Hojas de otoño para el Belén // Navidad 2009
IV- El camino, a las alamedas del arroyuelo, sube por dos sitios diferentes: por el cauce de las rocas, rozando los manzanos de la huerta de en medio y por el cauce de los manantiales, tocando las huertas de la parte alta. Éste último, es el camino más cómodo y bello para ir desde el Cortijo de la Viña a las alamedas del arroyuelo. Y lo es fundamentalmente por dos cosas: porque se eleva más en la ladera dejando ver, mientras se recorre, los charcos y cascadas del cauce y también porque roza las fuentes agrias. Las de las aguas con sabor a hierro.
Ayer por la tarde, a primera hora, llovía a cántaros. Empujadas las lluvias y las nubes por fuertes ráfagas de viento pero sin apenas frío. En el Cortijo de la Viña, junto a la lumbre de la sala grande, la niña preguntó al Anciano:
- ¿Te acuerdas del arroyuelo de las alamedas?
- Claro que me acuerdo. Es ese el rincón que más le gustaba a ella y donde compartió con nosotros sus mejores juegos.
- Pues todavía me falta, en el belén que mi madre me ha regalado, la alfombra de hojas otoñales. Y tú sabes que en el arroyuelo de las alamedas, por estas fechas, con esta lluvia y viento, las hojas se amontonan por el suelo. Llévame y cogemos una cesta llena.
La madre estaba escuchando. Y ella, sin que se lo pidiera nadie, cogió enseguida la cesta de juncos que hacía unos días el Anciano había regalado a la niña. Obra de arte tejida con sus propias manos y, por eso, de valor y belleza incalculable. Dijo la madre:
- Aquí tienes la cesta. Y os traéis de por allí, algunas ramitas de romero. Por estas fechas y junto a las alamedas, muchos años ya han florecido.
Cogió la niña su cesta, el Anciano su mochila y gorro de lana y salieron del cortijo. Cuando la tarde estaba cayendo y el viento en calma. También la lluvia había parado, aunque el cielo todo se veía cubierto de espesas nubes negras y con mucho aspecto de de crudo invierno.
Bajaron dirección a la Cueva del Belén, por donde el año pasado se helaron las cascadas y cruzaron el arroyo del Balneario, a la altura del Charco de las Nogueras. Donde también el otro año y en verano, se bañaba ella y tomaba el sol recostada junto a la niña, en la verde hierba de la rivera. Comentó ésta, cogida a la mano del Anciano:
- Y también me acuerdo ahora cuando aquel día subíamos por aquí de regreso del bosque de los robles. Ella venía jugando y era feliz con todo lo que encontrábamos a nuestro paso. ¿No te recuerdas tú?
- Sí que me acuerdo y, en este momento, siento como si a todo por aquí, le faltara la luz que irradiaba en aquellos días.
Caminaron un trecho siguiendo el curso del arroyo hacia el río y luego empezaron a subir por el segundo camino, el que va por donde los manantiales de las aguas con sabor a hierro. Y, mientras remontaban hacia el arroyuelo de las alamedas, con mucho interés, se iban fijando en los paisajes. De las ramas de los majuelos colgaban, redondas y rojas, las majoletas. Y de cada una de estas bayas, colgaban gotas de agua. También de las últimas hojas todavía en algunas de las ramas de los robles y de los juncos, por donde los manantiales de aguas agrias. Comentó el Anciano:
- Si ella no viene para la Navidad que llega dentro de unas horas, el cielo sabrá siempre que la hemos recordado en muchos de los momentos de estos días y por estos campos.
La niña no dijo nada.
Siguieron caminando despacio y, cuando ya se acercaban a las aguas del arroyuelo de las alamedas, sí comentó:
- ¿Y te acuerdos de los versos que escribiste, en las tardes aquellas mientras nosotras jugábamos en las aguas de los charcos del arroyuelo?
- Me acuerdo hasta por las noches cuando duermo.
- Pues luego, si tenemos tiempo y la lluvia no aparece otra vez, cuando hayamos recogido todas las hojas que necesito para mi belén, nos sentamos junto al almendro que a ella le gustaba tanto y me recitas algunos de esos versos.
- Si tenemos tiempo haré lo que me pides.
Llegaron a los primeros charcos del arroyuelo, por donde los álamos se clavan al borde mismo de las aguas. Y por eso, en el musgo y en la hierba a los lados del cauce, las hojas amarillas de los álamos, dormían como esperando. Anchas y espesas alfombras de hojas, todas llenas de otoño, con gotas de lluvia, relucientes como espejos y mostrando los colores más vivos. Dijo la niña:
- Tú llevas la cesta y yo busco y voy cogiendo las que más me gusten.
Y el Anciano cogió la cesta de juncos, dejó que ella se fuera por los lados del arroyuelo en busca de las hojas más bonitas y caminó despacio, siguiendo el surco del cauce. Las aguas del arroyo hoy no bajaban claras como sí en primavera, verano u otoño. Las lluvias caídas en las últimas horas y en esta tarde misma, al correr por las laderas por donde los olivos y almendros, habían arrastrado tierra y por eso el agua bajaba algo turbia. Casi del mismo color que las hojas de los álamos y mostrando un poco los matices de los colores del invierno. Pero el arroyuelo bajaba repleto, hermoso como el sueño más bello y todo lleno de secretos y misterios.
En una media hora, la niña llenó su cesta con las mejores hojas que fue encontrando. Las de colores más vivos, las más tersas y las que tenían forma de corazón. También cogió muchas hojas de robles, algunas ramas de romero con sus flores y hasta un buen puñado de setas. Las últimas setas del otoño todavía por esta alameda. Y comentaba mientras recogía estos hongos:
- ¿Te acuerdas?
- Me acuerdo del día que asamos setas en la lumbre que hicimos entre los castaños. Hacía frío y ella casi tiritaba pero era feliz compartiendo con nosotros estos juegos y momentos.
La tarde fue cayendo y los campos se iban llenando de luces pálidas, húmedas como la lluvia sobre la hierba y con olor a musgo viejo. En la parte alta del arroyuelo y se sentaron y pusieron la cesta sobre una roca. Desde aquí divisaban todo el barranco del río, la gruta por donde las cascada y el Belén del año pasado y el bosque de los robles. Dijo el Anciano:
- Si quiere te recito ahora algunos de los versos que antes me decías. La noche no tardará en llegar.
- Sí y no tengas prisa. Ya sabes que a mí me gusta la oscuridad de la noche, en tu compañía, por estos campos.
Y el Anciano sacó de su mochila un pequeño cuaderno, pasó algunas hojas, encontró lo que buscaba, miró a la niña y comenzó a leer despacio:
Te regalamos la tarde
que lenta se va marchando
por el valle.
El otoño te recuerda
por los campos que pisaste
y la lluvia y la niebla
que el invierno trae.
Te regalamos un beso
sincero y grande,
siempre fuiste buena,
te regalamos la tarde.