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Foro para escritores de Bubok

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ernie
Mensajes: 1.833
Fecha de ingreso: 21 de Julio de 2008

Edición 88 del concurso de relatos impostores - RELATOS

11 de Septiembre de 2012 a las 17:15
Y aquí, a colgar los relatos.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 13 de Septiembre de 2012 a las 17:59

¿Impostor o impostado?

—¿Pog qué hicig…ste trrrr..ampa para lllleeee…vag.te el og…denadog..? ¡Lo hab…bbía ggganado yo! —gritó desesperadamente, intentando acercarse a su compañero de clase.

—¡Óyeme bien, paralítico de mierda! Ese portátil lo quiero para mí, así que déjame en paz y, cuando aprendas a hablar correctamente, entonces me pides por favor que te enseñe lo bien que funciona. Ahora, lárgate y déjame tranquilo —Al terminar de hablar, Carlos le intentó empujar pero, al hacerlo, tropezó con el bordillo de la acera y se tambaleó. En ese momento, sintió como con gran fuerza, alguien le lanzaba contra la barandilla del puente; poco después, su cabeza se rompía en mil pedazos, al chocar contra el acerado, después de una caída de más de veinte metros de altura. Y el nuevo portátil junto a él, destrozado.

Arriba, una vez comprobada la inmovilidad de Carlos, alguien salió corriendo de la escena, desapareciendo por una calle lateral, cercana al instituto.

………………..

—Sr. Juez, llamo a declarar a Miguel López —intervino en su turno el fiscal. Una vez sentado el testigo y jurado decir la verdad…, el fiscal se acercó a él.

—Le ruego, señor López, nos cuente lo que pudo ver aquella mañana del seis de junio, en la que el joven Carlos Izquierdo murió asesinado en el puente de Bailén.

—¡Protesto, señor Juez. Aún la fiscalía no ha podido demostrar que la muerte de Carlos Izquierdo fue un asesinato, y no un accidente.

—Aceptada la protesta. Sr. Fiscal, le ruego…

—De acuerdo, señor —interrumpió el fiscal. Y volviéndose al testigo —Por favor, le ruego nos cuente usted los hechos.

—Yo volvía de hacer unas compras, por la acera contraria a la que se encontraban dos chicos, supongo que del Instituto. Hablaban entre ellos y, de pronto, vi como uno de ellos salía corriendo calle arriba, mientras que el otro había desaparecido de mi vista. Al no verlo, crucé la calle y me acerqué a la barandilla del puente. Así pude comprobar cómo el cuerpo del otro chico yacía tirado abajo del puente.

—¿Reconoce en la sala al otro chico que vio aquella tarde en el puente?

—No puedo recordar bien, pero creo que se parecía bastante al acusado.

—Nada más, señor Juez.

—Abogado de la defensa. ¿Desea preguntar al testigo del Fiscal?

—Gracias, señor. Veamos —y se acercó al máximo al testigo —¿Me podría usted decir aproximadamente, la distancia que aquella tarde le separaba de los jóvenes que vio en el puente?

—Creo que unos treinta metros.

—Ahora, señor Juez, le voy a pedir autorización para colocar al acusado al fondo de la sala, junto con otros tres chicos y todos vestidos idénticamente. Espero que el testigo pueda decirnos cual de ellos es exactamente el acusado.

Aceptada la prueba por el Juez, así se hizo y el testigo, después de mirar detenidamente durante bastante tiempo, pudo finalmente reconocer al chico.

—Señor Juez —habló la Defensa —¿Si, a estos escasos  quince metros, al testigo le ha costado un gran esfuerzo reconocer a mi cliente, cómo es posible que a treinta metros pudiera hacerlo con esa precisión que nos ha demostrado? El Fiscal ya nos ha presentado a tres testigos que dicen reconocer en mi cliente al chico que corría por la calle aquella tarde. Es más, uno de ellos dice que el chico que huía, tropezó con él. Ahora, le pido autorización para llamar al estrado a mi cliente.

