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estrellafugaz
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LXXII (72) El far west (el lejano oeste) Hilo SÓLO para colgar relatos

11 de Diciembre de 2011 a las 22:06
Pues eso
concursoderelatos
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  • 18 de Diciembre de 2011 a las 11:09

Mount Willy



Nevaba esa noche, la luz mortecina dibujaba las sombras de las montañas en un claro oscuro tenebroso.

- No tengo frío – dijo Willy – pero estoy harto de andar mojado. No me mires con esos ojos de ternero, tú también lo estás y además no quieres taparte.

Recogió los calzones y la camisa del tenderete pegado al fuego y una vez vestido se sirvió un café bien cargado y caliente. Apenas le quedaban unas galletas duras como la piedra y carne seca y salada. Pensativo se preguntaba qué hacía allí y a dónde iba. Cogió su rifle, se cubrió bien con el capote y se caló el gorro que se había hecho con el primer zorrillo que cazó, cuando aún era muy joven. Tenía que encontrar algo que comer, si quería sobrevivir a aquel frío intenso del invierno.
- Vuelvo pronto, no te muevas – le dijo a Brandy – veré si encuentro algo para ti también.

El camino que habían hecho el día anterior había desaparecido completamente, Willy miró al cielo, amanecía, intentó orientarse por la luz, los árboles y las sombras. Pronto le dolieron los pies por el frío, a pesar de que se había confeccionado unas estupendas botas de piel de oso. Se lo había encontrado muerto; jamás se hubiera atrevido a enfrentarse con él a no ser que hubiera sido irremediable; ahora estaba demasiado viejo. Y cansado. Nunca había pensado en el futuro, le gustaban su libertad y los grandes horizontes, vivir a su aire, siempre había tenido muy pocas necesidades. Últimamente cada vez más a menudo, pensaba en dejar todo aquello.

El conejo asomó la cabeza confiadamente husmeando en el aire, él también buscaba algo que comer; dispuso su rifle y disparó. Comería, por fin, carne fresca. Siguió su camino, el viento desprendía la nieve de los árboles y al caerle encima le empapaba, pero estaba acostumbrado a las inclemencias del tiempo y continuó su marcha. De nuevo tuvo suerte y cazó otra pieza y luego otra. Después buscó algún lugar donde la hierba aún se conservara seca, la encontró bajo una oquedad en las rocas.

Volvió contento; entre tanto sus huellas habían vuelto a desaparecer, ocultas bajo la nieve, pero enseguida encontró la cabaña en la que se habían refugiado. Cortó dos ramas hermosas con su pequeño machete y las arrastró penosamente hasta la casa. Por lo menos tendría madera para el fuego, pero era preciso que se secara un poco, así que la acercó al hogar y después de quitarse la ropa húmeda, él hizo lo mismo.

- Ya estoy de vuelta Brandy, te traigo algo para que comas. Podremos irnos pronto, parece que la tormenta se aleja. Si conseguimos orientarnos en la nieve, bajaremos al valle e intentaremos llegar a algún sitio civilizado, necesitamos provisiones.

Peló uno de los conejos que había cazado, lo hizo cuidadosamente para no estropear la piel que luego, en primavera, podría servirle para confeccionarse unos buenos mocasines. Después atravesó al animal y colgó el palo sobre las brasas, a una cierta distancia para que no se quemara, no tenía prisa y prefería que se asara despacio. Puso agua en el pequeño caldero y echó en ella los menudos del animal y dejó que cocieran, podría tomarse un caldo caliente. Un escalofrío recorrió su espalda, aunque había colocado hojas y ramas contra la puerta y ventana de la cabaña, a modo de protección, el aire helado parecía colarse por todas partes. Se envolvió en su manta y se pegó al fuego.

- Estoy cansado Brandy, este invierno he pensado mucho en ello, tal vez sea el momento de que dejemos esta vida, aunque no sé vivir de otra manera; antaño me encontraba por las montañas con Lobo-James, el Francés y algún otro trampero; solíamos compartir la cabaña y pasábamos lo peor del invierno preparándonos para la primavera, mientras nos contábamos viejas historias. Lobo vivió con los indios mucho tiempo, le habían salvado la vida en una ocasión en que los lobos andaban hambrientos y se habían tropezado con él. Lo dejaron mal herido, le faltaba una oreja y tenía las piernas llenas de cicatrices.

Fuera se escuchó un ruido, de vez en cuando rechinaban las maderas del porche o se escuchaba un ligero roce en la puerta de la cabaña. Miró afuera, a través de la cortina, todo parecía tranquilo. Quizá fuera un oso, pensó.

- Tendremos que andar con cuidado, amigo, puede que sea un oso, o lobos, que también estarán hambrientos, les habrá llegado el olor a asado. Esperaremos al mediodía y entonces iremos a dar una vuelta y podrás moverte un rato y respirar el aire fresco. Yo miraré en el arroyo a ver si puedo pescar algo para ponerlo en salazón, tendremos comida para cuando volvamos al camino.

Se quedó dormido junto al fuego en cuanto comió, su estómago estaba acostumbrado a la frugalidad, para que, llegado el momento, no le pidiera más de lo que le podía dar. Empezó a soñar, como siempre; esta vez lo hizo con el río, no éste, sino aquél que decían daba oro. Había pasado allí tres años, llegó pobre y pobre se volvió a los bosques. Pero había aprendido mucho de los hombres y también había perdido parte de su ilusión e inocencia. También conoció a Deborah y se enamoró locamente de ella. La primera mujer a la que amaba, la primera a la que hacía el amor. Ambos eran jóvenes. Menuda y vivaracha, siempre riéndose, siempre bondadosa con todo el mundo a pesar de la dureza de su vida, Deborah quiso seguirle, pero ¿cómo iba a sobrevivir en aquel ambiente tan salvaje una muchacha como ella?

