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Foro para escritores de Bubok

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ubertino
Mensajes: 151
Fecha de ingreso: 11 de Agosto de 2011

LXVIII edición concurso quincenal de relatos: METAMORFOSIS

17 de Octubre de 2011 a las 15:16
En este hilo podéis subir vuestros relatos metamórficos o metamorfoseados. Recordar que debéis hacerlo bajo el psudónimo concursorelatos, que debéis enviarme vuestra autoría y que yo os revelaré vuestra clave de seguimiento. Todavía no he decidido que tipo de clave usar. Paciencia, por favor.
Animo desde aquí a posibles nuevos concursantes que quieran participar. Leer bases.
Gracias a todos. Abrazo fuerte. Ubertino.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 19 de Octubre de 2011 a las 18:22

Instantes

Creo que acabo de morir. Y digo “creo” porque la demencia senil me juega demasiadas malas pasadas; pero estoy casi seguro de que he muerto. Recuerdo que anoche, en un momento de lucidez, pensé que estaría bien dormir y no despertar. Justo después de pensarlo tuve miedo, aun así  me dormí.

Estaba soñando que corría por un túnel o caía por un pozo, no conseguía identificarlo y, cuando he abierto los ojos, me he visto desde arriba. Sí, estoy flotando sobre mi cuerpo y puedo verme.

Dios mío, estoy hecho un asco. Parezco un saco hecho de pellejos; no era consciente de cuánto había encogido. Soy un garbanzo en medio de una cama inmensa.

Mi hija acaba de entrar en el dormitorio, se acerca a mi cama y me toca en el hombro.

                —Papá, papá… despierta, tengo que darte la pastilla. Papá, papá…

Ahora me toca la cara. Ahora me zarandea. Me parece que ella también piensa que estoy muerto.

                —¡Ana, Ana!

Sale a buscar a mi nieta, ella es enfermera y nos confirmará mi muerte, seguro. Así es, me toma el pulso y le hace un gesto negativo a su madre.

                —Voy a llamar al médico para que venga a certificar. Ha tenido una buena muerte: dormido y en su cama.

                —Sí. Ni se ha enterado.

Mi hija se queda contemplándome y me hace una caricia. Creo que… sí, hay lágrimas resbalando por su mejilla. Pobre, está triste porque he muerto.

                —Al fin descansas, papi.

¿Descansar? No estaba cansado. Me sitúo al otro lado de la cama, frente a mi hija. No, la mayor parte del tiempo creía tener veinte años y no me enteraba de nada de lo que pasaba a mi alrededor. No estaba cansado, estaba viejo. Es una buena cosa que haya muerto.

Sin moverme y sin quererlo, pero sin dejar de desearlo, me alejo. Pierdo de vista a mi hija, pierdo de vista mi habitación, pierdo de vista mi casa, pierdo de vista…. Me asalta una luminosa oscuridad cargada de colores, me envuelve un ruidoso silencio plagado de matices. Dejo de ver, dejo de oír. Olvido, y no me importa, quién fui o dejé de ser. Dejo de sentir. Trazo círculos siguiendo líneas rectas. A mi alrededor pasan los minutos y las horas. El tiempo y el espacio carecen de sentido, ya no me afectan, han dejado de existir: es la eternidad.

Soy el todo que ocupa la nada, la nada que inunda al todo.

Soy, sólo soy.

 

 

Algo ha cambiado. Me precipito hacia… me precipito. La eternidad se inunda y yo puedo moverme en ella. Puedo escuchar lejanos sonidos y noto que la eternidad se mueve conmigo dentro. Compruebo que tengo algo que podría ser un cuerpo y percibo cómo evoluciona,  cómo crece. Vuelvo a sentir. La eternidad me acoge y me protege. Me envuelve y me da calor. Me gusta lo que siento. Creo que soy feliz. 

 

La eternidad se me está quedando pequeña, me aprisiona, necesito escapar de ella. Veo una luz y me dispongo a alcanzarla. Tengo que alcanzar la luz, tengo que salir de aquí. La eternidad me ahoga. Busco aire, necesito aire.

Consigo salir de la eternidad y respiro, estoy respirando. Siento caricias húmedas. Huelo, puedo oler. Abro los ojos y veo, puedo ver. Siento algo en el estómago, es hambre, lo sé. Busco una teta a la que engancharme y la encuentro. Sé lo que tengo que hacer, succiono y me alimento. Vuelvo a ser feliz.

Alguien me coge en brazos y me aleja de la teta. Intento zafarme de los brazos, no puedo.  Yo quiero estar cerca de la teta; la llamo para que venga a mi lado. La llamo tan fuerte como puedo y me responde.

                —Beee, beeee, beeee.

                —Ya, Morucha, ya... Ahora en el corral te lo devuelvo. A éste lo vamos a llamar Campeador, ¿te gusta?

                —Beeee, beeee, beeeee.

Sí, la teta camina junto a los brazos que me sujetan y no me pierde de vista. 

concursoderelatos
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  • 23 de Octubre de 2011 a las 9:25






concursoderelatos
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  • 23 de Octubre de 2011 a las 9:36
The Times of London 


 La Torre del Reloj del palacio de Westminter, era el único edificio que había logrado escapar del espeso manto, que esa noche, cubría la ciudad del Tamesis. Su fiel mecanismo hizo que la vieja y enorme campana que albergaba en su tripa, tañera su son: la hora de las brujas acababa de comenzar.
Las negras farolas que reseguían las cuadradas calles trataban de alejar, con su alo anaranjado, a la densa niebla; pero ésta era como el suspiro de un fantasma: imposible de espantar. 
Las calles se encontraban vacías, ni un alma se paseaba por ellas. Sólo el ocasional maullido de algún gato, conseguía romper el silencio sepulcral que reinaba esa noche. 
La edición de esa mañana de The Times of London, lo había dejado claro: los cuerpos mutilados que hasta ese momento se habían encontrado, pertenecían a vecinos del viejo barrio del este de la ciudad, de East End; por lo que daba a entender que el asesino o asesinos, buscaban a su victima por esa zona.
Así rezaba, en letras grandes, el titular del periódico:

“Encontrada cuarta victima”

Una ola de miedo invade estos días a los londinenses cuando ven los infructuosos avances que hace Scotland Yard por encontrar o resolver los escabrosos asesinatos que, por cuarto día consecutivo, asolan a nuestro país.
Esta pasada madrugada, en el viejo barrio del este de Londres, en East End, y como viene siendo costumbre, se ha vuelto a encontrar, tras unos cubos de basura, el cuerpo de una joven que mostraba los mismos signos de violencia que tenían los otros cuerpos hallados.
Según hemos podido averiguar, la policía ha descubierto ciertas pautas que suele seguir el asesino a la hora de actuar: busca la complicidad de la noche juntamente con el velo que causa la niebla, usa un cuchillo de hoja afilada para sacar los corazones de sus victimas, y éstas, hasta el momento, han sido mujeres de mala reputación o de vida fácil.
Mientras la policía no consigue atrapar al o a los responsables de estos crímenes, aconsejamos a todos los residentes de ese barrio que tomen las debidas precauciones, y que sobre todo, no salgan de noche.