Aceptada la petición, el abogado llamó a Luis Estella. Este, se levantó trabajosamente de la silla. Luego, cojeando y arrastrando uno de sus pies, se acercó al estrado donde tardó casi dos minutos en sentarse.

—Bien, ante todo, señor Juez, ya le he presentado los informes médicos que atestiguan la hemiplegia que sufre mi defendido desde un accidente que tuvo hace casi cinco años —y se volvió hacia el chico —Luis, antes de las preguntas relacionadas con aquella tarde en la que te encontraste con Carlos en el puente, me gustaría que nos contestases a otras. ¿Desde cuando te mueves sin la silla de ruedas, que antes usabas para desplazarte, e ir al Instituto?

—Deg..de hace ttt…ges o cuattttg…o mmm..eses. Con la oppp..eggg..gg..ación y g…ehabilitttt…a..ión que me eg  tán ha..ciendo he pppp…odi..do g..ecuppp..eg..aggg pag…te de la movvvv..iiii..lida de eg   ta pieggg…na —dijo, con gran dificulta y señalándose la pierna derecha.

—Como han podido oír: “Desde hace tres o cuatro meses. Co la operación y rehabilitación que me están haciendo, he podido recuperar parte de la movilidad de esta pierna”. Gracias, Luis. Y, ahora, te ruego nos cuentes tu versión de los hechos, pero intenta concentrarte para no hacernos más dificultoso el entender lo que dices

—Sí, g..eñoggg.. Me en..contggg…éé con Cag…log en el ppp..uen..te. Le di… di.. di

—“Sí, señor. Me encontré con él en el puente. Le dije..” —intervino el abogado

—que habbíía he… he… he…

—Hecho

—tggg…ampa en el connn..cuggg…so y que yo eggg…a el gannn a dogggg del ogg…dena…dogggg. Se gggió de mí y me ll…ll…ll…

—“que había hecho trampa en el concurso y que yo era el ganador del ordenador. Se rió de mí y me llamó…” —intervino de nuevo el abogado. Luís asintió con la cabeza.

—Paggg…alííí…ticcc..ccco de mieggg…da, como me ll… ll…amabbb…a en clagggssse. Entttt…onggg..e me intenttt…ó empp…ppugggg

—“Paralítico de mierda, como me llamaba en clase. Entonces me intentó empujar..”

—Egso, pegg..o tgg..gg..opezó con el bogg…dill…ll…o y cay…y…yó sobgg…gg..e la bagg…andill…ll….a de…l pppu..ente y se pggg…pggg..

—¿Precipitó al vacío?

—Sí, seggg…gggnnógg.

—“Eso, pero tropezó con el bordillo y cayó sobre la barandilla del puente y se precipitó al vacío” —De nuevo tuvo que traducir el abogado —Como usted, señor, ha podido comprobar, la capacidad motriz de mi defendido, al igual que su dificultad para hablar, distan bastante de aquel chico que los testigos del señor Fiscal dicen era Luís Estella.

Después de dos largas sesiones, el Juez dictó sentencia.

—Póngase el acusado de pie —esperó a que Luís se levantase —Una vez oídas las partes y, así como a los testigos presentados por la acusación, y al propio acusado, este tribunal determina que Luís Estella es inocente del cargo de asesinato con premeditación. Este caso queda cerrado…

El abogado de Luís, se volvió hacia él y le tendió la mano. Detrás, se oyó la voz de la madre.

—¡Hijo, gracias a Dios que se ha hecho justicia! —y comenzó a llorar.

Nada dijo Luís. Cuando llegó a casa, le pidió a su madre que le dejase ir a su habitación y, ya dentro, cerró con llave la puerta. Se volvió hacia la ventana y comprobó que estaba cerrada.

De pronto, ahogando un gran grito de alegría, comenzó a saltar, dio una pequeña carrera y, de un enorme salto, se montó encima de la cama y botando sobre ella, exclamó bajito, para que nadie le pudiera oír.