- Si mañana levanta, Brandy, nos iremos. Esta noche he soñado con ella, y tengo el presentimiento de que me está esperando, o de que le pasa algo y me llama. Ya, ya sé que aún el tiempo no está muy seguro y que sigue nevando, pero siento que tengo que ir, no podría quedarme aquí pensando que ella me necesita.

Tuvieron que esperar aún una semana. La ventisca azotaba durante el atardecer y las noches eran heladoras. Ahora nevaba menos pero el bosque seguía cubierto por una capa blanca que apenas dejaba distinguir las viejas huellas que señalaban los caminos. Mientras, él preparó salazones y reforzó su trineo de madera para que soportara bien el peso. Le quedaba ya poco café, harina o azúcar, apenas algunas latas de judías o espinacas, tendría que administrarse bien.

Extendió la gruesa manta de piel sobre el lomo de Brandy, primero le había cepillado a conciencia sus preciosas crines y cola; era un buen caballo, fuerte y obediente y su mejor amigo. Después enganchó el trineo a sus costados, dejó todo bien ordenado en la cabaña, si otro la necesitaba que lo encontrara todo en su sitio y por fin se puso en camino.
Estaba nervioso, tenía la sensación de que algo iba a suceder, se arrebujó en su abrigo de pieles y azuzó al caballo para que caminara ligero. Quería llegar cuanto antes a Mesa Verde.

No la vio. La raíz sobresalía del suelo, formaba un arco y se alejaba cuesta abajo, el caballo saltó suavemente sobre ella pero el trineo, pesado por la carga, dio un brinco y torciéndose de costado, volcó. Willy, medio adormilado, no pudo sujetarse a ningún lado, se dio un golpe en la cabeza y cayó rodando por el terraplén hasta llegar al ribazo por donde murmuraba el arroyo del deshielo. Y perdió el conocimiento.

Brandy apenas podía moverse, su cuerpo había quedado retorcido y con aquella carga sujeta a él. Tumbado sobre la nieve relinchaba llamando a su dueño. Cuando Will recobró la consciencia se dio cuenta de que todo su cuerpo estaba sumergido en el agua helada. Las piernas no le respondían y el terror se apoderó de él. Sabía que si seguía allí mucho tiempo, moriría. El agua bajaba rápidamente monte abajo y estaba cada vez más fría, o eso le parecía a él. Llamó a Brandy, escuchó sus relinchos a lo lejos, pero por más que le pedía que viniera, el caballo no parecía moverse, lo que quería decir que algo le pasaba a él también.

- Tengo que levantarme, si sigo aquí voy a morir. Debo salir del agua y ver si puedo llegar hasta Brandy, quizá podré taparme con una manta, si es que no hemos perdido el trineo. Pero no puedo mover las piernas, me mata el dolor.

Se arrastró por la nieve, la ropa chorreando agua, pronto el dolor empezó a desaparecer y no sentía nada. Apenas había recorrido un par de metros cuando tuvo que parar. Sentía un gran peso en el pecho que no le dejaba respirar. Siguió arrastrándose cuesta arriba. Su cuerpo iba dejando un surco húmedo en la nieve. Empezó a verlo todo nublado. Estaba muy cansado y le pareció que iba a desmayarse. Cuando despertó se sentía bien, estaba tranquilo, no sentía dolor, no tenía miedo. Su boca estaba seca, trató de llamar a su caballo, articulaba las palabras pero no brotaba ningún sonido. Nevaba de nuevo, no sabía cuanto tiempo había permanecido inconsciente, pero la nieve le había cubierto casi totalmente como si fuera un manto helado y ya no sentía frío, solo una sensación de bienestar que lo adormilaba. Sabía que iba a morir. Miró la luz entre los árboles, oscurecía, escuchaba el agua manando arroyo abajo, la brisa que soplaba entre las ramas, respiró entrecortadamente. Era una buena manera de morir, pensó, allí en el lugar donde había vivido siempre. Llamó una vez más a Brandy, pero solo movió los labios. Ya no se oían sus relinchos. Quería dormir, se estaba tan bien allí, ya no le dolían las piernas, ni las manos heladas y todo su cuerpo parecía dormido, solo necesitaba cerrar los ojos y descansar en paz.




concursoderelatos
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  • 18 de Diciembre de 2011 a las 18:18

Sweet Face

 

Nadie prestaba demasiada atención al espectáculo. En las mesas de póquer el humo de los cigarros mezclaba su olor con el del burbon derramado y el polvo de los caminos amasado con sudor que los jugadores acaparaban en sus cuerpos para así amortizar de forma generosa el baño que algún día se darían antes de gozar de la compañía de alguna alegre muchacha de saloon. 

Sweet Face bajó del escenario y se dirigió a la barra con el gesto agriado, si sus padres supieran en qué habían acabado tantas y tantas clases de canto, posiblemente nunca las habrían pagado por mucho que en Boston fueran una seña de buena familia. A veces pensaba en ellos, incluso los echaba de menos, pero cada vez eran menos frecuentes las huidas de su mente hacia los agradables tiempos en los que era la Señorita O’Rourke, ahora era Sweet Face, la cantante más admirada en el Saloon de Morgan, el mejor de Battle Mountain, famoso por la salud y limpieza de sus chicas y la pureza del whisky.

           

—Ponme un trago Barry. —El pianista seguía fusionando su melodía con el sordo rumor que invadía el local.

            —¿No vas a cantar más? El whisky y tu voz no se llevan muy bien —dijo el camarero colocando un pequeño vaso y una botella sobre el mostrador.

—Hoy podría salir al escenario pisando la cola de un gato mientras muevo la boca sin hacer un solo ruido y nadie notaría la diferencia.

