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raulcamposval
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Fecha de ingreso: 9 de Noviembre de 2009

XLV CONCURSO DE RELATOS BUBOK: EL SIGLO XVIII

24 de Octubre de 2010 a las 23:02

Bien, queda inaugurada una nueva edición del concurso de relatos. Van cuarenta y cinco. 


AQUÍ PODÉIS SUBIR VUESTROS RELATOS HASTA EL JUEVES 4 DE NOVIEMBRE A LAS 22 HORAS

El tema que os propongo es suficientemente amplio como para que se os ocurran no uno, sino mil relatos que contar, un viaje a la época tal vez más fascinante de la Historia, donde surgieron en Europa todas las cosas tal y como hoy las conocemos: 
EL SIGLO XVIII. 

Recuerdo que deben ser relatos de entre 200 y 1700 palabras y que deben ser posteados de manera anónima, mediante las claves que casi todos conocéis y los nuevos podéis solicitar si cumplís los requisitos. 

Por último, las votaciones serán en secreto. En cuanto presentéis vuestro relato, se os remitirá una clave para el seguimiento. Voy a hacer una lista (ya veré de qué) e iré asignando tal y como se posteen los relatos. 
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 28 de Octubre de 2010 a las 17:09

Mucho más que ilustración


Hay un hilo invisible que conduce nuestros pensamientos enlazándolos unos con otros, que los lleva por caminos, en principio naturales y luego los pierde por terrenos lejanos o fantásticos o tal vez extraños. Cuando regresamos de esas ensoñaciones solemos preguntarnos qué fue lo que nos hizo llegar tan lejos hasta alcanzar ese último pensamiento, tan diferente al primero. No tengo respuesta para esto pero sí tengo el recuerdo de que me pasó algo así, una vez más, hace poco.



Esa noche estaba cansada por muchas razones, pero tener que pelearme con mi hijo pequeño para que se diera una ducha, acabó por ponerme de los nervios. El muy bribón aducía que ya se había bañado el día anterior y que estaba muy limpio.

Me puse a pensar en esto cuando me senté en la butaca a descansar ¡por fin! Y recordé cosas que había leído por ahí según las cuales esta costumbre de bañarnos y lavarnos a todas horas es bien reciente. Y también que algunas personas dicen que lavarse tanto no es bueno para la piel, ni tan saludable como creemos.

Aún en el siglo XIX bañarse era una rareza. Había bañeras en las casas de la alta burguesía solamente y estas servían para amontonar cosas o de decoración. Solían usarse, con suerte, una vez al mes, o ni siquiera eso, sino que hacían uso de ellas cuando� estaban enfermos o se iban a casar. Y de esto no hace tanto, pensé. Y luego me dije: mejor no se lo cuentas a tu niño, no sea que tome debida nota.

Claro que en el siglo XIX habíamos entrado en la modernidad y las cosas ya no eran lo que fueron. Habría que haber vivido en pleno siglo XVIII, ese siglo considerado de las luces y de la ilustración, que tantos personajes destacados y reyes influyentes y demás, dio al mundo, para saber como se las gastaban nuestros antecesores en lo tocante a esto del aseo.


Me dio como una fiebre ilustrativa y me lancé a leer todo lo que caía en mi mano sobre el asunto del aseo y el pretérito; mi familia me observaba sorprendida, sobre todo por los comentarios que yo hacía al respecto, poco adecuados para una velada tranquila de televisión y lectura. También es cierto que logré que se rieran a carcajadas con algunas de las cosas que hemos hecho los humanos para llegar hasta donde hemos llegado hoy.

Imaginemos que estamos en el siglo XVIII� sin importarnos dónde.� Nos bañaríamos una vez en la vida, puede que al nacer, con un poco de suerte, o puede que el día de nuestra boda (espero). Si fuéramos de la buena sociedad o unos burgueses de pro, nos espolvorearíamos el cabello para apagar el brillo de nuestras grasientas cabezas en lugar de lavarlo con agua y champú.

Y no te digo nada cuando saliéramos a la calle; tendríamos que ir dando saltitos para no pisar los excrementos que por doquier nos rodearían apestosos. Puede que desde una ventana alguien nos bautizara con el contenido de su orinal, o que las mondas de la comida del día adornaran nuestras cabezas de improviso.

El caso es que anterior a todo esto, la gente no era tan sucia, sino no hay más que ver las ruinas que aún quedan de las termas de los romanos y los patios rumorosos de aguas cristalinas de los árabes.� Parece ser que los ciudadanos de la época medieval, al menos los de la élite, se bañaban a menudo y hacían sus necesidades en las letrinas públicas o en los orinales (invento romano) de uso privado y además las mujeres se bañaban y arreglaban su pelo y se perfumaban para estar hermosas.

Sí, pero ¿y las calles? me dijo mi hijo mayor ¿Cómo estaban las calles en aquel tiempo, sin desagües ni ninguna infraestructura que solucionara los problemas más sencillos.

Desde luego tiene razón; es muy listo mi niño. Las calles en esa época eran un desastre que no se empezó a solucionar hasta que no llegó la revolución hidráulica en el siglo XIX.

Es verdad que en el XVIII ya hubo quienes pensaron que había que hacer algo, porque las calles estaban insoportables de suciedad y malos olores e incluso las personas olían horriblemente mal cuando te acercabas a ellas. Podían vestirse con la ropa más exquisita, de fina tela, lavada y estirada, pero debajo de todo ello, su cuerpo no habría visto el agua nunca en la vida o, con suerte en alguna ocasión puntual;
incluso podría ser que no llevaran ropa interior alguna y si la llevaban, que no la hubieran lavado en meses. Así que por aquel tiempo volvieron a las casas las letrinas compartidas con los vecinos y se prohibió terminantemente tirar las basuras por las ventanas; para recogerlas se asignaron diferentes puntos repartidos convenientemente.

¿Recuerdas aquel castillo que visitamos cerca de Peñafiel aquella semana santa? Me pregunta mi marido, que se ve que ya anda también interesado en el tema. Sí, si que lo recuerdo perfectamente. Pero era medieval. Te explicaban que un pequeño recinto, tan chico que casi no se cabía en él, situado en una esquina del salón principal, era el retrete. Uys!! ¡Que modernos!�� Pensamos. Con excusado y todo. El lugar era siniestro, sin ventilación, oscuro, pero claro, era todo tan antiguo que nos pareció normal. Entonces el guía nos explicó que aquel agujero que había en el suelo era el inodoro. Sobre él se ponían de pié y: ¡ale! Si eras el señor del castillo a lo mejor te ponían una silla, con otro hueco abierto que apuntaba al primero y lo mismo: ¡ale! No había agua ni, por supuesto, papel higiénico con que limpiarse y limpiar el recinto, así que el hedor espantaba y las moscas revoloteaban golosas. Lo bueno es que el boquete mandaba todo aquello directamente al vacío. O sea, al camino que bordeaba el castillo, por donde puede que el soldado de turno estuviera haciendo la guardia, o algún aldeano pasara hacia su casa. Y que no hubiera viento, porque entonces todo salía volando sin dirección fija. Que conste que nos lo contó así aquel joven que sabía un montón de castillos y sus habitantes.

Al terminar el siglo XVIII un sabio de esos que siempre andan buscando cosas nuevas o respuestas para las antiguas, inventó algo tan simple ahora como es el cloro. Fue magia pura. Mezclado con agua lo dejaba todo blanco y brillante y si lo mezclabas con sodio era un poderoso desinfectante. Creo que fue un gran paso para la humanidad, al que ahora no damos la más mínima importancia. Hoy día en todas las despensas hay una o más botellas de lejía, las miramos con indiferencia, casi con desprecio porque, si se derraman te lo estropean todo, sin apreciar el invento en su justo valor.

He madurado todo esto antes de quedarme dormida. Es curioso que haya tantas cosas que, o no las sabemos o se nos han olvidado. Si nuestros antepasados fueron capaces de sobrevivir a tanta suciedad, no creo que le pase nada a mi niño porque una noche no se bañe. Así que he tomado la decisión de dejarle que mañana se vaya a la cama después de lavarse los dientes, sin más.

Pero esto sin que sirva de precedente.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 28 de Octubre de 2010 a las 17:53

Vapor

El conde le dirigió una altiva mirada a Tomás Pérez y Estala, cerrajero de profesión, mientras se paseaba por su taller, iluminado por velas ya muy gastadas, agitando nerviosamente un saquillo en la mano izquierda el cual no paraba de tintinear, produciendo aquél agradable sonido de las monedas rozándose entre sí que tanto gustaban a Tomás.

De hecho esto último era lo único que parecía importarle al cerrajero, más incluso que el famoso conde de Floridablanca se hallase en su presencia encomendándole una misión de suma importancia.

El conde era secretario del despacho de estado y se ocupaba de temas de política exterior, nada que fuera relevante para el cerrajero, peroél ya sospechaba que sus aprendizajes en París iban a dar frutos muy pronto…

Finalmente, el conde decidió volver a abrir su boca tan limpia como su señorial culo.

-Es necesario que consigamos esas piezas de las que te hablé, ganar el poder del vapor puede dar lo que nuestra gobierno necesita, aumentar la productividad de nuestras minas y quizá… la mejora de nuestras naves de guerra- Le dijo nerviosamente.

-Sí señor conde- Dijo Tomás mirando la bolsa.

-Partirás como Inspector y asesor técnico, o algo parecido, para no levantar muchas sospechas, una vez que tengas planos muéstramelos a mi primero; y recuerda si te sale bien la cosa puedes ganar más saquitos de éstos- Dijo el conde mientras dejaba el saquillo en la mesa mugrienta de trabajo, llena de grasa y herrumbre y con un gesto de asco, apartó rápidamente la mano.

-Y por favor, date un baño antes de entregarme los planos. Le dijo mientras salía discretamente por la puerta.

Una vez se hubo ido el conde, Tomás empezó a fantasear con su suerte, ¿Quién hubiera pensado que la poderosa energía de vapor fuera a hacerle rico?, el ya se imaginaba pasando por encima del conde, trabajando con impresionantes máquinas funcionando a vapor que hacían el trabajo de decenas de hombres juntos y quizás algún día tuviera su cargo propio , algo como maquinista real, sí , le gustaba ese título, se guardó nota mental de solicitarlo cuando trajera los planos y piezas al país, él iba a engrandecer su poder y de paso su bolsillo.

Y mientras sonreía a la luz de las velas, ya apagándose, se puso a juguetear con la bolsa de monedas.

