo mi error.

Pero antes he dicho que ante mí se ofrece una nueva oportunidad y quiero aprovecharla, pues sabiendo que mi camino no era erróneo, mis conocimientos deben ser redescubiertos por aquellos que buscan la Verdad como único camino hacia el fin preestablecido, por todo ello, dejo escrito aquí lo que antecede.

—Pero hijo, ¿no vas a venir a comer con nosotros?

—Si, madre, ahora termino; ya es solo cuestión de segundos.

—¿Qué es eso que escribes que tanta importancia le das? —y la madre de Pierre se acercó a la mesa donde su hijo tecleaba en el ordenador.

—No lo sé, madre, son ideas que me vienen obligadas leyendo esos libros.

—¿Qué libros? —preguntó la madre mirando en la dirección que le indicaba su hijo con la cabeza.

—Esos libros de la estantería intermedia de papá.

La madre se acercó a la librería y señaló con el dedo

—¿Estos?

—Si, esos. Ya he terminado.

—¿Te has leído todos los libros de uno de tus bisabuelos?

El chico la miró sorprendido.

—¿Mi bisabuelo dices?

—Sí, hijo. Era el hermano menor de tu bisabuelo, el jesuita Pierre Teilhard de Chardin.

—¡Oh!
concursoderelatos
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  • 8 de Agosto de 2013 a las 17:25

El Nicas

 

Me llamo Nicasio González Martín. “El Nicas” desde que estoy aquí.

Nací en un pueblo pequeño y olvidado de la provincia de Albacete. Mis padres bautizaron a sus tres hijos con el nombre de los abuelos; al ser yo el pequeño, me tocó cargar con el menos agraciado. Mi hermana, la mayor de los tres, se quedó con Dolores y a mi hermano le tocó Luis en suerte. Solo quedaban Nicasio y Adolfina, así que, tanto daba que hubiera nacido mujer, estaba precondenado a llevar un nombre poco común. Hay quien piensa que el nombre de una persona marca su personalidad, en mi caso, creo que el nombre ha sido lo de menos.

Como ya he dicho, yo era el pequeño de la familia y, lo de “pequeño”, me definía por completo. La diferencia de edad con mis hermanos era enorme, podrían ser mis padres, de hecho tengo sobrinos que me sacan unos cuantos años. Fui el producto de un descuido menopáusico con los consabidos riesgos que eso conlleva. Los médicos aseguran que la edad que tenía mi madre cuando me trajo a este mundo no es la causa de mi aspecto físico, pero nunca consiguieron convencerme de ello. Soy lo que todo el mundo conoce como un enano, mido 1,15 y no voy a crecer ni un centímetro más.

No sé cuándo supieron mis padres que sufría enanismo, yo me enteré a los diez años. Veía cómo mis amigos me superaban en altura, pero no fue eso lo que me llevó a descubrir mi situación, sino las burlas de algunos compañeros que se complacían en llamarme “bracicorto”, “cabezón”, “piernitas”… Fue uno de mis sobrinos el que me explicó lo que me pasaba. De aquella época recuerdo, todavía con dolor, una de las bromas que más me dedicaban: los chicos se ponían a mi lado y a voz en grito uno preguntaba “¿Cuánto mides, un metrito?” No me daban tiempo a responder, enseguida otro gritaba “¡noooo!, ¡ni casi!”, entonces, todos a coro terminaban de completar mi nombre con un “¡ooohhhh!” que siempre concluía entre carcajadas. Qué perverso puede ser el ingenio de los niños.

No fui buen estudiante. Por razones obvias no me gustaba ir al colegio. Repetí algunos cursos, ya no me acuerdo de cuáles, y en cuanto cumplí los catorce años dejé de asistir a la escuela para empezar a trabajar con mi cuñado en su taller.

Allí estuve trabajando unos cinco años. Me fui con diecinueve. Me hubiera ido antes, no aguantaba a mi cuñado, pero mi padre no me dejaba y por aquel entonces no se era mayor de edad hasta los veintiún años. Cambiaron esa ley, de repente fui mayor de edad con dos años de antelación sobre lo previsto y me faltó tiempo para hacer mi santa voluntad.

En casa fue una tragedia. Mi madre lloraba, “mi niño, mi niño, ¿qué va a ser de ti?” repetía una y otra vez. Mi padre no lloraba, no; él gritaba sin parar. “¿Pero dónde vas a ir sin oficio ni beneficio? ¡En un circo es donde vas a terminar!, ¡o haciendo charlotadas, el torero bombero!”

Durante mucho tiempo me fastidió que mi padre tuviera razón. Llegué a Madrid dispuesto a encontrar trabajo en algún taller, me gustaba ese trabajo y era bueno, pero nunca me dieron ni una sola oportunidad para demostrarlo, así que sí, terminé en un circo de mala muerte que recorría los pueblos de la capital. Nunca tuve nombre artístico y mi número consistía en salir a la pista acompañado por otros cuatro enanos a recibir los tartazos del payaso Pepote. A veces éramos nosotros los lanzados contra las tartas. El número gustaba.

