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romi
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La joven de los perros

3 de Octubre de 2013 a las 13:00

Bubok

LA JOVEN DE LOS PERROS

 

               I- Solo tres veces la ha visto en su vida. La primera vez, cuando sentada en la piedra del río, trenzaba hilos de colores para hacer pulseras. Era primavera, las lluvias a lo largo de todo el invierno, habían sido muchas. Tantas y abundantes que varias veces el río Darro, también conocido como el río de la Alhambra, bajó muy crecido. En una de estas crecidas, la corriente arrastró más piedras y palos que otras veces. Hasta un peñasco tan grande como el cuerpo de dos personas. Bajó por la corriente dando tumbos y justo por el lado de abajo del Puente del Aljibillo, se quedó atascado. En una pequeña curva que aquí el río traza y no muy lejos de la orilla. Justo donde la veredilla que baja desde la explanada del Rey Chico, se encuentra con las aguas.

 

               Al llegar la primavera, las aguas del río menguaron mucho y el gran peñasco, se quedó por completo al descubierto y en una posición fácil para subirse en él y sentarse. Y esto fue lo que hizo ella aquella tarde. Descendió por la veredilla, seguida de dos perros grandes, negro uno y el otro color canela, se quitó las sandalias, metió sus pies en las aguas, se acomodó bien en lo más alto del peñasco y, mirando a la corriente, se puso a trenzar hilos de colores para hacer pulseras. A sus espaldas quedaba de fondo el bosque de la Alhambra, las torres y murallas en todo lo alto y el azul del cielo sobre Sierra Nevada. Por delante de ella y abrazando a la gran piedra donde se había sentando, pasaban las aguas del río y en ellas se recreaba mientras entrelazaba hilos y la tarde caía. Una escena hermosísima, muy romántica y poética, envuelta por la música de las aguas y besada por los silencios y el oloroso airecillo de la primavera en Granada. Sus dos perros, correteaban de un lado para otro y de vez en cuando ladraban.  

 

               Pasaba él por la pequeña plaza del Paseo de los Tristes, se acercó al muro que separa la plaza del cauce del río y al verla sentada en el gran peñasco, se quedó fijo mirándola. Como extrañado y al mismo tiempo atrapado por la romántica imagen que la joven dibujaba sobre la roca y las aguas de la corriente. Y tan ensimismado estaba observando la escena, que ni siquiera se dio cuenta del hombre que se paró a su lado, apoyándose como él, en el muro entre el río y la plaza. Lo saludó y sin más le preguntó:

- ¿Conoces a esa muchacha de algo?

- Es la primera vez en mi vida que la veo. ¿Acaso tú sí sabes quién es?

- Sé que vive en una cueva del Sacromonte, a la altura de la Fuente del Avellano. ¿Conoces ese rincón?

- Lo conozco hasta con los ojos cerrados. ¿En qué cueva de esas vive ella?

- En la que mira al Generalife y tiene una gran fachada toda de conglomerado de la Alhambra.

 

               Hizo memoria y cayó en la cuenta que esta cueva la conocía de algo. Por eso le preguntó:

- ¿Y sabes tú de quién fue esa cueva en otros tiempos?

- Dicen que allí vivió un hombre extraño, ya en los últimos tiempos de los reyes de la Alhambra.

- ¿Por qué era extraño este hombre?

- Dicen que no tenía muchos amigos, que vivía solo en esta cueva, que rezaba mucho al cielo y que todas las mañanas al salir el sol, protagonizaba una escena muy pintoresca.

- ¿Qué escena?

- Descalzo, salía de su cueva, caminaba por la sendilla hasta el río, se metía en las aguas, ponía uno de sus pies a la altura de la rodilla del otro y hacía equilibrio con un solo pie metido en el agua, al tiempo que formaba un triángulo con sus brazos sobre la cabeza.

Muy sorprendido, el hombre que había descubierto a la joven sentada en la roca del río, volvió a preguntar al que se había parado a su lado:

- ¿Y para qué hacía estas cosas tan raras aquel hombre?

- Todos los que por aquí lo conocían, creían que era una forma de oración. Que de esta manera se concentraba, conectaba con las profundidades del Universo y también con Dios.