—Ese cabrón de Carlos me robó el portátil y me llamó paralítico de mierda, pero me prometí a mi mismo que lo pagaría bien caro. ¡Que se joda en el infierno!

—¿Luís? ¿Qué ha sido ese ruido? —le habló la madre desde el otro lado de la puerta. Al oírla, se quedó inmóvil sobre la cama.

—Na…da, mam, eg…ta..ba deggg….nudánnn…do me.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 19 de Septiembre de 2012 a las 0:25

El Monstruo sin Nombre


El sueño de cualquier niño es tener un hermano gemelo que le haga los exámenes, para mí, fue una pesadilla.

Mis padres eran del tipo de persona obstinada y cerril que no va a permitir que el hecho de tener gemelos se interpusiese en su gran plan de vida en la que sólo podían tener un hijo porque era lo único que podían mantener. Así que decidieron criarnos a los dos para tener al hijo perfecto.

Eso se tradujo en que los dos compartíamos el nombre, vestíamos igual (una tortura que muchos niños sufren) y sólo uno de los dos iba al colegio. En principio era mi hermano el que asistiría y yo sería la figura auxiliar, pero pronto se dieron cuenta de que estaba demasiado pálido para poder hacerme pasar por mi hermano. Eso sí, el que salía de paseo con mis padres y con quien jugaban era mi hermano, el único que recibía regalos por su cumpleaños era él, yo no contaba salvo para la vida perfecta que querían para su querido retoño.

¿Cómo tomaron la decisión de quién era el elegido y quien su sombra? Al azar, con mis padres nunca hubo la posibilidad de algo rebuscado, su mente obtusa y cerrada no daba para más, a veces es la gente más peligrosa, la que se hace un propósito en la vida y no se desvía un ápice a pesar del mal que hagan.

Poco a poco crecimos, fuimos aprobando cursos, sobrevivimos al instituto y entramos en la carrera que nuestros padres habían planeado para mi hermano desde antes de nacer ambos. La gente maravillaba de que tuviésemos energía para ir a clase y salir de fiesta; casi conseguimos escapar del infierno, casi.

El campus era lo suficientemente grande para que los dos pudiésemos salir, ya que era obvio que sin asistir a clase no podíamos aprobar; mi hermano conoció a una chica y yo a otra y con esa camaradería de todos los hombres pudimos llevar una doble vida sentimental por separado, pero pronto fue evidente que entre mi hermano y su novia formal pasaba algo raro y una vez más tuve que sacarle las castañas del fuego, aunque esta vez la cosa pasó de castaño a oscuro.

Mis padres tenían decidido que a los 25 años mi hermano debía estar casado y a los 30 tener su primer vástago, mi hermano tenía 24 años y ningún interés en casarse. Un día, por capricho o por despecho, porque acababa de romper con mi novia, probé a tener una cita con mi cuñada. Aquella tarde acabamos en la cama con tal pasión que no sé como no retumbaron los cimientos de la residencia de estudiantes. Mi cuñada me confesó, aliviada, que estaba muy contenta de haber perdido al fin juntos la virginidad, que pensaba que mi hermano quería esperar hasta el matrimonio. Mi hermano resultó ser gay (conste que no lo considero un insulto) y había ideado la perfecta tapadera. Una impostura más en nuestras vidas.

Acabamos la carrera, montamos una empresa y nos hicimos relativamente ricos, mi hermano tenía la familia perfecta y sus líos nocturnos sin hacer sufrir a su esposa y mis padres tuvieron los nietos que tanto deseaban, es curioso que quisieran muchos nietos pero sólo un hijo. Entonces fue cuando propuse a mi hermano el liberarnos del yugo de nuestros progenitores de una vez para siempre, pero el muy cabrón tenía la vida demasiado bien montada gracias a mí y dejó de pagarme en negro por el trabajo que realizaba en su (nuestra) empresa. Reconozco que yo también fui un cobarde, y volví a casa de mis padres a cuidarles en su vejez, yo había sido burlado una vez más y traicionado cuando iba a escapar de la cárcel que era mi vida.