Definitivamente ése era el mejor sonido del mundo.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 31 de Octubre de 2010 a las 13:48

VERACRUZ

Después de todo, alguien tocaba una sonata tras los muros de Veracruz.
En la playa el barco estaba tan fuertemente encallado que ni siquiera las olas podían mecerlo; aún menos la música. A su alrededor había restos de madera, rastrojos marinos y algunos cadáveres de la guarnición, mejicanos y españoles, pero la luz de las estrellas no era suficiente para distinguirlos. Más lejos, entre Veracruz y la playa, el jefe de milicia y el capitán de los dragones discutían cobijados entre dos telas de campaña con lámparas que iluminaban unos papeles sobre un tonel y que daban un algo de calor en sus hombros maltratados por el relente.
El sello de los borbones sobre los papeles era indiscutible y el mensaje incuestionable: los ingleses tenían, desde ese mismo momento, derecho al comercio de esclavos a través del puerto. El monopolio de los mercaderes de Cádiz se había terminado y, con éste, la guarnición de mercenarios.
El barco, encallado y mudo, parecía más inconquistable que nunca.
-�Bien se pudo recibir en un par de días – dijo Walberto Coloma volviendo a acariciar el penacho de su casquete de dragón.
-�Y los pasamos a cuchillo y nos quedamos los negros – sugirió Luciano.
Se quedaron un rato masticando la posibilidad de engañar� a los mercenarios pagados por Cádiz, e ignorar la carta enviada por Madrid y la alianza con los ingleses que bien poco les traía a la cuenta.
-�Ahora no más hay que pasarlos a cuchillo – volvió a sugerir Luciano.
Nunca afirmaba ni negaba nada, el jefe de la guarnición de Veracruz; quizá por eso había llegado vivo a ver tantas traiciones, remiendos y batallas por el comercio de los negros africanos. Incluso a estos últimos había comenzado a tratar un poco mejor desde que habían llegado nuevas de la revuelta de los esclavos en La Española y el saqueo de Puerto Príncipe. Según algunos rotativos subversivos, en Francia todo el mundo estaba cansado de los reyes y algunos escritores hablaban de pan para todos, por igual. Luciano lo había leído mientras los rotativos ardían en la plaza central de Veracruz por orden del Comendador.
El mundo se había dado la vuelta.
Y los borbones, los franceses amariconados que gobernaban España a través de una componenda que no podría entender ni Dios que bajase, dejaban el puerto libre para el comercio de esclavos a los piratas ingleses que llevaban años y años matando centinelas para poder pasar sus mercancías como si el océano no tuviese más puertos.
-�No más que digo que ahorita no es buen momento para andar equivocados – continuó – Mire usted que si andamos equivocados andamos al patíbulo.
-�Yo soy el capitán del batallón de dragones de Veracruz, no se te olvide.
-�Y no se me olvida pues – confirmó Luciano, callándose muchas cosas.
Un batallón de treinta hombres y quince caballos. Así se las gastaban los ingleses. Así se dormían los mejicanos cuando recibían un poquito de ayuda de otros lares. Caballos en una playa intentando tomar un barco encallado por asalto, como si el mundo no fuese lo bastante raro. Un cargamento de negros sentados sobre sus culos mientras traficantes mejicanos y piratas ingleses sudaban sal y sangre para mantenerlos vivos; como si el patíbulo se fuera a recoger sobre sus pies y largarse de Veracruz aguantando los bastantes días.
Luciano había asistido a muchos asaltos en cincuenta años de vida y había sufrido alguno, pero no era lo frecuente tener vetado el uso de la pólvora para preservar la vida de los asaltados, y menos si entre ellos estaban los diablos más pobres y maltratados y humillados de la creación, aunque su carne negra valiera más que la melaza de La Española. Sin pólvora, ya fuera una mesa de almuerzo parapetada con manteles, tomar cualquier cosa al asalto era una risa para el diablo y una desgracia para los soldados.
Pero la carne de los negros era cara y más si habían llegado vivos desde Guinea.
-�¿Qué hacemos pues, mi capitán?
-�Me va a chingar la misma vida verlos a esos pasearse por el mercado – bajó la comisura de los labios tanto que parecía el puchero de un niño desgraciadamente bigotudo; pero sus ojos estaban como odiosos y no dejaban de ser viriles en su odio – Se acabó el asalto.
Si el alivio se pudiese mear, Luciano Colimbo se habría mojado bien caliente los pantalones y el suelo de madera y la arena de la playa.
-�Lo que ordene mi capitán.
-�No soy tu capitán. Soy el capitán de los dragones, pendejo de mierda. Yo se lo digo a los mercenarios gaditanos… y tú a los ingleses.
-�Sí, Capitán Coloma.
Si el miedo se pudiese congelar, Luciano Mediapinta se habría quedado como piedra de la verga a la punta de los pies. Tenía que acercarse al barco encallado para dar el pinche legajo a los ingleses, después de haber intentando engañarlos unas cinco o seis veces en dos días de asedio.
La sonata terminó tras los muros de Veracruz. Luciano se rio por lo bajo y se santiguó en la frente y en el pecho y luego en frente, pecho y hombros.
Cogió el papel y lo enrolló con torpeza debido al sudor de las manos. Salió del parco refugio de las telas de campaña cogiendo una linterna. Walberto Coloma ya discutía con los mercenarios acerca del significado de pagador y de cliente y de los pocos palmos de carajo que le importaban a él sus deudas con los dados y con las nuevas barrigas de las putas de la ciudad.
Los dragones eran más que los mercenarios por primera vez en mucho tiempo, otra característica curiosa de las fuerzas del orden mejicanas, que tenían el don de aparecer y desaparecer como los escorpiones bajo las piedras, y que no daban la cara si no era cosa de ganar con toda seguridad o perder con toda seguridad. Los caballos resoplaban y movían los cuartos traseros de vez en cuando, como para hacer que los adornos de metal de sus jinetes brillasen de tanto en tanto e hiciesen notar su presencia.
La milicia estaba aún más oculta y más atenta que nadie. Esos pequeños campesinos con ínfulas de violadores y asesinos tenían el instinto desarrollado para los cambios y las complicaciones. Luciano no les hizo ningún tipo de señal. Los que quedaban se habían merecido seguir con vida.
Se cagó en la puta madre de todos ellos, dragones, mercenarios y milicianos, y bajó la suave ladera de arena en dirección al barco, oscuro como la noticia de un tifón.
Seguramente iba a morir antes de poder entregar ningún tipo de misiva, y no debido a la malicia de los piratas ni a la avaricia de los mercaderes de la capital; moriría porque el mundo se estaba poniendo patas arriba, pero nadie parecía tener del todo la culpa. Aquellas eran, sin duda, componendas antinaturales. Un campesino con galones entregando la carta de un rey a un traficante de esclavos, que llevaban dos días intentando asesinar, para sacar con cuidado, de un barco, un cargamento de esclavos que no tardarían más de tres años en morir en cualquier cantera, alberca o molino.
Componendas antinaturales.
-�¡Ah del barco! – se le ocurrió decir cuando estaba a veinte pasos.
Se dio cuenta del chiste y soltó una carcajada joven y valiente.
Hubo un disparo y Luciano notó que la misiva real se le pegaba bruscamente al pecho y que algo le daba un fuerte tirón hacia atrás por la espalda. No sabía que se había caído hasta que notó el sabor de la arena en la boca. Escupió lo que pudo pero no pudo sacarse toda esa arena antes de morir.
Walberto Coloma miró el barco como si se tratase de un borracho inmundo que le hubiese interrumpido la charla.
Los milicianos comenzaron a salir silenciosamente de sus respectivos refugios en las sombras. Los mercenarios guardaban silencio.
Los dragones se ponían sus casquetes con penacho, a la espera de órdenes.
El capitán le plantó el legajo en medio del pecho al contratista de mercenarios y se alejó de él sin siquiera mirarlo.
-�¿Qué se supone que hacemos ahora? – dijo éste - ¿Nos vamos o nos quedamos?
-�Por mí puedes ir a chingarte a tu madre – dijo el capitán Coloma lleno de desprecio mientras se montaba en su caballo – O puedes hacer como si la pinche orden llegase dentro de dos días.
Los mercenarios estaban confusos. El contratista sonrió, nervioso, mientras los caballos de los dragones pasaban por su lado moviendo con parsimonia las ancas y levantando pequeños terrones de arena.
-�A mí me parece que esto es… un asunto de mejicanos – dijo, mientras con las manos daba orden a los suyos de ir quitándose de en medio.
-�Pues eso – le replicó el capitán, espada en mano, a medio camino entre los papeles y el barco – Puedes ir a chingarte a la puta española de tu madre.
Los milicianos comenzaron a correr hacia el flanco derecho del monstruoso barco mientras la caballería iba a medio trote hacia el flanco derecho, adquiriendo suavemente velocidad a medida que el capitán Coloma se agitaba, funesto y tirano, sobre su recia montura.
Comenzaron los disparos en la playa, brillando en la oscuridad y transformando el momento en un cuadro parpadeante en el que había destellos, humareda y cuerpos caídos, aunque la luz de las estrellas no permitiera distinguirlos.
-�Oídme, los mejicanos están locos – dijo el contratista – No es sitio para los negocios.
A una orden de su mano los mercenarios comenzaron a andar parsimoniosamente dando la espalda a la carnicería de la playa, aunque alguno se volvía de vez en cuando tras un grito o un disparo concreto. El contratista arrugó la misiva real y la tiró a un lado. Más tarde se arrepentiría, pensando que cualquier falsificador podría haber pagado una pequeña fortuna por el sello de lacre para hacer bueno un documento falso.
Pero para aquel entonces estaría ya poniendo ambos brazos sobre los hombros de un par de putas mejicanas, dentro de un bidón de agua caliente, mientras algún afanoso guitarrista tocaba una sonata victoriosa tras los muros de Veracruz.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 31 de Octubre de 2010 a las 17:59

PEPE ANTONIO.


María Elena se puso el camisón apresuradamente y bajó las escaleras envuelta en una toquilla cuando escuchó los fuertes golpes en la puerta. Pepe Antonio seguía durmiendo sumido en el sueño que le hacía revivir los momentos de pasión que acababa de sentir.

El miliciano adivinó la hermosura del cuerpo de la mujer al recorrerlo con sus ojos.

�—¿Qué quieres? No son horas para llamar a las puertas.

�—Vengo a buscar� al Alcalde Mayor, en su casa me dijeron que lo encontraría aquí.

�—¿Su mujer? —Preguntó sin disimular su desprecio.

�—No, uno de los criados. Pero llámalo, mujer. Es algo muy urgente.

María Elena contemplaba a su hombre mientras éste se vestía. El gesto serio, la mirada fija.

�—¿A qué tienes que ir tú? —Preguntó enfadada.

�—Déjate de tonterías, sabes que tengo que ir. Mi cargo me obliga y… no podemos permitir que nos invadan.

�—¿Y qué más nos da los ingleses que los españoles? Todos quieren lo mismo, sangrarnos.

�—No hables así, somos españoles. —Pepe Antonio le dirigió una mirada furiosa. María Elena se hizo un ovillo sobre la cama y se abrazó las rodillas.

�—¿Pasarás a ver a tu mujer?

�—No. Voy directamente a ponerme a las órdenes del Coronel Caro. —Se acercó a ella y la besó como si nunca más fuera a hacerlo —. Espérame tal y como estás, no te muevas. Echo a esos ingleses y vuelvo enseguida.

Francisco Caro miraba ensimismado un mapa de la isla. Rodeado de militares poco acostumbrados al campo de batalla, asentía sin decir palabra y dando a entender que estaba elaborando una sofisticada estrategia.

�—Se presenta el Alcalde Mayor José Antonio Gómez Bullones. A sus órdenes, mi Coronel.

�—¡Mi querido Pepe Antonio! —Exclamó alzando la vista — Pasa, pasa y deja las formalidades. Es una situación muy delicada, los ingleses… Están situados frente al Morro, todo indica que intentarán desembarcar por la Chorrera, ya están allí nuestras fuerzas para hacerles frente.

�—Tendríamos que defender Cojímar. Su fortaleza es débil y podrían desembarcar con facilidad por allí.

El coronel contuvo una risa forzada y ridícula.

�—Eres valiente, Pepe Antonio, pero la estrategia militar aún queda lejos de tu alcance. Ya se han tomado las medidas, el mariscal Prado Portocarrero está al mando. Reúne a cuántos milicianos puedas y sigue las órdenes. Nos enfrentamos a soldados, no a piratas o corsarios.