           

Barry rompió a reír mientras servía el whisky. No guardó la botella, Sweet Face tenía razón, esa noche el público no buscaba deleite para sus oídos y, cuando eso ocurría, ella solía buscar consuelo en la bebida para acabar proporcionándoselo a algún minero no demasiado repulsivo al que todavía le quedara alguna pepita de oro por gastar.

La mujer echó un vistazo a su alrededor, Morgan le guiñó un ojo cuando sus miradas se cruzaron, fue un instante, rápidamente el dueño del local volvió a fijar su atención en la partida de póquer. Sweet Face siguió oteando a la clientela en busca de algún rostro agradable al que brindarle su compañía.  Dolly se situó a su lado.

 

            —Saca otro vaso, Barry —dijo apoyando su espalda en el mostrador—, no te importa que beba contigo, ¿verdad Sweet Face?

            —No, quédate. Por lo que estoy viendo es fácil que acabes siendo mi mejor opción para compartir mi cama esta noche.

            —¡Oh, señorita Sweet Face! —Dolly fingía rubor y se tapaba la cara con el abanico de plumas que usaba como atrezo en su número—. Conseguirá usted que me sonroje.

 

Sweet Face se giró hacia el mostrador mientras apuraba su vaso para servirse otro trago. Fue Dolly la única que reparó en el individuo que acababa de atravesar las puertas del local.

 

            —¡Caray! Hacía tiempo que no veíamos a nadie que se pareciera a un caballero —dijo sin apartar su mirada del tipo—. Lo siento cariño —dirigiéndose a Sweet Face—, pero tendré que rechazar tu oferta.

 

El hombre se detuvo un instante para estudiar el local, no tardó en localizar la mesa en la que se jugaba en serio, la que ocupaba Morgan. Se aproximó a ella con paso decidido.

 

            —Disculpen, señores —llevándose la mano al sombrero—, ¿hay sitio para uno más?

 

Morgan lo miró de arriba abajo sin dejar de respirar su cigarro. Inclinó levemente su cabeza y le señaló una silla vacía. Hizo una seña a Barry para que le trajera un vaso al nuevo jugador de la mesa. Fue entonces cuando Sweet Face se fijó en él. No tuvo ninguna duda cuando lo vio: su rostro reflejaba los años pasados y la cicatriz de la ceja decía que seguía metiéndose en líos. Era él, el hombre por el que lo dejó todo, el hombre al que siguió sin pararse a pensar en nada, el hombre que la dejó tirada en aquel pueblucho de Dove Creek. Allí tuvo que empezar a ganarse la vida y descubrió que eran pocos los oficios que podía realizar una joven bien educada y que no contara con la protección de un hombre o una familia. De allí se marchó en cuanto pudo ahorrar lo suficiente, no quería estar en ningún lugar que pudiera evocarle a Charles Dayton, el hombre que acababa de sentarse junto a Morgan.

Dolly colocó la mejor sonrisa de su catálogo en sus labios y se aseguró de que su escote no tapaba más de lo debido. Sweet Face la detuvo sujetándola por el brazo.

 

            —Es cosa mía, quédate aquí.

            —¡Eh! —protestó, pero su amiga ya no la escuchaba y se alejaba de ella.

 

Se acercó a la mesa y se situó justo detrás de Morgan, le hizo saber que estaba allí mordiéndole suavemente el lóbulo de la oreja. Charles no apartó los ojos de sus cartas.

 

            —¡Hey, Sweety, preciosa! —Morgan abrazó la pierna de la chica—, quédate cerca, seguro que me das suerte.

            —A eso he venido, cariño. Algo me dice que la necesitarás.

 

Charles, al escuchar su voz, levantó la mirada, también la reconoció y, como buen jugador de póquer, no cambió su expresión, simplemente inclinó su cabeza a modo de saludo.

 

            —Señorita…

 

La partida se alargo hasta la madrugada. El resto de clientes del saloon se había ido marchando, bien a sus casas, bien a las habitaciones del piso superior; sólo los ocupantes de aquella mesa permanecían envueltos por las notas que el pianista seguía tocando aun sabiendo que nadie escuchaba. Ya sólo jugaban Morgan y el recién llegado, los demás miraban ansiosos por conocer el resultado de aquel duelo, todo el dinero estaba sobre la mesa.

 

            —Trío de damas —dijo Morgan enseñando su jugada.

            —Color. —Charles sonreía y se acercaba el dinero desde el centro de la mesa—. Diría que lo siento, pero mentiría, amigo. Lo cierto es que ha sido una noche muy productiva. ¿Puedo invitarles a un último trago?

            —Claro.

            —¡Camarero! Traiga una botella y vasos limpios, también para la señorita… perdón ¿dijo que se llamaba…?

            —No lo dije, encanto. Mi nombre es Caroline, Caroline O’Rourke.

            —Caramba, Sweety, nunca pensé que tuvieras un nombre de verdad —bromeó Morgan.

—Cariño, tú nunca has pensado. Pero ya sabes que no me importa. —Sweet Face acercó sus labios a los de Morgan para besarlos apasionadamente.

—Así que la llaman Sweety, bonito apodo.

—En realidad es Sweet Face —aclaró Morgan.

—Muy apropiado. No había visto un rostro tan dulce desde… —Charles no siguió hablando, sus ojos viajaron al pasado aunque parecieran mirar a la mujer.

—Por su mirada diría que le rompieron el corazón —concluyó Morgan.

—En realidad no. Fui yo quien se portó mal con aquella mujer, pero qué diablos… seguro que le fue mejor sin mí.

—Seguro —aseveró Sweet Face.

 

Barry llegó con los vasos y la botella, al dejarlos sobre la mesa Sweet Face golpeó uno de forma accidental y cayó rodando hasta el suelo, no se rompió. El camarero se agachó para cogerlo y vio un naipe que, probablemente, se había caído durante la partida. Lo puso en la mesa junto al vaso, era una dama de tréboles. Morgan se quedó mirando la carta.