Por entre la niebla, desdibujada su silueta, empezó a formarse una opaca figura… Poco a poco, el ruido de los cascos de unos caballos al tirar de un carruaje por la húmeda calle se hizo más fuerte, hasta que se detuvieron delante de una vieja casa. 
Dos alegres mujeres se bajaron de él, luciendo la casi desnudez de sus hombros y su pronunciado escote. Apenas y si podían mantenerse en pie, demasiado vino, del que no estaban acostumbradas a beber, circulaba por sus venas.
—Pobres incautas…—murmuró un policía al verlas, escondido como estaba entre la penumbra de un cercano callejón. 
—Seguramente no saben leer—repuso su compañero mientras se frotaba las manos, tratando de calentarlas.  
—Puede ser… Pero estoy seguro que han oído hablar de los asesinatos—dijo con brusquedad—. En este barrio hasta las ratas deben de estar comentándolo.
Uno de los caballos que tiraba del carruaje relinchó y pataleó nervioso en el suelo, mientras una de las mujeres volvía a subir.
— ¿Quién crees tú que será su acompañante?—preguntó John Smith, uno de los policías.
—No lo sé, pero con un poco de suerte y resulta ser el asesino—repuso con una sonrisa su compañero—. Es la única manera que tenemos de librarnos de estas infernales noches de vigilancia…  
El caballo volvió a inquietarse y a relinchar. 
—De todas maneras, y con esta maldita niebla, apenas y si logro distinguir algo del carruaje—masculló John. Miró a su alrededor, pero la densa niebla que cubría esa parte de la ciudad, era como una larga capa de tul que difuminaba los contornos de todas las cosas.
—Sabes, John…—dijo con una picara sonrisa—. Me apetece un poco de calor corporal… no sé si me entiendes.
—Claro que te entiendo, pero… estamos de servicio…
— ¡Oh, vamos John, no seas tan quisquilloso! Mírala…—le dijo su compañero mientras observaba a la mujer que estaba fuera del carruaje—. Está muerta de frío… 
—No creo que sea prudente… 
El caballo relinchó al mismo tiempo que un grito femenino salía del interior del carruaje. El cochero, que hasta ese momento apenas y si se había movido, sacó las manos de debajo de las calientes mantas que le tapaban las piernas, y azuzó a los caballos… 
— ¡Clotilde!—gritó espantada la mujer al ver cómo el carruaje, con su amiga dentro, se perdía en la niebla.
De entre las sombras que cubrían los rincones se escuchó el rápido paso de unos hombres, y el silbato que hacía servir la policía al perseguir a un delincuente.
—No se preocupe, señora—era la tranquilizadora voz de John—. Mi compañero ya ha dado la alarma—y  observó a su alrededor, buscándolo, pero éste había desaparecido tras el carruaje.
—Pero, mi amiga… ella está… está…—John miró el horror que se reflejaba en la cara de la mujer.
—No tema, no le pasará nada a su amiga—trató de calmarla, pero los asustados ojos de la mujer lo miraron, suplicantes, mientas unas cuantas lágrimas salían de ellos—. No debieron salir a trabajar…
—Lo sé, pero ella necesitaba el dinero… 
—De todas maneras, no es prudente salir de noche…
—Usted no lo entiende—sollozó ella—. Era urgente conseguir algo de dinero para poder pagar el medicamento de su hijo… el pobre está enfermo…
—A mí no necesita mentirme—casi escupió él.
—No le estoy mintiendo, el niño…
 —…estaría mejor sin su madre—acabó por decir John, con los ojos inyectados de rabia mientras metía su mano en el bolsillo del pantalón, buscando…  
—Créame, es una buena madre—le dijo ella aún con los ojos anegados por las lágrimas.
—Una buena madre no dejaría solo a su hijo… y mucho menos si éste está enfermo—casi gritó él mientras su mano se cerraba con fuerza alrededor de un pequeño objeto… Por fin, había encontrado lo que buscaba…
La noche desapareció lentamente bajo las frías aguas del Tamesis.
Ese nuevo día, por la tarde, The Times sacó una nueva tirada de su periódico, dedicado exclusivamente a los extraños asesinatos que no dejaban de golpear al país. El titular que cubría la primera página, rezaba:

“Quinto asesinato, ¿dónde está la policía?”

Está madrugada, los asustados vecinos del barrio de East End, se han vuelto a levantar con una nueva mancha de sangre en sus calles. 
En está ocasión, la mujer asesinada tenía unos veinte años, y al igual que las otras victimas, se dedicada a la vida alegre. Pero en este caso, no sólo hay que lamentar su muerte, sino el hecho de que haya dejado huérfano a un niño de tres años, su hijo; del cual ya se han hecho cargo las autoridades pertinentes.
Y mientras los crímenes siguen produciéndose, y el terror se asienta en los hogares de los ciudadanos, no podemos dejar de hacer eco del clamor general, y preguntarnos: ¿qué está hacien-do la policía para poder atrapar a ese monstruo?


Esa noche, Scotland Yard volvió a apostar a sus hombres por las calles del barrio londinense…
—Otra condenada noche…—se quejó malhumorado John.
—Hasta que no logremos atrapar a ese asesino, no podremos dejar estas odiosas calles—murmuró su compañero.
—Es frustrante, ayer casi lo atrapamos—se quejó mientras sacaba un objeto del bolsillo de su pantalón. Abrió la mano y dejó al descu-bierto un pequeño crucifijo: el único recuerdo que tenía de su madre. 
—Sí, tú lo has dicho…casi lo atrapamos—murmuró su compañero al recordar la pasada noche cuando descubrió, unas calles más abajo y tirada sobre la empedrada calle, a la mujer que se había llevado el carruaje: viva. 
—No soporto estas calles…—dijo John con la vista clavada en el crucifijo—. Ayer volví a recordar mi infancia, vi otra vez a mi madre borracha, revolcándose cada noche con un hombre diferente… 
—John, tienes que perdonarla de una vez por todas…
—Lo sé, y créeme que lo intento, pero cada vez que veo a una de esas mujeres… no sé lo que me pasa, pero la rabia y el odio me corroen… 
—Sé que quieres decir, pero no es bueno albergar esos sentimien-tos—le dijo mientras recordaba la cara de esa mujer, Clotilde, cuando lo vio acercarse a ella… 
“—No se preocupe, no me ha hecho daño ese señor—le dijo ella con una sonrisa, agradeciendo que la ayudara a levantarse del suelo—. El muy sinvergüenza pretendía robarme…” 
Después, las imágenes, bañadas con un fuerte dolor de cabeza, se volvían borrosas, una mezcla de sangre y gritos. Lo siguiente que recordaba era el olor de la sangre en sus manos… La chica yacía muerta, a su lado… con su corazón arrancado. ¡Sólo un monstruo era capaz de hacer aquello! Estaba convencido que el hombre que viajaba en el carruaje era el culpable de  esos horribles crímenes, y que había arrojado a la muchacha a la calle para poder inculparlo a él… Mientras él la socorría, ese hombre o su cochero, debían de haberle asestado un fuerte golpe en la cabeza… Pero lo que no podía explicar era la fascinación que había despertado en él, el pequeño cuchillo de plata que encontró al lado del corazón. Inexplicablemente, se lo guardó en el bolsillo del pantalón, y nada dijo de él a nadie. 
—Vamos a caminar un poco, necesito estirar las piernas—le dijo Jonh.
—Sí, vamos—y con una sonrisa añadió—: Tal vez encontremos a un par de hermosas mujeres que quieran pasear con nosotros.
—Recuerda, estamos de servicio…
—Siempre tan quisquilloso…
concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 24 de Octubre de 2011 a las 12:22

SOBREVOLANDO EL ESTANQUE



La niña lloraba desconsoladamente, el padre la tomó en brazos y acunándola le cantó la vieja canción que le enseñó su abuela. Lucía cambió el llanto por una risa alegre que se escuchó por toda la casa...


