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escaleno
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5ª Edición del Taller de Relatos. "Cualquier tiempo pasado fue mejor (o no)". SÓLO RELATOS

16 de Junio de 2014 a las 22:21

Queda abierta la quinta edición del Taller de Relatos con el tema:


CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE MEJOR (O NO)

El plazo de presentación de relatos comienza hoy día 16 de Junio de 2014 y se cerrará a las 22:00 horas del jueves día 3 de Julio de 2014.
concursoderelatos
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  • 18 de Junio de 2014 a las 20:18
DIALOGO EN EL PARQUE

Ropa limpia y bien planchada, que acompaan a zapatos relucientes, cubren los ochenta aos vividos que salen del portal hacia las doce. Y su bastn, de compaero. Ya va a entrar el verano y con l, tiempos de pasear la pesada osamenta que, como la tierra calma, al pasar de los tiempos adensa y se anquilosa; dura carga para tan pocas fuerzas. Pero ya est all el verano! Y las ideas afloran y rejuvenecen.

Cruza hacia el parque recibiendo el fresco aire que de l proviene; que como una llamada de amor atrae su instinto y, caminando lentamente, se acerca vigoroso hasta las primeras sombras. Sabe dnde va; siempre vuelve a su rincn de paz, donde tantas maanas rememora su pasado, sus tiempos vividos; aquellos que le hacen recordar da a da que cualquier tiempo pasado, si no fue mejor, por lo menos su imaginacin y su memoria as se lo hacen creer. Esas vivencias que le permiten no perder el nico hilo que le queda conectado a todo lo que fue; lo dems, se perdi en el tiempo y el olvido.

Respiracin agitada y pulso acelerado llegan juntos hasta su querido banco; duro, s, pero bien recibido, porque las fuerzas y las cargas ya no se compensan. Lentamente y con esfuerzo, logra aposentar sus 29.200 das; demasiadas horas para su ya escasa musculatura. Pero sentado, respalda sobre el banco y entrecerrando los ojos sonre.

Es en un atardecer del final de la primavera. Y en l, si oyes con el alma, observars qu maravilloso hablar tiene el silencio.

Nada que mirar, todo est en calma y la soledad abarca hasta el infinito; se deja adormilar por el frescor del suave aire que los rboles del parque acunan entre sus hojas hacindolo rolar a brisa, y se adormece.

Sobre el bastn, sus manos se han cruzado; duro cojn donde apoya su barbilla, pero ya est acostumbrada, Son tantos aos! Ojos entornados, quizs sin fuerza para dejar abiertos; mirada perdida en la distancia, ausente, viendo sin ver, ms que mirar, sintiendo. Lento latir del corazn, posiblemente acompasado a sus pensamientos. Estatua viva, aunque aletargada, pesndole la carga de sus sueos, de sus vivencias, de sus recuerdos, de sus desaciertos.

Sentado en el parque, sobre el banco, a la sombra de un Mayo casi muriendo. As se encontraba el abuelo; quizs de nadie, solo de sus aos sufridos. Y en su cara un rictus de sonrisa, difcil de entrever, Entre tanta arruga!

Aislado de todo lo real, anda el buen anciano, jugando a sueos.

Qu desear a su edad! Recapacita.

Qu pedir a quien pueda dar, si ya se le concedi hasta morir de viejo!

Qu dolor que no haya sentido, si ya todos le fueron dados!

Qu alegra que no haya vivido si fue hijo, hermano, marido, padre, abuelo y, envidiadle todos, hasta bisabuelo!

Qu pedir que le sea dado! Solo desea ya algo de memoria e imaginacin, para poder seguir fabricando sueos.

—Hola! —oye como un susurro entre sus sueos. Entreabre sus ojos y la ve. Sentada a su derecha, sobre su banco. No devuelve el saludo, en principio; prefiere observar antes de hacerlo. Joven, de pelo rubio y corta melena. Vestida como van ahora! Cortas de todo, pantaln sin perneras, hasta los muslos, corto de talle, por no decir nulo; camiseta como si estuviese hecha con el retal de una tirada, casi sin ella y, como todas, contorsionista, pues esa forma de sentarse solo se consigue practicndola en una escuela.

La chica se agacha para coger algo de la bolsa y, el pobre viejo, no puede evitar que sus ojos se fijen en el espectculo que aparece al final de la espalda. No lo ve claro; el color si, es como rojizo, pero… qu puede llevar puesto que nada le cubre?

—Abuelo, saludar poco, pero mirar mucho! —le sorprende de nuevo la voz de la chica, al mismo tiempo que levantando el cuerpo, se tira del pantaln hacia arriba.

—Ya puedes tirar, ya, que como no te pongas tres al mismo tiempo… —la carcajada de la joven resuena en todo el parque.

—Le molesta que vaya as vestida?

—No, hija, no, para nada! Solo estaba algo sorprendido.

—Sorprendido? Pues miraba con mucho inters y para la edad que tiene…

—Cierto es que tengo edad, por eso mi desconcierto, ya que pocas cosas pueden sorprenderme.

—Pero… es que nunca ha visto las braguitas a una mujer? —sonren los picarones ojos de la chica. l, ante su mirada, hincha el pecho, como el pavo real abre su cola ante la hembra en celo y sonriendo, la mira despacio.

—Algunas he visto, si, aunque ya hace su tiempo. Has de saber que en mis aos de juventud las cosas no eran tan fciles como ahora, pero quizs por ello, a los hombres nos gustaban ms.

—Ya —le interrumpi la chica con descaro— como dicen todos los mayores: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”

—Quizs no mejor, pero las cosas que cuesta conseguirlas se aprecian mucho ms. Pero confundes mi mirada pues el deseo lo dej guardado esta maana en el bal de mis recuerdos; miraba porque no entenda que es lo que dejabas ver…

—Pues tan fcil como mis braguitas y bajo ellas mi hucha…

—Tu qu? Acaso haba ms de lo que he credo ver?

—Abuelo… pero no ve la TV? Lo que ha visto es una braguita tanga y debajo mi hucha.

—Bien, bien, hija, no me expliques ms que son demasiadas emociones para una sola maana.

Sin aviso previo, la chica mira en todos los sentidos y levantndose, se baja la cremallera y el pantaln, quedndose momentneamente en braguitas ante los anonadados ojos del pobre viejo.

—Ve? Esto es una braguita tanga — y dndose la vuelta le ensea las nalgas en absoluta libertad —y esta es mi hucha —y, mirando la cara de estupefaccin del hombre, suelta otra carcajada.

El buen hombre resopla sobresaltado y mientras sus ojos se van quedando en blanco piensa aun consciente: “No vuelvo, al parque no vuelvo nunca ms…”
concursoderelatos
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  • 21 de Junio de 2014 a las 19:19

Conductores de sueños

¡Me cago en la mar salada! Ése era el grito que nos servía de señal para empezar a correr cada vez que le hacíamos una fechoría al abuelo y éste nos descubría.

Queríamos al abuelo, pero era divertido hacerle perrerías mientras dormía. Soñaba en voz alta y sus sueños se relacionaban con lo que pasaba a su alrededor en la vida real. Así, si le pasábamos una pluma por la cara no era raro que farfullara todo un discurso sobre el efecto del viento en su cara y el suave cosquilleo que sentía: ¿Lo sientes Carmina? Es el viento del sur que sopla y nos acaricia. Dame la mano y vamos hasta aquel cerro, verás qué vistas más bonitas. Otras veces, encendíamos el molinillo del café y se lo colocábamos a la espalda: ¡Agárrate bien, Carmina! Que en esta carretera hay muchas curvas. Te gusta que te pasee en moto, ¿verdad?

Lo “peligroso” era que a veces se despertaba y nos descubría; entonces había que salir pitando, porque su habilidad con el manejo del bastón, para dar coscorrones, era digna de elogio. Y siempre, la voz de alarma, saltaba con la misma frase: ¡Me cago en la mar salada!

