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Mariano
Mariano
16 de Abril de 2019, 3:40

Markov Záitsev

Markov Záitsev vivió siglos, aún conservaba la apariencia de un hombre joven. Viajó por todo el mundo y contempló los sucesos de la humanidad repetirse en el transcurso del tiempo. La tecnología avanzaba, pero el espíritu de los mortales, movidos por un deseo incesante para obtener riquezas a cualquier costo, se mantenía extraviado, por esto, la miseria se extendía en algunas partes del mundo. El petróleo codiciado trajo la guerra a su país que nunca olvida, a pesar de la distancia. El tiempo pasó y ya no formaba parte de aquel pasado.
Presenció acontecimientos que no lograba entender, o su capacidad para eso había desaparecido, temía estar privado de esa comprensión. En otra época, vio a dos amantes en las márgenes de un río, la mujer resbaló y fue arrastrada por la corriente, se hundía en los rápidos, el hombre se lanzó precipitado a su auxilio, después de una cascada violenta no emergieron. También recordó a otro hombre que tras un largo período de meditación en las montañas nevadas se esfumó a la edad de setenta y dos años por descubrir en el espíritu aquello verdadero, nunca cambiante aunque el mundo fuera otro, esperando ser descubierto.
Conocía ritos profanos provenientes de nigromantes, compartió riquezas de las ciudades asoladas, favoreció a quienes predicaban prometiendo falsedades a cambio de un diezmo altísimo, era culpable de pervertir y seducir almas a la condenación. Pero existió una que nunca olvida.
Estuvo sumido en un sueño inexpugnable en el cual revivía sus experiencias, tratando de comprender aquellos actos que suponían un interrogante para él mismo, convencido de que dilucidaría la respuesta a las preguntas.
La sed lo despertó. La luna llena daba el escenario perfecto para realizar su cometido de una manera dramática, le producía placer, más que de forma violenta.
Esa noche la ciudad estaba llena de vida, iluminada por doquier, ruido de autos y gente paseando distendida. Markov pasó junto a las mesas en la puerta de los bares abarrotados bajo la mirada perspicaz de algunas mujeres. Llegó a una plaza alumbrada por faroles, en el centro había un pedestal de mármol que sostenía la figura de un prócer, una mujer escudriñaba el panorama, parecía aguardar por alguien. Se sentía atraído por personas solitarias, no estaba relacionado con que le facilitara las cosas, en algunos momentos sentía una ausencia, un vacío sombrío, envejecido por los años.
—Buenas noches —dijo Markov al acercarse. Sabía cómo disimular pecados y caer bien a las personas. Inventó un acento extranjero.
La mujer lo miró, era joven y atractiva.
—Buenas noches —dijo.
—Soy turista, quisiera saber de algún lugar donde beber algo.
—Puede seguir esta calle —la mujer extendió el brazo y señaló la dirección—, a dos cuadras de aquí hay un bar que les encanta a los turistas —contestó con amabilidad.
—No me he presentado, mi nombre es Markov Záitsev, me gustaría un guía que me muestre la ciudad, quizá también me acompañe con una bebida.
Ella esbozó una sonrisa leve.
—Entonces…
—Espero por alguien.
Unos transeúntes pasaron por la plaza, el niño hizo sonar los columpios alejados.
—No se imagina quién soy —dijo Markov sonriendo.
—No he visto la ciudad empapelada con su rostro —rieron.
—Tengo una oferta.
—No creo que pueda ofrecer algo que necesite.
—Podría intentar.
—Veamos.
—Ofrezco inmortalidad.
Rio y se detuvo al mirar sus ojos profundos, los vestigios verdes en el iris brillaron, profetizando algo oculto, tuvo miedo y se alejó apresurada, observándolo por instantes.
El semáforo le dio paso, cruzó la calle, hizo una cuadra y se quedó en la costanera, aguardando a quien estaba esperando mientras sacaba el celular de la cartera para avisarle que había cambiado de lugar.
Revelado su secreto no hizo más que aparecer junto a ella, su mirada hizo que pudiera comprender el tiempo incontable de una vida inmortal, la expresión en el rostro de la mujer fue de asombro y angustia, él no quería que sintiera temor. Sació sus ansias y hambre, su sangre era dulce, por primera vez sintió algo diferente. La dejó sentada en uno de los bancos de la costanera, el sueño eterno se apoderó de ella.
Se preguntó cómo pudo resistirse a su encanto. Quizá se remitía a ese conocimiento vago, que nunca logró comprender del todo, aquello que estaba en poder de quien ella esperó y no volvería a ver en este mundo.
Las personas son únicas —se dijo Markov—. Me consumiré hasta desaparecer en el fin de los días, cuando el juicio final me sentencie a otra eternidad diferente. He olvidado cuanto he buscado.
Apoyado en la baranda, quiso ver en vano su reflejo en las aguas del río que fluían lentas. Su figura se desvaneció mientras cruzó la plaza en medio de los árboles y la nocturnidad entre llantos.