Natalia dejaba resbalar su dedo índice por la página, marcando la línea que estaba leyendo aplicadamente. A su lado, Pipo y Ramona, sus hermanos pequeños, la escuchaban atentamente esperando los acontecimientos y sobre todo disfrutando  del énfasis que su hermana ponía cada vez que les leía aquella historia. La sombra bajo la que se resguardaban del sol, iba deslizándose poco a poco y en la ciénaga se transparentaba el fondo lleno de lodo y hojas podridas por la humedad. Los niños metían los pies en el agua fresca mientras comían  sus meriendas.




-    ¿Tú sabes lo que es un papá? –preguntó Liula a su hermana Cala – ¿les oyes cómo dicen siempre papá y mamá. Me parece que nosotras no tenemos de eso ¿no crees?
-    No, no tenemos, nosotras sabemos desde pequeñas cómo cuidarnos solas, ya lo sabes.

Bien sujetas a la punta de la rama húmeda de un lirio, se dejaban balancear por la corriente a la vez que miraban por entre el agua clara a los niños sentados en la orilla. La ciénaga era su hogar, allí habían nacido y allí vivirían la mayor parte de su vida. Eran apenas visibles al ojo humano y sin embargo había cientos como ellas alojadas en aquel paraíso tranquilo. Liula era inconsciente, atrevida y muy inquieta y por eso siempre andaba trepando por unas ramas y otras y se alejaba de su grupo tanto que a veces le costaba volver a él. Pero el mundo era tan grande y había tantas cosas raras y hermosas en él, que no podía dejar de explorarlo para conocerlo todo.

-    Cualquier día de estos – informó a Cala – me iré y veré cómo viven los humanos lejos del estanque, es muy aburrido hacer siempre las mismas cosas, comer los mismos insectos y ver las mismas larvas. Yo quiero vivir fuera del charco, estoy segura que podría hacerlo.
-    Tendremos que esperar nuestro turno, Liula, llegará pronto y entonces saldremos al mundo y sabremos lo que hay en él.
-    Sí, ya lo sé, pero estoy impaciente y quiero que ese momento llegue pronto.

Y así fue, primero le tocó a Cala por ser la mayor, desapareció un día y Liula no volvió a verla. Una mañana ella también se despertó sintiéndose muy rara, a algunas de sus compañeras larvas también les pasaba lo mismo.  Sintió un impulso incontrolable de trepar por la rama de un lirio y llegar a la superficie. Una vez allí, su cuerpo sufrió una fuerte sacudida, una transformación dolorosa que la convirtió en una preciosa libélula. No entendía qué le estaba pasando, pero sabía que era algo inevitable que formaba parte de su vida. Se vio a sí misma reflejada en el agua y se sintió orgullosa de su nueva apariencia.  

Tenía dos pares de alas membranosas y llenas de nervaduras muy complejas que se extendían a los lados cuando se quedaba quieta, era esbelta y podía mover la cabeza a un lado y otro y eso le permitía verlo todo con unos ojos grandes que se juntaban en el vértice. Pronto comprobó que tenía una dentadura fuerte y que con ella podía triturar cualquier insecto que cazara para alimentarse. No era difícil quedarse parada entre las plantas y lanzarse en picado cuando algún mosquito se ponía a su alcance. También se dio cuenta de que era muy fuerte y que cuando lucía el sol, podía volar muy lejos.

Había otras muchas similares a ella revoloteando por las cercanías de su pequeña ciénaga, por eso se acordó de su hermana Cala e intentó ver si la distinguía entre todas ellas. Fue preguntando a una y otra si la conocían, pero todas se reían de ella porque no sabía cuál era la obligación de las libélulas cuando se hacían adultas. Por eso decidió que iba a aprovechar el tiempo conociendo todos aquellos lugares que había podido atisbar desde el agua, entes de que llegara su momento.

Pasaron los días y Liula, sin saber por qué, siempre volvía a la charca, así vio crecer y morir los nenúfares y plantas que vivían en ella y alimentaban a los muchos mosquitos y otros insectos, sus habitantes. Pasado un tiempo, un deseo irresistible le hizo pensar que debía volver al agua, a pesar de que sabía que tal vez muriera si se mojaban sus preciosas alas, tan delicadas y transparentes, pero el instinto le empujaba a hacer lo que tenía que hacer, tal y como habían hecho siempre todas las libélulas del mundo.

Eligió un lugar que le pareció seguro, justo debajo de la gran hoja de un delicado nenúfar, y depositó cuidadosamente las huevas que llevaba en su interior; nadie se lo había dicho nunca pero era algo natural, la razón de su existencia. Después movió sus cuatro alas rápidamente, casi con desesperación  y con el aire que levantaban consiguió que se secaran pronto, entonces salió volando y dio vueltas y vueltas sobre el agua, vigilando aquellas diminutas huevas que pronto cobrarían vida y saber así que crecerían seguras hasta que también a ellas les tocará transformarse en preciosas libélulas voladoras.

Ramona agitaba sus pies en el estanque haciendo círculos con el agua, las flores y hierbas se acunaban en las ondas y en el fondo el lodo levantaba pequeños remolinos.

-    Natalia ¿Por qué esos mosquitos de alas grandes vuelan todo el tiempo por encima del agua – Preguntó a su hermana – no se aburren de hacer siempre lo mismo?

-    No lo sé, cariño. Dicen que las libélulas vuelan así porque cuidan las huevas que ponen, hasta que nacen las pequeñas larvas.