Éramos cinco primos en total: mis dos hermanos, José y Luis, conmigo por un lado y Toñi y Carmina, por otro. Íbamos en escalera: primero José con doce años, luego Toñi con once, después yo con diez, Carmina con nueve y Luis, el pequeñajo, con ocho. Nos juntábamos casi todos los fines de semana y buena parte de las vacaciones en la casa del abuelo, en el pueblo. Nos gustaba estar juntos, lo pasábamos bien. No todo era chinchorrear al abuelo, también organizábamos juegos y excursiones en bici; pero la hora de la siesta era, sin duda, el momento más esperado del día para nosotros. En cuanto el abuelo daba su cabezada en el sillón, allí estábamos nosotros inventando alguna para condicionar sus sueños y que nos los “radiara”.

Aquel día habíamos encontrado una gran caracola en el desván. Mi madre nos dijo que era un recuerdo de unas vacaciones que pasaron en la playa hacía ya mucho tiempo: vivía la abuela… ¿te acuerdas tú, Victoria? Victoria, mi tía, no se acordaba, era muy pequeña por aquel entonces; calcularon que tendría unos cuatro años. Lo raro era que se acordara mi madre porque, si las matemáticas no fallaban, ella sólo tenía seis años. Nos dijo que sólo recordaba estar frente al mar, mirándolo, agarrada a la mano de su madre. También recordaba el día en el que su padre compró la caracola en un puesto que había en la calle.

—Me la puso en la oreja y escuché el mar.

����������� Ni que decir tiene que ya teníamos “condicionante” para esa tarde de siesta. En cuanto el abuelo se durmió le colocamos la caracola en el oído y esperamos a que soñara en voz alta.

����������� —Mira qué bonito, Carmina. ¡Y qué grande! ¿Lo veis niñas? Es el mar. Asusta, ¿verdad? También es la primera vez que yo lo veo. Mamá tampoco lo había visto antes, ¿verdad, Carmina?

����������� Luisito era el que sujetaba la caracola y debió de cansarse de mantener la misma postura. Al moverse, sin querer, despertó al abuelo.

���������� —¡Me cago en la mar salada!

����������� Salimos corriendo, como siempre, entre risas y esquivando los bastonazos. La caracola rodó por el suelo. El abuelo la recogió y se la volvió a poner en la oreja. Lo vimos sonreír.

���������� —Me cago en la mar salada…

����������� Fui yo la primera que se atrevió a acercarse. Cuando estuve a su lado me acarició la cabeza y me acercó la caracola al oído.

����������� —¿Lo oyes?

������������ Asentí con la cabeza y su sonrisa se volvió más dulce. Mis hermanos y mis primas también se atrevieron a aproximarse entonces. Acabamos todos sentados a los pies del abuelo escuchando el mar por turnos.

����������� —Sois unos granujas —nos dijo con una expresión que demostraba que su enfado no era real—. Un día de éstos les voy a contar a vuestros padres a qué os dedicáis mientras se supone que estáis durmiendo la siesta… y veréis.

����������� Si nuestros padres se hubieran enterado de nuestra “maldad” casi seguro que nos habríamos llevado una buena reprimenda; sin embargo nunca supieron nada, era un secreto entre el abuelo y nosotros. Él nos propinaba un bastonazo si nos pillaba, pero nunca “se chivó” a nuestros padres; pensaría que no merecía la pena. O, quizás, es que en el fondo nos agradecía que condujésemos sus sueños hacia los recuerdos con la abuela.

����� ������—Es que eres muy gracioso cuando hablas en sueños, abuelo —me atreví a responder.

����������� —¿Gracioso? ¡Me cago en la mar salada!

concursoderelatos
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  • 23 de Junio de 2014 a las 10:31
Confidencias a una desconocida

����� Rubén sube cuesta arriba resollando, de vez en cuando tiene que pararse a tomar aire. La calle está vacía, son las cinco de la mañana y todo el mundo duerme aún. Sentada bajo la marquesina del autobús hay una mujer joven, envuelta en un mantón grueso, no se sabe si espera el bus o simplemente está ahí porque no tiene un sitio mejor a donde ir. Rubén se sienta a su lado y aguarda.
����� La calle está silenciosa, varios pájaros cantan desde el alero de alguna de las casas del barrio obrero, en cuyas ventanas empiezan a encenderse las luces aquí y allá. Rubén está cansado, cansado de casi todo. Su esposa está ingresada en el hospital a causa de un ictus que, según le han dicho, la dejará poco menos que como un vegetal para el resto de su vida. Ha pasado el día con ella y la mayor parte de la noche, ahora necesita asearse y descansar un poco y luego volverá antes de que las auxiliares cambien de turno.