Pepe Antonio inclinó la cabeza y abandonó la estancia con paso firme.

�—Criollos… —dijo Caro cuando el Alcalde ya no podía escucharlo —Se crían salvajes entre los nativos y pretenden igualarnos.

María Elena dejaba las monedas sobre la mesa de la santera. Ésta las guardó en una talega que escondió entre sus pechos y, con el paso torpe al que le obligaba su gordura,� se acercó a la jaula en la que cloqueaban las gallinas.

Sentadas frente a frente, la vieja puso los ojos en blanco y comenzó a canturrear una letanía ininteligible mientras acariciaba al ave. Con sus manos le arrancó la cabeza y mamó la sangre que brotaba del cuerpo que aún intentaba escapar de sus manos.� Escupió sobre la mesa saliva ensangrentada y, mirando al techo, la extendió con sus manos.

�—Dime qué ves — inquirió María Elena impaciente.�

�—Tu hombre no morirá luchando.

�—¿Volverá sano y salvo?

�—Será venerado por todo el pueblo cubano. Guanabacoa será conocida como la Villa de Pepe Antonio. Su machete hará historia.

María Elena abandonó la choza satisfecha. Su hombre sería un héroe. El pueblo cubano había dicho la santera. Su hombre comprendería al fin. Ellos no eran españoles, lo entendería y guiaría a su pueblo con valentía.

�—¡Somos pocos y casi desarmados, pero somos valientes y sabemos luchar! Los ingleses se han apoderado de Cojímar, mañana vendrán aquí. Nuestros soldados tardarán en llegar para hacerles frente, pero… ¿quién los necesita? ¡Que todo el mundo recuerde el ocho de junio de 1762 como el día en el que la milicia de Guanabacoa hizo retroceder a los ingleses!

Pepe Antonio agradeció al cielo que el desembarco hubiera tenido lugar, tal y como había pensado, en Cojímar. Allí estaban él� y sus milicianos para luchar a su manera.� Fernando Caro y sus bailes de salón…� ese tonto lechuguino que siempre, en las batallas,� llegaba tarde o se iba demasiado pronto.

El Alcalde y sus escasos setenta hombres, campesinos que hasta ese momento� sólo habían defendido sus cosechas de los ataques de algún barco corsario, arremetieron contra los invasores que pretendían tomar su tierra. A golpe de machete, a mordiscos, a patadas, a empujones. La Habana era suya, no dejarían que se la arrebataran. Mataban, huían, regresaban, volvían a matar.
Las tropas españolas llegaron al fin. Los ingleses eran demasiados y los soldados españoles, siguiendo las órdenes de su mariscal, se empeñaban en interpretar el ordenado baile que en los salones de la corte llamaban estrategia. En la batalla no existe el orden, no hay coreografías. Pepe Antonio lo sabía. Sólo hay deseo de matar y no morir, de defender lo que se considera propio. Pronto tuvieron que huir de forma desordenada y refugiarse en el poblado para resistir desde allí el asedio.

�—¡Malditos hijos de puta! Mataré a ese mariscal del demonio. ¡Mis milicianos y todos aquéllos que de verdad quieran defender esta tierra, que me sigan! —Pepe Antonio gritaba enloquecido. Conocía el terreno, no esperaría escondido en el pueblo a que lo atacaran. Vencería al enemigo en emboscadas, entraría por las noches en sus campamentos, robaría sus alimentos, contaminaría su agua, tomaría sus armas.

En el burdel no se hablaba de otra cosa; Pepe Antonio había conseguido amedrentar a los ingleses, no se atrevían a salir de sus campamentos. Era un fantasma que se movían en la oscuridad cortando cuellos, abriendo estómagos, tomando prisioneros.

�—Ahora son los ingleses, pronto serán los españoles los que también teman a mi hombre. Cuba será de los cubanos. —María Elena se paseaba por el salón prodigando ron y sonrisas —. No me miréis con deseo —decía entre risas —, le he prometido a la Virgen que no volveré a trabajar hasta que mi Pepe Antonio regrese victorioso.

�—Calla, loca. Las paredes tienen oídos y aquí hay muchos a los que incomodan tus ideas.

�—¡Viva Cuba! —Gritó embriagada y alzando la botella de ron.

Fernando Caro mandó que le trajeran al muchacho a su despacho. Apenas tenía ocho años. Descalzo y desarrapado no se atrevía a levantar la mirada del suelo.

�—No tengas miedo. Sólo quiero hacerte unas preguntas, no me importa que trataras de robar en mi cocina.

�—Gracias, señor. —El niño siguió mirando sus pies.

�—Me han dicho que a veces te cuelas en la mancebía. Seguro que escuchas muchas cosas allí.

�—No suelo prestar atención, señor. Voy� a limpiar los orinales a cambio de algunas monedas.

�—Pero seguro que has oído hablar de Pepe Antonio.

�—Claro. Todos hablan de él. Yo quiero ser miliciano y acompañarlo. —El chico levantó la cabeza lleno de entusiasmo —. Los ingleses creen que es un espíritu maligno, una sombra que les acecha.

�—Pero… no sólo lucha contra los ingleses, ¿no es cierto?

�—¡Ahora sí, pero en cuanto eche a los ingleses… —el niño enmudeció y volvió a agachar la cabeza.

�—Continúa.

�—No lo sé, señor. Volverá a su casa, supongo.

Caro confirmó lo que pensaba. José Antonio Gómez, Pepe Antonio, estaba tomando demasiado relevancia, un héroe, una leyenda… un criollo adorado por� aquellos que deseaban prescindir del poder español.

�No daba crédito a lo que acababa de leer. Destituido de su cargo. Había conseguido reunir a más de dos mil hombres a sus órdenes. Había recibido una felicitación personal del Gobernador.� Servía a España como pocos. Había matado a más de trescientos enemigos. Más de doscientos prisioneros.� Los ingleses no se atrevían a salir de sus tiendas, ni allí se sentían seguros. Destituido de su cargo.

�—¡Lucharé solo! —Gritó al abandonar su refugio después de despedirse de sus hombres.� No permitió que nadie lo siguiera. Sus milicianos no eran desertores y respetaban la disciplina mejor que cualquier soldado. Les ordenó continuar con la resistencia� bajo las órdenes de su nuevo jefe. El rey los necesitaba en sus puestos.

María Elena salió en su busca en cuanto se enteró de la noticia. Había pasado más de un mes desde que lo vio salir de su dormitorio para ponerse a las órdenes del Coronel Caro. Conocía el terreno tan bien como él, no en vano era su tierra. No tardó en encontrarlo, las ruinas de San Jerónimo de Peñalver siempre habían servido de escondrijo en sus encuentros.

Allí lo halló con fiebre, envuelto en vómitos, sumido en el dolor.

�—¿Qué ha pasado, mi vida?� —Su hombre no tenía fuerzas para contestar —. Ya estoy aquí y cuidaré de ti. No te apures, enseguida sanarás.

Trajo a la santera, utilizó todos los remedios que conocía. La fiebre no cesaba y el dolor era cada vez más intenso. Rezó a la Virgen y le hizo nuevas promesas. Pepe Antonio moría.

�—Quema su cuerpo, niña. La peste sobrevive a sus víctimas. Lo último que necesitamos ahora es una epidemia.

María Elena regresó a Guanabacoa. El machete de su hombre enfriaba su pecho manchado de cenizas.

�—¡Ha muerto el primer cubano! Se lo ha llevado la envidia de ese español mezquino al que llamáis coronel. ¡Pepe Antonio ha muerto! Pero aquí queda su machete y su semilla. ¡Ingleses!, ¡españoles!, ¡temblad, porque el espíritu de Pepe Antonio nunca morirá!

José Antonio Gómez Bullones murió el� 26 de julio de 1762. El doce de agosto de ese mismo año La Habana fue conquistada por los ingleses. España recuperó su dominio en 1765. Pepe Antonio, nombre con el que es recordado el Alcalde Mayor de Guanabacoa,� es considerado un héroe nacional, el primer patriota cubano y el padre de la llamada “guerra de guerrillas”.

concursoderelatos
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  • 1 de Noviembre de 2010 a las 12:44
VIENTOS Y VELAS

Entra en la alcoba y besa a sus dos hijos en la frente procurando no despertarlos. Sale al patio, arranca un limón, verde aún, del limonero y se lo mete en la faltriquera. Mira al cielo por el lado de tramontana. Una nube, una sola, pequeña y de algodón: quisiera guardársela también y liberarla al volver a poner los pies en el muelle. Ya en la puerta se despide de su mujer:

-Te traeré el mejor vestido del mejor mercado.

-No quiero que me traigas nada, lo que quiero es que vuelvas.

Pasa frente a la iglesia del Carmen y vuelve la vista hacia la casa de los Meliá. Es pronto aún y hasta las once las dos hermanas no saldrán al mirador a vigilar quién va y quién viene por la calle mientras bordan el ajuar. Baja por las revueltas que llevan al puerto, recorre el muelle y ahí está su jabeque. Le acaricia el costado, brillante de sebo, salta dentro y ordena el tiro de leva para avisar de la pena de cincuenta pesos de plata que caerá sobre quien no esté a bordo antes de tres horas. Vuelve al muelle y se sienta en un noray a fumar. Es el 25 de abril de 1780.


El 16 de junio de 1779, por la convención de Aranjuez, España, aliada con Francia, se pone del lado de las colonias americanas, en lucha por su independencia de la metrópoli, y declara la guerra a Inglaterra. Llegada la noticia a Menorca, por entonces bajo dominio inglés, su gobernador sir James Murray decide conceder patentes de corso a favor de armadores menorquines contra todo tipo de barcos españoles y franceses.


Pons y Taltavull oyen el disparo en su camino desde el arrabal nuevo de San Felipe mientras cruzan entre huertos con norias. Como tienen tiempo deciden tomar el camino más largo para así parar en la taberna a mirarle el escote a Teresa. Cuando bajan por la cuesta de cala Figuera hacia el muelle de levante oyen voces, griterío y jolgorio que vienen del agua. Son dos barcas pequeñas, de las que llaman gussis, con críos dentro remando hacia la isla del Rey. Se fijan y ven frente a las barcas una mancha blanca que se mueve por la superficie del agua. También ellos habían jugado a lo mismo: un trozo de madera hueco, un palo hincado en el centro, otro perpendicular y un trozo de tela clavado a modo de vela. Y a correr detrás.

Antes de entrar en la taberna ven al capitán a lo lejos, al pie del barco, hablando con una mujer y un niño:

-Parece la viuda de Moll, el que murió de fiebres el año pasado en Gibraltar. Ahora anda arrimada a Carasucia.

------------------------------------------

En el momento del disparo, los hermanos Femenías están entrando por el lado contrario del puerto, por el muelle de poniente. Han salido de Alayor al alba por el camino d'en Kane y sólo han parado un momento, a la sombra de una pared seca poco antes de la encrucijada con el camino hacia Addaia y Fornells, para comer lo que su madre les había echado en la talega. Es su primera salida en corso pero su hermano mayor, que volvió con dinero y por eso ahora festeja, habló de ellos con el capitán y los admitieron en la tripulación. Han de recorrer el muelle hasta encontrar el barco:

-El Halcón se llama; y tiene tres palos.

Soldados ingleses, marineros, pescadores, redes al sol, olor a puerto. Encuentran el jabeque mientras la viuda de Moll sigue hablando con el capitán:

-He puesto un cirio en el Carmen para que volváis todos y mi hijo con vosotros.