 

               Más extrañado aun ahora, el hombre que se había parado a observar a la joven sentada sobre la roca, por unos instantes, guardó silencio. Con sus ojos clavados en las aguas del río, en la joven y sus perros y en la figura de la Alhambra. El que charlaba con él, de nuevo dijo:

- Y decían que aquel hombre extraño, un día y de la noche a la mañana, desapareció de por aquí y nadie supo nada más de él.

- La historia que me has contado es también bastante extraña si la comparamos con la imagen de esa joven sentada sobre la roca que las aguas del río bañan. ¿Sabe ella que en la cueva donde ahora vive, ocurrió lo que me has dicho?

- Lo sabe porque yo un día se lo dije. Por eso ahora, al verte aquí mirándola, me he parado a tu lado y te cuento estas cosas. ¿Es que tú tienes algún interés en ella?

- Ninguno pero ya te he dicho que es agradable el mundo que configura.

 

               El que había narrado la historia del hombre extraño, de nuevo dijo:

- Pues algo parecido me pasó a mí la tarde que también me la encontré sentada junto a las aguas del río, no lejos de su cueva.

- ¿Qué fue lo que te pasó?

- Bajaba yo por el caminillo que desde el valle de arriba viene siguiendo el cauce hasta este barrio blanco de Granada y al verla sola, como ya te he dicho junto a las aguas sentada, me acerqué y la saludé. Me recibió con agrado y por eso enseguida le pregunté:

- ¿Qué es lo que te emociona, sentada aquí tan sola, como meditando junto al río y a la Alhambra?

- Me llama el sueño que no puedo apartar de mi mente.

- ¿Qué sueño es ese?

- Desde aquí, una vez y otra, me veo montada en una bonita carroza, brillante como el oro y la plata acercándome a los palacios de la Alhambra, por entre los jardines que al lado de arriba hay.

- ¡Qué sueño tan fino y a la vez extraño! ¿Quién eres tú para que tus amigos te acerques a la Alhambra montada en tan bonita carroza y tirada por caballos nobles?

- En mi sueño, me veo princesa al encuentro del hombre más fuerte, sabio, valiente y noble que nunca hubo en la tierra. ¿Pero sabes una cosa?

- Claro que no la sé.

- Aunque un día y otro y desde aquí, contemplo y vivo el sueño que te he dicho, siempre mi carroza se para antes de llegar a la Alhambra y de ninguna manera logro avanzar.

 

               Y al pronunciar estas palabras, el hombre que narraba la historia, guardó silencio. Observó durante unos minutos a la joven sentada en la roca del río y luego dijo al que se había encontrado mirándola:

- Y ahora sigo mi camino. Ya te he contado algunas cosas que quizá puedan servirte para algo, con respeto a lo que en este momento miras y te asombra.

Dio media vuelta y, sin más, se alejó caminando despacio como hacia las cuevas del Sacromonte. El que observaba a la joven, poco después, también se marchó del lugar, llevándose la imagen de la roca, el río, la joven, sus perros y la historia de la cueva en su mente. Se dijo, mientras se alejaba: “Tengo que volver otro día por aquí a ver si de nuevo la encuentro para acercarme a ella y preguntarle lo que me intriga”.

 

               II- La segunda vez que la vio fue en la Carrera del Darro. Varios meses después de aquella tarde sentada en la roca del río y cuando y ya el verano iba llegando a su fin. Subía él por el romántico paseo de Granada y caminaba despacio. Mirando a nada concreto pero sí como buscando detalles para enriquecer y alimentar un poco más su alma. Se paró un momento en el segundo puente de piedra sobre el río, el conocido con el nombre de Espinosa y después de observar las aguas y los perros que por aquí paseaban, siguió su ruta. A solo unos metros a la izquierda, iba dejando el edificio del Bañuelo cuando, al mirar para su derecha, descubrió el pequeño ensanche que ahí tiene la calle. Justo frente a las ruinas del viejo puente conocido con el nombre del Cadí. Dicen que el más antiguo que conserva el río Darro a su paso por los pies de la Alhambra. Y de él solo queda un trozo de pared construida de ladrillos, rotos por arriba y por abajo, zarzas, hierbas silvestres, cañas y gatos que de vez en cuando sestean o se sientan a mirar en lo más alto de estas ruinas.