����� La mujer sentada a su lado tose suavemente. Sin mirarla, Rubén le dice una de esas frases socorridas que rompen el hielo casi siempre:
����� — Hace frío ¿verdad? Vd. está bien abrigada al menos.
����� Ella le mira de reojo y parece que quiere sonreírle, pero solo consigue una mueca que pinta una expresión amarga en su cara. Ahora que la mira de cerca, Rubén se da cuenta de que es relativamente joven, pero en su expresión no hay vida, solo tristeza y algo que la hace parecer una vieja prematura.
����� — Ya no noto nada —le contesta, con voz extrañamente infantil —uno se acostumbra a todo después de un tiempo.
����� — ¿Vas o vienes a casa, o es al trabajo? —Vuelve a preguntarle él sin saber por qué, ya que, en realidad no le importa— tienes cara de cansada, así que debes de estar regresando a dormir de una vez.
����� — Y tú, viejo, ¿qué haces en la calle tan pronto, vas o vienes?
�El sonríe, le hace gracia el tono de esa pregunta entre descarado y divertido. Esta vez la mira de frente y en sus ojos adivina una ligera chispa irónica que los hace parecer más vivos.
����� — Vengo del Hospital donde está ingresada mi esposa y voy hacia casa a descansar un momento, para volver. Como puedes ver, paso mi tiempo yendo y viniendo. Me parece que tú ni vas ni vienes.
����� Ahora es ella la que le mira de frente, sonríe con amargura y guarda silencio, ausente.
����� Rubén decide que no le importa lo que le pase, no la conoce de nada y ya tiene suficientes problemas con los suyos. Tampoco va a forzarla a hablar si ella no lo desea. Mira el reloj, aún quedan veinte minutos para que llegue el autobús, a esas horas aún no ha comenzado la jornada laboral. Sin saber por qué se recuerda a sí mismo sentado en otra parada de autobús, en una ciudad desconocida, rodeado de otras personas que, como él, tratan de resguardarse del frío amanecer y esperan pacientemente. Apenas han pasado dos meses desde que ha llegado al país. Está trabajando en la fábrica donde lo hace Berto, su primo. Él le ha animado a que fuera. Aquí hay mucho trabajo y ningún problema para los emigrantes, le había dicho.
����� — Las cosas me fueron bien —dijo, sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta— Gané suficiente dinero para comprarme una casita en el pueblo y para casarme con Lina. La conocí en casa de mi primo. Yo llevaba en Alemania unos dos años ya y ella había venido del sur de Italia hacía poco tiempo. Me gustó desde el primer momento, era alegre y algo loca, hablaba con un acento, mezcla alemán, castellano e italiano que me volvía loco cuando ella quería conquistarme. Nos casamos, ambos estábamos muy solos, aquel país era muy diferente al nuestro, su forma de ser, sus costumbres. Nos fue muy bien, al menos durante un tiempo. Yo era feliz. Lina era guapa y muy atractiva, ganábamos entre los dos, suficiente para poder disfrutar de la vida. Confiaba en ella.
����� — Te puso los cuernos —dijo entonces la mujer sentada a su lado, devolviéndole a la realidad
����� — ¿Cómo? ¡Ah! sí ¿Cómo lo sabes?
����� — Es la misma historia de siempre, no varía. Se largó con tu primo o se ligó a su mujer...
���� El dolor en el pecho le hizo ponerse derecho y luego lo encorvó sobre sí mismo. No importaba el tiempo que había pasado, siempre sería igual, la punzada en el corazón y aquella vieja nostalgia que nunca acababa. ¿Por qué estaba pensando en aquello si se había prometido no hacerlo nunca más?
����� — Ahora no te calles, hombre, tienes que contarme el final del cuento, sino no haber empezado.
����� — Lina se fue con un compañero de trabajo con el que me engañaba hacía ya bastante tiempo. Me partió el corazón y empecé a beber. Yo iba cuesta abajo y ella estaba cada día más hermosa. Parecía muy feliz y eso la embellecía. Dejé de moverme por donde ella lo hacía, porque solo verla me llevaba a beber hasta caerme sobre la cama y no levantarme en días. Las cosas en el trabajo me iban mal, faltaba a menudo y no hacía mi tarea como se esperaba de mí. Decidí volver a España.
����� — Te volviste a casar, por lo que veo, ¿no?
����� — No. En el pueblo volví a encontrarme con Amelia, una casi novia que quedó allí y seguía en el mismo lugar, sin haber cambiado más que lo necesario a causa de la edad. Nos liamos. Esta vez no le importó el qué dirán, no estaba dispuesta a perder la oportunidad que le brindaba el destino y yo necesitaba de alguien que frenara mis deseos de destruirme cuanto antes mejor. Durante ese tiempo no supe nada de Lina. Un día mi primo me contó que ya no vivía con su pareja y que parecía muy sola. No me importaba nada de ella, no quería saber lo que hacía. Amelia me cuidaba con esmero, era como si quisiera retenerme a fuerza de dedicación, porque sabía perfectamente que no la quería.
����� — ¿Y qué pasó? anda cuenta rápido que va a venir el autobús y no te va a dar tiempo. Amelia esta en el Hospital ¿no?
���� — No, la que está en el Hospital es Lina.
����� — ¿Lina? ¿Cómo que Lina?
����� — Sí, ella. Un día apareció en el pueblo. Cuando la vi creí que me moría. Parecía la raspa de una sardina, delgada y amarillenta, mal vestida y peinada. Tan envejecida y derrotada que el dolor de mi corazón se hizo insoportable. ¿Qué podía hacer yo? La quería, siempre lo había sabido. Nunca la había olvidado y ahora me necesitaba. Todo lo demás dejó de tener sentido para mí. Amelia ahora me odia, la dejé sin apenas una explicación, aunque creo que ella ya sabe que yo hubiera querido olvidar siempre, pero no he podido. Pensé que Lina me daba pena, que es eso lo que me empuja a cuidarla y preocuparme de ella. No es verdad, siempre la he amado y ahora, cuando la veo destrozada por las drogas y la mala vida, la quiero más que nunca.
����� — Qué suerte tiene, ya me gustaría a mí. Pero locos como tú hay pocos.
����� — ¡Ah! Pero cuéntame tú lo que te pasa, que con tanto hablar no te he dejado a ti decir nada.
����� — Otro día, ahora llega el autobús ¿Lo ves? Ya no da tiempo. Tal vez volvamos a encontrarnos.
Rubén mira por la ventanilla. Sentada bajo la marquesina la mujer agita apenas una mano para saludarle. Él le sonríe. ¡Qué cara más triste tiene! piensa. Solo cuando ya se han alejado tres manzanas, se da cuenta de que ni siquiera sabe su nombre.

concursoderelatos
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  • 25 de Junio de 2014 a las 17:46

REFLEXIONES EN EL MOLOKO BAR

¿Y ahora qué pasa, eh?

Vivís tranquilos en vuestra nueva sociedad perfecta donde nadie videa nada ilegal o violento. Ni en las calles, ni en la ficción. Los sinys se llenan de películas que llamáis “buenas”. Pero yo, Alex, viví otro momento mucho mejor.Más intenso. Más real.

¡Violamos debochcas al grito de “una para todos y todos para una”!

¡Pateamos, arañamos y dimos un joroschó golpe a todo aquel que nos parecía!
¡Mis drugos, Pete, Georgie y El Lerdo, eran mi compañía en robos a tiendas de mala muerte! ¡Siempre con dengo en los bolsillos!
Y aunque me cogiera la asquerosa militso después de la fiesta que nos pasamos en casa de aquella susca… (¿quién iba a decir que la aplastaría la maldita golova con una polla gigante de mármol?), puedo decir con rotundidad que fueron los mejores años.

Pero me cogieron; y tocaron mi quijotera. ¡Me hurgaron, hasta hartarse, la quijotera, joder!

Por mucha moloko que he bebido desde entonces no he vuelto a ser el mismo. Da igual que lo pitee con velocet o con synthemesco. Sigue siendo simple y llanamente asquerosa moloko insulsa sobre mis neuronas.�

¿Y ahora qué pasa, eh?

Todos los chelovecos que me cruzo por la calle caminan con el viejo aire burgués de antaño. ¿Pero qué pasa con los jóvenes malchicos? ¿Ya no se dan palizas? ¿Ya no se tolchoquea al primer liudo que pasa con anteojos por la calle?

El Tratamiento de Recuperación funcionó… Funcionó a gran escala. “Condicionamiento pavloviano”, oí que alguien lo llamaba. Ni siquiera los molodos hablan la jerga del nadsat.El mundo cambia, y yo, en cierto momento, llegué a cambiar con él.Videar todas aquellas cintas de violaciones, masacres, muertes… realmente el método era duro. Se grabaron en mis glasos imágenes que jamás hubiera podido llegar a imaginar.Pero todo es reversible, hermanos. Y aquí, Vuestro Humilde Narrador, regresó a los orígenes de su ser. A su esencia. La necesidad de ultraviolencia volvía a despertarme de madrugada.

¿Y ahora qué pasa, eh?

Sin embargo, uno crece, madura, y le interesoban otras cosas. La diversión no está sólo en atrapar a debochcas en los callejones y darle unodós unodós mientras ella cricha. Hermanos, mi capacidad de autocontrol es ahora envidiable. Sin embargo, al caer la noche, el sociópata vuelve a mí. Ni la mejor de las sinfonías es capaz de pararme, de revolverme el estómago. No. Ya no funciona, hermanos. Y en mis horas de insomnio me vuelco en mis dos actividades prioritarias: desahogarme a patadas con liudos de los barrios marginalesy estudiar la técnica usada por mi amigo el doctor Brodsky.

¿Qué pasaría si las vitaminas con las que fui inyectado durante semanas, en vez de haberme hecho vomitar hasta la primera pischa, me hubieran provocado el mejor subidón en años?
La teoría es fácil. Cambiar el condicionamiento negativo por un condicionamiento positivo.
La práctica es difícil. ¿Cómo aplicamos masivamente ese condicionamiento positivo?

�Gracias a Dios, esta nueva sociedad que habéis construido a base de synthemesco autorizado, sigue creyendo en dos buenas herramientas: la comunicación de masas y la democracia.

��������������� -¡Eh! Otra de lo mismo. ¡Que vamos a celebrar la solución encontrada! “Alex DeLarge, el primer milagro del condicionamiento pavloviano, se alza como ejemplo de nuestra nueva sociedad y llega a presidente…” Pronto volverá la verdadera realidad. ¡Los mejores años!

��������������� -Claro, claro… Aquí tiene abuelo… Y quítese ese bombín, hombre, ¡que ya no se lleva!
concursoderelatos
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  • 1 de Julio de 2014 a las 0:44

La era del Talpa.

Día 13 del año 206 de la era del Talpa.

Hoy comienzo este diario porque no quiero olvidar ni un instante el dolor de tu ausencia. Escribiré cada día, hasta que vuelvas. Porque has de volver, lo sé, aunque sea imposible y nadie lo crea.