Cuando el niño consigue zafarse de los besos de su madre sube corriendo a bordo.

-¿Y vosotros quienes sois?

-Tomeu y Biel Femenías.

-Presentaos al escribiente.

------------------------------------------

Recasens, el escribiente, está sentado en popa. Sostiene entre las piernas un cuaderno abierto con la nómina de los ciento veinte miembros de la tripulación y va anotando una marca a medida que se presentan ante él. De Tarragona y jesuita exclaustrado, es de los que no tiembla cuando oye un cañonazo. Porque el primero lo oyó en Civitavecchia la primavera del año 67 cuando el Papa recibió así a los jesuitas expulsados por Carlos III para disuadirlos de desembarcar en los Estados Pontificios. Vuelta atrás hacia Córcega y nueva prohibición de desembarco esta vez por parte de la República de Génova, entonces soberana de la isla. Tres meses dando vueltas hasta que les permiten poner pie en tierra tras las negociaciones diplomáticas entre españoles y genoveses. Recasens, harto ya de penurias, pasea un día por el puerto de Bastia y oye marineros que hablan como él pero con música. Les pregunta hacia dónde van, contestan que a Argel y luego a Mahón, les pide que lo lleven a cambio de trabajo y el capitán, al verlo demacrado, accede. Ahora navega con el hijo de aquel capitán, no ha vuelto a poner los pies en la península y también habla con música.

-¿Y tú cómo te llamas?

Pero el niño no está escuchando. Apoyado en la batayola de babor, ha visto los gussis, que ahora persiguen a la barquita frente a la isla d'en Pinto, reconoce a alguno de sus compañeros de juegos y reclama su atención gritando y gesticulando para provocarles la envidia al verlo a bordo de un velero de verdad.

Los hermanos Femenías pasan por detrás de él hacia el escribiente, dirigen la vista hacia lo que parece atraer la atención del niño y sólo ven los gussis. Su pueblo no es de tradición marinera y su juego preferido de niños era el del aro. En la punta de una vara se enrollaba un alambre que acababa en un gancho; cogido de él había que llevar el aro, extraído de alguna cuba podrida, rodando por las calles del pueblo sin que se cayera.

------------------------------------------

Tudurí viene corriendo por el muelle cuando el capitán da la orden de soltar amarras. La mayoría de marineros se santigua y los hermanos Femenías se llevan a los labios el escapulario con la imagen de la Virgen de monte Toro que su madre les ha colgado del cuello. Recasens anota el retraso de Tudurí con su pena de cincuenta pesos de plata, cierra el cuaderno y se pone en pie. Mira por estribor las casas blancas en lo alto y, al volver la vista a babor, ve también a los niños de los gussis, que ahora reman desde la isla d'en Pinto hacia la Punta porque su barquita ha virado inesperadamente. No sabe si en Tarragona los hijos de los pescadores juegan a lo mismo; él vivió de niño en un caserón de la parte alta y su madre nunca lo llevó a la marina.

El capitán va a proa, se apoya en el palo de trinquete y manda a toda la tripulación prestar atención mientras el primer teniente lee las normas de a bordo:

-Que no se puede salir del barco sin permiso del capitán. Que la parte que corresponda a quien busque discordia o alboroto a bordo, o se embriague o se comporte de forma cobarde, se aplicará al resto de la tripulación...

El capitán se da la vuelta y mira al frente, hacia la Punta. No puede evitar ver, porque resalta moviéndose en el agua, la tela blanca de la barquita algo a babor. Oye también las voces de los niños que la siguen y se gira hacia ellos.

-¡A nado tendríais que perseguirla como yo cuando tenía vuestra edad!

Los niños gritan y gritan todos a la vez y, como no consigue entenderlos, vuelve la vista al frente. En ese momento ve la barquita que viene derecha hacia el barco. Se gira atrás en un acto reflejo de dar al timonel la orden, imposible e inútil, de virar a estribor y siente una punzada en el corazón cuando oye un leve crujido bajo la quilla.

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  • 3 de Noviembre de 2010 a las 12:52

3267 pesos

 

«Una fragata, sin duda, ya que los navíos estarían ocupados ante la previsible guerra contra los ingleses que se avecinaba.»

—Es la hora. Apagar las luces.

El sueño le alcanzó a los pocos minutos de imaginar el olor a salitre y la podredumbre que acompañaban a las enfermedades contraídas durante las travesías de aquellos años, cuando su antepasado fue embarcado, sin oponer resistencia, rumbo a Cádiz, desde donde partirían muchos de ellos hacia cualquier tierra alejada del dominio que los borbones ejercían sobre gran parte del planeta conocido.

Estamos en el año 2003, pero las preocupaciones del condenado vasco se remontan al segundo tercio del Siglo de Las Luces, cuando los borbones, respaldados por el Papa, decidieron acabar con el poder acumulado por la Orden Ignaciana. En sus lecturas, gracias a las que finalizará sus estudios en la Uned este mismo año, el vasco dio con una tesis doctoral dedicada a la historia y vicisitudes de la Orden. Entonces descubrió que un antepasado suyo había sido expulsado de Filipinas, pese a la debilidad y los achaques, tanto físicos como mentales que le hacían poco apto para la travesía. Parece ser que primero embarcaron a los menos débiles, en dos naves; y que años después, fruto del empecinamiento del Gobernador y otros interesados, expulsaron a casi todos los que quedaban, menos a cuatro orates. Su antepasado murió durante la travesía, de seis meses, antes de alcanzar el Puerto de Santamaría, penal donde él mismo ha pasado varios años de condena, que ahora transcurre en el de Córdoba.

Investiga en un estado casi febril, hasta el extremo de que ha solicitado permiso para hacer una visita a la Biblioteca Histórica de la Universidad Complutense, situada en Madrid. Necesita consultar un texto. Obtiene el permiso gracias a que han transcurrido más de dos tercios de su condena, que él considera tan injusta como la de los compañeros vascos que se pudren en diversos centros. Su antepasado fue el primero de una larga lista de vicisitudes por las que pasó la familia.

En el taxi, mientras calcula la cantidad de amonal que se necesitaría para volar el hotel Regina, hilvana los acontecimientos que acabaron en la expulsión de los clérigos y en la prohibición posterior de la Orden en todo el mundo conocido. Si Domingo Insausti, al que considera su antepasado, no hubiera muerto en la fragata capitaneada por un tal De Córdoba; si hubiera podido llegar a Italia, con los demás, para regresar al pueblo. Piensa que estas injusticias son las que justifican su ideología y la de tantos otros.

Regresa al centro penitenciario con cierta alegría, aunque el carácter melancólico hace más de 20 años que no le abandona. Ha podido solicitar prestado el libro que le interesa, por un mes, con lo que podrá atar los cabos que faltan para confirmar la responsabilidad de los militares y funcionarios castellanos sobre la muerte del clérigo, allá por el año 1771; el aborrecible Anda, Gobernador de la isla y el capitán, que cobró sus buenos pesos, exactamente 3.267 por embarcar bajo el alcázar a los ocho jesuitas. No ha localizado a ningún Anda, pero sí tiene en mente a un De Córdoba.

En la mañana del 6 de enero aparece muerto el etarra Insausti. Parece que un ataque al corazón le ha sorprendido durante la noche. Los funcionarios de turno avisan a los médicos y estos certifican el fallecimiento por causas naturales. Pese a la evidencia, el juez ordena que se le realice la autopsia y que se dé parte a la Comisaria de Córdoba Oeste.

El inspector Ortega recibe una notificación en su Blackberry, aparato que se le resiste en ocasiones. Demasiado moderno. Avisa a Contreras, un agente y se dirigen a la barriada de Alcolea, para entrevistar a los médicos. Ortega es bajo de estatura, fornido como un luchador y hace tiempo que cumplió los 50 años. Contreras es mucho más joven, delgado y muy alto. Apenas hablan durante el trayecto. Al llegar aparcan fuera del recinto, no sin cierto temor a perder las ruedas o cualquier otro elemento del coche. Es un barrio difícil. Les reciben dos médicos, pero Ortega insiste en ver el cuerpo. La habitación huele a desinfectante. El cadáver de Insausti yace sobre una superficie metálica, desnudo, con la mandíbula inferior caída y los ojos abiertos. Parece que aún le dure la sorpresa de la muerte. Nada que destacar, según los doctores. Contreras, un estudioso de la morfología, decide revisar las manos del etarra muerto. «Inspector, mire esto.» El dedo pulgar del finado está negro como el betún. Preguntan a los forenses. Parece que estaba leyendo un manuscrito cuando le sorprendió la muerte. Contreras advierte al inspector. «¿Recuerda la novela El nombre de la rosa, inspector?» «Recuerdo la película, Contreras.» Tras el descubrimiento, solicitan echar un vistazo a la celda. Debajo del catre encuentran varios cuadernos manuscritos; sobre una leja de plástico, varios libros dedicados a la Orden de los Jesuitas. En la mesa de trabajo, pequeña como el pupitre de una escuela cervantina, un texto voluminoso y antiguo. Deciden firmar un recibí y llevárselo todo para estudiarlo. Antes de salir del penal, el inspector Ortega le comenta a Contreras, «tengo la impresión de que el funcionario que nos ha acompañado a todas las estancias muestra más interés del habitual por la muerte del etarra». «Yo también lo he notado, inspector». Tras una ducha en la pensión donde reside desde su divorcio, inicia la lectura de las notas de Insausti. Apenas apuntes, en los que descubre que los jesuitas fueron exterminados durante el siglo XVI en Japón y que alternaban el papel de soldado y predicador en las islas Filipinas, para protegerse de los piratas holandeses, los moros malayos, los aborígenes y los ingleses. La mitad del tiempo transcurría con una espada en la mano, la otra mitad con la cruz. También descubre alabanzas de Felipe II hacia ellos “…religiosos de la Compañía de Jesús hacen mucho fruto con su doctrina y buen ejemplo” y dos siglos más adelante ataques de Carlos III y el Conde de Aranda. Lee un listado de todos los que fueron expulsados entre 1768 y 1772 y las condiciones del traslado a España para su posterior extrañamiento. En una de las páginas encuentra subrayado el nombre del capitán de la fragata Astrea, José de Córdoba y la duración del trayecto. También que un regular de la Orden, Domingo Insausti, nacido en Olaberría, falleció durante el periplo, antes de doblar el Cabo de Buena Esperanza.

Cansado de la lectura, toma algunas notas en su pequeña libreta de tapas negras y decide salir a tomar algo. En el bar de copas cruza su mirada con alguien que entiende, como él y se dirigen al cuarto oscuro. Su homosexualidad desencadenó el divorcio y el aislamiento al que voluntariamente se somete. Una enculada de vez en vez es suficiente para mantener sus deseos a buen recaudo, mientras dedica todo el tiempo disponible a escribir sus memorias y resolver casos de aldeanos, como califica los enigmas en los que se ve envuelto en esta pequeña provincia. Vuelve a casa y telefonea a Contreras, poniéndole al tanto de lo que ha descubierto.

El agente le informa que entre los nombres que aparecen en la lista de presos del penal, hay un tal José de Córdoba. Ortega le sugiere que revise el dosier del condenado; una hora después, Contreras le hace un detallado relato de las andanzas del tal José. Antiguo dominico, boticario de profesión, cumple condena por el asesinato de varias mujeres a las que envenenó. Después de colgar, decide refrescarse bajo la ducha. Mientras se seca con energía, piensa en las ventajas e inconvenientes de continuar con la investigación. Sale a pasear por el barrio de San Basilio y acaba sentado en una taberna, donde encarga un plato de bienmesabe y media botella de manzanilla. Al regresar a la pensión, continúa leyendo las notas de Insausti.