Fue en el circo donde conocí a Elvira y a Susana. Elvira era contorsionista y muy guapa. Me enamoré de ella como un idiota. Susana era pequeña como yo. No era guapa y tampoco era demasiado amable, pero no tenía remilgos a la hora de aceptarme en su catre y enseñarme los placeres del sexo. Entonces no lo sabía, luego pude constatar que Susana era muy buena en la cama.

Durante los siete años que estuve en el circo también fui el mecánico “oficial”. No faltaban las averías en las tartanas que teníamos para tirar de las caravanas. Podría decirse que no dejé de reciclarme en el mundo del motor durante mi etapa artística.

Dejé el circo una noche de agosto. Susana no estaba con ganas y salí a fumarme un cigarrillo al fresco de la noche. Elvira estaba también allí, ella no fumaba. Me dijo que tenía calor y que no podía dormir, yo también justifiqué mi presencia con la misma excusa. Me habló de la función que habíamos tenido esa noche, del poco público que había ido a vernos, de que cada día se sentía menos ágil, de lo incierto de su futuro…

  —Tengo que encontrar un marido para poder dejar todo esto —me dijo finalmente.

Estuve a punto de pedirle que se casara conmigo, pero… ¿qué podía ofrecerle yo, aparte de vergüenza, cada vez que alguien nos viera juntos? En lugar de declararme la animé a que sedujera al dueño del circo, no para casarse con él, que ya estaba casado, sino para que a través de él pudiera conocer a un rico empresario con el que casarse. Le pareció una magnífica idea. Cuando se retiró a su caravana yo recogí mis cosas, me dirigí al coche del dueño, le hice un puente, y me largué sin saber a dónde.

Conducir con mi estatura es complicado, o se adapta el coche o prácticamente se conduce de pié. Por eso dejé el coche abandonado en la estación de ferrocarril más cercana y me subí al primer tren que pasó.

Los años que siguieron fueron prósperos. El tren me llevó a Gijón. Cuando llegué no sabía lo que iba a hacer ni cómo me iba a ganar la vida. Caminé hasta la playa de San Lorenzo y me pareció un buen sitio para pasar la noche. Nunca había visto el mar y tampoco sabía de la existencia de las mareas; aquello fue un desastre. Me desperté al sentir el agua fría en mis piernas. Agarré mi petate, tan grande como yo, y subí las escaleras corriendo. Un grupo de chavales me miraba sin dejar de reír. Estuve a punto de partirles la cara; soy pequeño pero tengo fuerza y casi nadie sabe cómo enfrentarse a alguien de mi estatura; es fácil dar un cabezazo en los huevos y suele ser muy efectivo. Estuve a punto, pero me di cuenta de que estaban junto a un coche con el capó levantado.

  —¿Os habéis quedado tirados? —pregunté sacando el paquete de tabaco de mi bolsillo.

  —¿Entiendes de coches?

Le eché un vistazo a la luz de una linterna. No veía nada raro. Quité la tapa del delco, la limpié con mi camiseta y les dije que le dieran. El coche se puso en marcha.

Eran unos chorizos. Se dedicaban a robar coches y, un tío que entendiera, les venía muy bien. Antes de conocerme le vendían los coches robados a un tipo que les timaba, al poco tiempo de tenerme en su banda, los desarmábamos y vendíamos las piezas a talleres que luego las colocaban haciéndolas pasar por nuevas. Lo que sobraba se lo quedaba un tipo de un desguace por cuatro duros. Dominábamos la cornisa cantábrica. Era un buen negocio para todos.

Lo malo fue que, después de seis años, les pillaron y desarticularon toda la red. Yo me libré por pelos, sólo me conocían los chavales que se habían reído de mí en la playa y no dieron mi nombre. Eran buenos chicos.

No sabía qué hacer. Había ahorrado una pequeña fortuna y ya tenía treinta y dos años, pensé que tal vez había llegado la hora de sentar la cabeza. Regresé al pequeño y olvidado pueblo de Albacete que me vio nacer.

En mi casa vivía ahora mi sobrino Luis, hijo de mi hermano Luis, claro. Mis padres hacía años que habían muerto, era de esperar. Me sentí mal por no haber pensado en que el tiempo también pasaba para ellos y que ya eran viejos cuando me marché. No había sido un buen hijo. Visité sus tumbas y les conté cómo me había ido. Les mentí, no les dije nada sobre el circo ni los coches robados; mi padre habría salido de debajo de la tierra para darme una paliza y mi madre se habría deshecho en lágrimas; les dije que había estudiado mecánica y que había encontrado un buen trabajo en la Mercedes. Tenía que dejar que descansaran en paz.

Tuve suerte. Mi sobrino se acababa de separar y por eso se había instalado en mi casa. Estaba solo, así que no hubo inconveniente en que yo ocupara mi antigua habitación.

Fui a ver a mi cuñado, no pretendía recuperar mi puesto de trabajo, pero me interesaba saber cómo le iba. Estaba viejo y cansado, ninguno de sus hijos había querido seguir sus pasos y sólo contaba con la ayuda de un aprendiz. Le hice una oferta muy generosa y una semana después la aceptó.

Me convertí en un honrado empresario y mi único pecado era mi visita semanal al club de la carretera. Había una chica, Diana, casi tan guapa como Elvira y tan buena en la cama como Susana. Me gustaba. Últimamente estaba preocupada por su futuro.

