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romi
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La bellota de oro

29 de Septiembre de 2013 a las 12:36

Bubok

LA BELLOTA DE ORO

 

Solo se es rico, cuando poseemos el

tesoro que nunca nadie ni nada puede

nunca arrebatarnos.

.

 

            Hacía mucho tiempo que toda su familia había muerto. Ahora ya era bastante mayor y vivía sola en la pequeña casa junto al río, al norte de la Alhambra y antes de las cumbres de Sierra Nevada. Solo un trozo de terreno tenía cerca de su casa que regaba con las claras aguas del río y, algo más arriba, entre la llanura y la ladera, poseía cinco encinas. Cuatro de ellas pequeñas, una arriba, otra abajo, dos a los lados y una muy grande en el centro. Ésta última era, según decía ella, la que formaba el corazón de la cruz y la que mejor bellotas daba. Porque sus cinco encinas, dibujaban exactamente eso: una verdadera cruz que se levantaba un poco sobre la ladera y por eso parecía mirar a la colina de la Alhambra y a toda la ciudad de Granada.

 

               Los que la conocían, cuando pasaban por el camino que discurría cerca de donde crecían las encinas y se paraban con ella para saludarla, siempre le preguntaban:

- Tus cinco encinas, es lo más primoroso que nunca se vio en el reino de Granada. ¿Cómo has conseguido dibujar con ellas esta cruz tan original?

-Yo, solo me he limitado a cuidarlas y a compartir con ellas mi tiempo. Todo lo demás, es obra de la naturaleza y capricho del Creador. Vosotros, cuando paséis por aquí y veáis bellotas en estas encinas mías, coged siempre todas las que queráis pero, por favor os lo pido, no rompáis nunca ni una sola rama de estos árboles. Yo los considero sagrados porque los plantaron aquí mis antes pasados y ya veis las bellotas tan buenas y gordas que da la encina del centro.

- Lo vemos y lo sabemos porque más de una vez las hemos probado. Y desde luego que te agradecemos que nunca nos hayas regañado.

Le decían con frecuencia las personas que con ella se paraban.

 

               La encina del centro, la del corazón de la cruz, daba bellotas algo más gordas que las avellanas y un poco más pequeña que una nuez. No eran alargadas del todo sino un poco achatadas, con la parte del cascabillo de color dorado y con una pulpa muy dulce y agradable al paladar. Por eso ella y las personas que pasaban por el camino, apreciaban mucho los frutos de esta encina. Y se sentía muy orgullosa de poseer este árbol tan bello y bueno y más se alegraba cuando, después de saborear estas bellotas, se lo agradecían.

 

               A dos niños que con frecuencia pasaban por allí, siempre que los veía, los paraba y les decía:

- Venid conmigo que vamos a coger un buen puñado de bellotas de la encina buena. Os coméis unas pocas y las otras se las lleváis a vuestros padres de parte mía.

Y los dos niños se iban con ella y se ponían a coger las mejores bellotas que encontraban en las ramas. Siempre procurando no herir a la encina para no disgustar a la anciana. Cuando tenían los bolsillos llenos, se comían algunas y luego se iban, llevándose las otras para compartirlas con los padres y los amigos. Antes de alejarse, le decían a la anciana:

- Tu encina grande y las otras formando esta cruz tan bonita, todos dicen que es como una despensa pequeña y también como un singo del cielo.

- Y dicen bien porque mis encinas son todo eso. Vosotros, siempre que paséis por aquí, coged todas las bellotas que queráis pero nunca hagáis daño a ninguna de estos árboles. Un día, cuando menos lo esperéis, recibiréis un buen premio.

- ¿Qué premio será?

- Yo no sé qué premio será pero mi corazón así lo presiente.

 

               Fue esto suficiente para que los dos niños hermanos, a partir de aquel día y cada vez que de nuevo pasaban por allí, miraran a la encina y sentían hacia ella un gran respeto. Le decía el hermano mayor a la hermana pequeña:

- Esta mujer tan mayor es tan buena con nosotros que parece nuestra madre. Sus palabras siempre son dulces, su actitud para con nosotros y otras personas, es muy respetuosa y parece irradiar paz en todo momento. ¿Tú no has notado lo bien que nos sentimos cuando estamos a su lado?

- Claro que lo he notado y por eso me gusta mucho verla y charlar con ella. A partir de hoy, siempre que pasemos por aquí, no solo debemos respetar a estas encinas sino procurar que nadie las dañen.