 

            —Sweety, preciosa, aparta —dijo empujando suavemente la mesa hacia adelante—. Amigo… creo que acaba de meterse en un lío. No existe ninguna baraja en el mundo que tenga dos damas de tréboles y sobre esta mesa hay dos, una de mi trío y la que acaba de encontrar Barry.

            —¡Eh, tranquilo! ¿Insinúa que he hecho trampas? Esa carta podría estar en el suelo desde hace tiempo, de otra partida anterior.

 

Los curiosos que aún permanecían retrocedieron sin perder de vista a los dos hombres.

 

            —Nadie más ha ocupado esta mesa hoy. —Morgan ya se estaba poniendo en pie y acercando su mano al revólver.

            —No voy armado. Y no quiero líos, quédese con el dinero, ¿de acuerdo?

 

Charles alargó la mano para mover el dinero desde su lado al que ocupaba Morgan. Como por arte de magia un pequeño revólver apareció en su mano. No tuvo tiempo para saber que su disparo se había perdido en el aire, Morgan lo había abatido con un certero tiro al corazón.

 

            —Que alguien avise al Sheriff.

            —Yo iré. —Barry abandonó el saloon a la carrera.

 

Sweet Face se acercó al cadáver y le dio una patada suave en el costado. Su Boca dibujó una leve sonrisa que nadie pudo ver.

Subió hasta su habitación, estaba cansada, dormiría durante todo el día. Se sentó sobre su amplia cama notando el cálido tacto del mullido colchón de lana. Al quitarse las ligas que sujetaban sus medias, cayeron al suelo cincuenta y un naipes de una baraja francesa. Ya las recogería cuando se despertara. 

 

           

           

           

concursoderelatos
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  • 22 de Diciembre de 2011 a las 18:55

Namuk

        La luna llena, redonda y brillante, vertía su luz plateada sobre el valle haciendo más negras, oscuras y misteriosas, si eso era posible, las profundas cárcavas que, a un lado y otro, conducían las aguas desde los elevados peñascos hasta el cauce del río que discurría por el centro de aquel amplio espacio natural.

        El gran Namuk, el anciano patriarca, contemplaba a los suyos, a lo que quedaba de su gran familia, desde lo alto de un pequeño mogote próximo a la extensa mancha de bosque que cubría la parte más elevada del valle. Se habían detenido en el extenso prado que cubría la mayor parte del aquel lugar y descansaban de las fatigas de la penosa y larga jornada que les había traído hasta allí. Llevaban tanto tiempo huyendo que los días felices en los extensas llanuras al pie de las Montañas Rocosas le parecían algo irreal y tan lejano como si, en realidad, jamás hubiesen existido más allá de sus sueños.

        Pero no era así. Varias lunas atrás habían sido un pueblo numeroso. Cientos y cientos de individuos de todas las edades que vivían felices en aquellos vastos espacios naturales, al pie de la formidable cordillera, el amplio espinazo montañoso que les separaba de tierras a las que ninguno de ellos recordaba haber llegado jamás. Y ahora apenas quedaban la mitad de la mitad de los que emprendieron el camino hacia los altos valles.

        Lo peor no era eso, pensó. Lo peor estaba todavía por llegar. Porque aunque sus hijos creyesen que, por fin, estaban a buen recaudo, él no podía llamarse a engaño. Su llegada a los elevados ventisqueros, a los inhóspitos valles y desfiladeros, casi al límite de las nieves perpetuas, les había puesto provisionalmente a salvo. Pero un día u otro sus enemigos llegarían hasta allí y acabarían por exterminarlos a todos.

        Roco, el mayor de sus hijos vivos, se acercó lentamente. Destinado a sucederle como guía y gran jefe de la tribu del Pueblo-de-la-Verde-Pradera-que-Baña-el-Sol, ahora que su hermano Ab Anamuk había caído muerto parecía aplastado por el peso de la gran responsabilidad que tal vez muy pronto recaería sobre él. Él, que siempre había vivido feliz y alegre confiando en las decisiones y el liderato de su padre y de su hermano, que había dado por supuesto que su lugar en la tribu sería  siempre el de un discreto segundo plano, hasta el día en que el hijo mayor de Ab Anamuk alcanzase la edad suficiente para suceder a su padre, como éste tendría que haber sucedido antes a su abuelo, Namuk el Grande.