“Los monjes integraron el bautismo como una ceremonia de purificación, tan efectiva como las prácticas de magia; realojaban a los indígenas, haciendo convivir a los creyentes con los paganos, para incrementar el número de los primeros; los regulares habían hecho cuatro votos, mientras que los seglares, no; la melancolía y otras enfermedades se apoderaban de ellos, aunque las mayores pérdidas de vidas las provocaban las constantes disputas con piratas y ejércitos enemigos de España. La caída en desgracia se debió a la decisión de los borbones en Europa, quienes lograron que Clemente XIV suprimiera la Sociedad ignaciana, en 1773; dos años antes había muerto Domingo Insausti. El Conde de Aranda hizo la valoración de las posesiones de la Orden. Murió sin descendencia. Hubiera sido un excelente objetivo para nuestra causa”.

Las notas se acompañaban de numerosos listados; el etarra había recogido desde los medicamentos que transportaba la fragata donde falleció su antepasado, hasta el nombre y lugar de origen de cada uno de los jesuitas expulsados; una de las listas contenía el nombre de todas las personas que de algún modo habían estado implicadas en la extinción de la Orden. También aparecían árboles genealógicos hasta la actualidad, así como las direcciones y teléfonos de personas con apellidos como Moñino, Ganganelli, Anda, De Córdoba y otros muchos. Llamaba la atención que entre todos ellos, dos estuvieran rodeados por un círculo de tinta roja o sangre seca; Anda y De Córdoba.

Llamó a Contreras. «¿Puedes leerme el listado de funcionarios?»

Se acostó y soñó con una fragata en medio del mar, de la nada. En la sentina había un clérigo, vestido con una turca, rezando y tiritando por la humedad. Alguien se acercaba con un cuenco repleto de rosas secas, buenas para el escorbuto. El olor es insoportable, a pústulas y agua estancada; antes de que el monje alcance a comerse las flores, el marinero vuelca el recipiente sobre el suelo, golpea al monje y sale por una estrecha apertura, sujetándose en las cuadernas para que el vaivén no le desequilibre.

Se levantó con muy buen humor, pero antes del aseo matutino, llamó a Contreras.

«Cerramos el caso. Y otra cosa, Contreras: ¿Puedes averiguar si la fragata Andrea se encuentra en algún museo marítimo? Nos vemos en una hora.»

 

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  • 4 de Noviembre de 2010 a las 1:36
Un hombre racional

El conde de Aranda trató de mantenerse inexpresivo mientras hacían pasar a Cadalso a su despacho. “Veo alguien que tiene nombre de muerte arrancada”, le había dicho una gitana en la calle, muchos años antes. “Tiene nombre que rezuma espanto y te dejará como herencia algo que no deseas: dudas”. “Qué tonterías”, pensó el muchacho que era entonces Aranda, porque se jactaba ya de ser un hombre de su época, un hombre que había despertado del sueño pegajoso de lo crédulo y sólo se guiaba por la luz de la razón.

Pero cuando, tanto tiempo después, conoció al militar y escritor José Cadalso, recordó la profecía con repentino miedo. Eso sí, no permitió que le afectara: en vez de alejarse supersticiosamente, le entregó su amistad, animándole a frecuentar su casa. Ambos eran españoles afortunados: la suerte les había permitido viajar desde muy pronto, habían podido sacar la cabeza del profundo agujero en el que había caído España, naufragando a la deriva tras la pérdida del gran imperio, y habían podido contemplar cómo era realmente el mundo, con todos los grandes cambios que se estaban sucediendo.

Por desgracia, aquello también tenía su lado malo. Ponerse unas botas demasiado pequeñas, eso era siempre regresar... Aranda lamentaba cada día la oscuridad en que avanzaba torpemente su país, la negrura provocada principalmente por la sofocante sotana Católica. Y Cadalso, aunque no compartiera del todo su rechazo por lo clerical, era de los suyos. Patriota y crítico. Hombre de razón, de ciencia y método.

Aranda despidió a su secretario sin apartar la vista de Cadalso, estudiándole atentamente. Tenía ya treinta años y solía mostrarse como un hombre firme, de expresión decidida, alguien que tenía poco que ver con ese fantasma tembloroso que contemplaba ahora. Pálido, despeinado, la ropa sucia de tierra y arrugada... Estaba claro que, aunque le habían llevado a su casa tras el inquietante asunto del cementerio, no se había cambiado ni lavado. Seguro que ni había dormido. Jamás le había visto así, antes.

Claro que, el fallecimiento de aquella actriz, la joven y hermosa María Ignacia Ibáñez, le había hundido, y Aranda podía comprenderlo. Esa sí que había sido una historia realmente terrible, uno de esos amores desventurados que sólo creías posible en escenarios o poemas. Madrid al completo sabía que María hubiera podido buscarse un amante de alto linaje y buenos dineros, y vivir de forma espléndida el resto de sus días, pero a todos había rechazado, a todos, por aquel hombre que ahora lloraba su repentina muerte.

¿Podía haber historia más romántica que esa? ¿Y más trágica? Veinticinco años tenía aquella muchacha. En tres breves días de fiebre, el tifus la consumió, volviendo inútiles todos sus planes y sueños de futuro.

Y destrozando a ese hombre…

– ¿Cómo se encuentra, amigo mío? – le preguntó, con amabilidad. Cadalso se limitó a agitar la cabeza – Cuénteme qué ha pasado – silencio otra vez. Aranda decidió intentarlo dando un rodeo – Tengo entendido que ha estado visitando diariamente la tumba de la joven María. Comprendo su… periodo de duelo, que…

– ¡No, no lo entiende! – le interrumpió Cadalso, mostrándose repentinamente agitado – ¡Vi las señales! Había un cuervo, siempre en el mismo sitio, sobre la tumba de Lope de Vega, observando. Y hacía más frío allí, a su alrededor. ¡Lo percibí el primer día y ya no pude ignorarlo!

Aranda parpadeó con desconcierto.

– ¿Lope de Vega? ¿El escritor?

– ¡Sí! Está en el mismo cementerio – siguió, más contenido – Buscando, encontré la geometría oculta, una estrella conformada por tumbas alrededor de la de Lope, que era su centro. Contando con la punta que marcaba la de María, dibujaban un pentáculo perfecto. Todos habían muerto en un año terminado en uno. Como María, la última, ella además en un capicúa. ¡Sólo hay un año capicúa por siglo! ¿Se da cuenta? Desde la mañana, el aire olía extraño, como a azufre, a infierno. Por eso supe que había llegado el momento. Soborné al enterrador y juntos nos quedamos allí, esperando.

Pobre amigo mío”, pensó Aranda, sin saber qué decir. Había esperado lamentos y lloros de un hombre que se sentía viudo sin haberse casado, pero, ciertamente, no aquello; no del juicioso Cadalso. El dolor le había enloquecido. Tenía que conseguir devolverle al sendero de la razón.

– ¿Y… qué pasó?

Cadalso titubeó.

– No estoy seguro. Se hizo de noche y puede que me quedara adormilado, apoyado en una lápida. De pronto, distinguí unas formas negras que se movían junto a la tumba de Lope. Varias voces recitaban algo que no entendí. El viento empezó a soplar con más fuerza, agitando los arbustos, deslizándose entre las tumbas, congelando todo lo vivo. Temblé, de frío y de pavor, porque supe que estaba ocurriendo algo que jamás hubiera podido concebir como posible. Aquella especie de cántico se extendió por todas partes, de un modo que me hizo pensar en algo húmedo y viscoso arrastrándose, reptando... Ante mi horror, la lápida de María se resquebrajó con un ruido seco, la tierra se apartó como si una mano gigantesca empujara desesperadamente desde abajo… – jadeó – No voy a protestar si su Excelencia me llama loco. Lo estoy. No sé si lo estaba ya o si enloquecí en ese momento, pero ningún mortal puede quedar impasible ante una visión semejante. La luna onduló, y dio la impresión de supurar niebla en vez de luz, una sustancia que lo cambiaba y alteraba todo, incluso los sonidos. El enterrador salió corriendo. Yo me puse en pie y corrí también, pero hacia aquellas figuras oscuras, desenvainando y dando gritos. Un acto absurdo y temerario; me salvó que ya no estaban, no pude encontrarlas. Posiblemente habían concluido lo que tenían que hacer y se habían ido. Regresé junto al ataúd de María y descubrí que habían pintado algunos símbolos en la tapa, no sé cuándo pudieron hacerlos, no los recuerdo del día del funeral... Pasé una mano temblorosa, borrándolos. Y, entonces…

Guardó silencio y casi dio la impresión de que todo en el mundo se detenía con él. Aranda contuvo el aliento.

– ¿Entonces…?

– Bien sabe que creo en esas cosas tan poco como usted, Excelencia, pero juro que, mientras borraba esos símbolos, algo golpeó violentamente el ataúd “desde dentro”. ¡Blom! – Cadalso dio con el puño sobre el escritorio. Aranda abrió mucho los ojos, sobrecogido a su pesar – Una vez, deteniendo mi corazón. Lo miré horrorizado, paralizado... ¡Blom!. Una segunda vez. ¡Blom! Una tercera, y yo seguía sin poder moverme. La madera crujió. Supe que iba a abrirse, supe que estaba a punto de abrirse y mostrarme algo que… algo que no quiero siquiera imaginar. Pero, entonces, llegó la ronda y el instante pasó, y aquel ambiente mágico perdió toda fuerza. Sólo me vieron a mí, junto a la tumba...

– Comprendo – la voz de Aranda sonó estrangulada. Tuvo que carraspear – ¿Eso es todo? – cuando Cadalso asintió, se tomó unos minutos para serenarse y ordenar sus ideas – Bueno, sabe usted tan bien como yo que hay una explicación lógica para lo ocurrido, aunque todavía no la conozcamos. Deje que aventure una posibilidad, la más probable. Usted vio muerta a su amada. Usted, que ha leído a los mejores filósofos y eruditos de nuestra época, que es un hombre inteligente... ¿Qué le dicta su entendimiento? – Cadalso le miró, atormentado – Exacto. Le dice que, en su dolor, puede haber perdido el juicio hasta el punto de intentar desenterrarla en alguna clase de trance. Todo eso de Lope y el ritual claramente es un delirio forjado por su mente para quitarse la culpa de semejante horror. Cuando sea capaz de reflexionar...

– No fui yo…

– Cállese. Estoy intentando ayudarle, le agradecería que me lo pusiera lo más fácil posible. Sabe cómo puede tomarse esto la Iglesia. Si no lo organizamos bien, esos malditos heraldos de la ignorancia y el sinsentido caerán sobre usted y nada podrá salvarle de un escándalo que puede arruinar su carrera. Así que, diremos que intentó desenterrar a su joven María por pura locura amorosa, pero que no llegó a hacerlo porque fue detenido antes de lograrlo, entrando inmediatamente en razón. Y sería bueno que escribiese algo que se asemeje a lo que ha ocurrido, quizá una obra de teatro, una novela, algo que implante en todo aquel que lo lea o vea, la idea de que lo sucedido anoche puede ser simplemente una ficción. Pero deje descansar en paz a Lope, no lo mencione, hombre – Cadalso asintió, cabizbajo – Ahora, váyase, tiene que dormir. Mañana hablaremos.