  —En este oficio a los cuarenta ya eres vieja, tengo que pensar en algo para poder dejarlo.

  —Búscate un marido —le aconsejé.

  —¿Y quién querría casarse con una puta?

Días después me puse un traje con corbata, hecho a medida, y compré un gran ramo de rosas. Le pedí a Diana que se casara conmigo.

  —¡Si hasta me lo pides de rodillas!

  —Estoy de pié —dije ruborizado y sin percatarme de su cruel broma hasta que escuché sus risas.

Soy pequeño pero tengo fuerza y nadie espera que alguien de mi estatura emprenda un ataque. La golpeé con mi cabeza en el estómago haciéndola caer. No pretendía matarla, sólo quería que dejara de reír. Fue un mal golpe contra la mesilla de su habitación.

Me llamo Nicasio González Martín. “El Nicas” desde que estoy en la cárcel.

concursoderelatos
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  • 25 de Agosto de 2013 a las 21:47
Mejor que limpiar zapatos

-Me llamo Pancracio y nací en el seno de una familia humilde, en la España cutre del franquismo y los tricornios. No tengo títulos universitarios; ¿de qué quieres que hable?
-Háblanos de ti. Has escrito un libro y tus lectores quieren conocerte. 
-Bien… me crié en una aldea de Ourense de apenas treinta vecinos,  pisando barro y boñigas, entre puercos, cabras, gallinas y dos vacas a las que suministraba cantidades  industriales de forraje, que ellas transformaban en estiércol. De niño en el pueblo me llamaban Pan, afortunadamente nadie conocía la mitología griega, y decían que, antes de conocer a mi padre, mi madre había sido novia del panadero. Supongo que era un chiste. A los dieciocho años, me mandaron a una autoescuela. No aprendí a conducir, pero  obtuve el carné  y mi padre acudió a un empresario del ramo de la alimentación, algo amigo suyo, para que me colocara en su empresa, como conductor de alguno de sus vehículos de reparto. Cuando mi jefe advirtió que yo era un peligro al volante, me pidió las llaves de la furgoneta y me adjudicó, entre otros cargos, el de cargar sacos de harina y de azúcar en los camiones. Aún no había carretillas elevadoras y los sacos pesaban cincuenta kilos, así que estuve maldiciendo el empleo que mi padre me buscó, hasta el día que vi a un ángel  asomado a la ventana de la oficina del patrón. Era su secretaria. A partir de entonces cambié de actitud. 
Aquel año, en octubre, el gobierno puso en marcha unos cursillos de promoción profesional acelerada, conocidos por las siglas: PPO. Concentraban a los alumnos en un hotel en régimen de pensión completa y daban una pequeña paga para  gastos extras. Una oferta tentadora, pero la belleza que yo había descubierto en la oficina del jefe era más tentadora que todos los cursillos del PPO. Desde el primer día empecé a soñar con ella todas las noches. Estaba convencido de que por aquella preciosidad no me importaría quedarme en aquel lúgubre almacén toda mi vida, e incluso trabajar gratis si fuera necesario. Pero un día desperté de mis sueños: subí la escalera de hierro que llevaba a la oficina, empujé la puerta y encontré al hijo del patrón sentado en la butaca y a mi “Julieta” arrodillada en la alfombra con la cabeza entre sus piernas. Me quedé helado, el alma me cayó a los pies y, con el alma, la caja de latas de conserva que llevaba debajo del brazo. Las latas rodaron en todas las direcciones yendo a esconderse debajo de los muebles y entre los pies de los tortolitos.
No las recogí.
Me fui de frente al encargado del almacén y le dije: Me voy. Díselo al patrón. Se quedó mirándome con los ojos bizcos y al cabo de un minuto preguntó: ¿Quieres decir que dejas la empresa? Sí. ¿Definitivamente? Bueno…, si te parece, el día que la harina y el azúcar vengan en envases de un kilo, llámame.

Me apunté al curso de encofrador.
Después de tres meses cepillando una tabla, a un compañero que hacía el curso de albañil y a mí, nos dieron a cada uno un diploma y un pasaporte para Francia. En el cursillo nos habían enseñado también un poco de francés; concretamente aprendimos a decir: “Bonyur, mersi bocú madán”  y contar hasta diez. Yo me había preparado un poco más por mi cuenta con unos libros y un radio casé, pero confieso que a medida que nos internábamos en Francia, (nuestro destino era Poitiers), lo único que entendía eran esas dos frases que tanto habíamos machacado; ¡ay, pero, la entonación, esa musiquilla con que las francesas dicen: “bonyur mesié”, eso que llamamos el acento, no se parecía ni de lejos al francés de nuestro profesor español! Claro que por no aprender no habíamos aprendido ni el oficio que prometieran enseñarnos.  
Mi amigo y yo éramos conscientes de nuestra incompetencia profesional, pero entendíamos que el responsable del fraude era el gobierno español. 

