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lasacra1
Mensajes: 1.817
Fecha de ingreso: 24 de Febrero de 2010

CVIII EDICIÓN CONCURSO DE RELATOS. HIJOS (SÓLO RELATOS)

21 de Octubre de 2013 a las 17:01
Comienza la edición número 108 del concurso de relatos bubok.

Tema: Hijos.
Plazos:
������ - De entrega: Desde ya hasta el jueves 14 de noviembre a las 22,00 h.
���� � - De votación: Desde el jueves 14 de noviembre a las 22,00 h. hasta el domingo 17 de noviembre también a las 22,00h.

Para los que quieran participar por primera vez, una recomendación: leer las bases. Si no se cumplen, el relato presentado queda fuera de concurso. Si después de la lectura recomendada quedara alguna duda, se resolverá en el hilo de los comentarios o a través de privado a servidora.

Suerte a todos y... ¡a presentasr relatos!
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 6 de Noviembre de 2013 a las 10:46



CAMADA


El grito resonó en el silencio del bosque, se deslizó por el aire y como una flecha atravesó la espesura de los árboles hasta perderse a lo lejos. Le siguió el llanto de un niño y después el silencio.

La casa, si se podía llamar así, estaba construida en madera, el tejado de tablas y ramas secas y la chimenea abierta en un tajo que, cuando llovía, dejaba pasar el agua y apagaba el fuego si era fuerte. Se componía de dos piezas separadas entre sí por un entablado rústico; una era el dormitorio y el resto servía de cocina, comedor y por las noches se utilizaba para que los niños durmieran.

Hilda soplaba sobre las hojas secas y los palos para encender el hogar. Bruno, desnudo, se lavaba en la palangana esperando el desayuno. Los niños, sentados en el suelo, les miraban sin decir nada, como muñecos colocados en un estante.

La madre dispuso los cuencos llenos de leche caliente, en el centro nueve pequeñas porciones de pan oscuro y seco para ella y los niños y una mayor untada en grasa, para el hombre. Cuando él se hubo sentado, hizo un gesto con la mano y los niños formalmente lo hicieron también.

— Sixto, baja la vaca a los pastos de Roble Viejo —dijo el padre dirigiéndose a un muchacho de unos catorce años, moreno y cetrino que no le miraba a los ojos, como atemorizado— lleva algo para comer y quédate allí. Necesitarás tres o cuatro días para que coma lo suficiente, que pronto llegará el mal tiempo.

— Marcelo, repara la cerca. Te lo estoy diciendo todos los días, no tientes mi paciencia.

Y así, uno por uno, fue asignando labores a cada uno de sus hijos y a las hijas les tocó ayudar a la madre en las labores de la casa y el huerto. Después se puso el capote, colgó el zurrón bien provisto a su espalda y subido en el mulo desapareció por el camino sin una sola palabra más.

Era lo mismo que hacía casi todos los días. Cuando se quedaba en casa permanecía tumbado en el catre, durmiendo o contemplando el techo. Hilda, en esos días salía fuera de la casa y se perdía entre los sembrados y las matas de vainas o tomateras, deseando no ser vista. Sabía que si la veía él podría requerirla en la cama y también sabía que de ese momento de placer, que para ella era un tormento, nacería otro hijo y ya serían nueve. Y ella no deseaba más hijos, más dolor y miedo, más bocas que alimentar y que vestir y más preocupación cuando los niños enfermaban y no sabía cómo ayudarles.

Aquella noche Bruno volvió violento, había bebido demasiado y todos sabían que cuando eso pasaba convenía desaparecer y no ser visto. Los niños se acostaron pronto en sus colchones junto al hogar, Hilda salió fuera de la casa paseando febrilmente esperando que se durmiera.

— ¿Dónde estás mujer, tendré que esperarte mucho tiempo? —Las palabras se atropellaban en aquella boca de lengua pastosa— ¿Vienes o tendré que ir a buscarte? No me hagas ir.

Fue peor que otras veces. El hombre había perdido el control, nunca había sido delicado, pero aquella noche fue violento, grosero y humillante. De nada sirvieron sus súplicas, finalmente cedió sintiendo que algo moría en su interior para siempre. Por la mañana le dolía todo el cuerpo, en su vientre parecía que había anidado una serpiente que se revolvía violenta. No podía levantarse, pero tenía que hacerlo. Una vez más encendió el fuego, se aseo y preparó el desayuno. Los niños se sentaron silenciosos a la mesa y el hombre se fue montado en su mulo.