        —Corren malos tiempos, padre.
        —Lo sé, hijo, lo sé.
        —¿Nos ha abandonado el gran Manitou, padre?
        —En otro tiempo te hubiese hecho pagar cara esa pregunta, Roco. Pero ahora no. Yo también dudo en algunos momentos. Me cuesta entender los motivos por los que ha permitido que tamaño infortunio caiga sobre nuestro pueblo. ¿Oh, gran Manitou! ¿Por qué permitiste la llegada de esos forasteros a nuestras tierras? ¿Y por qué ellos, que vienen de lejanos lugares subidos en sus corceles de fuego, nos quieren tan mal? Son cada día más numerosos y se van extendiendo por nuestros territorios como una plaga, como la lava que, procedente del alto cráter de un volcán, se desparrama por la llanura segando vidas y arrasándolo todo. Como ella nos persiguen, nos acosan y nos matan. ¿Qué mal les hemos hecho?
        —Jamás les hicimos mal alguno, Padre. Al contrario, más de una vez, cuando aquellos rostros pálidos han necesitado de alimento y abrigo, nosotros se lo hemos proporcionado.
        —Sería natural que en algún encuentro fortuito con ellos, algunos de los nuestros hubiesen caído bajo el fuego de sus armas. Esas cosas pueden suceder, de acuerdo con las inexorables leyes de la naturaleza y la vida. Pero los forasteros no han dudado en vulnerar las nobles leyes que rigen las relaciones entre los seres vivos y nos han declarado la más sucia de las guerras.
        —Si se comportaron como enemigos despiadados, ¿no debimos reaccionar y atacarles? En un combate cuerpo a cuerpo con nosotros no tienen nada que hacer. Podríamos aplastarlos como a ratas.
        —No, Roco. No podríamos. Con esas armas tronadoras que poseen, uno solo de ellos, aún antes de que hayamos podido dar dos pasos hacia él, habrá abatido por lo menos a media docena de los nuestros. No nos quedó otro remedio que buscar la salvación en la huida.
        —Pero padre, ¿por qué nos han declarado esa guerra sin cuartel? ¿Por qué nos persiguen y matan con saña inusitada, poblando las praderas con los cadáveres de los nuestros?
        —Me cuesta tanto entenderlo como a ti, hijo mío. Parece que nos consideren seres inferiores, indignos, despreciables y molestos. Y no se han conformado con robar estas tierras sagradas que el gran Manitou ofreció a los Sioux, los Apaches, Los Comanches, los Navajos y tantos otros que han convivido con nosotros, con nuestro pueblo y nuestras tribus durante miles y miles de soles, sino que además parecen dispuestos a exterminarnos a todos.
        —Padre, he oído que en lejanas tierras hacia allá donde nace el sol, y también en la dirección que señala la estrella de la noche, existen otros pueblos como el nuestro. ¿No podríamos unir nuestras fuerzas y plantar cara a los rostros pálidos?
        —Roco, hijo, escuchame bien. Guarda el secreto, pues no merece la pena que infrinjamos a los nuestros un sufrimiento innecesario antes de tiempo. Esta tarde, al llegar a la entrada de este ventisquero he subido a lo alto, allá donde las aguas frías se vierten a los valles y las tierras orientados hacia donde el sol se oculta por la noche. Allí se refugia, como lo hacemos nosotros a este lado, lo que queda de una numerosa tribu que, acosada y perseguida ha buscado en estos altos parajes un descanso temporal. Su jefe y guía me ha relatado cosas espantosas. Le han llegado rumores que afirman que hemos sido señalados como una plaga a la que hay que exterminar. Los forasteros, los rostros pálidos, quieren convertir nuestras tierras en extensos campos de cultivo donde criar plantas traídas de lejanas tierras, de lugares desconocidos situados más allá de las vastas extensiones de agua que, más allá de donde alcanza nuestra vista, bañan el límite de nuestro mundo. Y para ello han de limpiar, dicen ellos, los grandes territorios, expulsando o exterminando a los pueblos que los habitaban antes de su llegada.
        —Padre, ¡no me digáis esas cosas!
        —Debes conocer la verdad, hijo. Y debes ser fuerte, pues te va a tocar vivir los peores tiempos  que jamás podías haber imaginado.
        —No sé si estoy preparado...
        —Por desgracia, Roco, nada ni nadie detendrá a esos rostros pálidos. Dentro de breve tiempo su maldita raza se extenderá incluso por estas altas montañas, y el exterminio de nuestro pueblo será ya inevitable. Muy pronto, hijo, no seremos más que historia.
        —¡Padre!
        —Tal vez ni eso. Quizás no pasemos de ser en el futuro otra cosa que una mera leyenda,  sujetos de relatos que los ancianos de los pueblos pieles rojas cuenten a sus nietos a la luz del fuego. Porque por lo que he sabido del sabio patriarca con el que he hablado al otro lado del valle, los rostros pálidos también les persiguen a ellos y llevan intención de diezmarlos, reducirlos, y arrinconarlos en lugares miseros e inhóspitos, de los que ya no les dejarán salir.

        El viejo Namuk, el sabio y anciano bisonte americano, jefe de la tribu del Pueblo-de-la-Pradera-Verde-que-Baña-el-Sol, iba bien encaminado en sus profecías. Efectivamente, los rostros pálidos no tardarían en exterminar también casi por completo a los nobles pueblos de los pieles rojas con los que ellos habían convivido desde los antiguos tiempos. Y a los pocos que sobreviviesen a sus matanzas los encerrarían en lugares yermos, inhóspitos y sin valor alguno, en aquello que los forasteros designarían en el futuro como reservas.

concursoderelatos
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  • 22 de Diciembre de 2011 a las 20:21
El retiro del irlandés