Envenené a mis padres por aburrimiento, oír sus quejas y sus lamentos sobre su querido hijo que los había abandonado era otro clavo en el ataud de mi cordura, así que por descuido fui envenenándoles durante años hasta que ambos fallecieron en la cama. Como no tenían amigos ni familia cercana, nadie los echó de menos, vivían solos y murieron a la vez.

Volví a casa de mi hermano porque echaba de menos a mis hijos y él no podía perder su tapadera, y al final lo maté porque ya que yo había construido su vida y había sido el que perpetuó el linaje familiar, el ya sobraba. Lástima de recalificación de terrenos que descubrió sus restos.

Aunque siempre odié esta vida: el hecho de tener una bella y enamorada esposa, el ser millonario, el tener unos hijos estupendos no compensa el que tu mujer siempre te llame en la cama por el nombre de otro o que con quien hagas negocios siempre respete un nombre que no es el tuyo, porque a mí me lo quitaron todo al nacer, incluso el nombre.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Septiembre de 2012 a las 7:30
Jackson
 
El Detective Jackson, de la unidad de Narcóticos de Boston, llevaba dias intentando pillar al chico nuevo de la banda de Seamus, quien controlaba todo el tráfico de droga al norte de la ciudad. Si le apretaba las tuercas antes de ver a sus empleadores como a una familia tal vez esta vez encontraría la forma de pillar a ese bastardo. Tenía que convertir a este pobre diablo en un topo o si no tendria que volver a empezar desde cero.

-Brian Farley –dijo Jackson mientras entraba en la sala de interrogatorios donde Farley esperaba sentado hacía quince minutos ya, bien alto para que lo oyera claramente. Jackson sostenía el expediente de Farley y fingía leerlo mientras se sentaba-. Dime que hacías con un cuarto de kilo de hierba en la calle, y no me digas que lo que tu compraste era cesped ferroviario para maquetas- Farley le miraba desde su silla, despatarrado, pero no decía nada-. Según tu expediente no es la primera vez que te pillan y con esta nueva infracción tu libertad condicional pende de un hilo, uno que casualmente tiene mi cara y mi placa.

-Eso no es mio ¿por qué iba a violar mi condicional? No quiero volver a la cárcel.

-Te recuerdo que he sido yo quien te ha arrestado y te ha sacado la bolda de la cazadora. ¿Sigues negando que fuera tuya?- Farley volvió a su actitud anterior de mantener silencio y el gesto tranquilo- Ya veo. No quieres tienes miedo a Seamus ¿verdad? Deberías. Eres un mierdecilla cuyo expediente ocupa poco más de una hoja solo porque se incluye una foto tuya. Y dime ¿Cómo sobreviviste la primera vez en la cárcel?

En ese momento la puerta de la sala de interrogatorios se abrió y un hombre trajeado y engominado entró a la voz de:

-No le haga a mi cliente ni una sola pregunta más.

-Genial, esta es mi parte favorita: usted nos interrumpe, se lleva a mi detenido y mientras ustedes rellenan el papeleo a mi me da tiempo de tomarme un café –explicó Jackson.

-No tengo intención de llevarme a ningún detenido Detective. Me llevaré a un hombre inocente, usted podrá seguir con el interrogatorio conmigo presente una vez yo haya hablado con mi cliente en un entorno más privado- insinuó mientras señalaba con la mirada el espejo espía de la sala de interrogatorios.

-Como quieran –respondió Jackson algo confuso.

-Puede igualmente tomarse ese café si lo desea –sugirió el hombre trajeado en un tono cordial.

Jackson les acompañó a una antigua sala de interrogatorios de los años 60. Esta no tenía ninguna forma de vigilancia, ni cristal espía, ni cámaras de seguridad. Normalmente era usada para conversar con familiares de las victimas por lo que la habían maquillado y
no tenía una aspecto intimidatorio, tan solo claustrofóbico si alguien se fijaba en ella.