El contrato tenía una duración de tres meses, al final de la cual nuestro patrón, a pesar de todas las broncas, nos pidió que siguiéramos con él, pero mi compañero se empeñó en volver a España y yo opté por acompañarle. Antes de cruzar la frontera, gastamos en la Costa Azul, en un mes, todo el dinero que habíamos ahorrado. Llegamos al País Vasco y en dos meses trabajé en tres empresas: La primera en Irún, en la construcción; nos despedimos porque llovía un poco y no había traje de agua para nosotros. A continuación entré en una tornillería de Tolosa, donde todo fue de maravilla hasta el día que el patrón me dijo que no le había lavado bien el coche. Entonces tendrás que contratar a otro porque yo no sé hacerlo mejor, le dije, y sin atender a razones, fui a cambiarme de ropa y me largué. Lo mejor fue cuando fui a cobrar y el jefe de taller me ofreció mil pesetas más al mes si me quedaba. Me fui a una fabrica de sobres de cartas y postales, pero lo dejé a los quince días, porque todas las noches soñaba que la guillotina de la maquina en uno de sus viajes desviaba la trayectoria del mazo de papel y me tronchaba la cabeza. 
Volví a Irún con otro contratista, hasta que un pariente que yo tenía en Ginebra (Suiza), me consiguió un contrato de pinche de cocina para un hotel restaurante.

Es sabido que Suiza es el templo del dios dinero, el que adoran moros y cristianos, y Ginebra quizá la más cosmopolita y deslumbrante de sus ciudades, con sus flores, su chorro de agua, su lago como un espejo inmenso sobre el que se deslizan suavemente los cisnes y los veleros de los ricos, los dueños de la gallina de oro: banqueros y hoteleros.
Cuando di mi nombre en la recepción del hotel que me había contratado, me atendió la dueña, que intentó hablarme en un español incomprensible, mitad italiano con acento alemán. Le respondí en un francés que yo mismo juzgué bastante aceptable, y debía de serlo porque me miró sorprendida y fue a intercambiar unas palabras con su marido. Entendí que podían arreglarse sin mí en la cocina y que lo que en realidad necesitaban era alguien que subiera el equipaje de los clientes a sus habitaciones y que ayudara, entre otras muchas cosas, a las “femme de chambre” a hacer las camas.
Aprendí a adivinar la nacionalidad de los clientes por su aspecto, en especial los españoles. Me preguntaba qué intereses les traían a Ginebra; no creía que vinieran especialmente por ver el “Jet d’eau” desde la orilla del lago. Más bien pensaba yo para mí, sin temor a equivocarme, que la mayoría venían con sus maletines bien repletos y la firme decisión de incrementar lo más posible la liquidez de los bancos suizos, por si la cosa se ponía fea en España, que ya el Generalísimo andaba deteriorado el hombre y podía estirar la pata en cualquier momento. 
Aguanté un año en el hotel, lo que duró mi contrato. Harto de madrugar para limpiar los zapatos que mis distinguidos clientes dejaban, a tal efecto, a la puerta de sus habitaciones, que por más distinguidos que ellos fueran, sus zapatos olían mal, me fui en busca de aire fresco. 
Encontré trabajo de camarero en un café restaurante, frecuentado por estudiantes universitarios, pero pronto me cansé de sus borracheras y de los que se iban sin pagar.
Bastante desilusionado y un poco deprimido, decidí que ya era hora de regresar a mi país.
Elegí hacer el viaje en autocar, que los precios del avión estaban por las nubes,  además tenía vértigo, y el tren era lento y complicado a causa de los transbordos. Cuando fui a comprar el billete me encontré con un compañero de trabajo asturiano, que quince días antes se había casado con una italiana. Estaba acompañado de una jovencita de sonrisa encantadora. Me informó que la chica era su hermana, se llamaba Lucía, era el único miembro de su familia que había venido a la boda y ahora iba a sacar el billete para regresar a Asturias.
Yo también vuelvo a España, dije, sonriendo a la hermana de mi amigo y añadí tímidamente: Si te parece bien podemos pedir que nos den juntos los asientos. Vale, dijo ella, pero con una condición, que si te toca la ventanilla me lo cambies. No hay problema, dije yo.

Fue aquel el más ameno de todos mis viajes
Poco antes de llegar a Bilbao, ella venía durmiendo en mi hombro, yo no pude resistirme y le di un beso furtivo; mas no era tan profundo su sueño como yo creía, pues vi que sus labios se distendían levemente en un asomo de sonrisa. Envalentonado, quise besarla en la boca, pero ella apartó la cara y me dijo: Déjalo ya. ¿No te gusta que te besen?, dije. Me miró un momento a los ojos y objetó suavemente: Apenas nos conocemos y nos vamos a separar muy pronto. No tanto, todavía falta mucho para llegar a Oviedo, dije yo. Pero tú no vas a pasar por Asturias para ir a Orense. Claro que sí.
Decidí que quiero conocer tu tierra. Me miró con desconfianza y dijo: No puedes cambiar de ruta a mitad de camino. Yo había hecho rectificar, a última hora en Ginebra, mi billete, cambiando Ourense por Oviedo. Se lo enseñé. Ella se revolvió en el asiento para mirarme de frente y exclamó: ¡Dijiste que ibas a Galicia! ¿Cuándo cambiaste? 
Cuando te vi en la estación de autobuses con tu hermano, cuando escuché tu nombre, Lucía, cuando sentí el hechizo de tus ojos en los míos cuando me miraste igual que ahora… entonces, me enamoré de ti. 
Mis palabras debieron de parecerle confusas pero sinceras, porque esta vez no esquivó mis labios cuando se acercaron suavemente a los suyos.

