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Foro para escritores de Bubok

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zarax
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97º Concurso de relatos quincenal - Tema: VOLAR - RELATOS aquí

28 de Enero de 2013 a las 10:34
Queda abierto este hilo desde hoy 28 de enero hasta el día 7 de febrero en que se cerrará y comenzará la etapa de votaciones. El domingo día 10 haré el recuento y sabréis los resultados.

GRACIAS A TODOS LOS QUE PARTICIPÉIS.
concursoderelatos
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  • 31 de Enero de 2013 a las 20:53
Torre de control

No me lo podía creer ni aun viéndolo con mis propios ojos. Los números coincidían, sí, los seis estaban en la pantalla del teletexto y en el resguardo que tenia entre mis manos. Podía ser un error, tal vez los números de la pantalla no eran los correctos; cambié de canal y volví a comprobar. Eran los mismos números. Pasé por los teletextos de todos los canales y sí, los números seguían coincidiendo. ¿Sería posible? Un único acertante con un premio de más ochocientos mil euros. ¿Y si todas las cadenas habían anotado mal los número agraciados?
Cogí el ordenador y busqué en internet: los números eran iguales. Necesitaba más pruebas. Encontré por fin un número de teléfono al que podía llamar para que me dieran la combinación ganadora. Era una grabación y… ¡Sí! ¡Eran mis números!
De forma instintiva guardé el resguardo en mi sujetador. “¿Y ahora qué?” Me preguntaba sin dejar de dar saltitos nerviosos por toda la casa. “Tengo que llamar a Alfredo y decírselo”. Ése fue� mi primer pensamiento, pero me gustó más el segundo: “no, mejor le doy la sorpresa cuando llegue a casa después del trabajo”. El tercero me pareció algo perverso: “¿y si no le digo nada?”. Finalmente me incliné por el cuarto: “haz las maletas y desaparece. Vuela”.
En la maleta no puse mucho, lo imprescindible para tres o cuatro días. Iba a renovar todo mi vestuario, ¿para qué cargar con más peso del necesario? Los bancos estaban abiertos, me fui al más cercano, en el que además Alfredo y yo teníamos una cuenta conjunta y, con mi papelito mágico y abrí una sólo a mi nombre en la que ingresé el boleto premiado. De la conjunta saqué lo necesario para poder largarme -lo devolvería en cuanto hubiera cobrado el premio, no soy tan mala persona- y, con mi maleta, me fui al aeropuerto en un taxi.
Yo nunca había volado y no sabía cómo se hacía eso de llegar a la terminal y coger el próximo vuelo. Y a todo esto… ¿a dónde quería ir? Ni lo había pensado.
Al final salí a la parada de taxis y contraté uno para que me llevara a Valencia. ¿Por qué Valencia? Ni idea, fue la primera ciudad que se me vino a la cabeza y además en estos días estaban diciendo en los telediarios que allí estaban teniendo muy buenas temperaturas, no me apetecía pasar frío.
Por el camino me empezó a sonar el móvil. Alfredo. Era lógico, ya habría llegado a casa y al no encontrarme… Apagué el teléfono. Pensé que no tenía demasiado sentido haberlo traído conmigo; si iba a desaparecer, llevar mi viejo móvil era absurdo. En cuanto paráramos a tomar algo o hacer pis, lo tiraría. Y lo hice, pero antes lo encendí para echarle un vistazo: doscientos mil mensajes. No eran tantos, no, pero había muchos, casi todos me decían que Alfredo me había llamado mientras mi móvil estaba apagado o fuera de cobertura. Mi amiga Susi también me había llamado unas cuantas veces; seguro que Alfredo se había puesto en contacto con ella para preguntarle por mí. Por fin, un mensaje escrito por Alfredo: “cari testoy yamando y me das apagada llmme qstoy preocupado”.
Sonreí porque me di cuenta de que si hubiera escrito el mensaje como dios manda no habría superado el número de caracteres permitido por mensaje. Pero lo de abreviar a la buena de dios debe de ser algo instintivo en la naturaleza humana cuando tenemos entre las manos un teléfono móvil. Me dio un poco de pena, no pretendía preocuparlo, así que le respondí.
“Alfredo, no me ha pasado nada, estoy bien. Me he largado y no sé si volveré, creo que va a ser que no. No te preocupes. Un beso. ¡Ah! Voy a tirar el teléfono a una papelera ahora mismo. Otro beso”
Lo escribí con todas las letras y sin fijarme en el número de caracteres. Podía permitírmelo. ¡Hasta puse las tildes!
Enviar, apagar, poner el móvil en el suelo para pisarlo e inutilizarlo y tirarlo a un contenedor que había a la salida de la gasolinera en la que nos habíamos detenido. “¡Mierda!” Fue lo que pensé cuando cerré la tapa del contenedor, “no le he dicho nada del dinero que he sacado de la cuenta. Bueno, en cuanto esté cobrado el premio se lo ingreso y ya está”.