Han llegado noticias, como otras muchas veces llegan. Ecos lejanos e inciertos que vienen de la nada. Que por fin ya todo acaba. Que fuera no queda nadie, ni hombres, ni cucarachas. Que ya no hay tierra firme, tan sólo un mar hirviente que lo cubre todo y vapores que abrasan. No sabemos si es verdad y que lo sea o no, tanto da. De aquí no vamos a escapar.

Aseguran que hay pruebas. Que la Tierra, por dentro se enfría y por fuera se quema, pues su corazón ígneo pronto va a dejar de latir y el Sol radiactivo y letal, cada vez está más cerca. Y nosotros en medio, hace mucho que olvidamos contar el tiempo a la espera de que algo suceda. Hay quien piensa que la culpa de todo fue nuestra. Tantas ambiciones, tantas guerras. Otros creen que es la ley del Cosmos, que siempre impone sus reglas.

Nunca he deseado saber como era lo de fuera, antes de nuestra era. No me importa siquiera. Los que pudieron se fueron en naves, mucho antes de que nosotros naciéramos. Sólo algunos miles, dicen. No se supo nunca más de ellos. Tal vez encontraron otro sol más benévolo, otra tierra más dispuesta. Tal vez sigan vagando por ese Universo poderoso entre millones de estrellas. No sé muy bien qué es el Universo. No sé cómo son las estrellas.

Nadie lo sabe, aunque algunos, los más viejos, dicen que aún se acuerdan. Pero no es cierto, ellos nunca estuvieron fuera. Hoy insisten otra vez en contarnos lo que sin duda otros les contaron, tal vez sus abuelos, aunque ellos lo niegan. Yo pienso más bien, que todo es inventado. Nos hablan de las noches claras de luna llena. De aquellas luminarias temblorosas, brillando, suspendidas en el infinito negro y de la emoción sobrecogedora que atenazaba todas las gargantas al contemplarlas. Esa misma emoción insensata por cuya pérdida sus ojos secos lloran sin lágrimas, sus ojos que nunca contemplaron aquella magia. Cuentan también del día, de los colores y de la luz. Del aire fresco y de las corrientes de agua dulce, ríos las llaman. Hablan de animales voladores surcando el cielo azul, cuyos nombres no recuerdan. Y de fieras fantásticas, de grandes ojos penetrantes y pieles suaves, tigres, leopardos y panteras. A veces me dan envidia, aunque mientan, pues yo no puedo imaginar cómo pudiera ser todo aquello. No sé nada de colores ni de luz. Ni siquiera lo comprendo.

De todas formas, ya me cansa su cháchara. Para mí no significa nada. Y ya no me importa lo que digan. Sólo me importa lo imposible. Sólo me importa tu regreso y eso que aún no te has ido. ¿Qué esperáis encontrar fuera? ¿Algo parecido a lo que los viejos cuentan? Quédate conmigo mientras la Tierra se arrasa. Quédate conmigo y arrasa mi piel. Desde el cuello hasta el ombligo con tus dedos de fuego y luego más abajo con tus labios de magma. ¡Quédate conmigo y que la Tierra reviente! ¿No te apiadas? Para mí, mañana ya no habrá nada.

concursoderelatos
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  • 1 de Julio de 2014 a las 9:29

La evacuación


Eduardo se asomó a la ventana. Esperaba que de un momento a otro surgiera la nave-pabellón destinada a evacuar el sector Oeste de la megapolis Alondra, en el continente euroasiático. Días antes la había visto en la pantalla del muro de la sala y Luisa, que estaba a su lado empaquetando las escasas pertenencias que se llevarían consigo en el viaje estelar, había dicho:

–Se parece a una de esas antiguas catedrales; solo que esta flota en el aire.

–Pues tendremos que caber ahí dentro todos sin excepción. Ha corrido el rumor de que los animales de compañía serán abandonados a su suerte, no podrán viajar con los humanos. Esto ha provocado algún que otro movimiento de protesta –comentó de pasada Eduardo.

Luisa se encogió de hombros y continuó metiendo paquetes en la caja metálica.

Durante algo más de tres años la pareja había residido en un apartamento del bloque 455, que contaba 150 plantas y no era de los más altos. El de ellos se hallaba en la planta 99. Desde allí veían una larga serie de edificios rectangulares con fachada lisa. Todos los cristales eran traslúcidos. En la distancia, semejaban las escamas de un reptil.

Arqueando las cejas, el hombre agudizó la mirada. Por el este había divisado un punto que no paraba de crecer, como si a la cara de un azul lívido del cielo le hubiera salido de repente un lunar. Se dio la vuelta y dijo a su compañera: "¡Ya llega la nave!"

Luisa terminaba de poner el apartamento en orden. Esta actividad carecía de sentido, ya que ninguna otra persona volvería a ocuparlo. En realidad, se dejaba llevar por un impulso mecánico que la incitaba a limpiar lo que ya estaba limpio y a colocar objetos invisibles allí donde solo quedaba el vacío. A veces vagabundeaba como un fantasma por los lugares que habían sido hasta entonces su dominio privado.

Se sentía tan perdida que no acertaba a esquivar los obstáculos y chocaba con ángulos y quicios de puertas. Tenía la impresión de que su vivienda se había transformado en un sitio hermético, extraño, más parecido a un laberinto que a una casa.

Eduardo abandonó su posición estratégica en la ventana y se acercó a su amada, a quien envolvió en un abrazo como si anhelara transmitirle ánimos, valor y coraje. Ambos formaban una curiosa estampa: eran altos y delgados. El traje elástico se apretaba a ellos tan fuertemente que simulaba una segunda piel. Este atuendo poseía la cualidad de reflejar una impresionante gama de colores, recordaba en cierta medida la superficie resbaladiza de los peces.

Poco después, la gigantesca nave-pabellón había invadido el espacio de la ventana. Oyeron estrépitos, chirriar de ruedas metálicas, abrir de compuertas y despliegue de pasadizos luminosos, por donde habría de circular la población hasta que la ciudad quedase deshabitada.

De la nave partió una gran cantidad de tubos transparentes, flexibles como hilos de araña, los cuales se posaron sobre las azoteas de los inmuebles. Desde allí la gente comenzaría su periplo hacia las estrellas. Todo el mundo había asumido que este viaje sería interminable. Solo la siguiente generación disfrutaría de un nuevo planeta que los acogiera, un planeta situado a años luz del Sistema Solar.

Eduardo y Luisa se pusieron en marcha. Pero cuando estaban a punto de alcanzar la puerta que daba al rellano, Gabriela, la melancólica gata de color blanco y marrón, les interceptó el paso. Los dos fugitivos sintieron un peso muy grande en el pecho, un peso que apenas les dejaba respirar.

–No podemos llevarla con nosotros –alegó Eduardo con voz ronca–. Incluso algunas personas deberán quedarse en tierra, puede que no haya sitio para todos. Con más razón, los animales no formarán parte del plan de salvamento.

Luisa permaneció un instante como petrificada. Le temblaba el labio inferior.

–Pobre Gabriela –suspiró al fin.

La gata se frotaba contra la pierna izquierda de su ama. Era un gesto habitual en ella desde que la metieron en casa, cuando todavía no era más que una bola de pelo con dos orejas puntiagudas y cuatro patitas. Maite, aquella jovial compañera de trabajo en la fábrica, había obsequiado a la pareja con aquel revoltoso regalo con motivo de una fiesta de cumpleaños.

Ahora el regalo y la fiesta y los aplausos y las velas del pastel quedaban atrás, bien atrás en los escondrijos de la memoria...

De pronto tuvo una idea. Abrió apresurada la caja metálica y extrajo de ella un bulto redondo, que colocó entre sus manos para contemplarlo mejor. Era una semiesfera sutil y de fácil manejo. Su superficie transparente recordaba a la de las campanas mágicas que encierran una figura y copos de nieve.