Desde el momento en que lo vi entrar por la puerta del salón, supe a qué traía a aquel chico hasta Hollow Hill. Echó apenas una rápida mirada al rincón que ocupaba el irlandés antes de dirigirse hacia la barra.
- ¿Qué será? –le pregunté.
- Whisky –respondió, lacónico. El timbre de su voz denotaba que era más joven de lo que quería aparentar. El ligero temblor en sus manos cuando apuró su bebida, que estaba lejos de sentir la seguridad que trataba en vano de mostrar. Nuestras miradas se cruzaron un segundo cuando volví a llenarle el vaso. Sus ojos reflejaban el brillo de los condenados cuando se encaminan hacia la horca.
Casi llegué a sentir lástima por él.
“Me estoy haciendo viejo”, pensé.
Había visto decenas de hombres y muchachos como aquel muriendo a manos de gente como el irlandés, perdiendo sus vidas consumidas por la sed de venganza. Todos creían tener una buena razón, justa o injusta, para llegar hasta un final que en realidad no les importaba porque, de una manera o de otra, ya estaban muertos. Todos tenían la misma mirada vidriosa y perdida. Y todos venían, siempre, solos.
- ¿Qué te trae por aquí, muchacho? –le pregunté, remarcando la última palabra.
Dio un respingo y respondió, sin mirarme.
- Asuntos. Tengo… asuntos.
Asentí en silencio.
Hollow Hill era una parada de la diligencia en medio de ninguna parte, poco más que un punto en el camino.
- No hay muchos “asuntos” aquí. Y el sheriff controla la mayoría –añadí, inclinando apenas la cabeza hacia el irlandés.
Desvió la mirada hacia donde yo señalaba y volvió a mirarme, con sorpresa.
- ¿El irlandés es…? –balbuceó.
Yo me incliné hacia él, bajando el tono.
- Pocos lo conocen aquí por ese nombre.
Su rostro palideció y rehuyó mis ojos, como un chiquillo sorprendido en alguna travesura.
- Escucha, hijo –continué-, aquí sólo hay una ley: la suya.
- Usted no lo comprende –la furia encendió sus mejillas.
- Comprendo más de lo que crees…
- ¡No! Él…
- Supongo que él te debe algo y tú has venido a cobrártelo. Pero, óyeme, hijo, no sacarás nada. Es una apuesta que no puedes ganar.
Apuró su bebida de un trago y, por una vez, sostuvo mi mirada unos segundos.
- Ya no puedo perder nada más.
Suspiré.
 Volví a llenar su vaso, tapé la botella y la puse en su estante, bajo la barra.
- Invita la casa –concluí.
Se irguió y, sin tocar el whisky, se dio la vuelta. Antes de salir, se detuvo y posó sus ojos en los del irlandés durante unos segundos. Éste le devolvió la mirada sin inmutarse.
Después, el chico se marchó.
Tras unos segundos, tres hombres le siguieron a una indicación del irlandés.
Apenas las puertas habían dejado de bambolearse, éste se dirigió con parsimonia a la barra.
- Will –me dijo.
Incliné la cabeza, a modo de saludo.
Saqué dos vasos limpios y los llené.
Dio un pequeño sorbo antes de preguntar.
- ¿Quién era ése?
Di un pequeño sorbo antes de responder.
- Supongo que el hijo de alguien.
Dio otro pequeño sorbo.
- ¿No dijo su nombre?
- No.
- No me suena su cara. ¿Y a ti?
- No. Tenía acento del sur.
Miró el fondo de su vaso.
- Hace tiempo que no voy por allí.
- Lo sé.
Dio su último trago con tranquilidad y dejó el vaso sobre la barra.
- A lo mejor buscaba a la persona equivocada –me dijo, mirándome con una sonrisa torcida.
Solté un bufido y sonreí.
- A lo mejor. ¿Acaso importa?
Dejé mi vaso vació junto al suyo y luego recogí ambos.
- Nos vemos, Will.
- Nos vemos, irlandés.
concursoderelatos
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  • 27 de Diciembre de 2011 a las 22:01
¿Quién es el más rápido?

Betsy Jonson se ajustó el sombrero y dejó que sus dedos bailaran a escasos milímetros de las pistolas, mientras su cuerpo se tensaba y una pequeña gota de sudor resbalaba por su cien… 
— ¡Un último deseo antes de morir!—gritó James Farell, apodado el rápido; pues decían que era tan rápido disparando que cuando llegaba la muerte, su victima ya yacía en el suelo.
Betsy dejó que su lengua mojara sus resecos labios antes de responder…
— ¡Preferiría acabar con esto de una vez…!
— ¡Cómo quieras!—repuso él, sin dejar de sonreír—. Aún cuando, si no te importa, yo sí que tengo un último deseo…
— ¡Oh, vamos! Acabemos con esto… 
— ¡Mujer, no tengas prisa!—siguió gritando mientras le hacía una seña al tabernero, que como todos los habitantes del pueblo, habían salido a la calle para ver ese inusual duelo—. ¡Trae un poco de whisky!
Betsy suspiró, sabía que lo único que  pretendía él, era ponerla más nerviosa de lo que ya estaba—si eso era posible—así que no bajo la guardia; y sus inquietos dedos se acercaron un poco más a las pistolas mientras sus ojos parpadeaban un segundo bajo el abrasivo sol del medio día. Pensó que le hubiera gustado beber un trago de ese whisky, pero… sabía que no podía fallar, tenía que ser más rápida que él o… Miró cómo James Farell echaba un trago a la botella medio vacía que le había dado el tabernero… 
— ¿Vamos a hacer este maldito duelo, o qué?—gritó Betsy sin poder soportar más la tensión que recorría su cuerpo, y que comenzaba a entumecerlo.
— ¡Mujer, no tengas tanta prisa!—dijo James Farell tras un nuevo trago—. Después de todo, y si no recuerdo mal, estamos aquí para establecer cuál de los dos es más rápido, ¿no?
Betsy Jonson se mordió el labio, sabía que él tenía razón. Recordó cómo esa mañana, tras salir de la tienda después de comprar unas cuantas provisiones para el rancho, y rodeada de sus amigas, descubrió un cartel donde se recompensaba con 5ooo mil dólares a quién trajese, vivo o muerto, a Dylan Wesley, un peligroso forajido que se dedicaba a asaltar diligencias. 