 

               Se paró él un momento a leer la inscripción que de estos restos arqueológicos han escrito para los turistas en una placa de hierro y al mirar para su derecha, la vio. Agachada en la misma acera, hablando con unos turistas y mostrándoles algunas de las cosas que vendía: pequeñas pulseras trenzadas en hilos de colores, algunos colgantes muy rústicos hechos con piedrecitas del río y alambre dorado y anillos y pendientes. Al descubrirla, el corazón le dio un vuelco y por eso se estuvo quieto frente a las ruinas del viejo puente. Miró muy interesado y vio a sus perros, los dos acostados cerca de ella y junto a la tela que, extendida en el suelo, le servía para mostrar sobre ella las cosas que vendía a los turistas. Se dijo: “Ahora que la veo de cerca, descubro que es muy guapa y también muy joven. Pero sus pelos se ven muy sucios, lo mismo que su vestido de colores, sus manos y pies y su mochila de cuero. ¿Quién será y por qué parece tan pobre y abandonada?” Y sin poderlo evitar, un sentimiento de pena le corrió por el corazón al mismo tiempo que ternura y respeto tanto por su figura como por la realidad que mostraba.

 

               Se dispuso para acercarse, saludarla y hablarle pero a solo unos pasos se detuvo. Notaba que se había concentrado por completo en los turistas que observaban las cosas que vendía y por eso de nuevo se dijo: “No debería molestarla en esto momento. Quizá necesite vender algunos de estos objetos para juntar algunas monedas y comprar unas manzanas para alimentarse”. Y si más, no se detuvo. Tal como caminaba despacio calle arriba, pasó a solo unos metros de ella, la observó un poco más sin que se diera cuenta y siguió mientras se decía: “Llegaré hasta el final de este paseo, caminando despacio para hacer tiempo y cuando vuelva, la saludo y me presento. Ardo en deseos de preguntarle cosas”.

 

               Llevó a cabo lo que había pensado y, cuando media hora más tarde volvía y se acercaba a donde momentos antes la había visto, descubrió a los policías. Subían por la calle y ella, por el puente Espinosa, se alejaba a toda prisa, seguida de sus perros y con la misma sucia mochila en la mano. Lamentó y le entristeció lo que veía y sin más, siguió avanzando calle abajo con un gran disgusto en su corazón.

 

               III- Al día siguiente, fue la tercera vez que la vio. Al caer la tarde, de nuevo volvía por la Carrera del Darro pensando en ella. Se acercó al puente Espinosa con la ilusión de verla y no la encontró. Siguió avanzando y el llegar a la altura de la iglesia de S. Pedro, sintió gritos y unos perros ladrar. Miró y vio a un empleado del Ayuntamiento reculando hacia el muro del río mientras muy sofocado decía:

- Sujeta estos perros que me muerden.

Y ella, la joven de la roca del río, con uno de sus perros en la mano, llamaba al que se había enfrentado al hombre:

- ¡Perra, perra, ven aquí!

Ni chispa de caso le hacía el animal. Seguía enfrentada al hombre que reculaba y ladrando como loca. El hombre repetía y repetía:

- Como me muerda esta perra, esta noche duermes en la cárcel.

- ¿Y qué quiere que haga si la estoy llamando y no me obedece?

- Pues ahora mismo llamo a la policía.

Muy enfadada gritó la joven:

- Haga lo que le parezca. ¡Perra, perra, por favor, ven aquí!

 

               La perra no le hacía caso, el perro que sujetaba con una cuerda, tiraba de la joven y en la calle, a los ladridos de la perra enfadada y a los gritos del que reculaba, se fue llenando de gente. Turistas, estudiantes, camareros de los bares cercanos, algunos que llegaban en bicicleta y, unos y otros, la fueron rodeando y nadie hacía nada por ella ni por la perra ni por el hombre que reculaba. Éste, ya con el teléfono móvil en sus manos, seguía gritando contra el animal y contra la muchacha:

- Ya estoy llamando a la policía.

- Le repito que haga lo que quiera.

 

               Poco después, la policía se presentó, se llevó a la joven y a los perros, el que reculaba se alegró y las personas que la rodeaban, se fueron. Con el corazón encogido y como paralizado, él se quedó por allí un rato pensando en la joven, en sus perros, en los que alrededor de ella se habían concentrado y en sí mismo. Culpándose por no haber hecho nada para ayudarle y pensando que podría ir al día siguiente a la cueva donde le habían dicho que vivía. Se preguntaba: “¿Se refugiará ahí y me permitirá que la salude y hable con ella un rato?”