Hizo sonar la campanilla y su secretario entró de inmediato para acompañar a Cadalso a la salida. No tardó en regresar, con aire preocupado.

– ¿Sabemos ya qué demonios ha ocurrido? – le preguntó Aranda. El secretario titubeó.

– Según me han informado, la tumba de Lope de Vega estaba efectivamente vacía y también han sido profanadas otras. El capitán Cadalso tiene razón, formaban un pentáculo y por lo que... parece, se ha realizado alguna clase de magia negra, hay restos de elementos habituales en esas prácticas – se miraron mutuamente, durante un incómodo instante de silencio – He dado órdenes de que se tomen las medidas necesarias para eliminar todo rastro de lo sucedido esta noche. Constará que su Excelencia ha hecho una generosa contribución a la Iglesia para la restauración de varias tumbas, entre ellas la de Lope.

Así que, efectivamente, no había sido un delirio, alguien había hecho algo esa noche... Bueno, eso no implicaba necesariamente nada, la brujería existía desde tiempos inmemoriales. Ojo de lagarto, lengua de serpiente… Un montón de tonterías, nada realmente útil ni científicamente cierto.

Pero no estaba el cadáver de Lope…

¿Y qué? Podía haber desaparecido desde el principio, o ser robado en el largo tiempo que llevaba muerto. Pero…

No era eso lo que importaba, sino el qué, el cómo.

¿De verdad se iba a quedar sin buscar “la explicación lógica” de aquel enigma, diciéndose simplemente que la magia no existía y que, por tanto, no merecía la pena investigar el asunto? Jamás.

Irónicamente, no sería lo científico.

– Que preparen mi coche – ordenó – Voy a examinar personalmente el cementerio.

Probablemente sólo se topara con más incógnitas. Pero, no tenía más remedio.

Era un hombre racional, un hombre de su siglo.

Podía convivir con las dudas, pero jamás podría esconderse en la ignorancia.

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  • 4 de Noviembre de 2010 a las 2:35

LA FIRMA


Tratado de Utrecht. Cesión de Gibraltar a Inglaterra
Articulo X. 13 de Julio de 1713:


“El Rey Católico, por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillos de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno (…).”

Era 1 de julio, y el calor se dejaba notar desde horas bien tempranas. Encerrados en sus aposentos, el duque de Osuna y el marqués de Monteleón departían sobre lo que iba a acontecer en breve: la ratificación del Tratado de Utrecht.� Como plenipotenciarios, su firma suponía la aceptación de las condiciones acordadas en abril entre las potencias europeas, así como el Tratado de Madrid del 27 de marzo con Gran Bretaña, en el que se aceptaban las condiciones negociadas por Luis XIV dos años atrás. Todo por ver a Felipe de Anjou como Rey Católico de España, tras una guerra cruel e innecesaria.


Allí sentados esperaban al obispo de Bristol y al conde de Strafford, representantes anglosajones. Durante el almuerzo, ambos nobles disfrutaron de una suculenta comida a base de faisanes y frutos secos. Y estando ambos haciendo la digestión, unos golpes en la puerta les interrumpieron en su conversación.


-Caballeros, perdonen la interrupción- quien hablaba era Antonio de Ortuño, anfitrión del lugar donde descansaban-; dos religiosos, exhaustos, desean darles un comunicado, según ellos, un comunicado Real.�
-¿Unos religiosos, Antonio? ¿Conoces sus nombres?- Preguntó intrigado el duque.
-El Padre Rodrigo y el Padre Alonso, jesuitas. Traen un certificado firmado por su Majestad Don Felipe de Anjou.


Los dos nobles mostraban inquietud ante la visita de unos desconocidos que, según decían, venían en nombre del Rey. Era tal la importancia del tratado que iban a firmar, que todo aquello que pudiese interrumpirlo suponía un desequilibrio en el devenir de España. No les encajaba que Felipe enviara a dos religiosos con una misiva; no era ese el procedimiento normal. Pero no podían desatenderles sin asegurarse de la veracidad del documento que traían en sus manos. Por eso les hicieron pasar.


Antonio acompañó a los jesuitas al salón donde descansaban los nobles. Ambos vestían con sus vestimentas propias y tenían un aspecto sudoroso y jadeante; según ellos, por la celeridad de su viaje, pues eran conscientes de la prontitud de la firma de ratificación. Al entrar en la sala, los dos nobles permanecieron sentados, mostrando así cierta indiferencia. El Padre Rodrigo, el más alto y fornido, fue quien tomó la palabra una vez que sus interlocutores se dignaron a mirarles.


-Señor marqués, señor conde… mis respetos. Y sentimos enormemente interrumpir su descanso y aparecer con este aspecto descuidado. Pero han de entender la importancia del mensaje que traemos escrito y certificado por su Majestad Don Felipe de Anjou, inminente Rey de España. Por un lado traemos una misiva en la que su Majestad nos otorga potestad para ser escuchados por ustedes; y por otro, un documento en la que expresa sus voluntades con respecto a la firma que en pocas horas van� a proceder ustedes. Nosotros sabemos el contenido, de memoria incluso, pues así nos lo pidió por si por alguna razón externa, no hubiese sido posible hacerles entrega de dicho documento, que por fortuna sí hemos…
-¡Por favor, padre! ¡Pare usted ya!- exclamó el duque a gritos- Sabemos de la facilidad de lengua de ustedes los jesuitas. Nos damos por informados. Y ahora, entréguenos esas misivas, que leeremos en su presencia para darles satisfacción. Eso sí, sepan que no acabo de tener claro la autenticidad de lo que exponen, pues no imagino a Don Felipe confiando en un par de desconocidos jesuitas para semejante empresa.


El Padre Alonso sacó de su bolsa dos certificados enrollados y se los entregó al duque. Éste abrió primero el de las autorizaciones, que leyó sin más, aunque prestando suma atención a la firma. Los dos nobles no cejaron en su empeño de asegurarse de que dicha firma, y su sello,� fueran auténticos. Y, a pesar de sus dudas, aquel certificado así les pareció. A continuación desenrollaron el segundo, el más importante de los dos, y ambos señores iniciaron su lectura. El mensaje no era extremadamente largo, ni extremadamente confuso… pero sus rostros parecieron amoratarse a medida que iban avanzando en el texto. No es posible, no es posible… parecían decir con sus ojos enervados. Y al menos leyeron por tres veces el documento, pues no acababan de creerlo. Entonces el duque se abalanzó hacia el Padre Rodrigo.


-¡Qué es esto, qué es esto! ¡Decidme que esto no puede estar sucediendo y os dejaré con vida! ¡Decidme que sois comediantes y que esto no es más que una farsa, una burla de su Majestad!


Como pudo, el jesuita insistió en la veracidad de lo que en dicho documento se exponía. El duque se acercó al marqués, e incrédulo se sentó y le pidió que leyera en alto el texto, por si acaso sus ojos le engañaban.


-Lo dice claro… "Yo, Felipe de Anjou, con la potestad que mi persona posee como futuro Rey de España, solicito y exijo un cambio en el� Tratado de Utrecht que los plenipotenciarios Duque de Osuna y Marqués de Monteleón van a ratificar con sus firmas. Tan sólo, solicito y exijo una añadidura al texto original: que la cesión de Gibraltar a Gran Bretaña sea por trescientos años, y no a perpetuidad. Apelo a la buena voluntad de los plenipotenciarios británicos, para que suspendan la firma hasta que su Alteza Ana, Reina de la Gran Bretaña, conceda esta nueva petición; una limitación temporal, generosa sin duda, de dicho territorio otrora español."

El duque se levantó, dirigiéndose de nuevo a los jesuitas, esta vez con menor vehemencia.


-Esto que ustedes traen… puede suponer una vuelta a las contiendas. Si la Reina Ana se negase a la petición de Felipe, podemos olvidarnos de Utrecht y de la tan esperada paz en nuestro territorio. Y esto, sin duda, no sería más que alimento para el Archiduque Carlos y sus seguidores. Y este cambio de actitud es tan extraño que… o Felipe ha enajenado… o estos dos que van de padres ni son curas ni son nada.
-Con el debido respeto, duque…- Quiso explicarse Rodrigo, pero el Marqués le interrumpió.
-Duque… Sé que este cambio de actitud es sorprendente… pero… ahora que lo pienso mejor… ¿acaso no lo ves como un acierto? Ceder temporalmente Gibraltar en vez de… regalarlo a perpetuidad… es algo que siempre estuvo en nuestras mentes. Y trescientos años es mucho tiempo para una cesión… por eso mismo, quizás los británicos lo acepten sin tener que variar lo ya acordado. Todo sea intentarlo… como mucho esto puede implicar retrasar la firma unos meses. Tendríamos tiempo de verificar estos documentos personalmente con Felipe.
-Pero Marqués… ¿de verdad crees que los británicos verán con buenos ojos este límite temporal? Éstos han tomado Gibraltar y Menorca… y no lo van a soltar jamás. Y mucho menos la roca, que estando en pleno estrecho, ya sabes lo estratégico de su posición. Me juego mi título a que la Reina Ana entrará en cólera nada más oír esta nueva propuesta. No sé, marqués… sigo viendo todo esto tan absurdo… Empezando por los dos jesuitas… ¿de qué conocen a Felipe?


El Padre Rodrigo se atrevió a contestarle.


-La casualidad hizo que estuviésemos ante su presencia en el momento en el que tuvo claro que el tiempo apremiaba. Nosotros le llevábamos un mensaje de su Santidad Benedicto XIX cuando…


El duque torció el gesto.


-Querrá decir… Padre Rodrigo… su Santidad Clemente XI… el Papa actual, si es que no estoy equivocado. Es más, el último Benedicto Papa… fue Benedicto XII, y los campos han visto mucha lluvia desde entonces.


Los dos jesuitas se miraron entre sí y tragaron saliva.


El duque ordenó a Antonio de Ortuño que retuviese a esos dos hombres hasta nuevo aviso. Los soldados les apresaron, y a gritos el Padre Rodrigo no paraba de repetir: “¡Cesión temporal, marqués, cesión temporal! Por el Bien de España y el mundo… ¡cesión temporal!”

�También pidió a Antonio que no les interrumpieran más, pues debían prepararse para la firma con los británicos.


-Amigo marqués… Nos quedan dos horas, y has de explicarme bien tu teoría al respecto. Falsa o no esta misiva… si podemos mejorar el devenir de España… hagámoslo.