La niña se quedó mirando pensativa  a aquellos pequeños y misteriosos seres que agitaban sus alas sin cesar dejando que en ellas se reflejaran los rayos del sol iluminándolas en un arco iris de colores.

jpiqueras
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Fecha de ingreso: 9 de Julio de 2009
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  • 25 de Octubre de 2011 a las 13:11

Vaya por dios... Pasaba por aquí... Nada, me equivoqué de hilo. A comentar me voy al otro lado. Disculpen.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 25 de Octubre de 2011 a las 14:29

El contorsionista

Julia miró con los ojos enrojecidos de llorar, el desordenado montón que formaban todos sus enseres en medio de la pieza principal de la vieja casa. Aquella misma mañana, el banco les había echado, por no poder pagar la hipoteca, del pequeño apartamento que fue su hogar durante un año. Tres hombres habían llegado con la policía y habían sacado todas sus cosas a la calle. Su tía Isaura, al verles allí en la acera sin saber a dónde ir, les había ofrecido aquella casona que, además de estar bastante apartada del núcleo urbano, ofrecía un desagradable aspecto de abandono, tanto por fuera como en el interior.
-Hasta la pasada semana vivió en ella un tipo algo extravagante y huraño, pero limpio –les explicó la tía-. Se llamaba Aquilino y nunca llegué a saber a que se dedicaba últimamente, sólo me dijo que de joven había sido contorsionista, que durante un tiempo había trabajado en un circo y más tarde se había enrolado en un barco de pesca. De pronto desapareció y no volvimos a verle el pelo. Se fue sin pagarme cuatro meses. Seguro que andará navegando por esos mares de Dios

El primo Iván, hijo de la tía Isaura, les había hecho gratuitamente la mudanza en su sucia y destartalada furgoneta y les había ayudado a meter todo el flete en el comedor. Javier, el marido de Julia, se había ido a trabajar y ella había quedado sola en la casona contemplando las cajas de cartón que contenían su vajilla, las bolsas de la basura con su ropa, un fardo hecho con una colcha atada por las cuatro esquinas, algún pequeño electrodoméstico, un colchón y una alfombra todavía enrollada.
Ahora empezaba a oscurecer y Julia pulsó el interruptor de la luz, pero la única bombilla que colgaba del techo no se encendió y lo mismo le ocurrió con todas las luces de la casa; se asomó a la ventana y constató que las casas cercanas permanecían a oscuras. “Debe de ser una avería general,” pensó. Por suerte, Aquilino había dejado una gran provisión de velas en un cajón de la cocina; fue encendiendo y dejando una en cada habitación de la casa, luego volvió a la cocina y comprobó que había un calentador de agua que funcionaba con butano; lo encendió, entró en uno de los dos cuartos de baño, el más amplio, abrió el grifo del agua caliente y, mientras se llenaba la bañera, empezó a desnudarse. Se había quitado el vestido y los zapatos, cuando las bombillas se encendieron e iluminaron de golpe todas las habitaciones. Fue entonces cuando vio la lavadora de la ropa en una esquina del baño y a través del cristal de la puerta de carga vio que había algo extraño dentro. Se acercó y se agachó a mirar qué era; un rostro de hombre, lívido, aplastado contra el cristal, la miró fijamente desde el interior con unos ojos desorbitados. Julia lanzó un grito de espanto y cayó al suelo desvanecida.
El Hado burlón, quiso que la mano que tenía apoyada en la lavadora se deslizara  unos centímetros y quedara encima de los botones del encendido y del centrifugado, manteniéndolos presionados, de modo que el tambor empezó a girar, con aquella cosa en su interior, a dos mil quinientas revoluciones.

No se sabe con exactitud cuanto tiempo estuvo Julia desmayada, pero cuando despertó, la lavadora seguía centrifugando. Al recordar lo que había visto, se levantó de un salto y salió corriendo del baño. En la cocina, después de tomar una tila, empezó a hacer conjeturas: “Es un hombre, eso está claro, yo diría que es el inquilino Aquilino, el contorsionista, pero, ¿quién le metió en la lavadora? A ver: hay dos posibilidades, una que el marido de mi tía haya venido a reclamarle el alquiler, hayan discutido, a mi tío se le haya ido la mano y le haya matado y no se le ocurriera un sitio mejor para ocultar el cuerpo. La otra es que él mismo se haya metido ahí, en un esfuerzo por demostrarse a sí mismo que todavía conservaba la flexibilidad de su juventud; pero, incluso para un contorsionista, tiene que ser muy difícil acomodarse en un espacio tan reducido como es el tambor de una lavadora de ocho kilos, así que cuando quiso salir y vio que sus miembros anudados se habían bloqueado y no le obedecían, se puso nervioso, luego sufrió un ataque de pánico y se le paró el corazón”.

Cuando llegó Javier, una hora después, y Julia le contó atropelladamente lo sucedido, entró en el baño y paró la lavadora que seguía girando sin control, abrió la puerta de carga y una pelota perfectamente redonda, un poco mayor que un balón de fútbol salió por su propio impulso y rodó por el suelo hasta la bañera. Javier la cogió y se quedó mirándola asombrado, pero al darse cuenta de que aquello que tenía en sus manos era un cadáver enrollado, comprimido y compactado, lo soltó de inmediato; la pelota cayó en el agua de la bañera y empezó a desenrollarse despacio.
Aquilino había perdido en parte la forma de un cuerpo humano: había quedado reducido a apenas ochenta centímetros de largo, tenía una cabeza desmesurada, con cuatro pelos que ondeaban en el agua, tenía el cuerpo aplastado como una tabla y las piernas enroscadas una con otra. Se hundió despacio en la bañera y, al sumergirse, proyectó una columna de burbujas que reventaban, silenciosas, en la superficie. A la vista de semejante horror, Javier perdió de golpe toda su entereza, se le revolvió el estómago y vomitó en el agua, encima del contorsionista; seguidamente, abandonó el baño a toda prisa, cerró la puerta y la precintó clavándole un par de tablas cruzadas.
-No estaremos mucho tiempo aquí –le dijo a Julia para tranquilizarla-, y mientras, podemos arreglarnos con el otro cuarto de baño, aunque sea un poco más pequeño e incómodo.
-Sí, pero esas tablas que clavaste en la puerta no hacen más que recordármelo.
-Eso puede evitarse si colgamos unas cortinas que las oculten. 
Así lo hicieron, pero ocurrió que, un par de semanas después, en el baño precintado empezaron a oírse ruidos cada vez más fuertes y más insistentes. Javier se armó de valor, desclavó la puerta y la abrió con cuidado. Aquilino seguía en la bañera, pero su cuerpo había sufrido una nueva metamorfosis: en el lugar de los brazos tenía ahora dos aletas, no tenía cuello, su piel se había oscurecido y su boca era enorme; en conjunto ofrecía un aspecto horripilante. Se estaba transformando en un  pez, pero no en uno cualquiera, sino en un pez muy feo: el Lophius Budegasa, más conocido vulgarmente como: Rape.
Javier se forzó a no apartar la vista de él, vio que movía débilmente la cola y se dio cuenta enseguida, de que se estaba muriendo de inanición. Con el mango de la escoba levantó el tapón de la bañera para que saliera el agua y el pez comenzó a boquear, consiguió meterlo en un saco de lona y lo llevó en el coche hasta la orilla del mar. Una vez allí lo soltó desde el acantilado; lo vio alejarse a lomos de una ola y le gritó:
-¡Adiós, Kilo, amigo, pescador reconvertido en pez! ¡Cuidate de tus antiguos colegas, que no te atrapen en la red!

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 25 de Octubre de 2011 a las 15:51
El patito feo

 

¿Sabéis aquel cuento del polluelo pequeño y feo al que sus hermanos y su madre despreciaban, del que se avergonzaban, y que al crecer se convirtió en un hermoso cisne? Pues la historia de su transformación es una nimiedad, una insulsez, si la comparáis con la de la historia que os voy a contar.