Supongo que a estas alturas os estaréis preguntando qué me ha llevado a actuar como lo he hecho. La verdad es que ahora mismo, tumbada en la cama de la habitación del hotel en el que me he alojado, yo me estoy haciendo la misma pregunta. Alfredo no es mi marido, pero como si lo fuera, llevamos juntos quince años y si no estamos casados ha sido más por pereza que por cualquier otra cosa, nunca pensamos que fuera algo necesario para mantener nuestra relación viva y, como no hemos tenido hijos, tampoco suponía ningún lío legal. Bueno, si alguno de los dos moría el tema de las herencias y las pensiones se podría complicar un poco pero, sinceramente, nunca nos habíamos detenido a pensar seriamente en la posibilidad de que uno de los dos pudiera fallecer en un plazo corto de tiempo.
Me doy cuenta de que ha aflorado el diablo que hay dentro de mí, ése que casi siempre conseguí mantener a raya y oculto, el que cuando tenía cuatro o cinco años me hizo romper sin querer un jarrón y le echó la culpa a mi hermano pequeño aprovechando que no sabía hablar para desmentirme. El que muchas noches me hace soñar con vidas distintas y me despierta llena de desazón y tristeza.
Ahora puedo vivir la vida que me apetezca vivir, ¿por qué he dejado a Alfredo al margen? ¿Es que no le quiero? ¿Es que no estaba en mis sueños? Sí, sí que le quiero, pero la verdad es que nunca apareció en mis sueños; Alfredo es real, siempre lo fue, palpable, de carne y hueso, anclado al suelo, no apto para volar. Y yo quiero volar.
Me río, sí, me estoy riendo de mí misma y de la asociación de ideas que acabo de hacer: “quiero volar y no he sido capaz de subirme a un avión en Barajas.” Es una tontería, ya lo sé; cuando digo que quiero volar me refiero a ser libre, a no tener ataduras, a poder hacer en cada instante exactamente lo que me apetezca hacer sin pensar en consecuencias ni posibles reproches, sin temer a mi propia conciencia. Y mi conciencia me está dando un repaso ahora mismo…
Os parecerá absurdo, pero ¿sabéis que es lo que me más me apetece en este momento? Tener a Alfredo a mi lado, contarle que nos ha tocado una primitiva indecentemente millonaria y celebrarlo con él por todo lo alto. Soy gilipollas, me acabo de dar cuenta: claro que Alfredo no ha estado nunca en mis sueños, no necesitaba estar allí, estaba a mi lado.

—Hola, mi vida —digo en cuanto desaparece el tono de la llamada, sin darle tiempo a decir ni “diga”—. Estoy en Valencia… pero salgo ahora mismo para Madrid, en cuanto llame a un taxi para que me lleve a casa. He tenido un momento de enajenación mental transitoria muy serio, te cuento cuando llegue, pero tú tranquilo, que todo está resuelto. ¡Y tengo una noticia más buena que darte…!

Colgar, coger la maleta que no he deshecho, pedir un taxi en recepción, pagar la cuenta y salir pitando para Madrid. Con un poco de suerte llego para la cena.

concursoderelatos
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  • 3 de Febrero de 2013 a las 8:47

Un avión en la memoria


Hay rutinas enraizadas en nuestra vida hasta tal punto que, acabado el motivo que las hizo presentes, vuelven sin embargo una y otra vez. Así, cerca de las diez de la noche era la hora en que hablaba con mi madre, cuando le contaba lo que había sucedido a lo largo del día. En muchas ocasiones no sabía qué decirle que le animara. Sabía cuánto echaba de menos a sus hijos lejanos, cuán sola se sentía en ocasiones viviendo en aquella residencia. Por eso me esforzaba en llamarle cada noche contándole las mil fruslerías de todos los días, con las que ella se conformaba y se iba a dormir más tranquila.

�Lo que yo no podía imaginar es que, varios años después de su muerte, aún echara de menos esos momentos en que alguien me escuchaba con interés desmedido, una persona se interesaba por cada detalle que se hacía repetir, como si de tanto hacerlo terminara adquiriendo una importancia que yo no había podido percibir.

- Estuve escaneando fotos antiguas –le dije una vez-, de cuando éramos pequeños. Quiero hacer un álbum y enviárselo a mis hermanos.

�Ella se alegró.

- La próxima vez que vengas me lo tienes que enseñar, no te olvides.

- Es un álbum digital, mamá –contesté.

- No sé qué es eso.

- Que no está en papel.

�Como vi que no me entendía, intenté cambiar de tema.

- Hay una foto de la que quería preguntarte. Estamos bajando de un avión tú y yo. Era chico y no me acuerdo que cogiéramos ningún avión por aquellas fechas.

- ¡Ay, sí! –contestó rápidamente con esa memoria que conservaba intacta a sus noventa años-. Nos fuimos a Madrid, a ver a la abuela, yo la echaba mucho de menos, hacía por lo menos dos años que no la veía a ella ni a la Pepi.

�Entonces, en apenas diez minutos, me contó esa corta historia con su voz animada de siempre, la que recobraba al hablar del pasado.

- Ya sabes que por entonces no teníamos dinero para nada. Tu padre trabajaba mucho –no tanto, pensé yo-, y no nos llegaba para terminar el mes. Para entonces tú tenías cinco añitos. Como llevaba dos sin ver a los míos, un día tu padre trajo a casa a un amigo o alguien que conocía. Me dijo que si aceptaba llevar unos transistores debajo del vestido, él me pagaba el viaje a Madrid para mí y para ti.