Han pasado muchos años. Aquella jovencita es hoy mi esposa.
Haber conseguido un trabajo en las minas de carbón asturianas, no es algo que me haya hecho sentir excesivamente orgulloso, pero en algo cambió positivamente mi vida: no volví a limpiar zapatos de ningún pendejo. 

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 1 de Septiembre de 2013 a las 20:20

Las veces que lloré

La historia de mi vida se perfila con trazos de hombre pendenciero y rasgos de canalla, así que no es extraño que muchos rehúyan mi presencia y eviten dirigirme la palabra. En buena medida, debo el honor de mi fama a los que frecuentan las tascas que jalonan la ribera del muelle. La mayor parte de esa jauría me conoce desde que era niño, de cuando salía con mi padre a pescar al fondón que hay tras la piedra de La Moura. Por aquel entonces, eran pocos los que se atrevían a largar allí el aparejo los días que el Nordés soplaba frescachón, pero el viejo era hombre de redaños y pocas veces le vi reparo en aventurarse mar adentro.

De aquellos días es obligado recordar el amargo episodio que marcó para siempre mi existencia. Fue en octubre del ochenta y dos, recién cumplidos yo los nueve. Aquella mañana mi padre puso rumbo a los bajos de La Moura al poco de romper el alba. Yo ayudaba a bordo trenzando sedales y preparando el aparejo, y a la vista del estado de la mar, nada hacía presagiar una dura jornada de pesca. Pero iniciada la faena, una brisa bonancible fue el preludio de una mar agitada que, a fuerza de someter nuestra lancha a continuos bandazos, fue imponiendo a las bravas su desagradable merced. El viejo atisbó hacia nordeste y en la expresión de su mirada supe que la cosa se ponía fea. Para entonces, los rociones se elevaban con fuerza por la amura de babor y con cada embestida las olas barrían la cubierta arrastrando cuanto encontraban a su paso. Por la banda contraria mi padre se afanaba en recoger a toda prisa el aparejo. Pero no bien hubo terminado, llamó su atención la lancha de El Migas muy cerca de la piedra de La Moura. Sin motor, sometido a la voluntad de las olas, El Migas gritaba y hacía señas para que mi padre acudiese en su ayuda. Entretanto yo era testigo de la escena arrebujado en un rincón de la popa, completamente empapado y encogido sobre un ovillo de cabos. Poco a poco se hicieron dueños del cielo oscuros nubarrones que tiñeron el mar de un negro siniestro. El viejo se puso al timón y sé que estuvo en su ánimo acudir al auxilio. Pero entonces me vio allí, en la popa, temblando de miedo y frío a pesar de que yo hacía lo imposible por disimular mi congoja. El mar batía con toda su fuerza contra la piedra, y la lancha de El Migas zozobraba al garete sobre los peligrosos riscos de La Moura. El riesgo a naufragar batido contra los escollos era más que evidente. Mi padre miró alrededor en busca de alguna otra ayuda, pero solo la lancha de El Luso, a lo lejos, asomaba por momentos entre la mar tendida. El Luso, consciente de la situación y de que solo mi padre podía sacar a El Migas de su apuro, le increpaba desde la distancia con el destello de sus focos y hacía sonar con intensidad la bocina de su embarcación. Pero el viejo, mudo en su impotencia, no se movió.

Entonces no pude reprimir el llanto.

El cuerpo de El Migas nunca apareció y los restos de su lancha yacen desde entonces en los profundos bajos de La Moura. Mi padre sufrió un duro golpe por aquello. El Migas era hombre bien querido por las gentes de la lonja, y durante años asistí con dolor e indignación a los comentarios que se hacían a espaldas de mi padre. La mayoría juzgaba cobarde su acción sin redimirle por tenerme a bordo aquel nefasto día. Y con el paso de los años, crecí guardando en la memoria las caras y los insultos de cada uno de aquellos hijos de perra, azuzados sobre todo por las malas artes de El Luso, quien gustaba de hurgar en la herida, si acaso para disfrazar su ojeriza por el mejor hacer que demostraba el viejo en el arte de la pesca.

Mi padre aguantó diez años más hasta que un tumor se lo llevó al otro barrio. Para entonces yo ya era un hombre de mar y heredé no solo su oficio y maneras, sino también una animadversión hacia El Luso que crecía cada día que pasaba.

Una tarde, recién subastada la captura del día, el precio de mis cajas de pescado doblaba el valor de la faena que había descargado El Luso. A la vista de todos era indudable quién sabía de losfondos con mejores bancos de peces. La cosa no hubiese pasado de ahí si aquello hubiera sido cuestión excepcional, pero aquel día, el Luso no pudo soportar el oprobio de que todo el mundo se rindiera a la evidencia de que su género no estuviera a la altura del mío.

