Esta web, cuyo responsable es Bubok Publishing, s.l., utiliza cookies (pequeños archivos de información que se guardan en su navegador), tanto propias como de terceros, para el funcionamiento de la web (necesarias), analíticas (análisis anónimo de su navegación en el sitio web) y de redes sociales (para que pueda interactuar con ellas). Puede consultar nuestra política de cookies. Puede aceptar las cookies, rechazarlas, configurarlas o ver más información pulsando en el botón correspondiente.
AceptarRechazarConfiguración y más información

Foro para escritores de Bubok

Para participar en los foros de Bubok es imprescindible aceptar y seguir unas normas de conducta básicas. Puedes consultar estas normas aquí
X
romi
Mensajes: 678
Fecha de ingreso: 25 de Abril de 2008

Quico y Josefa

1 de Septiembre de 2013 a las 13:08

Bubok

QUICO Y JOSEFA

 

            A él lo llamaban Quico y a su esposa, Josefa. No tenían hijos y vivían casi a las afueras del barrio del Albaicín. En una pequeña casa, con una parra en la puerta, arriates con muchas flores y una acequia de agua muy clara que corría por entre las plantas de este jardín. Desde la puerta de su casa, se abría una hermosa vista hacia la Alhambra, al frente y al valle del río Darro, en lo hondo. 

 

               Cerca del río Darro, Quico tenía un trozo de tierra que, con su mujer, cultivaban a lo largo de todo el año. Los frutos que de estas tierras sacaban, los usaban para alimentarse, para regalar a los vecinos y para ofrecer, los mejores, a los reyes de la Alhambra. Al lado de arriba de su huertecillo, crecía una muy vieja y frondosa higuera de la cual cogían todos los años muchos, lustrosos y sabrosos higos. Los repartía con un joven, hijo de una familia de pastores por las montañas de Sierra Nevada.

 

               Cuando el joven pasaba por la senda que rozaba las tierras de su huerto, Quico siempre lo saludaba, le ofrecía higos y otros frutos y la mujer le decía:

- En la vida, ya irás descubriendo que las cosas pasan y se desmoronan y las personas se marchan y mueren. Cuando esto suceda, tú nunca de fijes en la desolación que hay sino en la belleza que aún queda.

Y el hombre mayor, de estatura baja, algo grueso, pelo negro y miradas dulces y misteriosas, también con frecuencia le confesaba:

- Como nosotros no tenemos hijos, antes de morir, voy a repartir estas tierras con mis mejores amigos.

- ¿Con qué amigos?

Le preguntaba el joven.

- Con los que siempre me han tratado bien y que sean mayores. Porque me gustaría que un día, todas las personas mayores de este barrio, tuvieran un trocico de tierra para cultivar. Para que de este modo se mantengan activos y fuertes. Tú, como dice mi mujer, cuando ya nosotros no estemos por aquí y las cosas en este huerto mío hayan cambiado, no te fijes en la desolación que hay ni te entristezcas por la ausencia de la personas sino admira la belleza que aún queda.

 

Y el joven, además de sentirse muy alagado y querido por Quico y Josefa, le impresionaba mucho las palabras que pronunciaban. Por eso los admiraba y más aun, cuando una vez y otra, los veía ir y venir de su huerto a la casa o al revés, siempre cogidos de la mano. Se decía: “Parece como si estuvieran tan enamorados el uno del otro, que no pudieran separarse ni un momento. Son buenos de verdad estos amigos y tienen un corazón que rezuma esencia de cielo”. 

 

               Y un día, cuando el joven pasó por el camino dirección al barrio, se dio cuenta que Quico no estaba en sus tierras. Se acercó a la vieja higuera y lo encontró caído en el surco de la acequia. Enseguida se puso a ayudarle, lo rescató del surco, lo recostó bajo la higuera, le lavó las heridas y lo reconfortó con palabras animosas. Pero Quico, solo unos minutos después, murió. Subió el joven corriendo a la casa, le contó a Josefa lo que sucedía y ésta, fue corriendo a donde su marido y lo único que pudo hacer por él fue abrazarlo y llorar amargamente. Unas horas después, ayudada por los vecinos y por el joven, llevaron el cuerpo al cementerio y lo enterraron. Solo tres días después, Josefa enfermó y una tarde al ponerse el sol, murió. Al enterarse de ello el joven de la familia de pastores, acudió al barrio, lloró tanto a Quico como a Josefa y también ayudó a los vecinos en el entierro de su cuerpo.

