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romi
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Las dos mujeres buenas del Albaicín

24 de Octubre de 2011 a las 9:25

Bubok

Las dos mujeres buenas del Albaicín

       VI- capítulo del relato “La Cueva de los Diamantes”. 

Corría el chorrillo de agua saltando por la torrentera y en la corriente se reflejaba las luces de la puesta del sol que contemplaban. Y ella escuchaba muy atenta, sin entender por completo y por eso le dijo:

- En otro momento me hablas más de esto porque ahora mismo me gustaría conocer esa historia que antes me has dicho.

- Sí, te la voy a contar pero en cuanto se termine de poner el sol.

Y se puso el sol. Lentamente iba cayendo hasta que la oscuridad fue total. En el firmamento comenzaron a brillar las estrellas, el airecillo se movía un poco más y era más fresco y por entre el bosque y los verdes tallos de la grama, empezó a oírse el canto de los grillos. También el maullido de los mochuelos y el ulular de los cárabos, todo acompañado por el suave rumor del chorrillo del venero que junto a ellos brotaba. En el mismo centro de la grama, los dos se acostaron, poniendo sus cabezas sobre una improvisada almohada de pasto y quedando sus caras y ojos frente por completo a las brillantes estrellas que titilaban en el firmamento. Y durante un buen raro, permanecieron quietos, contemplando mudamente la luz de las estrellas y envueltos por los bellísimos sonidos de la naturaleza.

            Trascurrido unos minutos desde la puesta del sol, ella preguntó:

- ¿Qué habrá en la luz de las estrellas, en el airecillo que acaricia, en la música de este riachuelo y en los sonidos de la naturaleza para que guste tanto y de ningún modo lo comprendamos?

- Puede que lo que en muchas ocasiones yo he pensado.

- ¿Y qué es lo que has pensado?

- Que todas aquellas cosas buenas y bellas que buscamos las personas en nuestra vida y paso por esta tierra, al morir, quedan perpetuadas en el brillo de las estrellas y en las caricias el vientecillo en noches como ésta. Por eso nos gustan tanto estas cosas y hasta se emociona el corazón y el alma se pone triste y siente melancolía.

- También esto sigue siendo incomprensible para mí.

- Te lo explico un poco más contándote la historia que te he prometido.

- Sí, hazlo por favor.

            Y él, después de unos segundos en silencio, tal como estaba acostado cerca de ella y sin dejar de mirar al firmamento estrellado, dijo:

- Ellos tenían sus viviendas en las tierras de la ladera, carca del arroyo, por entre las encinas y al lado de debajo de unos grandes rocas. Eran solo cuatro o cinco familias que vivían en sus humildes casas de piedra, arena y cal, construidas por ellos mismos. Y se alimentaban de los productos que sacaban de las tierrecillas que junto al arroyo cultivaban. Porque de estas tierrecillas todos los años recogían muy buenos tomates, berenjenas, pepinos, pimientos, calabazas, habichuelas… Y de los árboles que al borde del terreno crecían, también recogían abundante fruta. Uvas que convertían en vino, higos que secaban, nueces, almendras, granadas, membrillos, peras…

            Y en las tierras que había un poco más retirado de la corriente del arroyo, ellos sembraban trigo, maíz, garbanzos y centeno. Y al borde de estas tierras crecían olivos que también daban buenas cosechas de aceitunas, higueras, nogales, granados y membrillos. Por las noches, después de encerrar a sus animales, ovejas, cabras y vacas, se sentaban al calor de la lumbre y, mientras se daban compañía y charlaban, esfarfollaban las mazorcas de maíz. También tejían esparto, con el que confeccionaban esteras, cestas, esparteñas y aparejos para sus burros. Y de este modo y con estas cuatro cosas fundamentales, ellos vivían y eran felices, respetándose, ayudándose y compartiendo todo lo que tenían. Apenas necesitaban nada más y por eso a la ciudad, a Granada, casi nunca venían. La conocían solo de oídas y lo mismo le sucedía con la Alhambra y el barrio del Albaicín.

            Pero un día, los soldados que por aquellos tiempos luchaban por estas regiones, se establecieron por allí cerca. Con todos sus armamentos, mulos y carros y esto a ellos les asustó mucho. Entre sí comentaban:

- Nos quitarán nuestras tierras, animales, cosechas y destruirán estas casas nuestras.

Y dos de las mujeres, entre ellos decían que las personas más buenas del mundo, dijeron:

- Quiera Dios que esto no suceda. Y si ocurre, vosotros no preocuparos. Lo importante es que nos mantengamos unidos como hasta ahora y que nos apoyemos como lo hemos hecho siempre.

Y una de las jóvenes, muy asustada, también comentó:

- Pero estos soldados dan mucho miedo y más cuando se ponen a luchar y a matarse entre sí. ¿Para qué harán las guerras si en ellas solo hay muertes, destrucción y penas?