- ¿Fuiste una mula? –pregunté estupefacto.

- No sé qué es eso. Lo único que hice fue llenarme de transistores todo el cuerpo, sujetándolos con la ropa. Parecía que pesaba doscientos kilos –rio recordando.

- En la foto bajamos por la escalerilla del avión, yo voy con cuidado por delante y tú me estás sujetando un brazo. Es verdad que pareces muy gorda.

- Se me caían todos esos condenados transistores por el refajo que llevaba. Tuve que arreglármelos en el baño del avión, uno de dos hélices que hacía un ruido espantoso.

- Y yo ¿qué hacía?

- Ni me acuerdo. Sólo recuerdo que estuve sudando todo el camino porque no podía quitarme el abrigo y los transistores se me resbalaban con el sudor por todas partes. La foto nos la hizo uno de esos fotógrafos que entonces había, de los que retrataban a todos los que salían del avión.

�Sonrío ahora, cada vez que veo esa foto en el ordenador. Ella se sujeta con una mano el abrigo mientras se agacha a duras penas para agarrarme y que no me caiga. Mi primer vuelo, me digo. Aquellos cacharros que volaban a duras penas supongo, aquel tiempo que era un tesoro en la memoria de mi madre. Uno de aquellos momentos que se fue con ella y que ni siquiera he contado a mis hijos, porque se reirían o se aburrirían pensando que aquello es una antigualla. Esos momentos que en ocasiones me dejan suspendido, como ausente, cerca de las diez de la noche de un día cualquiera.

concursoderelatos
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  • 6 de Febrero de 2013 a las 15:53
Misin de paz


—Teniente, ya queda poco. —

La cabo Martnez acababa de sacarme de mis pensamientos. Ciertamente estaba deseando que aterrizramos. Es muy incmodo viajar de uniforme y apretujado contra los compaeros, aunque empezaba a acostumbrarme a aquellos viajes y a veces, hasta los echo de menos cuando estoy en casa.

Hubiese preferido tener a la sargento Miralles… a Paula, pegada a mi cadera, en vez de al soldado Portillo que pareca no haber lavado el uniforme en los siete aos que llevaba en el ejrcito. Pero saba que en cuanto aterrizramos, Paula y yo, seguramente, nos buscaramos y cuando tuvisemos ocasin, nos tomaramos algo juntos en la cantina con los dems compaeros y despus intentaramos quedarnos a solas. Estaba sentada frente a m e intentaba rehuir mi mirada, pero yo saba que deseaba lo mismo que yo. Mi imaginacin volaba recordando su calidez y su suavidad. Ella me haba confesado, mientras hacamos el amor unos das antes, que se haba enamorado de m, aunque yo no tena tan claro sentir lo mismo por ella, pues adoro a mi mujer, pero no la soporto; cuando estaba varios das en casa, deseaba que pidieran voluntarios a alguna de las misiones de paz que llevbamos a cabo de cuando en cuando. Y all estbamos de nuevo, ms de doscientos soldados metidos en un hrcules camino de nuestra misin.

Abrochamos con fuerza nuestros cinturones y el avin comenz a bajar a toda velocidad y prcticamente en picado. Esto es lo que peor llevo de estos viajes, pero soy consciente de lo importante que es aterrizar de esta forma; hay que estar el menor tiempo posible cerca del punto de mira de los insurgentes y tomar tierra cuanto antes para que no nos alcancen los disparos de esos locos a los que la vida les importa un bledo, y mucho menos la de los soldados que vienen a ayudar a sus enemigos. No nos quieren all, eso lo sabemos, pero no queda ms remedio que ir y alguien tiene que hacerlo.

Mis ltimos pensamientos antes de tomar tierra siempre van dirigidos a mis cuatro pequeos talibanes, como me gusta llamarlos. Ellos son la nica razn por la que siempre deseo volver a casa. Les echo de menos cuando estoy en misin de paz.

Demasiadas horas volando hacen que las piernas se entumezcan y que cueste un poco echar a andar cuando por fin ests en tierra.

Tras mostrarnos nuestras nuevas habitaciones, el capitn Salazar nos dej que descansramos unos minutos y colocsemos nuestro pequeo petate, antes de reunirnos en una de las tiendas atrincheradas que serva de sala de reuniones. All nos explic las ltimas novedades y nos pidi que extremsemos al mximo la precaucin a la hora de movernos por la base. Se rumoreaba que varios insurgentes se haban “colado” en la base con la excusa de estar enfermos y necesitar ayuda de nuestros mdicos. Y aunque todos y cada uno de los afganos haban sido registrados en profundidad, se les supona lo suficientemente peligrosos como para tener que desconfiar de ellos.

Tras la charla, se nos permiti tener el resto del da ms o menos libre; al da siguiente, debamos salir de la base para reparar algunas antenas de telecomunicaciones que haban sido daadas tras los ltimos ataques.