Dos meses después supo que estaba en cinta. Dos meses más tarde, cuando su hijo mayor lo supo, preparó sus escasas ropas y algo de alimento y dejó la casa. Iba a buscarse la vida, le dijo, si no lo hacía pronto iba a matar a su padre sin remedio.

Era evidente que esperaba otro hijo y entonces, como si estuviera avergonzado, Bruno la dejó en paz. También fue porque el hijo mayor se había ido. Miraba a los que le seguían, algunos hombrecitos ya y temió que ellos también se fueran. Hilda pudo vivir en paz hasta que el hijo decidió nacer.

Como siempre se fue al bosque, colgó de su espalda el zurrón que estaba preparado para aquellas ocasiones y se metió entre la espesura, lejos de la casa para que nadie la oyera. Allí, en la intimidad del monte, en medio de la Naturaleza, chilló con todas sus fuerzas apretando para que aquel tormento pasara pronto. Lloró implorando ayuda, que alguien la cuidara, se lamentó por todos los días de trabajo y sufrimiento, por los dolores pasados con el nacimiento de cada uno de sus hijos, por el frío, el hambre y la soledad. Cuando el niño resbaló entre sus piernas, lanzó el último grito de agonía y se dejó caer en el suelo. Luego que hubo descansado un momento, cortó el cordón con el cuchillo desinfectado por el fuego y lo anudo en el vientrecito de su hijo. No quería mirarlo, ni saber si era niño o niña, solo quería que aquel momento pasara pronto y poder olvidarlo después.

Tapó a la criatura, que lloraba como si intuyera su destino, lo cubrió hasta que solo fue un envoltorio. Estuvo así, con él en brazos, sintiendo el calor que desprendía su cuerpecito convulso, tratando de recuperarse, luego reunió todas sus fuerzas, apretó al niño contra su pecho que ya rezumaba las primeras gotas de alimento y le dejó mamar. Después apretó su cabeza con fuerza de modo que la nariz del niño quedó aprisionada y no podía respirar. ¡Mamaba con tanta avidez! iba a ser un niño muy fuerte, luego poco a poco dejó de chupar sin apenas moverse, como resignado con su destino.

Se puso en pie y con mucha dificultad se adentró en el bosque. Luego cavó un hoyo y cuando fue lo suficientemente profundo enterró a su hijo. Cubrió el hueco con ramas y hojas y se quedó allí, de rodillas, contemplando el suelo con los ojos secos, sin pestañear, con la cabeza hueca sin pensar en nada. Luego, pesadamente, recogió todo en el zurrón y se dirigió hacia la casa.

— ¿Nació ya el hijo, mujer? —Preguntó Bruno cuando vio que había desaparecido la tripa y Hilda tenía mala cara— ¿qué ha sido esta vez?

— No lo sé. Nada. Lo he matado y no quise saberlo.

— ¿Lo has matado?

— Sí.Y no te acerques a mí nunca más. No quiero más hijos. Si no te interesa, vete —Hilda golpeaba con el machete el cuello de un pollo hasta desprenderlo del cuerpo.

Algo en la expresión de la mujer le hizo comprender que hablaba muy en serio. Miró aquella mano que subía y bajaba descargando golpes que parecían un aviso.

Ella le miró desafiante, se dio la media vuelta y continuó trabajando en silencio.

concursoderelatos
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  • 12 de Noviembre de 2013 a las 19:16

El forastero

El misterioso forastero acabó su taza de café y limpió delicadamente sus labios con la servilleta. Se puso lentamente en pie y miró a sus tres invitados, aquellos tres ancianos miserables que habían acudido a aquella casa atraídos por un breve y sencillo anuncio en el periódico local, y que le miraban con cierta impaciencia. Ellos esperaban que les hiciese entrega de aquello por lo que habían venido aquella noche, pero el misterioso forastero no parecía tener prisa alguna. Les había invitado a cenar, habían llegado a los postres y en ningún momento había dado señales de querer entrar en el asunto por el que estaban allí. El anuncio lo decía bien claro:

"Hace pocos años se encontró, durante las obras de remodelación de la vieja fonda de la calle Raposas de esta villa, un viejo portafolio de piel en el interior de un viejo armario. Dentro del mismo se hallaban tres estuches con joyas muy valiosas. Una nota mecanografiada en un papel, fechada en noviembre de 1972, indica que deben entregarse a los señores A.L.H., T.P.S y J.C.L. Se ruega a aquellas personas que puedan acreditar documentalmente tener esas iniciales de nombre y apellidos y hayan frecuentado aquel lugar en alguna ocasión entre los meses de octubre y diciembre de ese año, se personen el próximo día quince del corriente a las ocho de la noche en el piso segundo del edificio de huéspedes de la calle arenal 28. De no comparecer, las joyas serán entregadas al erario público."

—Señores, ha llegado el momento que estaban esperando. Voy a pedirles que me muestren de nuevo sus carnets de identidad, y les haré entrega de sus estuches.

El forastero dejó la servilleta sobre la mesa y se dirigió a un mueble antiguo de madera situado en la pared del fondo del comedor, un viejo escritorio cerrado con tres grandes cajones bajos y abrió el primero de ellos. Los ojos de los ancianos brillaron al ver que sacaba un viejo portafolios sucio y desmadejado y lo ponía sobre la mesa, frente a ellos.

—Les voy a hacer entrega, tal y como les indiqué en mi anuncio, de lo que han acreditado que puede ser suyo... Señor Antonio López Huerta, tenga usted. Bien, este otro es para usted, señor Tobías Plantado Soria. Y el último para usted. Déjeme ver su documento... conforme, señor Jacinto Contreras Lacasa. Aquí tiene su estuche.

Los tres ancianos tomaron los pequeños estuches. Estaban cerrados y se veían sólidos. Sin una llave adecuada sería complicado obtener su valioso contenido.

— ¿Dice usted que aquí dentro hay joyas? — Dijo uno de los acianos, un hombrecillo encorvado y con cara de hurón.

—Yo le aseguro que he tenido el contenido de esos estuches en mis manos, señor Plantado. Bien, necesitarán una llave para abrirlos. Si me permiten… — se acercó de nuevo al mueble y tomó del cajón abierto una cajita metálica. La puso en la mesa y la abrió. Contenía tres pequeñas llaves que entregó�a los ancianos. Estos, nerviosos y temblando de codicia las pusieron de inmediato en los cierres de los estuches.

— ¿Qué significa esto?

— ¡Oiga! ¿Qué clase de broma es esta?

— ¿Y las joyas? ¿Dónde están nuestras joyas?

—Escúchenme con atención, señores. Eso que ven en sus estuches es un pequeño aparato analizador.

— ¡Exijo mis joyas!

— Cállese, señor Contreras. Están aquí para recibir lo que tienen bien ganado y merecido. Por lo menos uno de ustedes. Ahora, si me hacen el favor, tomen esos pequeños artefactos y aplíquenlos contra el pulpejo de un dedo… sí, vamos a hacerles un pequeño análisis. Esos pequeños artefactos tomaran una muestra de su piel y compararán sus ácidos nucleicos con los de un ser humano, cuyo ADN ha sido previamente introducido en los analizadores.

����������� Sin acabar de entender bien los motivos de aquel forastero, pero atemorizados por la fría determinación con que se expresaba, hicieron lo que les indicaba.

����������� El forastero se sentó de nuevo y, sucesivamente, alargó la mano hacia cada uno de los tres ancianos pidiéndoles los artefactos analizadores. Cuando los tuvo los tres los colocó alineados en el centro de la mesa.

����������� — ¿Ven esa ventanita en los aparatos? En poco menos de quince minutos se habrá producido la reacción química del análisis. Si hay suficientes coincidencias – pongamos que un cincuenta por ciento – entre alguno de ustedes y el sujeto a comparar, la superficie visible, ahora blanca, se coloreará de un hermoso color granate obscuro.

����������� — ¿Y si eso ocurre uno de nosotros se llevará todas las joyas, verdad?

����������� — Si eso ocurre habré encontrado a la persona que buscaba...

����������� — ¿Pero habrá joyas, no?

�����������

����������� El forastero suspiró. Miró a los tres ancianos de uno en uno con mirada fatigada, como hastiado de todo aquello. Había llegado el momento de explicarles el verdadero motivo por el que les había traído hasta allí con el reclamo de las joyas.