 

Recuerdo que Carmen era una cría desgarbada, muy miope, y con la cara cubierta por un acne bastante desagradable. En el cole algunos de mis compañeros, sólo para fastidiarme, pues sabían que estaba enamorado de su hermana Adela, me decían que Carmen era mi novia, que sabían que nos veíamos por las noches y yo acariciaba y besaba los granos purulentos de su cara. Cuando las dos hermanas entraban en clase comenzaban las risitas y los cuchicheos y alguno incluso se atrevía a acercarse y poniendo cara de bobo y desviando los ojos, hacía como que besuqueaba algo, diciendo: “Granitos, granitos, mua... mua...”. 

 

Y aunque yo trataba de pasar de las estupideces de mis coleguis, todo aquello me fastidiaba mucho. En realidad. yo con quien hubiese querido estar a solas alguna noche y hacer ciertas cosas que no sabía bien por qué, me pasaban por la cabeza, era con Adela, su hermana. Desde que la conocí estuve totalmente seguro de que la quería, de que quería ser su novio, y descubrí muy pronto que había cosas de ella que me atraían mucho. Tengo muy claro que desde muy pequeño mis inclinaciones fueron totalmente heterosexuales. Y aunque en aquellos años yo no entendía bien por qué, me gustaba imaginarme acariciando y besando determinadas zonas del cuerpo de Adela, o que ella hacía algo parecido conmigo. No podía evitarlo. Recuerdo, por ejemplo, como durante los trayecto en el metro, sentado junto a mis padres, para ir a casa de los abuelos los domingos, cerraba los ojos y pensaba con gran placer en esas cosas. Aunque no tardé en descubrir que para esos pensamientos era mejor la soledad, pues había algo en mi cuerpo que comenzaba a delatar lo libidinoso de mis ideas.

 

Pero iba a hablaros de Carmen. La flacucha y desgarbada hermana menor de Adela. La niña de los asquerosos granos y el pelo estropajo. La de las piernas palillo y los pies grandes. Sí, la hermana de Adela, la hermana de mi diosa, de mi amor secreto, del objeto de mis incipientes lujurias. Pues bien, Carmen, como Adela y toda su familia, desapareció de mi vida cuando mis padres decidieron que nos mudábamos a vivir al otro extremo de la ciudad, en un piso mejor y más grande que el que teníamos hasta aquel momento.

 

Y empezó una nueva etapa en mi vida en la que tuve que olvidarme de Adela. La verdad es que me costó menos de lo que suponía. Quizá contribuyó a ello el que no tardé en conocer otras musas para mi inspiración erótico sentimental. Y del mismo modo que la olvidé a ella, olvidé por completo al resto de su familia, incluida su hermana Carmen.

 

Pasados varios años me encontraba un buen día a media mañana en esa placeta que hay en el centro del Campus Norte de la Politécnica, y mientras me liaba un porrete con un poco de resina que le acababa de comprar a un camello que acostumbraba a dejarse caer por allí los viernes, escuché una voz que se dirigía a mí. No una voz cualquiera, no os penséis. Una voz dulce, suave, melodiosa, femenina. Una voz que me recordó la de una escritora sudamericana que unas semanas atrás había escuchado en una entrevista en un programa de radio de la tarde, una tal Posadas. Una de esas voces que no dudas en calificar de subyugadoras, que te embrujan y te atraen.

 

—Hola. Oye, ¿tú no eres Luis Fuentes, el que iba al cole de la calle Providencia?

 

Alcé la vista y abrí unos ojos como platos. ¡Menuda gachí tenía delante! ¡Qué sonrisa! ¡Qué ojos almendrados! ¡Qué media melena! ¡Qué piel! ¡Qué cuello! ¡Qué par de...! bueno, podéis imaginaros, perfectas, en forma, en medida... y todo hacía pensar que seguramente también en tacto. ¡Y qué cintura, qué caderas, qué elegancia, caramba!

 

—Sí, soy Luis. Pero... pero... ¿tú eres...¿ ¡No es posible!

—Claro que es posible, Luisín, tonto. Soy yo, Carmen. No sé si te acuerdas de mí. Tenía una hermana, Adela. Íbamos al colegio de doña Rosario contigo.

—¡Carmen! ¡Oh, Dios mío! ¡Sí, claro, Carmen!¡Qué alegría verte! ¡Claro que me acuerdo de ti! Y de tu hermana... creo que también la recuerdo. ¿Estudias por aquí?

—No, he acompañado a una amiga que tenía clase ahí enfrente, en ese edificio, el de telecos. Yo estudio en la central.

—¿Qué estudias?

—Estudio filología germánica. Ya sabes que yo siempre he sido de letras...

—¿De letras?

—Claro, Luisín... en el cole se me daban muy bien la literatura y la historia. Supongo que te acuerdas...

—Sí, claro. En cambio yo...

—Ya sé. Tú eras de ciencias. Yo sabía que acabarías haciendo caminos.

—¿Lo sabías?

—Tío, ¡eras el mejor en mates y física! Era evidente. ¿y que hacías ahora?

—Nada... me había salido un poco para relajarme. Hemos tenido un seminario de materiales pesadísimo. No puedes hacerte idea.

—Oye, ¿por qué no vamos a esa cafetería y hablamos un rato?

—Dabuten, preciosa. Te invito a tomar algo.

—Gracias, guapo. Vamos.

 

         Imaginaos, amigos, la situación. Aquella preciosidad, aquel ángel, no paraba de sonreír y mirarme de un modo... vaya, no es que estuviese coqueteando. No, eso lo hubiese notado yo enseguida. Simplemente es que parecía como si fuésemos viejos amigos, de esos que se compenetran perfectamente y no necesita fingir nada. De esos que con toda naturalidad se miran y se comen con la mirada conscientes de que es algo lógico... vaya, no sé si me explico. Vamos, que Carmen me miraba y sonreía de un modo que me hacía sentir a gusto y anulaba cualquier intento mío de hacer el gallito o el fanfarrón. Como si supiese todo de mí, me conociese a fondo y no necesitase nada más para decidir que yo me merecía estar allí con ella.

 

         —No creas que me había olvidado de ti, Luisín. – Ella seguía con aquella sonrisa y con aquella inclinación de la cabeza al mirarme, seguía con aquel gesto indolente de apartarse el hermoso cabello de la cara, y yo seguía alucinado, con los ojos a cuadros, mirándola sin acabar de creérmelo. — En estos años pensaba, sencillamente, que con el tiempo maduraríamos y confiaba que alguna vez volveríamos a vernos y, entonces, las cosas podrían ser distintas.

         —¿Distintas?

         —Sí. Que serías algo más lanzado, menos tímido, y... te animarías a decírmelo.

         —¿Decirte qué?

         —Anda, tontín. Lo sabes perfectamente. Cuando íbamos al cole estabas enamorado de mí. Lo sé porque se lo oí muchas veces a tus amigos. Sobre todo al Nomen y al Pons. Tu eras muy tímido y te torturaba que te lo dijesen. Y eras tan vergonzoso que en vez de mirarme directamente a la cara, hacías como que mirabas a mi hermana, que se sentaba a mi lado. No creas que no lo sabía.

         —¡Carmen, yo..!

—Calla, tonto. El caso es que yo también estaba enamorada de ti. Pero éramos tan tímidos los dos que aquello era una desastre.

—Sí que lo era, sí...