Paula y yo acabamos besndonos tras las tiendas, con pasin, tal y como yo haba predicho. Le dije a uno de los soldados de guardia que no permitiera pasar a nadie a aquel rincn y que me avisara rpidamente si se requera de mi presencia urgente en algn sitio.

No dio tiempo para mucho ms. Cuando llevbamos varios minutos deshacindonos en besos, caricias y tirones de uniforme con intentos de llegar hasta nuestras pieles calientes, son aquella detonacin que prcticamente nos dej sordos. Mis odos comenzaron a silbar dentro de mi cabeza. Colocamos nuestra ropa rpidamente y corrimos hacia el centro de la base. Uno de los proyectiles que aquellos locos lanzaban desde un pueblo cercano al azar, haba hecho blanco en el mismo centro de la base, o eso pareca. La fila de afganos que esperaban a ser atendidos por los mdicos, se refugiaron tras los sacos y corran como cucarachas. Algunas mujeres, llevaban a sus hijos en volandas para ponerlos a salvo. Los gritos de los hombres se mezclaban con las rdenes de los oficiales y todos, mirbamos al cielo, en espera de algn otro proyectil.

Nunca haba visto tan cerca tal masacre hasta ese da.

Casi nunca atinaban con aquellos ataques. Pero esa vez, tuvieron la suerte de dar en el blanco.

Caan trozos de carne chamuscados a mi alrededor.

Alguien tir de m y me puso a cubierto mientras me tenda el casco; debi carseme de la cabeza en algn momento.

Despus, lo que mis ojos vieron, no se borrar de mi mente jams: un nio de unos ocho aos, llorando y gritando en su idioma, llamando a su madre seguramente, corra sin rumbo justo antes de que uno de aquellos proyectiles atinara cerca de l y sali volando por los aires en pedazos. O eso es lo que dijeron los peridicos, que haba sido otro proyectil, pero lo que yo vi, fue a aquel chiquillo estallar, simplemente. S que el nio era el proyectil. l era quien llevaba la carga atada a su cuerpo. Mi cabeza no deja de preguntarse an hoy, qu tipo de madre hara eso con su pequeo.

No poda quitarme de la cabeza a mis pequeos talibanes con sus sonrisas, sus besos, sus abrazos y sus chillidos… aquellos chillidos y travesuras que hacan que yo deseara volver a una misin de paz. En lo que no pens fue en mi mujer, en la madre de mis hijos… sigo sin soportarla.

— Entonces fue cuando decidiste dejar el ejrcito? — pregunt el psiclogo, el teniente coronel Blanco.

— S. —

— Y qu pasar con Paula? —

— Ella sabe cuidarse de s misma. —

— Y tu mujer? La quieres ahora? —

— No. Slo quiero estar con mis hijos. —

— Est bien, firmar este papel hasta que te encuentres mejor. —

— Gracias. —
concursoderelatos
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  • 6 de Febrero de 2013 a las 19:03

La cama

 

Alberto se tumbó en el lecho cansado y con ganas de desaparecer del mundo que le rodeaba.

 

Miró a su izquierda con rabia contenida: su mujer, Maribel, dormía con la excusa que consistía en que a la mañana siguiente debía madrugar mucho para acudir a la churrería en la que trabajaba, la cual estaba abajo, junto al portal de casa.

 

Hacía tiempo que no se abrazaban en la cama antes de conciliar el sueño. La última vez que habían hecho el amor había sido hacía más de dos meses. Últimamente ella le subía  churros para desayunar, como para compensar, porque además a él le gustaban mucho. Pero Alberto no podía dejar de pensar en el amigo de toda la vida que tenía Maribel.

 

Ella era bajita y delgada, y muy guapa: su pelo era castaño suave y tenía una sonrisa tierna que encandilaba como ninguna.

 

Alberto, hastiado, se frotó los ojos. Suspirando se echó para atrás el moreno flequillo. Había pasado una mala jornada laboral. El trabajo le aburría a más no poder, casi tanto como sus compañeros y sus tonterías.

 

Dio la espalda a Maribel y apagó la luz de la mesita. En la oscuridad estiró las piernas dentro de las sábanas blancas y notó con sus pies como éstas estaban frescas. Sus músculos se destensaron. Cerró los ojos y comenzó a respirar profundamente.

 

Al poco, la cama se elevó. Ya no estaba Maribel en ella, sólo él. La cama subió hacia el techo. Lo traspasó como si éste fuera invisible. Al vivir en un ático, enseguida se halló el lecho en el exterior. En éste, curiosamente, era de día. Había un sol radiante, aunque en el cielo azul también había muchas nubes blancas y esponjosas. Hacia ellas ascendía la cama, dando vueltas sobre sí misma, al tiempo que una música celestial llegaba a los oídos de Alberto. Unos seres que no sabía si eran hombres o mujeres daban vueltas alrededor de la cama. Aquellos seres tenían el pelo rizado. Algunos lo tenían rubio y otros castaño. Y tenían alas blancas.