Decían esto los niños porque, con frecuencia la anciana también les argumentaba:

- Tener amigos que sean niños como vosotros o algo mayores, siempre es importante y bueno. Pero a lo largo de la vida, más de una vez he comprobado que, tanto vosotros los niños como los jóvenes, tienen comportamientos egoístas y vacíos de sabiduría. Por eso también os digo que tener amigos de vuestra misma edad, aunque es bueno, no lo es tanto. Mejor es tener muchos amigos entre las personas mayores porque ellos son sabios por lo que han sufrido y aprendido a lo largo de la vida y muy pocas veces, son egoístas. Los amigos mayores siempre dan cariño, nunca fallan y enseñan cosas buenas.

 

               Y un día de otoño ya muy avanzado, iban los dos niños hermanos por el camino y al acercarse a las encinas, vieron que la más grande, la que clavaba sus raíces en el corazón de la cruz, no tenía ni una sola bellota. Dijo el hermano a la pequeña:

- ¡Qué raro, si hace solo unos días la vimos con sus ramas cargadas de bellotas!

- ¿Qué puede haber pasado?

Preguntó muy extrañada la chiquilla. Y se acercaban a la encina para observarla mejor cuando, de lado derecho y como si viniera del río, vieron a un hombre aproximarse a ellos. Se quedaron quietos porque pensaron que venía a regañarles pero en cuanto el hombre estuvo frente a ellos, se tranquilizaron. Los saludó y les dijo:

- Sé que estáis preocupados porque la encina no tiene bellotas pero mirad lo que hay allá, en todo lo alto.

 

               Intrigados los niños miraron hacia donde el hombre de barbas blancas y pelo negro señalaba. Y en todo lo alto vieron una gran bellota, con forma y colores muy diferentes a las bellotas que siempre habían cogido de la encina del centro. Preguntaron al hombre:

- ¿Por qué reluce tanto esa bellota que se mece en la rama más alta de la encina y por qué es diferente a las bellotas que tantas veces hemos cogido de este árbol?

- Es de oro la bellota solitaria que allá en lo más alto reluce.

- ¿De oro del bueno?

- Del mejor oro del mundo.

- ¿Y quién la ha puesto ahí y por qué hoy no vemos otras bellotas en esta encina?

- No es un milagro aunque sí es una péqueña obra del cielo que puede ser bueno para la anciana dueña de esta encina y, bueno o malo tanto para vosotros como para las personas que pasan por aquí y vean esta bellota de oro.

- Dinos por qué puede ser bueno o malo. ¿Va a ocurrirle algo a nuestra amiga la anciana?

 

               Y el hombre de barbas blancas, explicó lo siguiente a los niños:

- Como os he dicho, esa bellota es de oro. Mientras nadie la coja y brille hermosa allá en todo lo alto, nada ocurrirá por aquí. Pero el día que alguna persona se anime y suba a la encina a coger esa bellota, sí ocurrirán por estos lugares cosas grandes y graves. Ahora me marcho y os dejo que sigáis vuestro camino. Contad esto que habéis visto y oído a todas las personas que queráis para que sepan lo que por aquí ha sucedido.

Y sin más, el hombre de las barbas blancas, se despidió de los niños y caminando se alejó hacia el río. Durante unos instantes, los dos hermanos estuvieron observando a este hombre y luego miraron durante un buen rato, a la bellota de oro meciéndose en todo lo alto de las ramas de la encina. Dijo la niña al hermano:

- Vamos ahora mismo a decírselo a nuestros padres y a todas las personas que conocemos por aquí. Para que lo sepan y al pasar por este lugar, a nadie se le ocurra coger este fruto extraño y bonito.

 

               Los niños, rápidos comentaron las cosas tanto con sus padres como con todas las personas que conocían e incluso hasta con su amiga, la dueña de las encinas. Ésta les dijo:

- Pues lo que ha ocurrido en esta encina mía, yo no lo sé pero creo que ese hombre, os ha dicho cosas muy importantes. Vosotros, a partir de ahora y siempre que paséis por aquí, respetar esta bellota de oro. Sí así lo hacéis, un día recibiréis un gran premio.

- ¿Pero qué premio será?

- Tampoco hoy sé deciros qué premio recibiréis pero sigo intuyendo que será bueno. Y no preocuparos porque mis otras encinas, la cuatro que siguen formando la cruz, darán también este año buenas bellotas que podéis coger como siempre habéis hecho.

Los niños dijeron a la mujer que haría lo que ella y el hombre de las barbas blancas les habían dicho y también prometieron a la anciana que vigilarían para que nadie robara la bellota de oro.