—Pero creo que fue lo mejor para los dos. Éramos demasiado pequeños. No como ahora.

—No. Ya no somos niños.

—¿Todavía lo estás?

—¿Lo estoy?

—¡Enamorado de mí, tontorrón! Porque te advierto que si me quedaba alguna duda, al verte he sabido que yo sigo queriéndote mogollón.

—¡Carmen! ¿No me tomas el pelo?

—¡Claro que no, cielo! Dime, ¿todavía sientes algo por mí?

 

 

¡Ay, amigos! Mentí como un bellaco. Le dije que sí, que seguía pensando en ella y que seguía enamorado de ella. Pero es que la gachí estaba tan buena, y era tan, tan encantadora... Y que caramba, el beso que nos dimos inmediatamente valió la pena. Todavía lo recuerdo. Ya lo creo. Y eso que luego hubo muchos más. Y después llegó nuestra hija... Pero esa es otra historia. Tal vez otro día, si tengo tiempo, os la explico.

concursoderelatos
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  • 25 de Octubre de 2011 a las 23:02

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Dos mil seiscientos setenta y ocho millones, doscientos cuarenta y un mil, trescientos treinta y siete, de ka de. Escribirlo así, con la redondez de las letras, lo hace más amigable pero no menos atroz. Ése soy yo. Esos diez números y esas tres letras, codificadas en una serie de líneas negras e impresas en una tarjeta de plástico blanco de un centímetro cuadrado, me identifican unívocamente. Es lo único que me diferencia de los demás. Lo demás: el habitáculo donde duermo, las comidas a las que me da acceso en cualquier restaurante , las ropas que visto, la actividad intelectual que necesito, la actividad física correspondiente, las horas de ocio pre-programado, hasta las relaciones que frecuento son asimilables a las de cualquier otro individuo. Es lo que hay. Desde que nacemos. Algunos se implantan la tarjeta bajo la piel. Es recomendable. No es obligatorio. Piensa en lo que ocurriría si se estropeara la tarjeta, si la perdieras, si te la roban, te dicen. Cuando todos sabemos que destruir, incluso dañar, la tarjeta es imposible. Perderla es altamente improbable: años de condicionamiento harían más factible dejarse un ojo en cualquier parte que la tarjeta. En cuanto al robo, simplemente: nadie codicia nada que pueda robarse. Nuestros deseos materiales son directamente colmados gracias a nuestra tarjeta identificadora. Y así vivimos. Felices. De uno en uno, de dos en dos o de tres en tres. No más. Solitarios, parejas o familias con un vástago. Un hijo y luego esterilización voluntaria. Somos demasiados. Está bien así. Tiene sus ventajas.

Dos mil seiscientos setenta y ocho millones, doscientos cuarenta y un mil, trescientos treinta y siete, de ka de. Llega un momento en el que aprendemos a leer, directamente, los códigos de barras. Se leen las tarjetas y usamos las tres letras, el resquicio de humanidad que nos queda, para dirigirnos unos a otros. Nadie tiene nombre. Dekadé. Ese es mi acrónimo. ¿Acaso hubiera sido mejor mi vida si mis padres hubieran elegido otro? No. Hubiera sido peor. Habría sentido la ilusa sensación de individualidad que me habría empujado a un agónico deseo de destacar. Habría sufrido por un sinsentido como tantos otros nos muestra la Historia que lo hicieron. Pocos de sus nombres se recuerdan. La mayoría por mero respeto a sus gestas contadas a modo de mito. Y se recuerdan, eso sí, cada vez menos. En la Historia sus apelativos también fueron transcodificados. El resto fue tratado igual que el resto. Por primera vez desde que existimos todos somos iguales. No sólo en derechos. Los que estamos y los que fueron. Tampoco a ellos se les niega. El mundo es un gran hotel repleto de actividades donde cada uno lleva su llave siempre encima. El sistema está automatizado y se mantiene por sí sólo. A unos pocos les toca, por sorteo, la tediosa tarea de custodiarlo. Un pequeño sacrificio. Un pequeño pago a cambio de una vida regalada. Aunque tampoco nadie conoció jamás a quien tuviera que ejercer ese cometido. Normal, a muy pocos les toca. Somos demasiados. Está bien así. Tiene sus ventajas.

Dos mil seiscientos setenta y ocho millones, doscientos cuarenta y un mil, trescientos treinta y ocho, de ka de. La identidad de quien nació inmediatamente después de mí. La probabilidad de encontrar a quien te sucede en numeración es infinitesimal. La probabilidad de que sea del sexo opuesto es doblemente infinitesimal. La probabilidad de conocerla hace el infinitésimo más infinitésimo todavía, incluso (o además) compartiendo inquietudes. La probabilidad de formar una pareja con ella tiende literalmente a cero. Si lo piensas durante un instante puedes llegar a creer que el que estas probabilidades se den no es más que una prueba de la existencia del destino. Pero nos enseñan a no dejarnos engañar por este tipo de trucos mentales. Si algo es probable es posible. Y si algo es posible antes o después sucede. No hay más. Y así, que conociera Dekade mientras disfrutaba de un baño en el mar artificial, que comenzáramos a hablarnos, a encontrarnos cada vez más a gusto el uno con el otro, por mucho que en otras épocas pudiera parecer algo único y casi milagroso, hoy sabemos que es algo inevitable. Las relaciones son sencillas, al fin y al cabo no nos diferencia casi nada a hombres y mujeres. Poco más que el sexo. Tampoco fue mi primera pareja. Las relaciones comienzan y terminan sin más. Para mí todo acaba cuando insisten en ser madres. Insistió. En eso éramos distintos, iguales a cientos de millones. No lo sentí. Yo nunca tuve instinto paternal. Somos demasiados. Está bien así. Tiene sus ventajas.

Dos mil seiscientos setenta y ocho millones, doscientos cuarenta y un mil, trescientos treinta y siete, de ka de. Ver la notificación en el monitor lo inició todo. Ser el elegido lo cambió todo. De nuevo, una probabilidad ínfima tomaba cuerpo en mí. Sabría cómo funciona todo. Un vehículo llegó a la puerta de mi edificio y fui invitado a subir por una voz metálica. Pude negarme. Miento. Nadie podría negarse. No sólo por el honor que supone. Ver tu identificador en la pantalla hace nacer en ti algo nuevo. Algo que te hace distinto a los demás. Y es agradable. Tras tomar asiento no hubo marcha atrás. Comenzó mi instrucción. Lo primero que se me ofreció fue una cajita en la que depositar mi tarjeta identificativa. Lo primero que se me pidió fue que me deshiciera de mi identidad. Que pasara de ser uno más a no ser nadie. El vídeo insistía en que no tenía por qué hacerlo inmediatamente, que era comprensible que quisiera aferrarme a la tarjeta. Sonreí. No dudé. Dejé el centímetro cuadrado de plástico blanco dentro de la caja que metí por la ranura indicada. El vehículo dio un giro brusco y ascendió. Había superado la prueba. Lo supe antes de que me lo indicara una nueva voz, esta vez más grave. Es más, había salvado la vida. De haberme negado habría sido eliminado. Sucede todos los días. El trato se acepta sin conocerlo. Nadie lo sabe, a nadie le importa. Es normal. Somos demasiados. Está bien así. Tiene sus ventajas.