 

La cama inició una marcha veloz con destino a algún lugar. Dejó atrás, a vista de pájaro, edificios, campiñas, ríos, colinas y sierras hasta llegar al pueblo en donde Alberto había nacido. La cama se detuvo en el patio de su antiguo colegio. Allí jugaban al pilla-pilla, con bata, sus amigos de la infancia: Juan, Pedro, María, Sandra, Estíbaliz, Perico… Se unió a ellos. Alegres lo pasaron muy bien hasta que sonó el timbre. Entonces Alberto se despidió de sus antiguos amigos y se subió a la cama.

 

Ésta se elevó de nuevo hasta el cielo. Otra vez con una marcha veloz dejó atrás muchos campos, hasta regresar a la población en la que ahora vivía Alberto. El lecho se detuvo en la puerta de su lugar de trabajo. Alberto entró en la oficina. Allí estaban sus compañeros, pero no eran como habían estado siendo últimamente, sino que eran simpáticos y amables como los primeros días. En su mesa apenas había informes pendientes que revisar ni cartas de clientes para abrir.

 

Luego Alberto salió a la calle y volvió a subir a la cama, la cual inició, una vez más, una veloz marcha, en esta ocasión hasta llegar al mar. Ronzándolo voló muy rápido por las aguas saladas durante un rato, dejando tras de sí una estela espumosa y blanca. Unos sonrientes, simpáticos y saltarines delfines acompañaron a Alberto y su cama hasta una pequeña isla del Mediterráneo. Se trataba del lugar en el que él y Maribel habían pasado su luna de miel.

 

En la orilla de una paradisiaca playa estaba ella, sentada junto a unas palmeras llenas de cocos. Alberto la besó y se abrazaron enamoradísimos. Estuvieron después bañándose en el agua largo rato. Allí el líquido elemento era limpio y cristalino. Salieron. Aún mojados se desnudaron e hicieron el amor con tanta intensidad y placer que les llegaba hasta sus estómagos el conocimiento de todo esto.

 

Alberto, sin comerlo ni beberlo, se hallaba solo sobre la cama, estando ésta de nuevo rozando el mar, de regreso a casa.

 

Pero antes se detuvo sobre la churrería de Maribel. Desde la cama suspendida en el aire vio que en la puerta estaba su mujer, con la cabeza apoyada en el pecho de su amigo íntimo de la infancia. Luego, ambos sonreían. Ni Maribel ni su amigo repararon en la presencia de Alberto. Cada poco se besaban y eso provocaba que sonrieran más.

 

Alberto, sin saber qué hacer, pensó que debía volver a casa. De repente  se encontró en la habitación en menos que canta un gallo.

 

Encendió la luz. Notó que se había ensuciado el pijama junto a su sexo. Maribel no estaba. Se levantó y se dirigió a la cocina. Allí su mujer calentaba la leche. Se dieron los buenos días y al poco comenzaron a desayunar. Ella acabó antes. Mientras recogía observó que Alberto no había probado los churros.

 

      - ¿Hoy no quieres? –preguntó señalándolos con la cabeza.

 

Él la miró por encima del tazón del desayuno y dijo:

       -  No, hoy no.

 

Y cuando Maribel había regresado a la churrería, pensó que ese día no iría a trabajar. Se fue a la habitación, se metió en la cama y apagó la luz.

 

concursoderelatos
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  • 7 de Febrero de 2013 a las 17:38

concursoderelatos
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  • 7 de Febrero de 2013 a las 20:36
Y, sin embargo, vuela

El portazo hizo estremecer a Marga, convirtiéndola en un feto de treinta y tres años en el improvisado útero que conformaba un sofá desde el cual apenas se escuchaba el sonido de una radio vecina, etéreo cordón umbilical con el mundo más allá de la penumbra del salón. A la agresión blindada le siguieron unos pasos apresurados, el golpe de algo blando y pesado dejado caer, la queja de otra puerta (abierta con algo más de cuidado esta vez) y alguien desplomándose sobre su camita, tratando de esconder las lágrimas entre los pliegues de encaje de unos cojines sonrosados.