 

               Pero como la noticia siguió extendiéndose, un día llegó hasta los recintos de la Alhambra. Enseguida unos y otros, empezaron a comentar y planear cosas. Hasta que esta misma noticia también llegó a oídos del rey más ambicioso, egoísta, violento y malo que en todos los tiempos tuvo trono en estos palacios. Enseguida este rey llamó a su general mayor y le dijo:

- Eso de la bellota de oro en la encina de la cruz de aquella anciana de la montaña, me preocupa mucho.

- ¿Y por qué, majestad?

- Lo de aquellas encinas en forma de cruz, es fastidioso y negativo por lo que sabes. Y lo mismo digo de aquella mujer. Así que te ordeno ahora mismo que, con un grupo de hombres, vayas a ese rincón y cojas de aquella encina la bellota de oro, cortes y quemes aquellas encinas y a la anciana le das un buen susto. Con esto creo que será suficiente para escarmiente no solo esa mujer sin todas las personas que por allí la respetan. Y con el oro de esa bellota, aumentaré un poco más los tesoros que poseo. ¿Ha quedado claro mi deseo?

- Muy claro, majestad. Ahora mismo doy las órdenes oportunas para que se lleve a cabo lo que usted ordena.

              

               Y al instante, el gran general dio las órdenes necesarias. Salieron de los recintos de la Alhambra, solo media hora después, un grupo de militares. Recorrieron los caminos y en cuanto llegaron a la encina de la cruz, lo primero que el general ordenó fue que subieran a lo más alto de la encina del centro para coger la bellota de oro.

- Es mejor así no sea que al cortar el árbol, esa bellota salte y se nos pierda por estas tierras.

Y uno de los soldados, comenzó a trepar por el tronco de la encina. Apartó algunas ramas y, por entre el follaje, buscaba la forma para llegar hasta la brillante bellota de oro. Se mecía y relucía en todo lo alto y en una de las ramas más finas. Por eso, en cuanto el hombre quiso seguir trepando por el tronco de esta rama, por la mitad crujió y, formando un gran estrépito, rama, hombre y bellota de oro, volaron por los aires. En el suelo y entre piedras y matas de monte, quedó el soldado, muy herido y con muchos dolores por todo el cuerpo. La rama tronchada fue a caer justo sobre el cuerpo del general y éste también perdió el equilibrio y con heridas en la cabeza, en los brazos y en los hombros, rodó unos metros por la inclinación del terreno. Mientras se debatía entre las hojas, ramas y piedras, fuera de sí decía:

- ¡Que no se pierda la bellota de oro! Cogerla enseguida y guardarla en mis alforjas.

 

               Pero la bellota de oro, al caer la rama al suelo, saltó del cascabillo donde estaba enganchada y con la fuerza del golpe sobre las piedras, salió despedida. Los demás soldados la vieron rodar ladera abajo y luego la vieron caer en el centro de la corriente del río. Uno de ellos gritó:

- Vamos corriendo y que no se nos pierda por nada del mundo.

Todos corrieron detrás de la bellota mientras el general y el hombre que se había caído de la encina, seguían quejándose, pidiendo ayuda y al mismo tiempo, con el miedo en el cuerpo de que la bellota se perdiera.         

   

               Y esto fue lo que pasó: al caer la bellota en la corriente del río, las aguas enseguida la arrastraron y quedó perdida por entre la arena, las pequeñas cascadas y los charcos.

- Vamos a buscarla a toda prisa que como la perdamos y no podamos presentársela al rey, nos mata a todos en cuanto lo sepa.

La buscaron y buscaron hasta que llegó la noche. No la encontraron. Sí muy tristes y llenos de miedo, ayudaron al general y al soldado herido y regresaron a la Alhambra. En cuanto el rey supo lo ocurrido, en ese mismo momento, montó en cólera y dio órdenes para que tanto el general como los soldados, fueran apresados y ejecutados al instante. Decía fuera de sí:

- Son unos incompetentes y por eso merecen morir sin compasión ninguna. Y que esto sirva de escarmiento para todas las personas que tengo bajo mis órdenes. Nadie nunca se ha reído de mí y menos me ha dejado en ridículo.