Y las dos mujeres buenas comentaron:

- Las guerras nunca las hacen las personas pobres sino los poderosos y siempre por el ansia de tener más poder y poseer más riquezas. Pero vosotros no preocuparos, que si nos mantenemos unidos y dándonos apoyo y calor unos a los otros, no podrán destruirnos.

Y estas palabras infundían mucho ánimo a todo el grupo de personas que vivían en los cortijillos junto al arroyo.

            Pero como los soldados eran cada día más, poco a poco, fueron ocupando todas las tierrecillas que ellos cultivaban. Se instalaron junto a las aguas para aprovecharse de ellas, invadieron todas las huertas y árboles y luego fueron a por los animales que los pobres tenían. Y cuando estos por qué les quitaban lo que eran suyo, los jefes de los soldados les respondían:

- Lo necesitamos para alimentar a las tropas y también necesitamos estas tierras y las aguas del arroyo.

- No tenéis corazón porque nosotros somos pobres y si nos quitáis lo poco que tenemos ¿de qué nos alimentaremos?

- Las guerras son necesarias y para ganarlas hace falta soldados y los soldados necesitan alimentarse para luchar en las batallas. Vosotros no sois tan importantes. Y, además, debéis estar contentos porque todavía tenéis una casa donde dormir y vuestros hijos y maridos, os dan compañía.

Y las personas de los cuatro cortijillos de piedra, todavía se asustaban más y por eso callaban y dejaban de enfrentarse a los soldados. Las dos mujeres buenas, seguían diciendo a los suyos y amigos:

- Mantengámonos unidos y que cada uno ayude al otro en todo lo que pueda. Que este tesoro tan hermoso nunca nos lo quiten ni los soldados de la guerra ni sus luchas y batallas ni la carencia de nuestros animales y cosechas.

Y ellos se sentían unidos, animados y muy confortados por las cálidas palabras de las dos mujeres buenas.

            Pero un día, cuando caía la tarde, los soldados del bando contrario aparecieron por aquellas tierras. Se entabló una gran batalla de unos soldados contra los otros y en las mismas tierrecillas de los huertos, muchos caían heridos, otros muertos y otros sangrando por muchos sitios y pidiendo auxilio. Las tropas subieron por las laderas y llegaron hasta los cortijillos de piedra. Y los que iban ganando, en cuanto llegaron a las casas, las asaltaron. Gritaban como locos y comenzaron a prenderles fuego, tanto a las casas como a los corrales de los animales, a los árboles y almiares de paja. Asustados y por completo desorientados, los hombres de estos cortijillos, los niños y las mujeres, gritaban, corrían, se enfrentaban a los soldados y estos, más que ayudarles, fueron su perdición. Porque los soldados, sin ninguna compasión, allí mismo atravesaban con sus lanzas a los hombres que se les enfrentaban, mataban a los niños y, a las muchachas, las cogieron presas y, entre gritos y voces pidiendo ayuda, se las llevaron.

            Las dos mujeres buenas, en cuanto vieron acercarse las tropas de estos soldados, en lugar de enfrentarse a ellos, pidieron a sus hijos y a otros niños y jóvenes que se escondieran en las rocas que había por el lado de arriba. También ellas se escondieron allí pero algo más oculto entre el monte y llevando de la mano a uno de las hijas más querida y hermosa. Le decía la mujer:

- Veáis lo que veáis ni gritéis ni pidáis ayuda. Solo serviría para que nos descubran y también nos maten.       

Y la joven, fuera de sí y con apenas fuerzas, siguió los pasos y consejos de las dos mujeres buenas. Tras las rocas por entre el monte, se agazaparon y, desde la distancia, vieron los incendios de los cortijillos y toda la desolación que los soldados de la guerra sembraban en su pequeño mundo, cortijillos, cosechas y animales.

            Cayó la noche y las dos mujeres, junto con la joven, con gran sigilo salieron del escondite, caminaron despacio y por una senda que ellas conocían y unas horas después, ya estaban muy lejos del rincón donde habían nacido y vivido toda su vida. Al amanecer, aun seguían caminando y al mediodía llegaron al barrio del Albaicín. La mayor de las mujeres sabias, buscó a una amiga y en cuanto la encontró, le comentó lo ocurrido en los cortijillos de la montaña. Y la amiga le dijo:

- Solo tengo un poco de pan y algo de ropa que prestaros y, casa para vivir, podéis quedaros en este ruinoso cobertizo que hay en la parte alta. Es mío pero a partir de ahora, como si fuera vuestro todo el tiempo que lo necesitéis. Instalaros en él y acondicionarlo como podías y más os guste.