Marga encontró a su pequeña tendida, todo lo larga que era (que era mucho ya), sobre la cama, llorando. Se mantuvo en el quicio de la puerta a la espera de que la mayor parte de la rabia fuera drenada, ya que mientras ésta siguiera en el interior de la niña embotaría sus sentidos (como debajo de agua) y nada de lo que le dijera serviría de mucho. Cuando la niña se calmó, Marga se acercó para sentarse a su lado mientras sacaba un pañuelo de papel del bolsillo del pantalón.
– ¿Ya?
La niña asintió al tiempo que sorbía por la nariz. Marga se mantuvo a su lado, peinándola con los dedos, dándole el tiempo que necesitaba para ordenar las palabras.
– ¿Me lo vas a contar?
La niña se encogió de hombros, tomó aire.
–Es que soy tonta –dijo, manteniendo la vista en los cojines humedecidos.
–Mírame –Marga tomó a la niña de la barbilla para que girara la cabeza –. Tú no eres tonta ¿Quién te ha dicho eso?
–Raúl Pérez.
– ¿Y porque ese niño lo diga tú ya te lo crees?
–No, pero es que tiene razón.
– ¿Pero cómo...? –Marga se interrumpió al ver el atisbo de miedo que su reacción provocó en la pequeña. No: debía contener su propia ira y dejar que su hija le explicara. Más serena preguntó – ¿Por qué crees que tiene razón Raúl Pérez?
–Porque soy bracicorta.
– ¿Bracicorta?
–Sí, quiere decir que tengo los brazos cortos.
– Tú no eres bracicorta, cariño, ¿y qué tiene que ver eso para que te diga que eres tonta?
– Sí soy bracicorta, porque no me llego a la oreja izquierda con el brazo derecho por detrás de la cabeza. Y como soy bracicorta no puedo jugar bien al vóleibol. Y como quiero jugar al vóleibol y soy bracicorta, soy tonta. Raúl Pérez me lo dijo. Que soy tonta si me creo que puedo jugar bien al voleibol siendo bracicorta. Y yo me enfadé y le empuje y me vine corriendo. Pero..., pero tiene razón.
Marga se quedó mirando a su pequeña. Nuevas lágrimas amenazaban con volver a empapar de nuevo los encajes de los cojines. Marga abrazó a su hija y le dio un sonoro beso.
–Tú no eres tonta, ni tampoco bracicorta. Pero aunque lo fueras, ese niño no es nadie para decirte lo que puedes hacer o no. ¿Me entiendes? Nadie sabe lo que tú puedes o no puedes hacer. Nadie, ni siquiera yo, que soy tu madre, lo sé.
La niña asintió, pero no parecía muy convencida.
– ¿Ese niño es de tu clase?
–Es de los mayores, de quinto por lo menos.
–Por lo menos...
Las lágrimas parecieron envalentonarse al recordar la superioridad moral de Raúl Pérez. ¿Cómo no iba a tener razón ese niño tres, si no cuatro, años mayor que su pequeña?
– ¿Sabes lo que es un abejorro?
– ¿Un abejorro?
–Sí, es como una abeja pero más grande –La niña se encogió de hombros, pero tenía los ojos limpios, era buena señal –. Luego lo buscamos en el ordenador. Pues resulta que el abejorro tiene las alas pequeñitas, tanto que durante mucho tiempo los científicos decían que era imposible que volara –Marga hizo una pausa para comprobar que la niña la seguía, el asentimiento de ésta le dio pie a continuar–. Y, sin embargo, vuela.
– ¿Vuela?
–Sí, claro que vuela: siempre ha volado. Pero los científicos, hombres muy listos y muy estudiosos, decían que con unas alas tan pequeñas y un cuerpo tan grande no podía volar.
–Pero el abejorro volaba.
–Sí, volaba.
–Y cómo lo hacía.
–Porque podía hacerlo.
La evidencia pareció convencer a la niña, sin embargo la duda apareció en su rostro una vez más.
– ¿Y por qué decían que no podía volar si volaba?
–Porque, aunque eran unos señores muy listos no lo sabían todo, y no sabían que el abejorro tiene una forma especial de volar con sus alas pequeñitas, que ellos no conocían. En realidad sabían algo de cómo se vuela pero no sabían casi nada del abejorro, sólo que tenía las alas pequeñas. Y se equivocaron.
–Se equivocaron.
–Sí.
–Porque no sabían nada del abejorro.
–Eso es.
La niña se abrazó al torso de su madre.
–Y lo que creían saber no era cierto, y aun sabiéndolo no les bastaba para decidir qué podía hacer o no el abejorro.
Marga besó la cabeza de su hija, quien la miró y le dio le devolvió el beso en la barriga, con una sonrisa de propina.
–Venga, vete a la ducha que ahora voy a lavarte la cabeza.
La niña se levantó y antes de salir de la habitación se giró.
–¿Me la puedo lavar yo sola?
–¿Sabrás? –la pequeña se encogió de hombros.
–Si no tú me enseñas, ¿vale?
–Vale.

Marga esperó a oír el agua correr antes de regresar al salón. Una vez allí descolgó el teléfono, marcó y se mantuvo a la espera como le indicaban los tonos de llamada.
– ¿Sí? ¿Digamé?
–Hola, mamá.
– ¡Ay, hija, casi no te cojo! Entre eso de no poder ver tu número y que me has pillado preparando la cena de tu padre…
– ¿Tan pronto?
–Ya sabes que nos gusta cenar temprano.
–Si quieres te llamo un poco más tarde.
–No, si estaba lavando unos pimientos. Dime, hija, ¿estás bien?
–Sí, mamá, muy bien.
–¿Y la niña, le ha pasado algo a..?
–No, no. Todo está bien, no ha pasado nada, sólo llamaba para saludar.
–Ay, hija. A ver cuándo vienes a vernos, o al menos nos dices dón…
–Ya sabes que de momento no puede ser.
–De momento, de momento. Pues mándame una foto de las dos, que al menos os pueda ver cuando me llames. Aunque sea mándasela a tu hermano por el interné y que luego me la imprima.
–Vale, ya le enviaré algo.
–Porque tu teléfono tampoco me lo puedes dar todavía ¿verdad?
–No, mamá, aún no.
– ¿Ni un móvil, ni nada?
–No, mamá, es mejor así.
–Sí, es mejor así.
–Eso es.
–Ay, hija... si yo...
–Ya, mamá, ya... Déjalo estar.
–Sí hija, sí, pero es que...
–Mamá, te dejo, que tengo que lavar el pelo a la niña y ver también qué cenamos.
–Entiendo, hija, entiendo. Pero no dejes de llamar, y en cuanto puedas...
–Sí... En cuanto pueda.