Dos mil seiscientos setenta y ocho millones, doscientos cuarenta y un mil, trescientos treinta y siete, de ka de. Aún recuerdo mi número de serie. Sonrío cuando pienso que era mi identidad. Ya no tengo. No la necesito. Las máquinas saben quién soy cuando gestiono su funcionamiento. Obedecen porque soy yo quien da las órdenes. Aunque la mayor parte del tiempo solamente superviso y decido cuando el sistema entra en crisis. Puedo llegar al nivel de precisión de controlar qué comida servirán a un individuo concreto cuando vaya a un restaurante o dejar que el sistema se encargue de todo durante años. Años. Llevo varios años solo, siendo el único distinto de entre más de treinta y nueve mil millones de humanos absolutamente iguales unos a otros. Y nadie lo sabe. Sonrío cuando aún creo que soy parte de ellos. Y sin embargo no soy. Como tampoco son ellos en realidad. Y así surge un deseo: quiero ser recordado. Como los héroes que aún conservan su nombre en los mitos. Y esto me devuelve a ellos. Cualquiera de ellos sentiría lo mismo. En la época de los héroes era distinto. Eran pocos. Todos podían tener identidad. Muchos podrían ser recordados. Entonces lo decido: borrarlos. No a todos. Mantendría a unos cientos en varios grupos. En el sistema encuentro el modo. Otros ya lo pensaron antes. Reviso el plan. Es impecable. Nadie lo ejecutó. Y siguieron siendo nadie. Tal vez debería darnos identidad a unos elegidos. Borrar al resto. Somos demasiados. Estaría bien así. Tendría sus ventajas.

Dos mil seiscientos setenta y ocho millones, doscientos cuarenta y un mil, trescientos treinta y ocho, de ka de. Solicito el código. Aparece una mujer en la pantalla. ¿Quién es? Nadie. Como todos los demás. Salvo yo. Reviso las notas. Me sorprende que alguna vez haya tenido algo que ver con ella. Podría haber sido cualquiera. Repaso su vida. Todas están registradas. Salvo la mía. El día qué deje de ser uno más el sistema borró mis registros para que no fuera nadie. La suya es como la de tantos. Recuerdo: quiso hacerme padre y terminé con la relación. Lo sé. Estoy perdiendo demasiado tiempo con este individuo. Hacerla distinta es inaceptable. Nadie lo sabrá. Salvo yo. Leo que vive con alguien. Pero debe haber un error. Su pareja es demasiado joven. Lo compruebo. No es una pareja. Es un hijo. Esto no es usual. Tampoco  raro. Compruebo que hay millones de casos análogos. Como siempre. Finalmente consiguió lo que quería. Como todos. Ese es mi trabajo: hacerlos felices. A todos. En este caso lo conseguí sin querer. Está escrito. Me pregunto si me recuerda. Si le habló al niño de mí: su padre. No hay señal de que lo haya hecho. Al fin y al cabo yo era uno más. Doy gracias por no haberla condenado a ser especial. Ni al puñado de humanidad que no eliminara. Estoy cansado. Continúo. Debo elegir un sucesor. Yo ya no puedo más. ¿Cómo hacerlo? Sí. Al azar. Será lo mejor. Son demasiados. Estará bien así. Tiene sus ventajas.

concursoderelatos
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  • 26 de Octubre de 2011 a las 14:50

Cara o cruz

Era un trabajo sencillo: seguir a un tipo durante un par de semanas y dar cuenta de sus movimientos. El pichón, el objetivo, un tal Carlos Malbaseda; de profesión abogado. Y la clienta, la ricachona de su esposa, que rumiaba que pudiera estar engañándole con otra mujer. Odiaba este tipo de encargos y trataba de evitarlos en la medida de lo posible, pero mi situación económica dejaba poco sitio a remilgos o miramientos.

Malbaseda no era precisamente el mejor candidato al título honorífico de “Playboy del año”, pero, por lo que quiera que fuese, su mujer estaba completamente segura de lo contrario. El gachó era un hombre serio y retraído, un personaje depresivo de hombros caídos y ánimo ausente. Un triste. Raro era pensar que aquel pusilánime desvaído fuera el Casanova que pretendía su mujer, pero quién era yo para rechazar la pasta que me adelantó por el encargo…

Durante los días previos, había seguido los pasos de aquel tipo por medio Madrid y sus rutinas encajaban con lo que cabría esperar de la agenda de un ocupado hombre de negocios. Nada hacía presagiar que aquel día llegara a ser diferente.

-¡Mierda de “munipa”!

-Se terminó la carrera –sentenció el taxista frenando bruscamente.

Mientras aguardábamos a que el agente nos diera paso, el vehículo de Malbaseda se alejaba sin remedio haciéndose por momentos más y más pequeño, igual que nuestras posibilidades de reanudar la persecución en medio del caótico tráfico de la calle Gran Vía.

-¿Qué hacemos? –preguntó mi chófer.

Recordé entonces las anotaciones que hice en mi libreta cuando entrevisté a la clienta y la saqué del bolsillo para echarles un vistazo.

-¿Estamos cerca de…? -busqué, en una relación de propiedades a nombre de Malbaseda, algún inmueble que pudiera ser utilizado como picadero y seleccioné de entre ellas un par de apartamentos de pequeñas dimensiones -¿...Santa Brígida nº5...? ¿...O calle de la Ballesta nº4?

-La más cercana es Ballesta.

-¡Pues salga como una flecha! –le apremié.

 

El apartamento en cuestión estaba emplazado en el tercer piso de un edificio de cuatro plantas que no tenía muy buena pinta, no para un ricachón como Malbaseda, y aguardé un par de horas apostado frente al portal esperando que se produjera algún movimiento. Tres hombres entraron y salieron del inmueble, pero ninguno de ellos era Malbaseda. Ya estaba a punto de desistir en mis pesquisas cuando el letrero del restaurante chino de una de las esquinas de la plazuela me dio una idea. Marqué el número de teléfono que anunciaba y abordé al empleado que salió del restaurante, poco después, cargado con un par de bolsas.

-…Para el 3º A de Ballesta, nº 4, ¿verdad?

-Sí.

-¿Te gustaría ganar un dinero extra? –le propuse.

No me costó mucho convencerle para que ejerciera de improvisado detective y, a los pocos minutos, regresó con la comida y un poco de información como aliño. Según me dijo, el piso no estaba deshabitado, como ya intuía yo. Le abrió la puerta una «guapa señolita» a medio vestir que, por cierto, «no había hecho ningún pedido». El enfado le duró poco al chino. Exactamente lo que tardé en soltarle otro billete. Le pregunté si había visto algún tipo acompañándola y asintió con la cabeza. Sin embargo, no reconoció la foto de Malbaseda que le mostré para que identificara.

Entré en el edificio y busqué, sin hallarla, alguna salida trasera que hubiera permitido la huida y eché un vistazo al buzón del 3ºA: «Cruz Gálvez». Tendría que ser ella quien me sacara de dudas y, una vez que su acompañante hubo abandonado el domicilio, subí las tres plantas y llamé al timbre de la vivienda.