— Escuchen bien. No les quiero aburrir, pero creo que ha llegado el momento que les hable un poco de mí. Nací en mala hora, estoy seguro, a esta vida asquerosa y miserable. Mis padres… Bien, por lo que he averiguado mi madre no estaba completamente segura de quién era el verdadero responsable del embarazo que la llevó a traerme al mundo aquel día en un sucio rincón de la calleja en la que mendigaba. De modo que si bien les puedo hablar de ella no puedo, de momento, hacer lo mismo de mi progenitor.

����������� La pobre mujer mendigaba y en ocasiones se prostituía para sacar adelante a sus tres hijas, fruto de anteriores relaciones tan efímeras como desgraciadas. Tal y como estaban las cosas, mi llegada al mundo le supuso un grave contratiempo. Comprendo su pena, su sufrimiento y su impotencia. Por ello le he perdonado que me vendiese a aquellos señoritingos de la capital. Él, altivo y estirado, tan estúpido que era incapaz de darse cuenta de que llevaba unos cuernos monumentales. Ella, tonta y pija, que se hinchaba a píldoras para no embarazarse, pues engañaba a su marido en cuantas ocasiones alguno de sus amigos se le ponía a tiro.

����������� ¿Qué podía esperarse de unos padres adoptivos como esos? Nada bueno, la verdad. Muy pronto comencé a odiarles. No los soportaba. Con el paso de los años mi odio hacia ellos fue creciendo, día a día. Finalmente me deshice de ellos. Tenía previsto huir de inmediato a Brasil con todo su dinero, pero mis planes se frustraron porque el vil de mi padrastro, sospechando que aquel jovenzuelo que era yo tenía malos planes para ellos había tomado ciertas precauciones. Y la pasma me cayó encima en el mismo mostrador de embarque del aeropuerto.

����������� He pasado más de veinte años en el caldero. Pera ya saben ustedes. Buena conducta, trabajo y otras zarandajas permiten que incluso un violador reincidente o un asesino en serie no pase demasiado tiempo allí dentro. En cuanto estuve libre de nuevo tuve clara una cosa. Odio esta vida que me tocó vivir por culpa del desalmado que preñó a mi madre. Y el deseo de vengarme guió mis pasos a partir de ese instante. Volví a la aldea donde vivía mi madre. Aunque ella había muerto hace unos años, encontré a dos de mis hermanas. Sin que supiesen quien era yo en realidad las frecuenté… Voy a resumir. Busqué, indagué, removí y aclaré algunas cosas. Finalmente supe que ustedes tres fueron los hombres que habían yacido con mi madre aquellos desgraciados días en que me engendró. Ahora les tengo a ustedes aquí. Pronto los analizadores de ADN nos dirán quién de ustedes es de verdad mi padre biológico. Mientras tanto les voy a servir otra copa…

����������� — ¡No hay derecho! — Uno de los ancianos, completamente calvo pero adornado con una frondosa barba, se había puesto en pie. En sus ojillos enrojecidos se veía una expresión de temor, aunque trataba de no manifestarlo aparentando indignación y enfado. — Esa historia es absurda, increíble. Si no tiene nada que entregarnos haga el favor de dejarnos marchar.

����������� El forastero se río. Fue la suya una risa horrible, desagradable, amenazante.

����������� — ¡No me haga reír! ¡Dejarles marchar! ¡No sin esperar el resultado!

����������� Sus ojos brillaban de resolución y destilaban un odio violento. Volvió a mirar de uno en uno a los tres ancianos. Uno de ellos debía pagar por lo que hizo. Uno de ellos… De súbito se dio cuenta de que había algo que no había previsto. Había llevado las cosas tan lejos que los otros dos sabían demasiado de sus planes. Reflexionó un instante, se sentó de nuevo y tomando los analizadores de la mesa los metió en uno de los estuches y lo cerró.

����������� — ¿Qué hace usted?

����������� — No voy a ver los resultados… no tienen importancia. Como ustedes sospechan uno de ustedes iba a morir ejecutado esta noche. Pero los otros dos lo sabrían. Y yo no podría disfrutar de mi venganza viviendo con la intranquilidad que alguno de ustedes me pudiese delatar algún día. — La mirada del forastero se hizo más cruel y amenazadora. — En el fondo da igual quién de ustedes fuese mi padre biológico. Cualquiera de ustedes pudo serlo. Los tres se aprovecharon por igual de la penuria de mi pobre madre y los tres merecen por igual mi castigo. Buenas noches, señores.