Tratado de Utrecht. Cesión Temporal de Gibraltar a Inglaterra
Articulo X. 22 de octubre de 1713:


“El Rey Católico, por sí y por sus herederos y sucesores, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillos de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho durante un periodo de trescientos veinte años, sin excepción ni impedimento alguno (…).”

concursoderelatos
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  • 4 de Noviembre de 2010 a las 16:31
Una noche con el pasado:

Cuando llegu a Eton College, agradec el descanso que obtuvieron mis odos. Curioso, pues hasta entonces no haba reparado en que algo as pudiera ser tan placentero. Me sent protegido por aquel apacible silencio que calm mi espritu y reconfort mi cuerpo, y pronto entr en calor. Mientras tanto, el viento ruga con fuerza en el exterior.
Poco a poco, fui despojndome de mis capas de abrigo y, durante mi recatado striptease, ocup mi mente admirando el paisaje a travs de la ventana de una de las habitaciones del tercer piso. La nieve caa copiosamente y ocultaba los escalones de piedra del vetusto edificio… Hasta la estatua de Enrique VI, que presida el amplio patio frente a la entrada del reloj, pareca observar con incredulidad el espectculo; lejos de su natural sobriedad, pues no era cotidiana semejante precipitacin en aquellas fechas.
El dormitorio era austero pero me gustaba. Lo prefera porque mi objetivo as lo requera. Nada de distracciones. Una cama, un escritorio y un armario tan estrecho que apenas si podra albergar a un adltero en apuros. Y a pesar de ello, me encontraba cmodo all, aunque me resultara singular que una de las instituciones educativas ms exclusivas del mundo pudiera ofrecer un acomodo tan parco. Supongo que formara parte de la tan considerada disciplina inglesa. Pandilla de estirados! Me pregunt cunto costara mi alojamiento y a qu tipo de srdidos favores tuvo que recurrir mi editora para que me hospedaran entre tan prestigiosas paredes. A m, precisamente, el “Sid Vicious” de la ltima generacin de escritores escoceses.
Durante meses, mi vida haba transcurrido de fiesta en fiesta quizs como una lgica evasin de la presin a la que me vi sometido tras el xito de mi primera novela. >. > >. Eso dijeron. Ilusos! Era la peor de cuantas haba escrito hasta la fecha. An ahora la aborrezco. Recuerdo que en ms de una ocasin estuve a punto de utilizarla como combustible para calentar el glido apartamento en el que mi editora me enclaustr para terminarla…
Fue, precisamente, ella quien rescat el manuscrito del cajn de mi mesita de noche mientras mis huesos reposaban en cama recuperndose de una noche de excesos carnales y sustancias “reconstituyentes”. Y as fue como los desvaros de un borracho con delirios de grandeza y alma atormentada vieron la luz. Y son la flauta. Y una bala perdida acert en el objetivo. Y brot la flor, en el trasero del escritor.
Aquella novela me marc para siempre, pues, animado por el triunfo, present a mi editora todos cuantos proyectos haba desarrollado con mimo durante aos: mis poemas, ensayos, todo!... Pero ninguno de ellos le satisfizo. Quera la misma basura olvidada que encontr en aquel cajn.
Durante meses persegu con ahnco repetir la experiencia pues, segn me dijo, slo as me permitira publicar el resto de mi obra. Lo busqu con rebelda y obstinacin, con paciencia y esperanza, pero… nada! La frustracin se apoder de m y el temido bloqueo del escritor me visitaba noche tras noche para hacerme sentir su aliento en el cogote y para azorar mi mente hasta el punto de que llegu a aborrecer aquello que tanto haba amado durante toda mi existencia.
Tir de oficio y escrib algunos artculos por aqu y por all y las columnas y crticas literarias que detestaba mantuvieron mi nombre en el candelero el tiempo suficiente para que mi editora no me abandonara a mi suerte. Y all me encontraba yo: confinado en una especie de retiro monacal, en un ltimo intento para que las musas volvieran a visitarme antes de que se agotara, definitivamente, el dinero que me haban suministrado por la entrega de mi siguiente libro.

Desplegu mis brtulos por el dormitorio y me tumb. Los muelles del catre gimieron como los tornillos de un submarino y aquello me hizo recordar mis devaneos juveniles con la esposa de mi profesor de literatura en el instituto. Seguidamente, respir con profusin y, levantndome de un salto, me parapet frente al escritorio. Un par de petacas de Whisky, que haban sobrevivido al registro de mi equipaje, me escoltaban para la misin. Cog una de ellas y ech un trago. El lquido resbal por mi garganta codiciando el encuentro con mi hgado y deslic mis dedos por el teclado: > Una noche, qu? El sudor recorri mi espalda y mi respiracin se interrumpi hasta que comenz el temblor de mis dedos. Ech otro trago y mi pulso recobr su estabilidad habitual, pero todo continu igual. Nada. Ninguna idea brillante. Ninguna idea, en realidad. Anhel aquellos das de hartazgo. De esa exuberante locuacidad y creatividad y me di asco a m mismo. Envidi mi propio pasado. >, acert a escribir.
No recuerdo cuanto tiempo estuve as, impasible, mirando la inactiva pantalla de mi ordenador porttil, hasta que…
-Buenas noches caballero. Con quin tengo el gusto de departir?
-Cmo dice?
Mis ojos enrojecidos y somnolientos apenas si me dejaban distinguir la pomposa figura que se presentaba ante m.
El tipo se alzaba orgulloso sobre unos zapatos de tacn de color negro con una enorme hebilla plateada en el dorso. Sus piernas, finas como alambres, se enfundaban en unas llamativas medias de seda de color encarnado y unos calzones ajustados hasta media pierna ocultaban su enorme trasero. Una sobria casaca, con pliegues laterales hacia atrs, complet el recorrido de mi mirada. Me pregunto dnde dejara el sombrero de tres picos, pues no lo portaba, tal vez, como pretexto para exhibir su larga y blanquecina melena rizada. Aquel tipo pareca escapado de una fiesta de disfraces.
-…Su nombre, deca. No, acostumbro a conversar con una persona de la que desconozco su identidad –insisti el estrafalario individuo.
-Soy Ian McKinley! –le contest molesto por no ser reconocido.
-Escocs, sin duda -alz su ceja izquierda mientras las aletas de su narign esbozaban un discreto gesto de reproche. –Y, Cul es el motivo de su estancia en Eton, caballero? No es Vd. precisamente un infante…
Mi breve enfado torn en sorpresa. Realmente no saba quin era yo. Cmo era posible?
-Trato de escribir! –le espet irritado.
-Y su pluma? Y su papel?
-No los necesito, ve? –le mostr mi coqueto netbook.
-Curioso aparatejo. Hace aos vi uno semejante, mucho ms grueso, pero no emita ninguna luz incandescente… Resultaba graciosa la musicalidad de su sonido: clac, clac, clac…! –me explic el individuo acompaando los sonido con una intermitente danza de dedos ndices.
-Djese de payasadas! Estoy creando, necesito tranquilidad y concentracin.
El tipo, se asom por encima de mi hombro y observ con desgana la solitaria frase que mostraba la pantalla.
-Ya veo… Yo tambin pas por una situacin similar… Todos lo hacemos!
-A qu se refiere? –pregunt intrigado.
-Fui dramaturgo y novelista hace mucho tiempo. Resulta fastidioso no encontrar inspiracin, no es cierto?
-S, as es, sobre todo cuando un fantoche entra en tu habitacin y no deja de estorbarte –l obvi mis palabras.
-Debemos encontrar el origen de su bloqueo –pens en voz alta-. Por qu empez a escribir?
-Por qu? –la pregunta me descoloc por completo-. Porque… es… mi vida! No s hacer otra cosa.
-Crame que siempre se sabe hacer otras cosas. Yo, sin ir ms lejos, empec a estudiar derecho con 30 aos y trabaj como abogado para poder hacer frente a mis deudas..., pero dejemos de hablar de m y centrmonos en Vd. –me indic mientras me escrutaba con exagerado celo-. Qu es lo que le atormenta?
-Vd. No lo ve? –me di cuenta que aquel inquietante individuo no cejara en su propsito y, finalmente, acced a hacerle caso-. Me preocupa no estar a la altura –le confes.
-Ah! –esboz una mueca de complacencia-. Nos encontramos ante un escritor exigente. Prosiga.
-No quiero ser uno ms, quiero tener xito, pero me preocupa vender mi alma en el trayecto. Quiero escribir lo que quiero escribir, no lo que quieran los dems.
-…Vamos por buen camino.
-Soy una puta al servicio del mal gusto…
-Adelante! –me anim.
-…la gente no entiende de literatura, slo consumen basura –not como mi cuello se iba dilatando por momentos -y yo soy quien les proveo!
Un placentero hormigueo recorri todo mi cuerpo.
-Cmo se siente ahora?
-Bien…, creo –mi mente, an confusa, empez a funcionar con una extraa lucidez a la que ya no estaba acostumbrado.
-Qu quiere escribir?
-Una novela.
-Pues hgalo!
Baj la cabeza sometido ante un repentino sentimiento de vergenza, y tras unos breves instantes de reflexin, alc de nuevo la mirada para agradecerle a mi interlocutor la terapia. Pero all no haba nadie. Haba desaparecido.

Cuando despert la maana siguiente, el contenido de de las dos petacas haba desaparecido. Sin duda, yo me las beb, pero, quin escribi todo aquello en mi ordenador? Baj a desayunar al comedor y, por boca de unos alumnos, fui conocedor de los nuevos devaneos nocturnos de Henry, el fantasma del colegio. Algunos chicos le haban visto pasear por el pasillo meneando, parsimonioso, su cuidada melena blanca y rizada. Era, un antiguo y prestigioso alumno de la escuela, un famoso escritor y dramaturgo del siglo XVIII que, segn decan, rondaba por las noches animando a los alumnos en las frustraciones que sus estudios les provocaban.
Qu ocurri realmente esa noche? Y por qu estoy rememorando todo este asunto ahora? Ah, s…!

-Disculpe, Mr. McKinley, podra firmarme su novela?
Una joven de unos veintipocos aos aguarda, con cierta ansiedad, mi respuesta. De pie. Frente a la mesa que nos separa, y sealando el objeto que reposa entre mis manos.
Observo la portada del ejemplar y leo su ttulo: “Una noche con el pasado”. >. >. >.
Garabateo el libro y se lo devuelvo a mi admiradora.
Y sonro al detectar la extraeza de su rostro al leer la concisa dedicatoria que le brindo: >.
concursoderelatos
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  • 4 de Noviembre de 2010 a las 21:28

Ellos

He llegado hasta aquí tras varios días de difícil marcha, espoleado por el temor a que esos canallas pudiesen dar conmigo. Las llamas de la hoguera se me representaban en sueños por las noches. El tormento y el dolor se alternaban en mis pesadillas. Y todo por esos malvados, por esos crueles enemigos de la inteligencia y de la razón. Me parecía sentir su aliento en mi cogote a medida que ascendía por estos escarpados territorios, huyendo de ellos y de sus torturas. Viajé sin descanso, con lo puesto, pero con el orgullo de saber que tengo razón en mis ideas. Si ellos me perseguían por tenerlas, no cabe duda de que deben ser ciertas, de que debo estar acertado en mis planteamientos.

Pensaréis que tal vez exagero. No. En absoluto. Yo he visto perecer de tristeza, dolor e infortunio en sus prisiones a más de uno. Si, como yo, hubieses percibido el horrible olor de la carne quemada en la hoguera, no os quedarían dudas. Ellos son los enemigos de los hombres buenos , de los hombres sabios, de los aventureros, de los imaginativos, de los libre pensadores. Ellos son los demonios con forma humana, aunque digan justo lo contrario. Y su crueldad� no conoce límites, ni atiende a ruegos, ni sabe de conceptos como la clemencia, la justicia o el perdón. Son malvados; y lo que es peor, son estúpidos y ignorantes y su vacuidad intelectual les lleva a creerse poseedores de la verdad absoluta. ¡Estúpidos e ignorantes, sí! ¿Qué sabrán ellos de la verdad y de la mentira?