“— ¿Creéis que llegue aquí ese bandido?—preguntó, asustada, una de sus amigas.
—Espero que no—respondió otra—. Pero si eso llegara a pasar, no tenemos de qué preocuparnos, pues James Farell está en el pueblo.
— ¡Oh, madre mía! A qué es guapo—suspiró una de ellas.
—Es encantador…—dijo otra.
— ¿Habéis visto los hoyuelos que se le forman cuando sonríe?—murmuró una de ellas, recibiendo al instante unos sonoros suspiros. 
— ¡Mira que sois tontas!—escupió Betsy de malhumor sin ser conciente de que se habían detenido cerca de la puerta del saloon —. Él no es nadie, sólo un tonto con suerte…
—Pero Betsy, no digas eso—repuso una de ellas.
— ¡Eso! no digas tonterías, Betsy. Todo el mundo conoce a James Farell, la fama que tiene como…
— ¡Sí, ya sé! Tiene fama de ser más rápido que la muerte, pero…—y aquí sonrió morbosamente—, yo sólo espero, y por vosotras, que no lo sea en todos los sentidos…  
— ¡Betsy!—exclamó escandalizada una de ellas—. No digas esas cosas… 
— ¡Oh, vamos! ¿Por qué, no?—siguió diciendo ella—. James Farell es un hombre arrogante, un engreído que se creé el centro del mundo, y no sólo eso, además estoy segura que su fama de rápido…
— ¡Betsy, para ya…!—le regañó otra.
— ¿Por qué no puedo seguir hablando, he?—se defendió Betsy, qué no podía entender la fascinación que despertaba en sus amigas ese hombre—. Además, no me creo ni una sola palabra de lo que se dice de él; es más, estoy segura que mi caballo es más guapo, interesante e inteligente que él… y en cuanto a qué sabe disparar, bueno, seamos sensatos, en esta tierra hasta un tonto sabe hacerlo…
—Entonces, para usted, James Farell es un impostor—puntualizó una masculina voz. Betsy, sorprendida, se giró al igual que sus amigas para ver, apoyado en el marco de la puerta, al propietario de esa voz.
— ¡Usted lo ha dicho!—soltó ella con una gran sonrisa—. ¡Y no me importaría demostrar a todo el mundo lo equivocados que están!”
 
Betsy Jonson pensó que así había comenzado esa pesadilla… Él, James Farell, la había retado a un duelo y ahora tenía que demostrar que era más rápida que su rival si quería salvar la vida… pero los nervios la estaban traicionando, paralizándola; y la garganta, seca como la arena del desierto, le recordaba que dentro de unos segundos la cubrirían… 
— ¿Estás preparada?—era la voz de James Farell desde la multitud, desde donde miraba, expectante, el duelo.
— ¡Claro que estoy lista…!—dijo, nerviosa, Betsy notando cómo unas cuantas gotas de sudor bajaban por su espalda y cómo sus dedos, por más que no habían parado de moverse desde que se iniciara el duelo, estaban rígidos. 
—Vamos a terminar esta pantomima de duelo, ¿o que?—exclamó, malhumorado, Dylan Wesley, preparado para dejar que sus dedos apretaran el gatillo de las pistolas—. Después de todo he aceptado este duelo para poder enfrenarme a ti, James, y demostrar a toda esta gente, que en esta tierra soy yo el más rápido… 
El resto fue cosa de segundos… un juego de dedos acompañado por el silencio de la multitud, y tras un disparo, un cuerpo que besó el polvoriento suelo del pueblo… 
Las amigas de Betsy volvieron a respirar, mientras un suspiro salía de sus bocas… 
concursoderelatos
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  • 29 de Diciembre de 2011 a las 19:04

La sombra de las balas

El reverendo vació el tambor de su colt contra los muebles que tenía a mis espaldas. Demasiada furia para un hombre de paz. La última bala silbó a escasos centímetros de mi ojo sano y me abalancé sobre él para evitar que lograra recargar su arma y siguiera destrozando el mobiliario de la abandonada granja de los Picket. Pero se había quedado sin balas. Escuché sus esforzados jadeos mientras se arrastraba en busca de las pistoleras de alguno de sus hombres, abatidos pocos minutos antes, y descerrajé un tiro contra el suelo. Un grito de dolor emanó de su garganta. Con suerte le habría herido en la mano. Con seguridad le habría hecho desistir de sus intenciones.

Me sentí poderoso: el reverendo “Winchester” McNeil desarmado y completamente a mi merced. No pude contener una carcajada amplia y sonora que retumbó contra las destartaladas paredes de la casa.

­-¿Tiene miedo, McNeil? Va a morir –amartillé con calma mi arma para que pudiera padecer su sonido.

-…

-Lo tiene. Puedo olerlo, sucio desgraciado -el pánico recorría su pantalón con destino hacia sus botas-. ¿Qué se siente, reverendo, al estar al otro lado del cañón de la pistola?

Su vista fue poco a poco acostumbrándose a la ausencia de luz: era noche cerrada y sólo unos pocos rayos de luna clareaban el interior de la casa.

-«Los vivos están conscientes de que morirán; pero en cuanto a los muertos, ellos no están conscientes de nada en absoluto» -recitó intentando disimular su cobardía.

-¿Lo dice por mí, reverendo? Deje las diatribas para el púlpito.

Acerqué mi rostro a la ventana y la luna iluminó mi cara por primera vez desde que entrara en la casa disparando a todo lo que se movía. La cicatriz de mi ojo izquierdo lucía en todo su esplendor, a fe de la expresión que pude observar en el rostro del reverendo.

-¡¡Tú!! Pero… tendrías que estar…

-¿Muerto? –Sonreí tanto que la comisura de mis labios se hizo una con el zurcido de mi mejilla-. Veo que me reconoce, reverendo. Usted tampoco ha cambiado mucho en estos pocos años. Pero no tiene buen aspecto, debo decir. No, en estos momentos

Acaricié con mi revolver la cara de mi víctima y, seguidamente, le propiné un fuerte golpe en la sien que le dejó sin sentido.

 

Cuando despertó ya habíamos llegado a nuestro destino: nos encontrábamos exactamente a cincuenta millas de ninguna parte. El mismo lugar de donde pensé que nunca regresaría. Aún hoy día me sorprendo de mi suerte.

Habíamos cabalgado toda la noche y las luces del alba comenzaban a colorear el horizonte filtrándose entre las sombras del monte Livermore, que se alzaba descomunal frente a nosotros. Años antes me hubiera detenido a disfrutar del espectáculo. Años antes, cuando aún me importaba la belleza de las cosas; cuando el único arma que había acertado a empuñar alguna vez sólo cazaba alimañas. Otro tipo de alimañas. El reverendo yacía boca abajo a lomos de su caballo con las manos atadas a la espalda y le eché un rápido vistazo a la herida de su antebrazo. Era poca cosa, pero no quería correr el riesgo de que me privara de su compañía demasiado pronto. Rompí sus ataduras y espoleé su caballo. McNeil cayó a plomo al suelo y su montura corrió de regreso por donde habíamos venido.