-¡No te mereces la suerte que tienes, cabrón!- me espetó mientras estaba yo de espaldas. Entonces me giré desafiando su mirada. Lejos de arredrarse, El Luso rió con sorna. Aquella risa burlona hizo que agarrara con fuerza el mango del gancho que llevaba conmigo para arrastrar las cajas de pescado. Durante unos segundos permanecimos así, inmóviles, mirándonos el uno al otro. El Luso seguía dibujando su semblante con aquella sonrisa fanfarrona.

-¡Eres tan cobarde como tu padre!- se atrevió a decir.

Casi sin tiempo a que terminara la frase, cimbré el gancho contra El Luso y sentí como el acero se hacía firme en su carne a la altura del gemelo izquierdo. Entonces tiré con fuerza y la pierna se desagarró de arriba abajo dejando buena parte del hueso al descubierto.

El Luso quedó cojo de por vida y yo cumplí por aquello seis años de condena en el penal de Villabona. Allí dejé los mejores años de mi juventud, si bien tuve por fortuna aprender a manejar bien los puños y a refugiar mi soledad en las páginas de centenares de libros. Y si no fuera por la amistad que entablé con Rubén Miranda, peor hubiera sido mi suerte durante la estancia en el penal. Rubén, hombre de palabra escasa y mirada que hablaba lo que no decía su boca, cumplía condena por haber sajado a un chulo de Oviedo en un ajuste de cuentas. Por todos eran temidos sus contactos fuera de la cárcel, buena parte de ellos entre la peor chusma que rondaba la ciudad. De esta guisa, lo mejor allí dentro era estar a bien con él, a riesgo si no de encontrar peor condena fuera del presidio. Poco antes de saldar mi deuda con la Justicia, supe por él que El Luso había dejado la lonja y andaba metido en sucios negocios de contrabando. Me advirtió que anduviera con ojo. Al parecer El Luso andaba aún con ánimo de venganza, pues su maltrecha pierna le obligaba a estar cada vez más tiempo sentado y padecía por ella frecuentes e intensos dolores. Pero poco creía yo debía preocuparme de aquel lisiado que bien merecida tenía su desgracia.

Cumplí los treinta al mes de salir de la cárcel.

Volví a la mar, y tras unos años oscuros, perdido entre garitos y tascas en los que fueron frecuentes las pendencias por putas y deudas de juego, acerté a encontrar sosiego en los brazos de una mujer de nombre Rosario Aldanza. Ella acostumbraba a venir a la lonja a buscar pescado para vender en un puesto del barrio de La Torre, y al paso de los días, entre risas y chanzas regadas con no pocas lisonjas, el afecto fue mudando tiernamente a los jardines del querer. Nunca hasta entonces supe que había tal sabor en los besos de mujer, ni latidos tan fuertes que amenazan con rasgar el pecho en la plenitud del entusiasmo. Y un día de temporal, de esos en los que la mar se cobra sus prebendas en moneda de náufrago, supe lo que era ser plenamente feliz cuando al enfilar la bocana del puerto la vi allí, junto a la punta del dique, columbrando hacia poniente y aguardando mi regreso bajo un intenso aguacero.

De eso hace apenas dos años.

Pero tarde o temprano la vida recupera su sino, y la mía lo hizo hace hoy cuatro días, cuando de regreso a casa descubrí el cuerpo de Rosario tendido en el suelo con un tiro en la sien disparado a bocajarro. Entonces sentí dolor, un intenso y agudo dolor que se hizo hueco hasta penetrar en lo más hondo, un dolor que me consumía las entrañas y hacía presa en mi garganta sin dejarme apenas respirar. Derrotado me hinqué al lado de su cuerpo yermo de vida y abracé con todas mis fuerzas su pecho ya frío. Y después de tantos años, después de tantos malos tragos y tantas angustias vividas, volví a sentirme pequeño y débil como aquella lejana mañana de octubre junto a la piedra de La Moura. Y al igual que aquel día de furioso temporal, volví a llorar preso del más absoluto desconsuelo.

Supe por alguien del barrio que días atrás, dos hombres, uno de ellos con un forzado andar que escondía con torpeza su ostensible cojera, habían rondado los aledaños de la casa obrando mal disimulo.

Rubén Miranda se ofreció gustoso a hacer el trabajo por mí, pero jamás hubiese aceptado de buen grado su oferta; quería tener la satisfacción de ser yo mismo quien ajusticiara la infamia de El Luso. Solo precisaba que lo llevaran a un local apartado del muelle al final de la lonja. Del resto ya me encargaba yo.

Ahora llevo mis manos y mis ropas manchadas con su sangre.

Ya nadie me espera en tierra.

Agarrado al timón me quedo absorto viendo como la proa rasga el mar de la madrugada, desafiando las olas con rumbo firme hacia la piedra de La Moura.

Y ante el infortunio que me espera en el lugar donde debe acabar mi historia, la deriva de alguno de mis pensamientos me sorprende con su liviandad, pues en medio de mis más amargas tribulaciones, acierto a recordar que es tan solo por dos días que no alcanzaré a cumplir los cuarenta.

concursoderelatos
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  • 1 de Septiembre de 2013 a las 20:20

concursoderelatos
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  • 4 de Septiembre de 2013 a las 16:32

El cazador de osos

Le vi nada más abrir la puerta. El fuego del hogar osciló levemente al entrar el gélido viento y un extraño juego de sombras y luces recorrió su faz, surcada por profundas arrugas y cicatrices. Era el legendario Tyi Zanchi, el Cazador de Osos.

