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romi
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La joven de la cueva

4 de Septiembre de 2013 a las 21:37

Bubok

LA JOVEN DE LA CUEVA

 

               Desde la Alhambra y, especialmente desde la torre más alta y robusta, se veía su cueva. Casi al borde de las aguas del río Darro, ya al final de la ladera que mira a la umbría del Generalife y algo retirada de las casas del barrio del Albaicín. Y estaba casi aislada su cueva. Solo tres más y pequeñas, se abrían por el lado de arriba, ninguna a su derecha y dos más muy distanciada, a la izquierda y aguas arribas del río. Por eso su cueva ni tenía puerta para cerrar la entrada ni ventanas ni chimenea. Solo un pequeño rellano antes de la oquedad y donde su niña, continuamente jugaba.  

 

                Vivía ella sola, era joven, no estaba casada, sí era madre de una niña preciosa que ya iba a cumplir los siete años y que era su única y verdadera amiga, así como su gran consuelo y gozo profundo en sus momentos de soledad y sufrimientos, que eran muchos. Porque la joven, no tendría más de veintitrés años, no era aceptada por casi nadie en todo el barrio del Albaicín ni en la Alhambra ni en Granada. A sus espaldas y cuando ni los veía ni podía oírlos, muchos la criticaban más o menos de esta manera:

- Nunca se ha visto en el mundo que una mujer tan bella, viva sola en una cueva y que, además de no haberse casado, tenga una niña.

- Desde luego que no es bueno y por eso resulta escandaloso hasta su presencia.

 

               Pero ella, estas cosas nadie se las decía delante ni de frente, sí sabía que era muy rechazada por casi todos los habitantes del barrio que, hasta incluso, deseaban que desapareciera de los lugares de donde vivía. Muchos pensaban esto menos un hombre mayor, viejo pastor en las montañas de Sierra Nevada y ahora en su vejez, refugiado en una pequeña casa en el barrio del Albaicín. Conocía este hombre a la madre soltera de la cueva del río y como en su corazón sí existía ternura para con los marginados y débiles, con frecuencia se acercaba al rincón donde vivía para saludar a la niña, jugar con ella y regalarles algunos alimentos. En invierno, frutos secos y bellotas que guardaba en su casa y buscaba de los bosques, en primavera, moras, cerezas y otros frutos que recogía de su huerto. En verano, brevas, higos y algunas hortalizas que también cultivaba y en otoño, almendras, nueces, avellanas y setas que encontraba en las montañas cercanas.

 

                     Las personas lo veían ir con frecuencia a la cueva de la joven marginada y esto era motivo de más críticas y habladurías. Por eso la joven, cuando el viejo pastor la visitaba para llevarle los alimentos que podía y para compartir con su niña juegos y sonrisas, le confesaba:

- Estoy cansada de tantas críticas de unos y otros. ¿Por qué las personas no se dedican a vivir su vida y dejan en paz a los demás?

Y el hombre mayor siempre le aconsejaba:

- Tú reza, lucha y da la vida por tu hija y entrégale todo el amor que llevas en el corazón. Sed valiente y nunca dañes a nadie ni robes y que los demás digan lo que quieran. Las personas sabias, aunque sean pobres, dicen más callando que los necios cuando hablan sin parar.

 

               Y la joven se admiraba del buen corazón y las bellas palabras que el hombre le regalaba. Tanto se admiraba que cuando estaba sola con su niña, aunque sabía que todavía no la comprendía, una vez y otra la abrazaba y le decía:

- Es más que un padre bueno y que un amigo sincero. Y te digo esto porque si no fuera por él y, sobre todo, el cariño sincero que nos da, ni el más mínimo gozo tendríamos en nuestras vidas. Parece como si fuera un enviado del cielo para guiarnos y acompañarnos por este suelo.

Y la pequeña de su alma, la más bella de las princesas según la madre continuamente le decía, besaba a su reina y sonreía y la miraba de frente. En su pequeña mente y tierno corazón, solo existían sueños maravillosos y la esperanza de que un día sería libre y dueña de lugares muy bellos.

 

                Pero una noche de verano, cuando el calor apretaba y todo era serenidad por el valle del río Darro, laderas del Generalife y Sacromonte, desde el barrio del Albaicín, se oyeron voces que decían:

- ¡Fuego, fuego, fuego!

Rápidos se asomaron algunos vecinos y a lo lejos y por donde la cueva de la madre soltera, vieron las llamas. Dijeron:

- Arde todo lo que por allí hay ellas están en el centro de estas llamaradas.

También en la alta y robusta torre de la Alhambra, se concentraron algunas personas y al ver los resplandores y columnas de humo y llamas, dijeron:

- Ojalá se achicharren en medio de esas llamas y desaparezcan de aquí para siempre. Son indeseables y el peor ejemplo para toda Granada.

 

               Al ver el fuego rodeando a la cueva y hasta y quemándose en la misma puerta algunos palos y ramas secas, el hombre mayor del barrio del Albaicín, salió corriendo por las calles y cuando llegó a la cueva, encontró a la joven entre las cenizas, agonizando y abrazada a su niña mientras le decía:

- Corazón mío, no sufras ni tengas miedo que yo estoy aquí a tu lado.

 De rodillas en suelo, el hombre mayor abrazó a la madre y a la niña y, aunque intentó alejarlas de la lumbre que las achicharraba, lo único que pudo hacer fue abrazarlas aun más fuerte al tiempo que alzaba sus ojos el cielo y llorando suplicaba:

- Dios bueno, llévatelas contigo a tu gran reino y que ahí vivan eternamente junto a ti. La madre se lo merece por lo mucho que ha sufrido en este suelo y el corazón puro y limpio que tenía. Y mi pequeña princesa, sin trajes de seda ni corana ni palacios, porque es un ángel como nunca ha existido ni habrá otro en este mundo.

 

               Y en ese momento, todo el cielo de Granada, sobre las torres de la Alhambra y las montañas de Sierra Nevada, se tiñó de oro viejo, ascuas vivas  y doradas llamas. Como si fuera el primer amanecer de un nuevo tiempo, profundamente misterioso y bello, muy bello.