Y las mujeres buenas, agradecieron la bondad de la amiga, se fueron al cobertizo en ruinas y ahí se refugiaron. Y enseguida aceptaron, de la mejor manera que pudieron, la gran tragedia ocurrida en sus cortijillos de las montaña. Se pusieron a limpiar y ordenar un poco el cobertizo que les había regalado la amiga. Y la mujer mayor dijo a la joven:

- La vida, Dios nos la regala y Él nos la quita de la manera que le parece. Solo Él sabe por qué ocurren las cosas o las permite y nosotros, nos duela o no lo comprendamos, debemos seguir luchando y procurando llenar los días con lo más valioso. Ya nada podemos hacer por los nuestros, muertos allá en la montaña a manos de los soldados. Pero sí podemos seguir luchando para que no se nos acabe la vida y todo lo bueno que en la vida y personas, hay.

Y la joven dijo que lo entendía pero que su corazón y alma, estaban llenos de dolor y desesperanza.        

- No hay derecho que de este mondo nos maten a los nuestros y, de la noche a la mañana, nos roben y destruyan por completo.

Abrazó la mujer mayor a la joven y la animó para que se pusiera a trabajar en la reconstrucción de su ahora nueva casa.

            Y aquella tarde, parte de la noche y al día siguiente, las dos mujeres mayores y la joven, trabajaron sin descanso, quitando escombros, blanqueando las paredes y vaciando de objetos viejos algunos de los rincones. Y fue al tercer día cuando, en un momento en que la joven retiraba unas piedras de uno de los rincones del cobertizo, descubrió el tesoro. Un agujero que enseguida exploró y donde encontró escondido un gran bolso de cuero. La joven llamó enseguida a la mujer mayor y le mostró el agujero. Abrieron rápido el bolso de cuero y vieron que estaba repleto de relucientes monedas de oro. Asombrada la joven preguntó:

- ¿Qué hacemos con esto?

Sin pensarlo mucho la mujer mayor dijo a la joven y a su madre:

- Yo ya lo tengo pensado.

Y con todo detalle, explicó a sus amigas el plan.

            Al día siguiente, cuando la joven salió de la humilde vivienda y subía por la calle, al encontrarse con una mujer pobre que pedía, le dijo:

- Ve a donde vivo y diles que te mando yo.

Fue la mujer pobre al cobertizo de las mujeres sabias, éstas la recibieron y enseguida le dijeron:

- Para sacarte de tu pobreza no tenemos pero podemos darte unas monedas de oro solo con una condición:

- ¿Qué condición?

- Que no se lo digas a nadie. Nosotras no somos ricas y si lo comentas a las personas vendrán muchos a que les demos monedas y nos arruinarán la vida.  

- Lo comprendo y por eso haré lo que me estáis pidiendo.

Le dieron la moneda de oro y, como la joven encontró a más pobres por el barrio, a todos les dijo que hicieran lo mismo. Y aquel día y al otro y al siguiente, acudieron, de uno en uno, muchos pobres a la casucha de las mujeres sabias. Ninguno dijo nada de las monedas de oro pero sí enseguida por todo el barrio se corrió la noticia del comportamiento tan bueno que mostraban para con los pobres, las mujeres sabias. Cuando la mayor de las dos mujeres decía a la joven:

- Nosotros ahora tenemos para comer y dónde vivir. Así que tú sigue buscando a las personas pobres que haya por el barrio.

La joven le argumentaba:

- Pero ¿qué ganamos nosotras repartiendo con los pobres todo el tesoro que nos hemos encontrado?

- Ganamos el cielo y el respeto y cariño de las personas humildes de este barrio. Los soldados de la guerra nos quitaron todo lo que teníamos y les quitaron la vida a los nuestros. Y como esto no es bueno, nosotros debemos hacer todo lo contrario. Para que el mundo no se convierta en un infierno y el mal lo destruya por completo. Y para que las personas pobres, experimenten la dicha de sentirse amados y respetados. Tienen derecho a ello.

            Y unos años más tarde murieron las dos mujeres sabias. El tiempo las fue dejando sin fuerzas poco a poco, como siempre sucede a todas las personas. Y en el barrio, muchos lloraron su muerte y otros tantos decían:

- Nunca hemos conocido a nadie con un corazón tan bueno como estas dos mujeres. Sin duda que Dios, en algún lugar del Universo, debe tener reservado para ellas el mejor cielo. Se lo merecen y nosotros así lo deseamos.

Y a la joven también le decían

- Y tú, nunca te vayas de este barrio ni te sientas sola o marginada. Cualquier cosa que necesites, solo tienes que pedirla. Aunque nosotros nos quedemos sin comer o pasemos frío, a ti no te faltará nunca lo necesario. Y ojalá de la Alhambra venga un día un príncipe y te haga reina.