-Tienen quince minutos –el abogado asintió.

Jackson no mintió en cuanto a lo del café, a la gente el exceso de este le ponía nervioso, pero a él le ponía más nervioso estar quieto sin hacer nada por lo que alargó el café todo lo que pudo, solo le duró nueve minutos mientras pensaba en como seguir la linea de interrogatorio e intentar imaginar lo que estaba pasando en aquella sala. La actitud del abogado le desconcertaba. Normalmente lo prioritario era llevarse al detenido y evitar que dijera algo que pudiera dar una pista, no  irse a una habitación privada a hablar.

Diez minutos. A Jackson le daba igual diez que quince, se acabó el tiempo, era su comisaria y Farley todavía era su detenido. Se dirigió a la sala.

Cuando abrió la puerta y contempló la escena, su mano bien entrenada desenfundó rápidamente el arma y ordenó:

-Las manos donde pueda verlas Farley-de hecho, las manos de Farley estaban ya arriba cuando se abrió la puerta y estaba a un metro del abogado. Jackson rodeó la mesa y pudo ver como la víctima yacía en el suelo con los ojos abiertos, la boca llena de espuma y una jeringilla clavada en la garganta.

-Mi verdadero nombre es Steve Robson y soy agente de la D.E.A. .Este hombre era uno de los eliminadores externos que contrata Seamus y ha intentado liquidarme.

-¡Llamad a una ambulancia! –gritó Jackson hacia el pasillo esperando que alguien lo oyera- Hasta que confirme quien eres estás detenido. Date la vuelta y junta las manos –Jackson esposó a Farley y se lo llevó de nuevo a la sala de interrogatorios  donde estaban antes, lo dejó allí y cerró la puerta con llave. Tras hablar con su comisario y unas cuantas llamadas de este, quedó confirmada la identidad de Robson. Cuando fue a hablar con él le contó que Seamus no era más que un peón de partida de ajedrez más grande, y el rey era una presa más importante a la que no se podía dejar escapar.

Jackson sintió como de repente un cansancio producto de la frustración le pesaba en los hombros como una montaña. No dejaba de repetirse a si mismo la misma frase creyendo que en algún momento aprendería algo de ella:

-Quería encontrar un impostor para mi juego, cuando tenía a dos justo delante mía.
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Septiembre de 2012 a las 11:34

Editado por "depresión" (mierda de foro...).

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Septiembre de 2012 a las 11:41

Arggg!!

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Septiembre de 2012 a las 12:55
Aprovecho para quejarme a las "autoridades bubokianas" y para pedir excusas a los lectores de este hilo.
En fin, lo intentaré de nuevo...
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Septiembre de 2012 a las 13:40

Desisto.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 20 de Septiembre de 2012 a las 13:59