Sonó una intensa bocina que parecía proceder de algún buque mercante. Era el primer aviso de despegue. Tres bocinazos como aquel y se cerrarían las compuertas, se retirarían los túneles colgantes y la ciudad quedaría abandonada a su suerte, lista para ser tragada por la nube de gases radiactivos que se aproximaban por el oeste a una velocidad de diez nudos.

Eduardo y Luisa corrieron a través del pasillo hacia la azotea. El cofre donde habían metido las pocas pertenencias no pesaba demasiado. Subieron siete escalones y salieron al exterior tras empujar la portezuela. El aire seguía siendo respirable, pero un olfato fino adivinaba que pronto dejaría de serlo. Quedaban como secuelas de un pasado sin duda floreciente los alambres de colgar la colada y varias antenas parabólicas. Las palomas, gorriones y demás aves urbanas habían desaparecido.

El pasadizo que recorrieron apresuradamente, mezclados con una multitud que arrastraba, como ellos, sus posesiones rescatadas del naufragio, era de paredes semitransparentes. Los rayos solares chocaban contra ellas y proyectaban una riquísima gama de colores y la ciudad entera se veía como un abanico de infinitos matices y cromos.

En la puerta de la nave había un puesto de control. Media docena de agentes registraba las entradas y se aseguraba de que en los equipajes no hubiera material prohibido. Cuando llegó el turno a Eduardo y Luisa, el agente se quedó mirando a la mujer y le dijo:

–Veo que está usted embarazada. Tal vez su hijo consiga ser el primero de los seres humanos que nazcan en el espacio.

–Sí –dijo Luisa manifestando satisfacción–, mi marido y yo nos sentimos orgullosos de este suceso. Ya sabemos que es una niña y se llamará "Gabriela".

–¡Ah, muy bien! –exclamó el agente del orden, al tiempo que les devolvía los papeles.

La pareja siguió andando, como si nada, hacia el interior de la nave-pabellón.

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  • 1 de Julio de 2014 a las 10:24
Barba Azul.

- Vamos a la cocina. Prefiero no hablar de eso aquí.

Ella saltó de la cama y empezó a vestirse dándole la espalda, evitando que él se apropiara de su cuerpo con su mirada.

- ¿No te duchas?

�Ella lo encaró sin la sonrisa de mujer satisfecha de otras veces. En lugar de responderle, le apuró.

- Vístete. Haré un café -y salió sin esperarle.

Él la siguió enseguida, consciente de que después de su pregunta, todo lo que había ocurrido tantas veces en aquella habitación corría el riesgo de convertirse en pasado. Por otro lado, sentía que tenía cierto poder sobre ella.

Él se sentó con el codo en la mesa, blanca, y media espalda apoyada en los azulejos, blancos también. Llevaba abierta la bragueta del pantalón, corto. También la chaqueta del pijama. Repantigado, con una pierna apalancada sobre la rodilla de la otra y el pelo revuelto, parecía la versión gamberra de Jack Nicholson.

Ella, de espaldas a él, roscaba la cafetera con premura y precisión. La puso al fuego y se dio la vuelta, con los brazos cruzados y la cadera apoyada en la encimera. Ya no llevaba el pelo suelto como unos instantes antes, sino peinado y recogido atrás con fuerza en una coleta que atirantaba aún más su rostro.

- Dime: ¿qué has averiguado?

- He averiguado que no sé quién eres.

- No me contestes con una pregunta. Cuando empezamos esto, quedamos en que no hurgarías en mi vida.

- Tú lo dijiste, no yo.

Ella apretó los dientes. Luego, se relajó.

- Bueno, eso ahora ya carece de importancia. Me gustaría saber qué has llegado a averiguar de mí más allá de lo que yo te haya contado.

- ¿Para qué? ¿Para mentirme otra vez?

- ¿Mentirte? Tú eres quien me ha engañado. Te dejé claro desde el principio que quería que respetaras mi intimidad.

- La verdad es que pensaba que solo te hacías la interesante...

-� ¡Jilipollas!

- Vale, de acuerdo. Me he equivocado. Pero he descubierto que a Mónica Vázquez Boado nadie la conoce en Amil-Cambre, provincia de La Coruña, ni tu nacimiento aparece en el Registro Civil. Que no has estado nunca afiliada a la Seguridad Social, y tu empadronamiento más antiguo es de hace cinco años. No sé cómo has conseguido tu DNI...

- ¿Has registrado mi bolso?

- ...pero ese DNI no existe. Y no registré tu bolso. Me limité a recogerlo en aquel hotel de Lisboa. El recepcionista me lo dio a mí. ¿Qué eres? ¿Una agente del CNI? Son los únicos a los que se les proporciona DNIs blancos…

- Ojala fuera tan sencillo como eso. ¿Te das cuenta de lo fácil que sería haberte mentido y sin embargo sólo te pedí que no preguntaras?

- Si yo tuviera una relación con una espía, exigiría que quien se metiera en la cama conmigo fuera la identidad principal, la de verdad, y no la ficticia. De lo contrario, pensaría que soy objeto de una operación encubierta o algo así. Escucha, Monica, yo no soy tu enemigo. Seguramente he cometido un error, he traicionado tu confianza. Pero dime: ¿podías esperar otra cosa?

- Ahora me doy cuenta que no -y se dio la vuelta. La cafetera resoplaba. Ella arrancó a poner tazas, platos, cucharillas, azúcar y un tetrabrick de leche que vertió en una jarrita y puso al microondas.

- Quince segundos, no más -advirtió él. Se extasiaba contemplando el cuerpo de ella en aquel ejercicio de precisión mecánica, firme, determinado, pero capaz de contonearse como una serpiente voluptuosa en otros momentos.

- Escucha, necesito saber qué has averiguado y cómo. Tus pesquisas pueden haber alertado a otros. Ayúdame, por favor… -y se sentó en el lado largo de la mesa, mirándole. Él puso su mano sobre la de ella y asintió.

- Pero tengo que saber a quién estoy ayudando y de qué la estoy protegiendo...

Ella apretó su mano. Él se sirvió leche y le pasó la jarrita. Tintinearon las cucharillas. Tomaron el primer sorbo. El café de ella era negro como su pelo.

- He averiguado que todas tus transacciones económicas las haces a través de una pequeña sociedad de inversión muy conservadora, que no se sale de la deuda pública. Que esa sociedad tiene cuarenta años de existencia y ha tenido cuatro administradoras, todas mujeres, y tú eres la última. Y que a juzgar por las fotocopias de los DNI, todas tenéis un aire de familia, pero os lleváis entre vosotras aproximadamente dos décadas de una a otra. Sagrario, la primera, nació en 1919. Y a partir de ahí, cada diez años más o menos, la administradora es reemplazada por otra mujer que podría ser su hija, pero con unos apellidos completamente distintos. Solo he indagado sobre una de ellas -bebió otro sorbo de su café-, y su identidad es tan falsa como la tuya.

- ¿Cómo has hecho las pesquisas? ¿Has contratado alguna agencia?

- Todo son registros públicos, civil, mercantil, de la propiedad. Solo he recurrido a un free-lance con acceso discreto a Hacienda.

- ¿Le dijiste...?

- No. Solo el nombre y el CIF de la sociedad. Habrá supuesto que eran... -apenas pudo reprimir un bostezo- cosas del... periódico. No sé cómo me puede dar el sueño si... acabo de tomar un café.

- Por eso mismo -los ojos de él la enfocaron sin comprender-. Venga, déjame que te acueste antes de que peses demasiado.

Cuatro horas después ella había terminado de registrar el ordenador, la tablet y el teléfono de él. También encontró algo en papel, unas certificaciones. Todo coincidía con lo que él había dicho: las pesquisas habían empezado poco después del viaje a Lisboa.