-Lo siento, cielo –dijo una voz desde el interior-, ya he cerrado la consulta.

-No le robaré mucho tiempo –vociferé desde el descansillo.

Esperé unos segundos y la puerta se abrió quejumbrosa. Me recibió envuelta en un bata negra de raso que le llovía hasta los tobillos.

-Todos prometéis lo mismo –clavó sus ojos en los míos y, tras escrutar mis pensamientos con descaro, me dio acceso a su apartamento-. ¿Una copa, encanto?

Asentí mientras tomaba asiento en el coqueto sofá de la sala. Ella abandonó la habitación y yo distraje la vista con el acompasado contoneo de sus caderas. Unos minutos más tarde regresó con las bebidas.

Sin duda era una mujer enigmática. De esas que en una fiesta acaparan miradas: lujuriosas de ellos y envidiosas de ellas. Cruz Gálvez desprendía magnetismo por todos los poros de su piel y femineidad hasta con el más tenue movimiento de su cuerpo o el más liviano de sus pestañeos. Tal vez no fuera muy bella desde el punto de vista de los cánones más clásicos, pues sus rasgos no eran suaves, acaso hasta duros, como su mirada; pero era realmente atractiva. Sus ojos te atrapaban. Resultaría sencillo prendarse de aquella mujer incluso para el “pocasangre” de Malbaseda, pues a fe que podría despertar lascivia en el más casto de los hombres.

-Aquí tienes, cariño –me entregó un whisky con hielo y se sentó a escasos centímetros de mí. Un pequeño sorbo a su bebida y comenzó a juguetear con mi corbata entre sus manos. Poco después, su pie ascendía por mi muslo con destino previsible.

-Sólo charla, Srta. Gálvez.

Ella se apartó ligeramente y se reclinó contrariada sobre el respaldo del sofá.

-Tómate tu tiempo, si quieres, pero el taxímetro ya está en marcha. Por cierto, llámame Cruz. Lo de “Srta. Gálvez” me mata la libido.

Extraje un par de billetes de mi cartera y los deposité encima de la mesa frente al sofá, bajo un cenicero de cerámica de dudoso gusto. Ella los contempló con desdén.

-Carlos Malbaseda, ¿qué me dices de él?

Su voluptuosa sonrisa tornó en gesto de disgusto.

-No tienes pinta de “madero”...

-¿Algún problema con el gremio?

-Depende de lo suelta que tengas la mano. A los clientes no les gustan las marcas.

-No suelo ser violento –le tranquilicé-. ¿Qué me dices de Malbaseda? –insistí.

-No me suena –dijo recuperando la pose.

-Delgado, hombros caídos, abogado…

-Conozco muchos abogados –replicó burlona.

-No todos son dueños de este apartamento… ¿Te empieza a sonar, Cruz?

-…Puede..., ¿qué quieres saber? –dijo tras un largo trago.

-Todo lo que me puedas decir.

-¿Sobre lo que hace o sobre lo que le gusta que le hagan? –sus labios jugaban con el hielo de la bebida.

En ese instante comprendí que nunca me daría la información que necesitaba sin un poco de… “presión” y la zarandeé sujetándola por el cuello con todas mis fuerzas. Mis manos se relajaron al ver la expresión de su rostro amoratado.

-¡Dijiste que no eras violento! –me reprochó asustada intentando recuperar el aliento.

-Dije que no solía… ¡Habla!

-¿Por qué quieres saber de él?

-Su mujer me ha contratado. ¿Satisfecha? Empieza a largar por esa boca tan bonita que tienes.

De sus profundos ojos negros brotaron lágrimas salidas de lo más hondo de sus sentimientos. Y de aquella mujer majestuosa no quedó ya rastro. Se desvaneció sumida en llantos, con la cara escondida entre sus manos.

-¡Habla ya! –le reclamé.

-No lo entiendes –dijo entre sollozos-, yo la amo. A pesar de todo la amo. –Alzó la cabeza y, bajo el marchito maquillaje difuminado por los lloros, lo vi. La tristeza ensombreció sus ojos y dio luz a los míos. De no ser así no le hubiera reconocido.

-¡¡Tú…!!

-Sí. Soy yo. Carlos Malbaseda. Abogado de día y puta de noche –se sinceró con rabia.

-¿Pero…?

-Lo sé, no lo entiendes. Nadie lo ha hecho nunca. ¿Cuánto te paga? ¡Te daré el doble! Pero no le digas nada, por favor. ¡Te lo suplico! Eso la destrozaría.

Recogí su copa rota del suelo y le ofrecí la mía.

-No puedo hacer eso. Tengo una ética que salvaguardar...

-Lo comprendo. Aunque te sorprenda lo entiendo. Pensarás que «qué sabrá de ética» un degenerado como yo, pues, tal vez, más que nadie. Siempre guardé las formas. Siempre me comporté como el hombre que era… o el que debía ser. Pero mi condición lo hace complicado, ¿sabes? Desde pequeño he luchado por evitar ser quien soy. Pero no se puede vencer la realidad; hace tiempo que me di cuenta de ello. Soy como esta moneda que me regalo mi padre cuando era niño –se arrancó un colgante de plata del cuello-. Se suponía que era algún tipo de premio por hacerme mayor y convertirme en un hombre –rió amargamente-. Irónico, ¿verdad? Sí, soy como esta moneda. La cara..., mi vida pública: ese reputado abogado de conducta intachable. Mi cruz, lo que ves de mí ahora –la miró con rabia y me la entrego-. ¡Quédatela! La guardé para recordarme quién soy y quién debía ser. Ya no me hará falta.

Durante al menos una hora traté de consolar ese alma atormentada, y, al salir del apartamento, no conseguía desprenderme de la sensación de amargura que me había transmitido. Esa aflicción me acompañó durante el resto de días que duró la vigilancia.

 

La mañana siguiente al término de la investigación me dirigí hacia la residencia de los Malbaseda. En el bolsillo derecho de mi americana guardaba un completísimo informe de todo lo que había averiguado durante las dos semanas de vigilancia: fotos, fechas, horarios, clientes… Un segundo sobre con un escueto mensaje le acompañaba: «Muy Señora mía: del seguimiento de los itinerarios de su marido no se desprende que haya mantenido o puede mantener aventura alguna con ninguna mujer».

El personal de servicio me hizo pasar a una pequeña sala y me senté en una butaca aguardando a mi patrona. Llegó pronto, presa de ansiedad e incertidumbre.

-Aquí tiene –le dije.

-No entiendo… ¿Qué son estas dos cartas que me entrega?

-En las dos le informo del resultado de mis averiguaciones. Sin embargo, sólo una de ellas le satisfará.

-Y… ¿cuál es? ¿Cuál debo abrir?

-Es elección suya. …Quizá esto pueda ayudarle a decidirlo –le entregué la moneda que días antes me regalara Malbaseda.

Me despedí respetuosamente y, aprovechando su estado de confusión, di media vuelta evitando que pudiera hacerme alguna pregunta.

A pesar de los años que han pasado desde que ocurrió aquello aún sigo preguntándome cuál de las dos cartas abriría: ¿cara o Cruz?