Es cierto que estuve a punto de rendirme, quemar todos mis escritos, renunciar a todo lo que he aprendido y olvidar mis inquietudes y mi deseo de conocer más y más sobre la vida, sobre el mundo, sobre el cielo y la tierra, sobre los seres vivos y los seres inertes. Pero lo que ya había aprendido, lo poco que ya sé de algunos insondables misterios del cosmos, no hacían más que espolearme. Quise y sigo queriendo saber. Quise y quiero conocer, pues ante mí se han abierto unas puertas que me muestran un mundo de hechos, de formas, de causas y efectos tales que me impiden retroceder. Debo avanzar, traspasar ese umbral. Y no sólo por colmar mi ansia de saber, no solo por satisfacer a mi curiosidad, por dar cumplida satisfacción a esas poderosas inquietudes que remueven mi espíritu, sino también porque tengo claro que ese es el único camino para que todos, sin distinción de clases, de razas, de orígenes o de condiciones salgamos de la oscuridad y el oscurantismo en que nos han tenido sumidos ellos y muchos como ellos durante siglos y siglos. Debo escapar pues debo trasmitir mi amor por la verdad y aquello que he aprendido. Aun sabiendo que es una mínima parte de lo que algún día conocerán los hombres y mujeres de este mundo... si ellos no lo impiden.

Aquí, en esta aldea perdida en los alto de estos montes, aquí donde apenas suben ni esos rumiantes de curvos cuernos, podré permanecer a salvo durante un tiempo. Tiempo que debo aprovechar para poner en orden un plan para el futuro. Hay tanto por hacer... Descansaré esta noche, y mañana, con el sol de un nuevo día, comenzaré mi tarea. De un modo u otro, todo eso que yo veo tan claro, todo eso que sé y comprendo, debo dejarlo escrito y a buen recaudo. Me siento como un elegido. Se me han otorgado los dones de la inteligencia y de la razón, y debo responder a tal privilegio.

Por ello me he agotado casi hasta el desfallecimiento. Para situarme fuera del alcance de ellos, del Santo Oficio, de la maldita Inquisición.


concursoderelatos
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  • 4 de Noviembre de 2010 a las 21:32

ESCLAVOS


Un hombrecito de once años, entra corriendo con una frase a medio pronunciar, que su padre silencia de una bofetada.
—Si insistes en usar esa lengua de esclavos tendré que venderte como a un esclavo. Y lo haré.
—Lo sient… —una segunda bofetada premia al niño.
Kofo lo observa. Ya está cansado de debilidades, si el bastardo no aprende de una vez se deshará de él. Necesita un heredero digno. Si éste no está listo enseñará a cualquier otro. No son hijos lo que le falta. Aunque parece que comienza a aprender algo. El primogénito alza la cabeza y mantiene la mirada de su padre aunque sin poder aún hablar; necesita agarrar muy fuerte algo con los dientes.
—Bien, eso está mejor —Kofo golpea ligeramente la cabeza del niño antes de ir a recostarse en la cama.
El hombrecito respira profundamente y abre la boca para dar el mensaje que trae. Casi se le escapa con las palabras que mamó, así que tarda un poco más en decir:
—Lord Kent venir.
—Viene —corrige Kofo—. Lord Kent viene. Repítelo.
—Lord Kent viene.
—Mejor. Pronto dominarás la lengua de los ingleses. Tal vez incluso llegues a apreciar el poder que encierra. Fíjate en sus palabras; están hechas para dar órdenes: habla, come, corre, ve, mira, vive, mata, muere*. Cada una de ella es un latigazo. Los ingleses poseen una lengua de amos.
El chico asiente.
—Bien, bien, bien. Está aquí Lord Kent.


Lord Kent lleva demasiado tiempo esperando y temiendo el momento en el que volverá a encontrarse con uno de los principales negreros de la Costa de Oro. Nunca se sintió del todo a salvo tratando los de su gremio, pero de un buen negocio nacía otro buen negocio, y esa promesa hacía más por su seguridad que los hombres armados de los que se hacía acompañar. Esta vez, el mar le convenció de que lo mejor sería asistir a la aplazada cita solo. No quedaba otra. Si alguna vez el cazador de hombres habría de confiar en el inglés debería ser aquella. Y el primer paso era mostrar, la misma confianza.
Lord Kent se sabe en manos de Kofo nada más pisar suelo africano. Pero está resuelto a hacer lo que ha decidido hacer, y si pierde la vida en el intento será escaso pago con el que compensar el mal que intenta, al menos en parte, enmendar.
Antes de entrar en la taberna abre el relicario y se despide de su esposa y su hija. El local parece vacío, solamente el tabernero en la barra y al fondo, en una mesa dispuesta para dos, Kofo espera sentado. Junto a él Lord Kent ve a un jovenzuelo que no dejan de seguir moscas inexistentes con la vista para luego centrarse en el punto que, sin duda, el negrero le había marcado. Lord Kent sabe del sudor de más hombres tras los maderos, esperando una orden de su señor.

—Lord Kent, bienvenido. Mucho hemos esperado la vuelta del mejor de los ingleses. Algunos me decían que no volverías, que no tenía sentido reservarte las mejores frutas de nuestra tierra, que se las vendiera a los franceses. Lo mejor sólo debe usarse para la causa británica, les decía yo, solamente un hombre como Lord Kent sabrá apreciar lo que tanto nos cuesta cuidar como es debido. Y de nuevo, mi primo del norte, me da la razón y no deja por falsa mi palabra al regresar a mi casa para beber conmigo y mi hijo.
—Bienvenido me siento, amigo —el inglés estrecha una mano que hace desaparecer la suya, inclina la cabeza y solicita asiento con un gesto. Kofo envía al niño por bebida antes de acompañar a su invitado a la mesa.
—Espero que no te importe la presencia de mi heredero. No habrás de atar tu lengua. Está aprendiendo todo lo que debe saber y nada le asustará.
—Para nada. Más bien me parece oportuno que se encuentre presente —Lord Kent espera a que el hijo de Kofo vuelva con una especie de cerveza dulce y la sirva, sin quitar ojo a los movimientos del hombrecito.
A Kofo no le pasa inadvertido este comportamiento. Está claro que algo ocurre con el blanco. Si algo le gusta a Kofo de Lord Kent es que siempre negocia de frente, mirándole a los ojos a la hora de hablar y sin permitir que nada le perturbe hasta que la venta está concluida. Nunca lo ha visto distraído, y menos por un niño.
Como si el inglés hubiera oído los pensamientos de su anfitrión, rehace su compostura, se endereza en la silla y mira fijamente a los ojos de Kofo. Bien, parece que la negociación va a comenzar sin más.
—Creo que siempre he sido claro contigo, y esta vez no va a ser diferente —Kofo va a contestar, pero Lord Kent alza la mano recordándole lo poco que le gusta ser interrumpido.
Por fin el duro comerciante que respeta está ante él, o eso le parece. Así el impacto de las palabras del británico es mayor en Kofo.
—No voy a comparte ningún esclavo, ni ahora ni nunca. De hecho ningún británico lo volverá a hacer. Es más, voy a pedirte que liberes a los que ahora mismo estén a tu cargo.
Al hijo de Kofo casi se le escapa el “está loco” que su padre mantiene a raya. Lord Kent no puede estar diciendo lo que dice. Él, que ha sido su mejor cliente durante años, no puede venir ahora a su casa a decirle que cierre el negocio sin más. Tal vez sea una broma. No, no es típico de los ingleses bromear, menos aún en asuntos de negocios, menos aún tratándose de Lord Kent. Kofo envía a su primogénito a comprobar si los hombres del inglés están esperando en la puerta de la taberna. Éste continúa observándolo y, cuando el niño sale, continúa.
—He venido solo.
—Si eso es cierto, estás más loco de lo que podía deducir de tus palabras.
—No, Kofo, al contrario, nunca he estado más cuerdo, y espero poder convencerte de que hagas lo correcto.
—Querido Lord Kent, mi primo blanco, sabes que te aprecio. Que no quieras comprarme más esclavos me duele, pero lo respeto. Que digas que ningún británico me comprará esclavos me suena a amenaza y me disgusta. Que pretendas que deje ir a lo mejor de África porque tú me lo pides en parte de hace gracia pero en parte me insulta y me enfurece.
El niño regresa.
—No hay blancos fuera —Kofo se levanta y mira hacia la puerta como si pudiera ver a través de ella. El camarero se acerca a la ventana y confirma que no hay nadie en la calle.
—Nunca ha sido mi intención insultarte ni mucho menos amenazarte. Ningún británico te comprará esclavos, no porque lo diga yo, sino porque así ha sido decretado. Una nueva ley prohíbe el tráfico y propiedad de hombres, y aquél que la incumpla pagará por ello. Pero, aún sin ese mandato de nuestros pares, ten por seguro que nunca más gastaría un penique en someter la vida de otro hombre. Dime Kofo, ¿acaso no son como tú y como yo esos con los que negociábamos?
—Como tú no lo sé. Como el Lord Kent que conocí y como yo, está claro que no.
—Y, sin embargo lo son. ¿Cómo hacértelo ver? Es todo sencillo pero a la vez complicado. En Inglaterra, en Francia… apenas comenzamos a ver la luz de una verdad y una justicia nueva. Pero créeme que todos los hombres somos iguales y que por tanto ningún hombre debe poseer a otro ni robarle el divino don de la libertad.
—Lord Kent, si eso fuera cierto, si no pudiera robar la libertad o la vida a un hombre no lo haría cada día. No, no somos iguales. Unos somos fuertes y otros son débiles. Tal vez en sus ciudades hayan olvidado esto, pero aquí la jungla nos lo recuerda cada día. No existe el derecho a la vida, hay que ganárselo y no hay premios para todos, solamente para los que tienen los colmillos más afilados. No, no somos iguales. Ni aquí, ni en sus grandes ciudades. O ¿acaso pasaría desapercibido mi heredero paseando por las calles de su Londres? Dime, primo perdido: si todos somos iguales, si no hay distinciones entre unos y otros, ¿desentonaría su porte africano recibiendo en el altar a una de vuestras hijas?
El británico mira al niño, que observa a su padre entre excitado y sorprendido por la idea de casarse con una blanca. Lord Kent sabía que no convencería al negrero, pero tenía que intentarlo. Tal vez encontrar alguna falla.
—Pero sí que tiene todo el derecho de hacerlo.
Se hace el silencio en la taberna. La luz parece haber menguado de repente. Ninguno lo ha notado hasta percibir la de las velas que trae el tabernero.
—Los derechos se ganan luchando y pueden arrebatártelos. Así que debes cobrarlos caros y con suerte tendrás algo que dejar a tus hijos. Lord Kent sabía esto. Porque aunque desaparezcan los esclavos en tu tierra no desaparecerá su trabajo. ¿Quién se hará cargo de él?
—Hombres libres que elijan hacerlo.
—¿Y por qué habrían de humillarse a hacer algo que ahora hay que forzar a hacer a otros? ¿Tan bien pensáis pagarles? —, de nuevo silencio—. Vete con tus sueños Lord Kent, no tendré en cuenta lo sucedido aquí esta tarde. Cuando despiertes regresa con oro a mi casa y haremos negocios.
—No volveré, ni yo ni ningún británico de bien, ni nadie más en poco tiempo.
El primogénito de Kofo le sigue con la mirada al inglés mientras se marcha.
—Y ¿si no los ingleses no vuelven nunca más?
—Tranquilo, los ingleses volverán cuando sus hombres libres elijan no trabajar —Kofo golpea ligeramente la cabeza del niño para que le mire mientras le habla—. Y si no son ellos lo harán otros. No ha habido imperio que, de un modo u otro, no haya fortalecido sus raíces con sangre africana. Siempre habrá esclavos.


*En inglés talk, eat, run, go, look, kill, live, die, todas ellas monosílabas� N. del A.