Destruyó los papeles. Borró todos los correos y archivos que tenían algo que ver con ella. Se borró a sí misma de todas las listas de contactos. Lo baneó en facebook y twitter. Le cambió todas las contraseñas: la cuenta de google, las otras cuentas de correo, facebook y twitter. Faltaba el mensaje. Nada de webcam: un registro de su voz y de su cara lo estimularían a buscarla.

Durante una hora estuvo escribiendo en el ordenador de él. Al terminar, preparó una macro, la probó y dejó el documento abierto en pantalla. Salvo que tuviera la precaución de copiar y pegar en otro lado, todo se le borraría después de leer, hasta el contenido del portapapeles.

Cuando él despertó, era media mañana, pero tuvo que subir la primera persiana para saberlo: todas estaban bajadas hasta la última rendija. La cocina estaba recogida como si nadie hubiera tomado café. Buscó el móvil. Estaba junto al ordenador. La pantalla iluminaba el estudio como la puerta de un frigorífico abierta en la noche, mostrando un lienzo blanco tachonado en negro. Leyó.

“Sé que siempre he sido un enigma para ti. En una relación que se prolonga, acaba por compartirse mucho más que la cama. Que yo me mantuviera reservada, eso ha funcionado como un aliciente de misterio para ti. Que lo llevaras bien, que no hurgaras para saber, ha servido para que la relación durara. Como Barba Azul, el día que traspasaras la puerta que yo quería mantener cerrada, hubiera sido el último conmigo. Ese día fue ayer.”

“Nací hace tanto tiempo que mi cuerpo debería ser ya un saco de huesos en un cementerio. Llegué a la vejez con un nombre cierto y un entorno familiar y social que daban fe de mi identidad. No tengo claro el momento en el que empezaron a ocurrir cosas extraordinarias, mucho menos la causa. Pero ocurrieron. Unas cataratas incipientes que remiten. Una artrosis de cadera que cada vez molesta menos. Esos despistes “inexplicables”, cada vez menos frecuentes. Manchas y arrugas en la piel que se van alisando. El paso al caminar, cada vez más vivo y que me distanciaba de los que me acompañaban.”

“Mi entorno me advertía: qué bien te conservas, parece mentira. Pero el proceso de rejuvenecimiento seguía, y de los parabienes se pasó a la extrañeza, y de la extrañeza a un aislamiento autoimpuesto. Simultáneamente, fueron los médicos. Tenían mi historial, podían comparar y medir. Un día me encontré ante una comisión: me proponían poco menos que convertirme en una cobaya de laboratorio. Y decidí huir.”

“Afortunadamente, tenía recursos y conocimientos para empezar a vivir clandestinamente. La regla me volvió con mi segundo DNI y algo más de cincuenta años, pero mi apariencia era de una mujer de cuarenta largos.”

“No sé dónde parará esto. En mi vida de antes, el paso de los cuarenta a los cincuenta fue el periodo de nostalgia por la juventud perdida, por lo que no se ha hecho o se ha conseguido. La vejez fue diferente. Fue asistir como testigo a los signos de caducidad, pero no puedo decir que me sintiera mal o triste: aceptaba lo que me ocurría. En cambio, el rejuvenecimiento… Es como meterte en la vida por el carril contrario, con todos los coches circulando de frente. Vivir de paso, sabiendo que tus relaciones de� hoy, limitadas por la necesidad de ocultar tu identidad y tu pasado, no han de perdurar porque un día has de desaparecer de golpe, sin avisar.”

“Pero una se siente bien. Es como una droga. Cada vez que dejas a un hombre y lo reemplazas por otro más joven, tienes un subidón. Tampoco puedo permitirme otros proyectos vitales. Nunca miras hacia atrás. No sientes como tuyos los recuerdos del pasado. Tu identidad se está rehaciendo continuamente. A veces pienso que soy yo la que envejece a los demás y les robo su vitalidad.”

“No me engaño. La vida acaba siempre, y quizás lo mejor sea que acabe poco a poco, con un ir languideciendo. Pero rejuvenecer… Esto ha de acabar y presiento que no bien. ¿Qué pasará cuando alcance la plenitud? ¿Qué seguirá después? Quizás te envie un correo para que escribas el reportaje de tu vida. Con muchos adjuntos, porque va a ser muy difícil que nadie te crea. No, no lo haré. Mañana te habré olvidado.”

“Abstente de seguirme. Te mataré si lo haces. No sería la primera vez.”

“He expurgado tus archivos. Te he cambiado las contraseñas por una que quiero que recuerdes:

���������������� Barba Azul.”
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  • 1 de Julio de 2014 a las 22:35
La fortuna del abuelo

-Sobre mi pasado podra escribir una novela, contarte un montn de aventuras, unas buenas y otras no tanto, pero lo ms importante que me ocurri en la vida fue, sin duda, todo lo que est relacionado contigo:
Ya fue casualidad que tu madre y yo coincidiramos en Alemania. Ella trabajaba en el bar donde yo iba casi todos los das a tomar caf. Una tarde de primavera la invit al cine y desde ese da empec a compartir su habitacin. Tres meses despus me dijo que estaba embarazada. Al principio acog la noticia con regocijo, hasta que nuestro mpetu juvenil empez a estrellarse contra los problemas y las zancadillas con que el hado entorpece el camino a los incautos. El entusiasmo que me produjo saber que iba a ser padre se apag en dos das, cuando me explic que, a causa del embarazo, no podra seguir con el trabajo que estaba realizando; adems tenamos orden de su patrona de abandonar la habitacin que yo comparta con ella de modo ilegal.

Alquilamos un apartamento, era pequeo y muy caro pero no encontramos nada que fuera decente y asequible a la vez. De pronto nuestra situacin empez a hacerse econmicamente insostenible. Qu podamos hacer? Despus de darle muchas vueltas, decidimos que lo mejor era volver a Espaa. Tu madre, contigo en la barriga, se ira de inmediato y yo me reunira con vosotras, seis meses ms tarde.

Dijimos adis a aquel apartamento, cuyo alquiler se haba llevado ms de la mitad de nuestros ingresos, y os acompa en un taxi al aeropuerto, con el corazn oprimido por la angustia, por el dolor que me provocaba tener que enviar de regreso a tu madre, en pleno mes de diciembre, a su pueblo, a la humilde casa de sus padres.
-La semana que viene cobro y te giro el dinero para la estufa– le dije con los ojos empaados por las lgrimas.
Ella asinti, me bes y se fue con los dems pasajeros, en direccin al avin. Recuerdo que haca fro y se cubra la cabeza con un gorrito de lana. Estaba preciosa.
“Slo sern seis meses” –pens, mientras echaba cuentas-: “Ciento ochenta das, cuatro mil trescientas veinte horas… No ver nacer a mi beb, me perder sus primeros tres meses de vida. No s si podr aguantarlo.” Desde aquel mismo da y durante seis largusimos meses, yo iba a compartir habitacin en una buhardilla con un amigo alcohlico y algo desordenado. Y aun tuve que agradecrselo. Alguna vez que otra, me emborrach con l para soportar mejor vuestra ausencia.

Pero todo pasa y los seis meses pasaron al fin, regres al pueblo y pude abrazaros a tu madre y a ti, que agarraste un berrinche porque no me conocas y mi cara no te gustaba.
Encontr trabajo y un piso de alquiler donde nos instalamos y constat como los problemas econmicos que tuvimos en Alemania, se nos reproducan, aumentados, en nuestro pas: El alquiler del piso y los gastos que t originabas se coman casi todo mi sueldo.
Una o dos veces al mes visitbamos a tus abuelos y traamos a casa productos de la huerta para unos das. Nunca com tantas patatas como en aquella poca, casi siempre cocidas, porque haba que ahorrar aceite; a veces cenbamos una lata pequea de sardinas en conserva.