 

               Mientras esto ocurría en los recintos de la Alhambra, en la pequeña casa junto al río, la anciana dueña de las encinas se moría de pena. Al oír y ver lo que los hombres hicieron con su encina grande, corazón de la cruz, corrió al lugar, suplicó a los soldados y rogó que no rompieran los árboles ni le robaran el fruto de oro. Y como comprobó que no le hacían caso, triste se refugió en su humilde casa y en la cama de monte y colchón de hierbas secas, se acurrucó. Con el corazón asfixiado en pena, mientras rezaba al cielo y lloraba. Miraba por la pequeña ventana de su casa y en uno de los momentos, pudo ver todas las piruetas que trazó la bellota de oro desde que se desprendió de la rama hasta que cayó al río.

 

               Por eso, cuando los niños hermanos se enteraron de lo que había ocurrido y enseguida acudieron a la casa de la anciana, ésta los recibió con gran satisfacción y al instante les dijo:

- Id ahora mismo al río y buscad la bellota de oro.

- Y si la encontramos ¿qué hacemos con ella?

- Me la traéis que os daré una muy buena recompensa.

- Pues vamos ahora mismo rápidos al río a buscar esta bellota de oro tan bonita y valiosa.

Confirmó el hermano mayor. Y los dos niños, salieron de la casa, se metieron en las aguas del río y se pusieron a buscar el original tesoro. Removieron las arenas, levantaron piedras redondas y alargadas, registraron todos los recovecos de los charcos y cascadas y nada encontraron. Se hizo de noche y apenados regresaron a la casa de la anciana y le dijeron:

- No hemos tenido suerte y lo sentimos mucho.

- Será porque así Dios lo quiere, no preocuparos.

 

               Y aquella noche se quedaron en la casa de la anciana para darle compañía. En la lumbre de la chimenea, hicieron algo de comida y la repartieron con la anciana. Se quedaron dormidos ya muy de madrugada y la niña tuvo un sueño. En él vio al hombre de las barbas blancas que le dijo:

- La bellota de oro que estáis buscando, se encuentra entre unas piedras, a la derecha de la cascada que hay en el charco de las adelfas. Id a buscarla y cogerla.

En cuanto amaneció, la niña contó su sueño al hermano y enseguida los dos corrieron al río, buscaron donde el hombre les había dicho y encontraron el tesoro ansiado. Henchidos de gozo, rápidos regresaron a la casa para compartir con su amiga el hallazgo. Pero cuando de nuevo entraron a la vivienda, por más que llamaban a la mujer, ésta no les contentaba. Su corazón había dejado de latir y, en la vieja cama de monte, yacía muerta y como sonriente.

 

               Muy preocupados, enseguida fueron en busca de sus padres y les contaron todo lo ocurrido. Acudieron estos a la casa de la anciana y al verla sin vida, decidieron enterrarla. Cavaron una pequeña sepultura justo donde la gran encina corazón de la cruz y aquí, después de llorarla y rezar al cielo, la dejaron. El padre dijo a sus niños:

- Y la bellota de oro, la vamos a poner a su lado para que con ella quede para siempre. Era su tesoro particular en este suelo y a nosotros, nada nos pertenece.

En la misma sepultura, enterraron la bonita bellota de oro y luego se fueron.

 

               A partir de aquel momento, cada día los niños acudían al lugar y rezaban por la amiga ausente. Corrió el tiempo y un día murieron los padres de estos niños y ellos, ya mayores, los enterraron en el mismo lugar en que dormía la mujer del río. Cuando ellos también envejecieron y murieron, sus amigos les dieron sepultura en este mismo sitio. Y una noche de tormentas, lluvias y relámpagos, muchos años después, de la montaña rodó una gran roca. Quedó clavada justo donde crecían las encinas y estaban enterrados los amigos y la anciana. A partir de aquel acontecimiento, cuando las personas pasaban por el lugar, al ver la gran roca, con una forma muy original y como elevándose hacia el cielo, siempre se paraban aquí a contemplar el insólito y bello monumento natural. Y sin saberlo explicar, unos y otros siempre decían:

- Este lugar parece como si fuera la puerta del cielo. En ningún otro sitio, ni en Granada ni en la Alhambra y puede que en el mundo entero, se experimenta tanta paz, armonía en el corazón y gozo profundo y sincero, como en este recogido paraíso. Es como si aquí, lo más bello, lo más puro y lo más sincero del Universo entero, estuviera de alguna forma concentrado. Un monumento y pequeño paraíso infinitamente más grande y perfecto que todo lo que hay en aquellos palacios de la Alhambra de Granada.

 

               Y un día, nadie supo quién ni cuando, alguien en la original roca y con cincel y martillo, talló el siguiente pensamiento: “Solo se es rico cuando poseemos el tesoro que nunca nadie ni nada puede robarnos en este suelo”.