concursoderelatos
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  • 7 de Febrero de 2013 a las 21:44
Ingrávidos

Nadie podría asegurar quien fue el primero aquel día, aunque muchos lo afirman con seguridad. Quizás porque tengan una bonita historia que creen que merece la pena ser escuchada. Un peatón que, ante la urgencia de los conductores, decidió abordar la acera con una última zancada. Un corredor de mediana edad que quiso medir el vigor de sus piernas con algún banco del parque. Los niños, maravillosos chiquitos, que creen que cualquier charco merece un salto. Aquella abuela que quiso demostrar a su nieta que la comba ya estaba inventada cuando ella era pequeña. Todos ellos despegaron en algún momento sus pies del suelo, y todos ellos vieron como éste se alejaba irremediablemente.

En medio de gritos de sorpresa y grandes aspavientos, sus cabezas se elevaron por encima del resto, que se volvían, asombrados, a mirarles; sus pies ganaron altura como pompas de jabón. Se oyeron chillidos, se oyeron lamentos. Algunos, desde el suelo, trataron por puro instinto de agarrarlos para que no volasen lejos y, al saltar, perdieron el amarre que nos da la gravedad y fueron a aumentar los coros flotantes que se arracimaban como manojos de globos. Otros, más lanzados, decidieron probar si aquel mal era contagioso y despegaron entre carcajadas de emoción. Unos, pedían auxilio a los curiosos que se asomaban a las ventanas y que, por tratar de socorrerlos, se vieron arrastrados a su vez a las alturas. Otros, tendían la mano a todo aquel que quedara a su alcance.

Pronto, el cielo se llenó de cuerpos en movimiento, de giros y tirabuzones, de acróbatas novatos que trataban de guiarse aleteando como peces fuera del agua mientras más y más gente se elevaba entre risas y alboroto. Los que tenían vértigo, los menos osados, aquellos a los que las alturas o lo insólito aterra se apelotonaban buscando el cobijo de los demás, abrazándose horrorizados, los rostros congestionados, los ojos desorbitados; algunos, solitarios, incapaces de reunirse con la manada protectora, flotaban dando tumbos, chocando sin encontrar puerto al que echar el ancla. Los más temerarios, los inconscientes, aquellos que aceptan lo extraordinario que a veces regala este mundo trataban de explorar el aire, se encontraban y unían sus manos en bailes etéreos, dibujaban trayectorias deliciosamente ingenuas, entre aplausos y vítores, entre ánimos y apuestas. Algunos quisieron sentir el viento a ras de vello y empezaron a desvestirse, liberándose de las prendas que caían como cadáveres vacíos. Al roce de las pieles, algunas decidieron probar la flexibilidad del aire, la ingravidez del deseo, fundiendo sus cuerpos que, abrazados, giraban como brújulas enloquecidas. ¡Ah, cuántas parejas se unieron aquel día! ¡Cuántas criaturas no nacerían de aquel amor aerostático!

Desde abajo, al miedo a perder lo terrenal se le unió la indignación que es hija de la envidia de los que sólo osan contemplar y, así, la fuerzas del orden pronto fueron convocadas.

Llegaron en sus grandes furgonetas de cristales enrejados, con sus gruesos uniformes y sus botas pesadas, y formaron en grupos compactos, levantando sus viseras al cielo, por si allí estaba el artículo que indicase cómo proceder ante una situación que no venía recogida en el código reglamentario. Porque los que volaban sobre sus cabezas no atendieron a las advertencias huecas que salían de los megáfonos; porque desde arriba, sus porras no parecían tan amenazantes ni las leyes que rigen el suelo tienen el mismo sentido. Los policías, nerviosos, empezaron a mirarse los unos a los otros, a sentir el cosquilleo que produce el placer de los demás, a preguntarse cómo se verían las cosas desde arriba. Quizás tan sólo la férrea disciplina del cuerpo, el miedo a las represalias o esa reticencia de los que llevan uniforme a romper la fina tela que los envuelve y los hace un uno colectivo fuese lo que los mantuvo en tierra. Sea como sea, con el paso de los minutos parecieron desinflarse en la tensa espera, distraídos, desubicados, torpes.

Nadie podría decir cuanto tiempo estuvieron los de abajo contemplando a los de arriba, porque lo que para éstos fue un suspiro, para aquellos fue una eternidad. Pero, al final, uno a uno, sus cuerpos fueron recordando su peso y, con la misma delicadeza que una madre� acuesta a su hijo en la cuna, se fueron posando sobre el áspero suelo que a muchos pareció más duro y más frío que nunca. Los hubo que respiraron aliviados o se derrumbaron besando el asfalto. Los hubo lloraron desconsolados, derrumbados; otros, corretearon como pollos, saltando en un vano intento de ganar un aire que se les negaba cada vez; muchos, sintieron la vergüenza de recuperar la cordura y corrieron a esconderse. Algunos de los que habían perdido sus ropas fueron aprehendidos por las fuerzas del orden, que agradecieron en silencio poder justificar su presencia.