Hasta que un da, tu bisabuelo nos hizo una visita inesperada.
-Hombre, qu sorpresa! –exclamamos tu madre y yo, al verle con su cayado delante de nuestra puerta.
-Se acab; me largo del pueblo!, –nos solt a modo de saludo.
-Y eso?
-All hace demasiado fro en invierno y, adems, el hospital nos pilla demasiado lejos. Si me da un patats tengo muchas probabilidades de palmar en el camino. Estoy en trmite de comprarme un piso aqu en la villa. Quiero que vengis a verlo y si os gusta me lo quedo.
-Pero, abuelo, con ochenta aos pretendes meterte en una hipoteca? –le pregunt.
-Hipoteca? Eso qu es? Nada de crditos. Pienso pagarlo a toca teja, por supuesto.
Tu madre y yo nos miramos con la boca abierta. Los dos pensamos que el abuelo, tu bisabuelo, haba perdido la chaveta.
Nuestro asombro fue maysculo cuando vimos que el piso tena nada menos que cuatro habitaciones y dos cuartos de bao.
-Es demasiado grande para ti, abuelo –dije yo, por decir algo, pues no saba como tomarme todo aquello.
-S –admiti-; yo con la habitacin ms pequea tengo suficiente. Se me ocurre que el resto podais ocuparlo vosotros y os ahorrarais el alquiler que pagis por ese zulo donde estis ahora.
-De verdad, tienes dinero para pagar esto? –insist yo, todava sin acabar de crermelo.
-Ya est pagado –dijo l, y me ense el contrato de compraventa.
Y aqu estamos desde hace veinte aos. Gracias al abuelo. As que, podemos decir que cualquier tiempo pasado no fue peor, a pesar de todo.
concursoderelatos
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  • 2 de Julio de 2014 a las 15:28
El brazo ejecutor

Gir somnoliento sobre mi espalda y me aferr cuanto pude a aquel cuerpo desnudo que me acompaaba sobre la cama; como si ste pudiera sacarme a flote de mi desconcierto.

Seda fra al tacto. Enseguida supe que no hallara respuesta de lo que ocurra en aquellos marchitos labios entreabiertos que invitaban a ser besados. Demasiado guapa para ser una puta, pens. Demasiado… delicada. Aquella muchacha pareca una jodida figura de Lladr. Le tom el pulso mientras la admiraba y comprob lo que ya presuma. Seguidamente, un par de incomprensibles palabras tras de m y el clido e hiriente impacto de una culata sobre mi cerviz.

Me despert poco ms tarde con la misma bruma en los ojos. La muchacha segua a mi lado, pero no as quien fuera que me dedic tan afables buenos das; me asegur de ello esta vez. Poda sentir el pulso de mi sangre rebotando sobre mis sienes como resultado del estril esfuerzo de mi memoria. Ningn recuerdo de mi acompaante. Peor an: ningn recuerdo de nada.

Recog mi ropa a los pies de la cama y hurgu en ella en busca de mi identidad vaciando el contenido de mis bolsillos: apenas unas llaves, un par de caramelos y una cartera de cuero negro sin fotos ni identificacin alguna. 30 euros, un billete de metro a medio gastar y una entrada a un museo completaron el decomiso de mis pertenencias.

El espejo sobre la cmoda me mostr a un hombre fibroso y no muy alto. Moreno. De rostro consumido. De mirada discreta, pero orgullosa, que escrut con curiosidad el mapa de mi cuerpo. El zurcido de varias heridas antiguas en pecho y espalda y un par de tatuajes de considerables dimensiones llamaron irremisiblemente mi atencin. Me sent un extrao habitando su piel.

“Emma”, como as la bautic en aquel instante, era una muchacha delgada y menuda que cabra perfectamente en el interior de cualquier alfombra de medida estndar. Una preciosa pelirroja de pelo retorcido. Una chiquilla escondida tras la lujuria de su mscara. A buen seguro, la hija de alguien que no deseara encontrarla as: desnuda y maquillada como una fulana de burdel barato. Demasiado joven para habitar camas ajenas o sueos lbricos, me dije. Qu razn tendra mi “carioso amigo” para recrear tan indecorosa escena?, me pregunt mientras acariciaba la dolorosa inflamacin de mi cuello. Inculparme pareca la respuesta ms lgica, pues me negu a aceptar que yo pudiera tener algo que ver con lo que all pudiera haber acontecido.

Cunto tiempo tendra? Tal vez cinco minutos antes de que la polica acudiera… Dej de pensar. La vest, vaci una errante botella de whisky en el interior de su garganta y la cargu envuelta en una manta sobre mis hombros. Bajarla a la calle result un ejercicio de ballet para el que pareca haber sido entrenado durante toda mi vida. Aguard el momento adecuado jugando con los silencios de la noche y la compaa de la penumbra. Alerta a los improvisados movimientos del noctmbulo cuerpo de baile que pudiera deambular por las calles. Danzando la meloda de mis latidos. Me mova como un puto gato sobre el alfizar de un edificio desafiando el vrtigo de la cada, sabedor que otras seis vidas aguardaran turno para ser disfrutadas. Haba en mis movimientos una lgica demasiado exquisita como para no darse cuenta que eran el fruto de una mecnica adquirida durante aos.

Los restos de un adoqun impactaron sobre la farola escogida y me desped de la pelirroja; que descansaba por fin sobre el asfalto, despus de abandonar su envoltorio en el contenedor de basura de un callejn dos calles ms arriba. Una curva cerrada y una esquina sin apenas visibilidad tal vez ocultaran la rotura de su cuello. El alcohol de su organismo y de sus ropas delatara el germen del atropello que, ms pronto que tarde, se producira. La mir por ltima vez y sent algo retorcerse en mi estmago. Era yo el que estaba abandonando a esa chiquilla en el asfalto? O era l, ese tipo del que ni siquiera recordaba su nombre, quien manejaba mis voluntades cual marioneta? Dud el tiempo que se tarda en parpadear y mir el letrero de la calle en la que me hallaba para salir corriendo inmediatamente despus. Corr como si los recuerdos de mi aletargada memoria se encontraran al final de cada una de mis zancadas. Como si cada paso me apartara definitivamente de aquel amenazante mundo de pecado. Hui, pero ella me acompaaba en vez de alejarse. No sabra explicarlo, pero me senta diferente. Frgil. Mezquino, sin duda. Unos sentimientos que no me eran desconocidos, pero que difcilmente identificaba como propios.

Los albores del da se abran paso entre los edificios, resquebrajando el plomizo gris de aquella contaminada maana. La ciudad comenzaba finalmente a latir: alimentada por las primeras ilusiones que abandonaban resignadas sus hogares para regar las arterias de aquel monstruo de acero y de cemento. Me un a la masa y, aliviado, dej de ser por un instante ese nuevo yo que el destino me haba deparado para convertirme en uno ms. Encontr refugio en el anonimato de aquella mediocridad que caminaba con destino a sus obligaciones, pero los clxones de los coches componan el hilo musical acostumbrado y me sumerg en las entraas de la ciudad para poder escapar del ruido. Tambin del de mis pensamientos. En el interior de un vagn de metro adormec mi pesar y mis divagaciones y unos minutos ms tarde abandon el convoy en una estacin cualquiera. O eso crea yo.

