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sancibrao
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14 de Febrero de 2019, 10:56

EL MACHO Y MA MUJER DESNUDA DE LA CASCADA

EL MACHO Y LA MUJER DESNUDA EN LA CASCADA
Vicente Piñeiro González

— ¡Estás furioso! —exclamó la mujer desnuda.
— ¿Por qué lo dices? ¿Tanto se me nota? —preguntó el macho.
—Observa tu cara en la charca de agua. Echas fuego por los ojos, chispas por la boca y rechinas los dientes como si fueras a morder.
—Tienes razón. Pero son los latidos de mi corazón que como los aullidos de los perros del Urco quieren volverme loco.
Los dos se miraron.
El macho se recostó panza arriba, como un perro que se da por vencido. Está fumando, echa humo por los ojos y por la boca. Humo negro como el del fuego quemado, pero la mujer desnuda no siente lástima por él. Podía ser un ardid. Algo así como si fuera una representa-ción. Sin duda, que los hombres, como los dragones, también son grandes cómicos.
—Te vas a quedar dormido —dijo la mujer desnuda.
—Una vez me quedé dormido y soñé, ¿quieres qué te cuente lo que he soñado?
—Ya me imagino los sueños de un macho como tú.
—Soñé que era un dragón y que trabajaba como guardián para un hombre dios que vivía en una isla. Yo viajaba patrullando los caminos del aire y de la tierra. A veces, también los del mar. Cuando volaban las palomas, el cielo estaba tranquilo y cuando pastaban confia-dos los ganados, en la tierra había paz. Yo lo abarcaba todo. Sentía los besos, el batir de las alas, los cantos de los pastores, las caricias de los enamorados. Los días eran claros, calientes y perfumados, y en aquella atmósfera sagrada me oxidaba en grandes pensamientos. Pero poco a poco se apoderó de mí un deseo loco de aventuras y así, algunas veces, viajaba de una a otra isla. Desde la isla de Tambo iba hasta la isla de Arosa y desde la isla de Arosa hasta la de Cor-tejada y un día quedé atrapado entre los suaves colores azules del mar y la bóveda del cielo. Oh, los peces sentían lo mismo que yo. Nadaban de un lados para otro, de rebote en rebote, livianos y ágiles como niños sin peso. Una costumbre análoga de los dragones es averiguarlo todo y yo me dejé guiar por ese hábito una vez cuando volaba sobre la isla de Sálvora. Vi co-codrilos y cocodrilos, multitud de cocodrilos y también a muchos hombres que iban a luchar contra ellos. Bajé y me situé en medio de todos. ¿Un dragón?, decían los hombres y retrocedían. Parece un cocodrilo gigante y con alas, chillaban, y comenzaron a lanzarme fle-chas. Pobres infelices, sus flechas me acariciaban la piel y me hacían cosquillas. Pero nadie se movía. Los cocodrilos tampoco. ¿Quién eres tú? ¿De qué lado estás?, preguntaban. Yo miraba para todos y no sabía qué contestar. ¿Por qué peleáis?, pregunté al fin. ¿Para defender nues-tras vidas, pues los cocodrilos quieren destruirnos?, dijeron los hombres. ¿Y vosotros, por qué queréis destruir a los hombres?, les pregunté a los cocodrilos. ¿Por el amor de una mujer que no me entregan?, dijo un cocodrilo. Aquel cocodrilo era el príncipe de los cocodrilos.
—Bueno, ¿y qué paso? —preguntó la mujer desnuda.
— ¿En el sueño?
—Sí, en el sueño.
—Como era un dragón me comí a la mujer y se acabó la pelea, ella era joven, tierna y muy sabrosa.
— ¡Tienes sueños de canalla! —exclamó la mujer desnuda.
—No, de dragón. Yo intentaba contar una historia —asintió el macho.
—Y ahí se acaba el sueño, ¿o tienes más? Si los tienes quiero escucharlos todos —dijo la mujer desnuda.
—Pasado algún tiempo el hombre dios me encargó un trabajo En la isla de Tambo se aparecía un espíritu maligno. Tenía aterrorizados a todos los nativos. El espíritu llegaba cru-zando el mar mezclado entre los Jins en un barco con la apariencia de lámparas encendidas. Los habitantes de la isla, cuando veían el barco, cogían una doncella que embellecían, la con-ducían hasta la orilla y le dejaban a solas toda la noche encerrada en una mazmorra con una única ventana. Por la mañana los hombres la encontraban muerta y sin doncellez. Eso ocurría una vez cada treinta días y treinta noches.
— ¿Y qué hiciste esa vez? ¿Darías cuenta al hombre dios de lo que sucedía? —preguntó la mujer desnuda.
—Oh, ¿qué dices? Yo rescaté a la última doncella.
— ¡Qué bien, has sido un héroe! ¿Y cómo has hecho? ¿Cómo has derrotado al espíritu amador?
—Engañándolo.
— ¿Engañándolo?