 

               Regresó luego el joven a su casa en la montaña y unas semanas más tarde, cuando volvió por las tierrecillas del huerto de Quico, se paró bajo la higuera, miró a un lado y otro y por todos los sitios, solo encontraba desolación y tristeza. Pensando en sus amigos, recordó lo que ella siempre le decía: “No te fijes en la desolación que hay sino en la belleza que aún queda”. Y en ese momento, le pareció que tanto Quico como Josefa, seguían vivos por allí, ofreciéndole los mejores higos de su higuera y la más jugosa fruta de su huerto, al tiempo que sonreían y lo animaban con palabras buenas.

 

               Bastantes años después, murieron los pastores padres del joven de las montañas. Envejeció también él y por eso un día, se vino a vivir a una casa cerca del río Darro y frente a la Alhambra. Al caer las tardes, salía a pasear por la orilla del río y al ver las tierras del que había sido el huerto de Quico, le sorprendía lo mucho que por el rincón todo, con el paso del tiempo, había cambiado. La higuera ya no existía, la acequia se había roto, los nuevos dueños de las tierras, habían cortado algunos árboles y otros se habían secado y se veían trozos de paredes rotas y llenas de musgo. Sin embargo él, aunque todo por el lugar le seguía pareciendo desolado y muy triste, siempre recordaba a Quico y a Josefa.

 

               Por encima de donde ahora se encuentra la Fuente del Avellano, a media ladera y en un pequeño rellano, se iba muchas tardes. Desde este lugar, sentado sobre la hierba, mirando al valle del río Darro, a las cuevas por las laderas del Sacromonte, a las blancas casas del Albaicín y a las puestas de sol al fondo de la Vega de Granada, rumiaba sus recuerdos y meditaba. A su manera y muy torpemente, alguna vez escribía versos y, en otros momentos, soñaba con escribir un libro para dejar en él recogido la historia de Quico y Josefa. Con nadie compartía este sueño excepto con el silencio de la ladera, el vientecillo que por aquí se paseaba y el azul purísimo del cielo por donde, en un grandioso paraíso lleno de amor y serenidad, sabía que vivían sus amigos.

 

               Y cada tarde, sentado en esta ladera por entre la vegetación y la hierba, cuando en su meditación le venía a la mente la imágenes de Quico y Josefa, recordaba las sonrisas y el amor que le regalaron cuando fue joven. Y caía entonces en la cuenta que por el lugar y para siempre, permanecían derramando belleza. Como rezando al cielo, se decía: “Aunque la desolación es mucha, la belleza de estos lugares y ellos por aquí, es cierto que permanece”. 

 

               Mucho, mucho tiempo después y cuando ya en la Alhambra no había reyes sino turistas, directores de muchos departamentos, archivos, bibliotecas, talleres y restauradores, una tarde un joven caminaba por donde el Puente del Aljibillo. Llegó a donde su amiga le esperaba y, al saludarla, ésta le dijo:

- Voy a irme con mis amigos a la discoteca. ¿Y tú a dónde vas?

- Yo voy a dar un paseo por el Camino de la Fuente del Avellano y luego voy a sentarme en el balcón que hay en mitad de la ladera.

- ¿Qué hay ahí?

- Aquello es un lugar mágico que con la llegada del otoño, se llena de hierba fresca y espesa vegetación. Y desde allí se ve todo el valle del río Darro cubierto de álamos, higueras, avellanos y otros árboles teñidos de oro y por donde la hierba y vegetación de la ladera, las setas brotan y los madroños maduran. Es un lugar fantástico no solo por la belleza que desde allí se contempla sino por la paz, misterio y trozos de cielo que se palpan. ¿Te animas y te vienes conmigo y te enseño lo que te he dicho?

 

               Y la joven, dirigiéndose a los amigos que en ese momento llegaban para ir a la discoteca, les dio la bolsa de plástico que llevaba en la mano y les dijo:

- Llevaros vosotros esto y luego otro día nos vemos.

Los amigos le preguntaron:

- ¿Es que no vienes con nosotros?

- Este amigo mío me ha invitado a un lugar fantástico y voy a irme con él para conocer eso. Dice que aquello es como un balcón en mitad de la ladera, por encima de la Fuente del Avellano desde donde se ve y siente un mundo mágico. Me voy con él y luego otro día nos vemos y os lo cuento.