Los Pazos de Ulloa (Edición en letra grande)
Ediciones LetraGRANDE

Luciana, una adolescente rebelde y antisistema encaminada a repetir de año. Obsesionada con debutar sexualmente y enamorada de Luis, un chico reflexivo y sensible, enloquecido con ella que traicionado por su timidez y el temor al ridículo, le es imposible ni siquiera acariciarla. Su madre, Marianela, que la concibió a los dieciséis años al quedar embarazada de su actual esposo. Agobiada, angustiada y deprimida por no poder afrontar el pago de la hipoteca que su esposo se empecinó en contratar. Su padre, Josete, un machista recalcitrante de la escuela más retrograda obsesionado con que una mano invisible regulará el mercado inmobiliario y por arte de magia se solucionarán todos sus problemas económicos. Su tía, Marianetta, una docente, intelectual y escritora de best sellers de pedagogía obsesionada en cambiar la escuela. El mejor amigo de su tía, Pedro, profesor de Educación Física y ex campeón olímpico. Un libertino obsesionado con cogerse cuanta chica se cruza por su camino sin ser consciente, que de ese modo canaliza su angustia. Todos ellos conforman los personajes de esta novela absurda que con ironía y sarcasmo crítica la corrección política, la moralina puritana y neurótica de una sociedad que transcurre en la segunda década del siglo XXI navegando por uno de los momentos más hipócritas de la historia de la humanidad.
Alerta: lectura no recomendada para fanáticos, maniqueístas, victimistas y/o personas sensibles a sentirse ofendidas.
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Capítulo 1
Marianetta dejó detrás de su espalda el portal señorial de la casa de su hermana y se sumergió en la oscuridad de la noche del tranquilo pueblo donde residía desde hacía algunos años. Se detuvo en un cajero automático de una sucursal bancaria, ubicada en la zona más atractiva del paseo marítimo, con el único fin de sacar algo de dinero. Abrió la puerta, entró y al notar que la puerta no se cerraba por si misma, se dio vuelta y se encontró con un chico de no más de 17 años, alto, con hombros anchos, cintura estrecha, y con unas facciones sumamente atractivas.
–Saca el dinero y dámelo –dijo el jovencito– empuñando una pequeña navaja que temblaba hacia ambos lados de su mano.
–No tienes ojos de asesino ni cara de ladrón.
–Las apariencias engañan, has tenido mala suerte hoy. No deberías juzgar a la gente por su apariencia.
–Me da la sensación que eres un nene de mamá que querés hacer de mí tu primera víctima. Sabes bien que no es fácil clavar una navaja a una persona indefensa. Incluso la mayoría de la gente no es capaz de matar un animal para luego cocerlo.
–Mira me estas cansando, la navaja la tengo yo. No estás en condiciones ni siquiera de hablar. Pon la tarjeta y saca el dinero.
Marianetta se negó, el chico le arrebató la tarjeta de la mano y le dijo:
–Dame la contraseña si no quieres que esa cara bonita termine con una gran cicatriz. Eres muy hermosa, tienes una cara preciosa y te conviene no hacerte la valiente, no me obligues a desfigurarte ese rostro que tanto me gusta.
Marianetta noto que cuanto más tiempo transcurría, más temblaba la mano del ladrón. No estaba asustada en lo más mínimo. Estaba segura de poder controlar la situación. Cuántos más segundos pasaban el ladrón más nervioso se ponía. El atacante no podía entender que él tuviera una navaja y su primera víctima no lo respetara. Esa indiferencia de Marianetta lo enerva y al mismo tiempo lo angustiaba. No podía entender como era posible que con un arma en la mano no podía lograr amedrentar a Marianetta, que lo observaba con una sonrisa burlona y una mirada desafiante. Mientras se puso frente al cajero automático comenzó a arrepentirse de haber intentado delinquir. En ese instante se dio cuenta que no había nacido para robar, ni para hacer el mal. Sentía que no sabía mentir, que jamás se atrevería ni siquiera a acariciar la cara de Marianetta con su navaja desafilada. Ya era tarde su orgullo juvenil no le permitía ya dar marcha atrás. Pensó huir pero no estaba dispuesto a no poder controlar a una mujer 30 cm más baja que él y con 30 kilos menos de peso corporal. Se dio vuelta y le dijo a Marianetta:
–Dame la contraseña, me estas casando, –le dijo con una voz titubeante.
Ya no estaba tan seguro de robarla, Marianetta le caía bien, le gustaba, admiraba las agallas que tenía para enfrentarlo. Tal vez esas mismas agallas que él necesitaba para enfrentar los problemas con los que se tropezaría en la vida. Pero ya era una cuestión de reconocimiento, quería verla a Marianetta sometida.
Marianetta notó que el ladrón estaba psicológicamente abatido. Se dirigió a la puerta y en ese instante él la tomó del brazo y le gritó desesperadamente:
–Tu eres idiota, no te das cuenta que yo soy quien manda aquí. Si quiero te clavo, si quiero te violo.
–¿Violarme? –Contesto Marianetta en tono interrogativo y desafiante.
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