-¿Sabe dónde estamos, reverendo? –McNeil me miró largo tiempo sin mediar palabra. Masticando tanto desprecio como el que yo le profesaba; como si el largo paseo le hubiera procurado suficientes fuerzas para recomponer una dignidad que no merecía.

-Sí, Pat.

-¡Ah! ¿Se acuerda de mi nombre? Siempre pensé que sólo fui para usted una víctima más. Una muesca más en la culata de su winchester –di un par de golpecitos al rifle que descansaba junto a mi silla-. Usted, que se precia de ser un hombre de Dios y de impartir su justicia…

-¿Vas a matarme? –me interrumpió-. Acaba ya.

-No, reverendo. No así. No tan pronto -extraje una pala de las alforjas y se la arrojé a los pies. El persistió en su mirada sin que pudiera detectar algún atisbo de arrepentimiento. No movía un músculo. Tan solo miraba.

-El agujero, McNeil. Sus devotos huesos no deberían ser disfrutados por los buitres.

El reverendo comenzó a cavar a regañadientes. Despacio. Rumiando su destino en silencio. Cuando hubo cavado medio hoyo se giró hacia mí.

-Estoy cansado, dame agua.

-Siga cavando. Ya le diré yo cuando debe parar –le advertí mientras sonreía.

-«Y concluí que la risa es locura y el placer de nada sirve» -me respondió cuando prosiguió cavando.

-Eclesiastés dos.

-Veo que algo aprendiste de mí, Pat. Tendrías que haberte ido, como te aconsejé –murmuró para sí.

-¿Y qué se supone que tendría que haber hecho? ¿Huir…? ¿Esconderme como hizo usted con sus hombres cuando le informaron que un caza-recompensas rondaba cerca del pueblo?

-Debería haber adivinado que eras tú. Nadie se había atrevido antes a hacerme frente. Pero quién podría imaginar que seguías vivo.

-Sus hombres no hicieron mal su trabajo: me dieron tal paliza que casi acaban conmigo. Pero ya ve, «mala hierba…». Me abandonaron a mi suerte, sin caballo y sin agua, medio muerto, en mitad de este páramo que sólo recorre el viento. Tuve mucha suerte de que se extraviara aquella caravana de colonos.

-Sólo les dije que te dieran un escarmiento.

-¡¿Un escarmiento?! ¿Por qué? ¿Por tontear con Susan? Yo no era suficiente para la hija de un reverendo, ¿no es eso?

-Te acogí como si fueras mi propio hijo, te di casa y empleo, pero no era bastante para ti. Me quisiste arrebatar todo. Porque ella es todo para mí.

-Sí, fui bien recibido en su granja, y bien que se lo agradecí destrozándome la espalda trabajando en ella durante años.

-Eres una manzana podrida, Pat, por eso no debías mezclarte con Susan.

-Era joven, rebelde y arrogante, y…, bueno, me gustaba correrme alguna juerga de vez en cuando, como a todos, pero no existía nada en mí que me hiciera indigno de ella.

-Habrías cambiado con el tiempo. Lo sé.

-¿Cómo está tan seguro de eso, reverendo?

-Porque eres igual que yo, Pat.

Mi pecho ardía de rabia, pero mi mente aún se conservaba lúcida.

-Se equivoca. Yo no soy como usted. Yo no extorsiono a granjeros para que me vendan baratas sus propiedades. Ni voy dando palizas a muchachos que no pueden defenderse. Le daré la oportunidad que usted me negó.

Extraje una bala de mi cartuchera y se la arrojé. Seguidamente lancé su viejo colt dentro del agujero.

-Estás loco si crees que voy a utilizarlo. No tendría ninguna oportunidad con la mano en estas condiciones –me replicó.

Reí con fuerza.

-No quiero duelos con tullidos, McNeil. Jugar con ventaja es más... de su estilo. Le estoy ofreciendo un regalo.

-¿Un regalo? ¿Cuál?

-La sombra de las balas. ¿Se ha preguntado alguna vez si existe? Cuando atraviesan el aire bajo el ardiente sol del desierto. Yo sí, me lo he preguntado. Durante horas. Mientras agonizaba. Mientras perdía la razón tratando de comprender qué había hecho yo para merecer su castigo. Imaginaba su trayectoria hacia mi frente. Le imploré a sus hombres que me mataran mientras se me marchaban. No les pedí agua, ni comida. Tan sólo plomo. Dentro de poco no habrá ningún sitio donde cobijarse, reverendo. Créame, sé bien de lo que hablo. El sol le hará enloquecer como a mí. La sed será tan insoportable que será capaz de beber los orines del ganado si tuviera oportunidad. Sin agua y desangrándose no tardará mucho en perder toda esperanza y, cuando esto suceda, no dudará en hacer uso de lo que le ofrezco: redención, McNeil; purgar sus pecados. Justicia.

Giré mi caballo dándole la espalda sin miedo a que pudiera dispararme. Los fantasmas no temen a la muerte. Y me alejé a galope de mi pasado con destino hacia el monte Livermore. Decían que junto a loma más suroeste se refugiaba una banda de cuatreros por los que ofrecían una buena suma de dinero.

estrellafugaz
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  • 29 de Diciembre de 2011 a las 22:00

Tenemos seis relatos en total:

-Mount Willy

-Sweet Face

-Namuk

-El retiro del irlandés

-¿Quién es el más rápido?

-La sombra de las balas

Pues, eso, a votar hasta las 22:00 del domingo 1 de enero.