����������� El forastero se levantó, tomó los estuches y el portafolios, abrió la puerta del piso y marchó, cerrando de golpe. Los ancianos se abalanzaron hacia la puerta, tratando inútilmente de abrirla.

����������� — ¡Ha cerrado con llave!

����������� — ¡Miremos de salir por una ventana!

����������� — ¡Están todas cerradas!

����������� En la edición del día siguiente del diario local apareció, en la sección de sucesos, esta escueta noticia:

����������� Desgraciado accidente: tres ancianos, por lo visto viejos amigos de juventud, decidieron celebrar ayer noche una cena de hermandad en un pisito que alquilaron en una casa de huéspedes. Por desgracia, decidieron luego pasar la noche allí y no advirtieron que la vieja estufa no quemaba bien. Durante la noche han fallecido los tres, seguramente por inhalación de monóxido de carbono. La señora de la limpieza que pasa cada día por los apartamentos les ha encontrado muertos en sus lechos esta mañana a primera hora.

concursoderelatos
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  • 13 de Noviembre de 2013 a las 1:24

Soledad

La madre era ama de casa y se pasaba las mañanas con los rulos puestos comiendo magdalenas delante del televisor, primero viendo a María Teresa Campos y luego a Carlos Arguiñano hacer sus recetas entre chiste y chiste y anécdotas varias, para después, a la hora del mediodía, acabar haciéndoles a sus dos hijos unos macarrones o unos espaguetis con tomate Orlando y queso en polvo del Día.

Los fines de semana tampoco hacía gran cosa, más que nada porque su marido quería descansar y ya no tenía ganas de nada, harto de aguantar tanta miseria en el trabajo. El domingo por la tarde se lo pasaba planchando ropa, mayormente las camisas de su marido, porque la vestimenta de sus hijos no la planchaba, así iban ellos luego por el mundo, dejados de la mano de Dios. Vestían normalmente con chándal o, si acaso, algún día que otro con vaqueros. Sólo se arreglaban los domingos ya mencionados, por indicación de su madre, quien estaba acostumbrada desde pequeña en el pueblo a vestir con sus mejores galas el último día de la semana.

 

Estos dos chicos se pasaban el día en el colegio o jugando en el parque. Cuando estaban en casa no hacían deberes ni estudiaban, sólo jugaban con la Nintendo o con el ordenador. Cuando llegaron a la adolescencia, les dio por fumar, primero cigarillos y luego porros. La tarde en la que ella se enteró cogió un gran disgusto, de esos que duran días y días, de los que se te meten en la mente y no te dejan pensar en nada porque cada dos por tres te estás acordando de él, subiéndote la angustia y la desazón por el estómago hasta la garganta. No podía comprender como sus hijos habían llegado a tal extremo. No sabía ni qué decirle al director del colegio cuando éste se lo comunicó en el despacho del instituto. Había acudido sola, como habitualmente para estas cosas.

Luego los chicos dejaron el instituto, y se pasaron un tiempo sin estudiar ni trabajar, ni siquiera jugaban ya con la Nintendo o al ordenador, no paraban nada en casa, sólo a la hora de las comidas y para dormir, a saber qué vida estaban llevando. Pero la madre no tenía fuerzas o no las buscaba para llevarles por el buen camino, a estas alturas ya.

El día de su cincuenta cumpleaños sus hijos entraron sigilosamente en su habitación. Ella se encontraba sacando unas bragas y unos sujetadores de un envoltorio de una conocida tienda de la Avenida Principal. También se había comprado un pijama. Supieron que había estado llorando porque tenía los ojos llorosos. Vamos al salón, dijeron. Fueron y en la mesa había una tarta grande con un sobre. Ella lo abrió sin muchas ganas y en su interior había un par de billetes rumbo a Mallorca y también una reserva de hotel. Los chicos habían comenzado a trabajar en la obra de peones y se estaban ganando unas perrillas.

lasacra1
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  • 14 de Noviembre de 2013 a las 22:47
Se acabó. Pasamos al hilo de los comentarios.