— ¡Ja, ja, ja! Ya te he dicho que los dragones somos embusteros. Los hombres estaban echando a suertes a ver a quién le tocaba dar su hija al Jin del mar. Quedaban muy pocas doncellas y aquella vez le tocó a la hija del rey de los hombres de la isla. Yo me acerqué y todos echaron a correr. Les grité para que se acercaran a mí diciéndoles que yo era uno de los dragones del hombre dios y que les venía ayudar. Poco a poco, rascando el suelo como si qui-sieran pegarse a él, se fueron acercando formando un círculo a mí alrededor. Me hablaban por delante y por detrás y de tanto girar la cabeza me mareaba, así que los coloqué a todos enfrente de mí con un movimiento de mi cola cuando giré en redondo. ¿Cómo te llamas?, pre-guntaron. Ibm Batán, les dije. ¿Y cómo nos vas ayudar Ibm Batán?, volvieron a preguntar. He de improvisar, les dije. Vosotros dadme las ropas de la princesa y yo la acompañaré esta noche mientras espera al espíritu amador. Cuando llegue el Jin yo lo recibiré comiéndome la ropa de la princesa y le diré que me la comí a ella también. Como soy en buen mentiroso el Jin me creerá. ¿Y si no te cree?, preguntaron otra vez. Oh, pues si no me cree, me lo comeré a él. Le diré que ahora el amo de la isla soy yo, la serpiente de muchas cabezas, el dragón, el monstruo y que de aquí en adelante será a mí a quien periódicamente se le ofrecerá una víctima humana, una virgen. Te lo agradecemos mucho, pues ya han perecido muchas jóvenes doncellas, dijeron. Esta será la última, les dije.
— ¿No te la comerías, verdad? —preguntó la mujer desnuda.
—Bueno, en muchas historias un opuesto joven mata al monstruo y recibe la mano de una princesa como premio. Yo maté al Jin que apareció cuando me estaba comiendo a la princesa. Creo que fue justo, pues desde entonces todos viven en paz. Gracias a mí volvió a correr el agua al pueblo, pues el Jin se apoderó de las fuentes y de los sumideros y sólo podían hacer uso de ellos siempre y cuando le entregaran una víctima humana. Ahora viven felices. Pero el hombre dios se enfadó mucho conmigo porque ayudé a despoblar la isla comiéndome a la princesa. Los habitantes le dieron las quejas y le contaron que los había engañado. Por eso el hombre dios me condenó a vivir en esta cueva acusándome de desvalorizar los cuentos con mis invenciones de héroes que matan al monstruo para salvar a una princesa y se quedan con ella como premio recibiendo su mano. Dijo que todo lo que yo decía eran cuentos y los cuentos eran mentiras. Puras invenciones literarias. ¿Pero qué sería de los cuentos si a las grandes serpientes o dragones no se les hubieran sacrificado princesas y jóvenes doncellas para desposarlas o para comerlas?
De pronto la mujer desnuda de la cascada se acercó al macho convertida en serpiente y entró en su cueva. El agua caía, primero despacio, más tarde con furia. La piedra ablandaba. Era como si la tierra quisiera tragarlos. El macho quería subirse a las rocas porque la tierra se fundía debajo de sus pies.
— ¡Ja, ja, ja...! —reía la serpiente—. ¡Estás muy asustado, macho!
— ¡Calla bruja! Porque ahora pienso que eres una bruja —exclamó el macho.
—Tal vez estás en el cierto, pero nunca lo sabrás. Pero si quieres saber si estoy encanta-da, puedes besarme.
— ¿Y qué me ofreces a cambio de un beso?
—Sólo si me besas podrás salir de aquí.
Al cabo de un rato, de aquellas ruinas húmedas de la naturaleza salían partículas lumi-nosas de polvo brillante que parecían moscas de luz. Un rayo de sol penetró y unos labios sin murmullo hablaron de besos. La serpiente ahora era un animal muerto. No era un sueño. El macho le acariciaba los brazos, los hombros y la cara. Detuvo los ojos en aquel rostro bellísimo de ojos brillantes y la respiración se detuvo. No era un sueño. Un mangado de pelo tibio que se movía y ondulaba revivía dando cuenta de unos adornos de mujer. El macho estiró los brazos, sintió la piel, cerró los ojos y deslustró en ceguera. Pero casi ciego, le acarició los párpados y ella se empapó en chorros y quiso andar, abrió más los ojos y las pupilas mostraban inquietud, fuentes de lágrimas. Atada y sin saber mover los pies lloró. Estaba desnuda, aterrada. Su cuerpo se enfriaba, su carne resplandecía y se movieron las sombras sin hacer ruido. No era un sueño. El viento acarició su pelo como si fuera una cometa y allí estaba el misterio, la magia. Un manojo de relámpagos alumbraron las penumbras. Un montón de realidades se abría a su lado. De aquel pelo amarillo, que ya no era pelo, sino ondas de luz, salió una invisible llama que la acorazaba y que fue su salvación. Lívida y hermosa se acercó a la puerta de la cueva que ya no era una cueva porque olía a flores y tenía luz y todos celebraron el misterio. El macho ya no quería que la serpiente encantada recobrara el alma humana. Con las piezas de oro de sus tesoros construiría para ella un palacio rodeado de las flores y él estaría a sus órdenes como un criado si así ella se lo pedía. Un joyero porque ella era una joya. Y no era un sueño…


FIN