Estaba sólo, sentado al fondo del local, su gorro de piel en la mesa, junto a una botella de vodka medio vacía y un vaso. Detrás, apoyado en la pared, tenía su legendario fusil mataosos.

Nada más cerrar yo la puerta clavó sus vivos ojos azules en mí, y alzando la mano hizo un gesto como invitándome a acercarme. Me aproximé y con un nuevo gestó me indicó que podía sentarme. Tomé una silla y lo hice frente a su mesa. El despensero se acercó y puso ante mí un vaso y otra botella de vodka.

El viejo cazador me miró fijamente unos instantes, se giró a un lado y escupió en el fuego.

—¡Todos los jóvenes sois iguales!— me espetó.—Estoy seguro que has estado en la taiga con la intención de cazar jabalíes.

—No lo negaré... y no he visto ni uno.

—¡No es tiempo para jabaliés, muchacho! Hoy era un día perfecto para subir a las nevadas crestas del Hao Lin. ¡Oh, sí! Es muy duro subir hasta allí, pero ¿sabes? el oso ya no desciende nunca de sus lejanos territorios. No, no como antes.

—¿Qué dice usted que hacían los osos?

—¡Ah, muchacho! Tú no has vivido aquellos años en que estos bosques eran prácticamente vírgenes, en que nadie había hollado todavía los ventisqueros del Hao Lin. No hay que ir muy lejos en el tiempo. Recuerdo perfectamente cuando me instalé en mi cabaña, hace treinta años, allá junto al río Lin Jian, en mi primera temporada de caza en esta tierra, junto a tres hombres que, como yo, querían emprender una nueva vida. No era extraño ver osos en los valles, en especial en invierno. Recuerdo que una noche encontramos uno enorme en el cobertizo donde guardábamos las provisiones. Su piel alfombra mi cabaña desde entonces.

—Escúcheme, si eso que me ha contado del oso ocurrió hace tan sólo treinta años, usted vino a esta tierra siendo ya un hombre adulto. De modo que usted no vivió en Manchuria de niño. Vaya, por su aspecto sabemos todos que no es de familia china, pero...

—Cuando pisé por vez primera el valle del Lin Jian yo estaba más cerca de los treinta que de los veinticinco. Pero arrastraba el peso de unas recuerdos que muchos ancianos jamás conocerán. De todos modos podríamos decir que aquí volví a nacer.

—¡Dios mío! ¡Yo hubiese jurado que usted había vivido siempre en esta región! Todos afirman que usted es parte de la naturaleza y del bosque, y nadie se lo imaginaría en otro lugar. Me cuesta creer que usted, que conoce mejor que nadie hasta el más recóndito rincón de la taiga, que se mueve como en el salón de casa por los más elevados picos del Hao Lin, haya vivido en un lugar distinto. Su destreza legendaria, su valor y sus hazañas parecen indicar una vida entera aprendiendo de la naturaleza, hermanándose con ella...

—¡Para el carro, muchacho! No concibo otra vida que la que he llevado aquí. Pero hubo un pasado. Un pasado que he tratado de olvidar... aunque no estoy seguro de haberlo conseguido. Si yo te contara... pero no, aquel hombre que fui ya no existe. He jurado desterrarlo de mis pensamientos.

El viejo cazador tomó su botella de aguardiente y llevándola a la boca tomó un trago.

—¿Te gustaría saber por qué un hombre feliz y alegre dejó cuanto tenía, familia, amigos, dinero, posición, y lo cambió todo por la vida salvaje de la taiga de Manchuria?

—Si usted quisiera...

—Pon atención. Nadie antes que tú ha escuchado de mis labios lo que voy a contarte. Nadie, ¿oyes? Pero creo que para librarme del dolor que me causan algunos recuerdos, puede que sea bueno que te explique algunas cosas de mi vida. Especialmente lo de aquel día... pero no nos desviemos. Aunque aquí todos me conocen como Tyi Zanchi, y ese y no otro es mi nombre verdadero, en otros tiempos llevé un nombre distinto. Nací muy lejos, en otro continente, en América del Norte.

—¡No es usted ruso!— exclamé sorprendido.

—No, soy americano. Nací en Norristown, cerca de Philadelphia, pero desde muy pequeño mi familia se trasladó al norte, a un pequeño barrio en Englewood, muy cerca del río Hudson. Tenía tres hermanas más jóvenes, y vivíamos en una linda casita con jardín, junto a mis padres y mis abuelos maternos. Y sí, tuve una infancia muy feliz. Estudié en un colegio local y cuando tuve edad para decidir mi futuro, toda mi familia apoyó mi decisión de emprender la carrera de militar de aviación. Al tiempo que mi formación como oficial del ejercito del aire progresaba con excelentes notas y honores, mi vida iba discurriendo por el mejor de los caminos. Conocí a una chica de Riggefield Park, y nos enamoramos como un par de adolescentes. Me casé con ella y durante la boda fui presentado a un primo suyo, más o menos de mi edad, el teniente Robert Lewis. Hicimos amistad y ahora pienso que ese fue un momento crucial en mi vida. Tal vez de no haberle conocido no estaría yo hoy aquí. Como aliados de Inglaterra, Francia y Rusia, estábamos en guerra contra Alemania y yo había pensado presentarme voluntario para combatir en Europa. Algo me atraía del viejo continente. No sabría decir el qué. Pero el primo de mi esposa logró que cambiase mis planes y finalmente ambos fuimos destinados a las tropas que hacían la guerra en el pacífico contra el otro enemigo, Japón.