Saqu unas monedas del bolsillo y premi a un msico que tocaba el violn en una esquina transitada. l sonri a modo de saludo y, de repente, cambi de meloda para regalarme unas notas que me resultaron familiares. Haba estado all decenas de veces. Lo presenta. Segu andando y sub las escaleras guiado por los ecos de mi memoria, desgranando los recuerdos que acudan a m y, no s muy bien cmo, me plant en los pasillos de entrada de una cntrica estacin de autobuses. Frente a m una hilera de armarios y en mi mano una llave apuntando hacia ellos. Uno a uno fui probando cada uno de las cerraduras esperando encontrar nuevos recuerdos que me alumbraran. Alguna pista que me aclarara quin era yo. Esperando calzarme los zapatos de la vida que se esconda tras aquellos rectangulares pedazos de metal azul. La llave gir por fin y una mochila apareci tras la puerta ganadora. Un telfono mvil apagado y varias identificaciones con mi rostro surgieron en el compartimento exterior de la mochila: Jeff Vargas, Venezuela; Joe Arias, Mxico; Sebastin Castro, Espaa; Carlos Ezequiel Cepeda, Argentina... Pasaportes, carnets de conducir, cdulas de ciudadana. Todo resultaba confuso y, a la vez, tan revelador... Aquel conflicto de personalidades no poda tener una explicacin pacfica. No despus de hallar el cargador de balas que les acompaaba: municin de 7,62 mm; alcance 3100 m; capaz de hacer blanco a ms de 1000 con un fusil semiautomtico como el Dragunov. Reconoc el estuche que tambin se hallaba en el interior de aquella taquilla. Cmo era capaz de conocer todos aquellos detalles y, sin embargo, no tener ningn recuerdo de ninguna de aquellas identidades? Abr por fin la mochila. Dentro de ella haba dinero suficiente para empezar de cero. Para abandonar el nico hogar que me era conocido: la escena de un crimen del que an intentaba escapar.

Cog la mochila y abandon el rifle en el interior de la taquilla. Despus compr un billete con destino hacia el extranjero y respir aliviado. Me senta cansado. Cansado de verdad, no slo fsicamente. Abrumado por el peso de unos recuerdos que no consegua hacer aflorar y que, tal vez, deseaba que nunca regresaran. Seguidamente dirig mis pasos hacia la cafetera de la estacin. Fue un acto tan espontneo y rutinario como recolectar uno de los caramelos que encontr en la bandeja del cambio de los clientes que me precedieron. Un camarero se acerc a mi mesa un minuto ms tarde.

-Aqu tiene… –dijo al depositar la taza que me entreg-,…corto de caf y con leche templada. Ahora le traigo el zumo y las tostadas –aadi.

Le mir como un nufrago a un bote salvavidas: me conoca. Tal vez pudiera darme datos sobre mi vida. Aquella de la que haba renegado minutos antes y de la que haba estado huyendo desde que despert. Pens en “Emma”, la pelirroja. Pens en nuestro desconocido asaltante y en el doloroso golpe en mi nuca. Pens en cmo se haban desencadenado los acontecimientos y si mi huida no eran sino la consecuencia previsible que l haba planeado. Pens que me result sencillo abandonar el cadver de la pelirroja en el asfalto, pero que no me resultara tan fcil abandonar su recuerdo. Pens en todo ello, pero no como lo hara l; ese otro tipo sin nombre. No pens qu hara l sino lo quedeba hacer yo.

concursoderelatos
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  • 3 de Julio de 2014 a las 16:35

Ramsés II

— ¿Qué os altera, mi señor? ¿Por qué tenéis tanto disgusto? Estos templos son hermosísimos, y vuestra gran imagen, al lado de los tres dioses, no es menor ni menos bella que las suyas. Cualquiera que se dirija hacia vuestro reino viniendo de las tierras del sur, sentirá profundo temor y respeto ante la imagen del dios Faraón y las de los tres dioses que se sientan a su lado.

—Mi querida Nefertari, no causan mi disgusto estos templos y sus estatuas. Estoy muy satisfecho y orgulloso del trabajo que aquí, en Abu Simbel, han llevado a cabo mis arquitectos y mis esclavos. Siempre que mis campañas militares me han dejado un respiro, he aprovechado para ampliar la huella de mi presencia en estas tierras con hermosas edificaciones, estatuas, templos, obeliscos, salas hipóstilas y grandes avenidas. Abidos, Tebas, Karnak, Menfis y tantos otros lugares llevan ya mi impronta y en todos ellos destacan mis estatuas entre las de los demás faraones.

—Podéis estar seguro, mi señor, que en el futuro, vuestra obra os señalará para siempre como uno de los más grandes emperadores de Egipto. ¿Por qué, pues, vuestro disgusto y vuestro malestar?

—Sé, querida Nefertari, que el nombre de Ramsés II, junto al vuestro, amada esposa mía, brillarán con luz propia a través del tiempo, y que nuestra dinastía será recordada como una de las más prósperas de la historia de Egipto. Pero no estoy satisfecho. He fracasado en algo que llevaba en mente, algo que me propuse ya en los primeros días de mi reinado, cuando siendo todavía adolescente compartí durante un tiempo la regencia con mi padre terrenal, Seti I. Pese a tanta gloría y a tanta riqueza, y a pesar de todo mi poder, no he logrado dar el golpe definitivo, aquel que me hubiese encumbrado como el mayor y más glorioso de los faraones.

—No os entiendo, mi señor...

— ¡Está claro, Nefertari! ¡No ves que ser unos de los más grandes faraones no es suficiente! ¡Yo, Ramsés II, hijo de Amón-Ra, merezco ser el primero, el Supremo Faraón, el más grande, el más poderoso!

—Aun os quedan años de vida terrenal, mi señor. No habéis acabado vuestra obra, tendréis tiempo de completarla con...

— ¡¿Con qué, Nefertari?! ¿Más templos? ¿Más obelíscos? ¿Más estatuas? ¡No, por Amón! ¿Has visto esos hombres que acaban de salir de la estancia, llevando gruesos rollos de papiros bajo el brazo? ¿Los has visto? Son los más sabios entre todos los arquitectos del planeta. Les hice venir de Mesopotamia, de Siria, y de los más lejanos países. Uno de ellos viajó, por orden mía, desde las lejanas regiones hiperbóreas. Junto a ellos hice acudir también a Egipto a un grupo de sabios, matemáticos, físicos, y expertos en las más variadas ciencias. Pensé que con su ayuda encontraría el modo de superar aquella obra de mis antepasados que siempre me ha obsesionado, ¡la gran pirámide de Keops!

—Si os he de decir la verdad, mi señor, las tres pirámides de Ghiza son ciertamente muy altas y su perfil hace de aquel paisaje un bellísimo cuadro. Pero son frías, y carecen de la expresión de vuestras magníficas estatuas.

—Para mí son una afrenta, una bofetada, un insulto.

— ¡Mi señor...!

— ¡Yo, Ramsés II, hijo de Amón-Ra, tendría que haber construido una pirámide aún mayor, una mucho más alta que la suya! Siempre tuve muy claro que si no lograba superar su pirámide, mi nombre no lograría situarse en la posteridad por encima del de Keops, el cruel tirano.

— ¿Y no la podéis construir, esa gran pirámide, mi señor?

— ¡No! ¡No hay medio humano de hacerlo! ¡Ni con nuestros conocimientos más avanzados, ni aun con ayuda de la fuerza del viento o del agua, ni utilizando miríadas de esclavos! Eso me dijeron ellos. Ni siquiera una menor, como la de Micerinos, está al alcance de nuestro poder, de nuestra sabiduría y de nuestra capacidad de construcción.

—Mi señor, si Keops lo hizo...

—He consultado a los Sacerdotes del templo de Amón. Viejos papiros allí guardados desde hace más de mil años hablan de una época en la que mis antepasados vivieron tiempos de gloria y esplendor insuperables. En aquellos años, dioses de otros mundos visitaron nuestro planeta y llevaron a cabo grandes prodigios y extraordinarias hazañas. Entre ellas la construcción de aquellas gigantescas pirámides. Fueron obra de dioses-arquitectos venidos de más allá del confín del universo.

— ¿Podríais hacerles regresar y pedirles su ayuda, mi señor?

—Me temo que no, amada esposa. Fueron tiempos pasados, que no volverán. Y que fueron, sin duda, mejores que los que nos ha tocado vivir a nosotros. ¡Que rabia, que frustración! ¿Me entiendes, Nefertari? ¿Comprendes ahora mi disgusto? ¡Jamás podré superar a Keops y su pirámide! ¡Jamás!

escaleno
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  • 3 de Julio de 2014 a las 22:47
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