Al final, todos se fueron marchando, volviendo a sus vidas a ras de suelo, unos con la convicción de que la memoria borraría lo que los ojos habían presenciado y la certeza de que las cosas extraordinarias sólo ocurren una vez; otros, con el anhelo de despegar algún día, quien sabe si no para siempre, los pies del suelo, y la esperanza de que cualquier cosa se puede repetir.
concursoderelatos
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  • 7 de Febrero de 2013 a las 21:44
Pasado de moda

A Paul le encantaba conducir y eso era una suerte porque era comercial de profesin. Paul era de esas personas que poda venderle hielo a un esquimal, como vulgarmente suele decirse. Los aos no haban hecho sino volver su aspecto lo ms entraable posible: su espeso cabello segua igual de fuerte y abundante, pero ahora estaba totalmente encanecido; la cerveza y muchas horas conduciendo haban hecho que tuviera una barriga prominente pero que no haba desembocado en un sobrepeso excesivo; su piel tostada por el sol daba a la gente la sensacin de que era un trabajador ms. No era uno de esos comerciales estirados que van con zapatos italianos de diseo, coches relucientes y corbata a todas partes en la poca del ao que fuera.

Eso le gustaba decirle a su mujer: que era valioso como comercial porque no era un tipejo estirado que se cree ms que nadie, que no haca falta tanto ordenador ni tanta tabletita. l era bueno porque la gente normal se fiaba de l. El problema es que esos enclenques sabelotodo le pisaban el terreno cada da; ellos con la ayuda de la maldita crisis y de esa idea de la gente de que siendo mayor de cincuenta aos ya no vala para nada. Decan que no se enteraba de nada, que no poda comprender cmo funcionaba el mundo de los negocios ahora y hablaban de fusiones y reestructuraciones y se lo contaban despacio como si fuese retrasado o algo as. Pero, en realidad, slo haba una cosa que poda hacer que mordiese el polvo definitivamente e hiciese ms difcil su jubilacin.

Esa cosa eran los condenados aviones. Paul tena pnico a volar.

Paul entenda de mecnica, era un apasionado de los coches y las motos, incluso tena una lancha motora para cuando pasaban sus vacaciones en el lago. Pero no poda soportar el hecho de entrar en aquellos espacios tan reducidos, con su inexistente hueco para las piernas. Ni siquiera poda soportar los aeropuertos, con sus interminables normas de seguridad, las obligaciones de estar antes y todas esas historias sobre maletas perdidas y estropeadas. El slo hecho de pensar que entraba en aquellas cabinas y se elevaba le daba naseas y haca que su corazn latiese desbocado. Nadie podra decirle que no hubiese intentado luchar con ese miedo que le atenazaba: en una empresa donde trabaj le pagaron incluso un psiclogo y un monitor de vuelo por si el problema del control sobre los aviones era el problema. Pero todo fue en vano.

Sin embargo, Paul disfrutaba con la velocidad, con su pelo alborotndose con la ventanilla bajada de su viejo Chevrolet. Conducir le daba sensacin de libertad, cada viaje era una aventura donde conoca gente nueva, probaba nuevas tartas de manzana en diferentes bares de carretera (y era una aventura no exenta de riesgos probar todas aquellas recetas). Le gustaba ver el cambio de las estaciones en los diferentes estados y todos aquellos paisajes que slo l y la carretera disfrutaban.

Una vez estuvo en el aeropuerto JFK porque su hija se fue a estudiar fuera. Aquel sitio le parec espantoso, le record a un hospital, todo tan blanco y tan asptico; nada tena personalidad, todo pareca estandarizado y prefabricado, incluso las sonrisas de los trabajadores del aeropuerto. Adems, estuvo un mes soando que las hlices de uno de aquellos monstruos le seccionaba los miembros uno a uno y despus se distribuan en los asientos terriblemente apretados de la clase turista. Saba, y aquello le corroa por dentro, que todos aquellos advenedizos que crean que haban descubierto las tcnicas de venta disfrutaban como locos con sus tarjetas de viaje, durmiendo cada da en un sitio sin conocer ninguna ciudad, acumulando ciudades como quien colecciona monedas, pero sin disfrutar de ello realmente.

Le hablaban de la contaminacin de los coches, como si los aviones repostasen agua de manantial y de ahorrar tiempo, cuando l tardaba lo mismo sin tener que rellenar mil formularios ni quitarse el cinturn en cada viaje. Se atrevan a alabar al comodidad de volar, cuando l iba en su coche oyendo la msica que quera, bien acomodado en su asiento y con la sangre circulndole. Y que no le mencionasen la seguridad, despus de lo pasado el 11-S. Y cuando vio aquella avioneta estrellarse en un campo a media milla, supo que tena razn, por mucho que su nieto siempre le dijese que sin poder volar no podra subir al cielo.
zarax
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  • 7 de Febrero de 2013 a las 22:21
Bueno, ya va siendo hora de cerrar. Una, dos y tres... ¡Se acabó! Queda clausurado.