Cuando partimos hacía el frente asiático dejé en Englewood a mi pequeña hija, mi esposa y toda mi familia, y llevé conmigo una formación sólida, completa y especializada en el uso de toda clase de armamento para la aviación militar. Aparte de ser un tirador excelente, demostré destrezas poco habituales en los oficiales de aviación. Yo era el único capaz de programar una enorme bomba de más de tres toneladas para que explotase allá donde desease el mando. ¿Que pedían que fuese a quinientos metros sobre el suelo? Pues la programaba y allí estallaba el monstruoso ingenio. ¿Que preferían que cayese y se demorase medio minuto la deflagración? Pues allí estaba yo para programar la bomba y está, dócilmente, cumplía mis instrucciones y aguardaba treinta segundos en tierra antes de sembrar fuego y metralla en un radio de doscientos o trescientos metros. Mis habilidades especiales en este sentido llegaron a oídos de un experto del Cuerpo de Inteligencia Militar, y de Henry L. Stimson, el Secretario de Guerra. En una reunión de alto secreto me confiaron que iba a llevarse a cabo una misión de suma importancia. El ingenio mortífero que llevaríamos hasta Japón era de una naturaleza muy especial. Aquel sería el trabajo más arriesgado que jamás había emprendido. Debía programar la explosión para el momento en que la bomba estuviese a 600 metros de altura. Además se me entregó un extraño artefacto, una especie de cilindro metálico que debía alojar en una ranura en el lateral del obús justo antes del lanzamiento, no antes. Mi intervención en la misión se consideró de tal importancia que se prefirió mantenerla totalmente en secreto. Sólo dos personas sabrían que yo iría a bordo el avión en el que llevaríamos a cabo la misión. Y aun así no constaría mi nombre en ninguna hoja de ruta, ni en el listado de la tripulación.

Finalmente llegó el día D para nuestra misión. Fue en la mañana del lunes 6 de agosto de 1945. Un aeroplano militar, el B-29 Enola Gay, perteneciente al Escuadrón de Bombardeo 393d, pilotado y comandado por el Coronel Paul Tibbets y con todos nosotros a bordo, despegó desde la base aérea de North Field, en Tinian, y realizó un viaje de aproximadamente seis horas de vuelo hasta Japón. Se ha hablado y se ha escrito mucho de otros miembros de la tripulación, como el copiloto, Robert Lewis, el primo de mi esposa entonces ya Capitán, o el Capitán de la Armada William Parsons y el Subteniente Morris Jeppson. Incluso de Bob Caron, el artillero, una de las pocas personas que supo de mi presencia en el aeroplano. Pero nadie ha mencionado jamás al otro tripulante que iba en secreto con ellos en aquel vuelo.

Sin embargo, mi presencia era imprescindible para el éxito de la misión. Yo era el encargado, no sólo de programar milimétricamente el artefacto, sino también de colocar aquel dispositivo secreto en sus entrañas, ya que sin él, pese a activar la carga y retirar los dispositivos de seguridad, ésta no hubiese estado operativa.

Como puedes comprender, muchacho, de ese modo yo me convertí en el principal responsable de lo que ocurrió después, cuando la bomba Little Boy fue arrojada sobre la ciudad de Hiroshima.

—¡Dios mío!

—Cuando comprendí la atrocidad de la que había sido cómplice padecí un terrible trauma. Aquella misma semana desaparecí de la base, tomando prestado un pequeño aeroplano, y huí hacia el continente. Sobrevolando las inmensas selvas del Chu-hai, el "mar silvestre" como le llaman los nativos, caí en la cuenta de que había robado un aparato con el tanque medio vacío. Me salvó el paracaidas y por supuesto, jamás pude devolver el avión. En algún rincón del Chu-Hai descansan sus restos. Tal vez en un lugar en el que aun no ha puesto el pie el hombre civilizado.

Supe después, por noticias que me llegaron por medio de algún aficionado a la caza que se dejo ver por aquí, que no trascendió mi marcha y nadie comentó nada sobre ella. Me imagino que por el secreto que había rodeado mi intervención en el ataque. Y supongo que a mi familia le contaron que había muerto en combate.

El viejo cazador acabó de un trago su botella de vodka, tomó su mataosos y salió de la cantina. Y al pasar a mi lado me pareció que sus vivos ojos azules estaban algo más húmedos de lo normal.

zarax
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  • 5 de Septiembre de 2013 a las 22:22
Se cierra la puerta y ya no se puede entrar. Pasamos al hilo de comentarios.