Máscaras

Aquella artificial niebla acudió a recibirme y me envolvió con su olor a tabaco rancio y a sudor, pero agradecí el familiar perfume, pues había caminado toda la tarde desde el cementerio y necesitaba descanso.
Eché un vistazo al local. Hace años, Jimmy y yo solíamos tomar una copa en un bar como aquel cuando salíamos del gimnasio. A escondidas del negro Mendoza, que, de haberlo sabido, nos hubiera “regalado” media hora de cuerda por cada una de las cervezas que consumíamos; aquel cubano era más duro que los sacos que nos hacía golpear a manos desnudas. Mis pies recorrieron los últimos pasos del día y me abandoné sobre la banqueta. La ceniza de mi cigarro cayó sobre la barra y se mezcló con la cerveza que rebosaba mi vaso formando una pasta turbia e irreconocible. Una pareja reía en la esquina más nocturna simulando jugar al billar. El resto de “inquilinos” se arremolinaba frente al televisor para ver a los Giants. Envidié su pasión irracional. Les miré con deseos de participar en aquella tribal danza y me sumergí en los recuerdos de quince años atrás.
La última vez que recordaba haberme sentido vivo fue en aquel combate. Yo viví aquella pelea desde la platea más humilde de la grada y sobre el descolorido ring que olía a habano de los de veinte dólares. «¡Levanta!», le gritaba. Aquel era yo y aquellos eran nuestros momentos de gloria: el campeonato del peso medio contra un húngaro al que parecían haber parido entre escombros, que devoraba vísceras, que mordía el protector como si la mejor ambrosía recorriera su garganta. Saboreando. Paladeando el sufrimiento de su rival. El “Expreso de Nebraska” contra las cuerdas. Un crochet de izquierda castigando su hígado; veneno para sus fuerzas. Se tambalea. Sus rodillas crujen. Su cuerpo se encorva y un nuevo golpe impacta en su mentón, segundos antes de la campana del octavo asalto.
Hubiera dado media vida por retroceder hasta aquel instante de nuevo. Por sentirle, tambaleándose entre las doce cuerdas, pero en pie. Todavía firme, como una agrietada roca que se resquebraja por la fuerza de un huracán. «¡Levanta!», le gritaba. Quise ser él y lo fui.  Él era yo cuando entrenábamos en el gimnasio o cuando recorríamos juntos el circuito del parque entre los árboles. Una vez. Otra. Cien. Sí, él era yo aquel día. Éramos yo y los tres mil que acudimos a presenciar el combate. Su victoria. La nuestra.
El húngaro era todo técnica, pero sin pasión. Sin fe. Saciado de fama y dinero. Tres fulanas embutidas en pieles le esperaban en la primera fila del graderío esbozando un gesto de fastidio cada vez que el sudor o la sangre les salpicaba. Él no era yo. Su victoria no era la nuestra. No era el campeón. «Miradle con su máscara de barro…» me dije, «…pregonando una felicidad que no le corresponde. Levantando los puños. Arrebatándonos el éxito». Aquello acabó con Jimmy. No fue el mismo desde entonces y comenzó a beber cada vez más. Aún tendría media vida por delante de haber ganado aquel combate… No tuvo una segunda oportunidad. No como yo, porque, ¿quién podría imaginar lo que ocurriría minutos después en aquel bar? Pero sucedió. Levanté la vista cuando comenzó la música de la máquina de discos y lo reconocí. En aquella esquina. Tres categorías por encima de su peso, pero danzando sobre sus pies con la misma ligereza que entonces. «¡Imposible!», me dije. Pero era él, con aquella rubia junto a la mesa de billar. Tuve que acercarme para comprobarlo.
-Largo, chico. Molestas.
-Usted es… László. László Frapp, “El ciclón húngaro” -le dije.
Me miró por encima de su hombro y esbozó una media sonrisa de aprobación.
-Hace tiempo que nadie me llama así.
Le miré sorprendido y él adivinó lo que estaba pensando.
-¿Mi acento? Mis padres eran húngaros, chico, pero yo soy de New Jersey. En aquella época había demasiados boxeadores en New Jersey... Pero ninguno con mi juego de piernas –rió tras exhalar el humo de su puro.
-Yo le vi en aquel combate con Jimmy, ¿sabe? Estuve allí.
-¿Con quién…? -preguntó la rubia. Él detuvo su particular cacheo.
-Jimmy J. Owen, el “Expreso de Nebraska”. En el combate por la carrera del título mundial de los pesos medios. Estuvo a punto de noquearle en el sexto, pero después usted se sobrepuso y él cayó en el octavo.
-¡Ah, sí! Jimmy. Pobre diablo. ¿Qué será de él ahora?
-Murió… Hace tiempo… –me afligí al recordar sus días de grandeza-. ¡Por ti, Jimmy! –alcé mi jarra al ahumado cielo de aquel bar esperando ser correspondido. El húngaro simplemente asintió y paladeó un sorbo de su copa.
-¿Qué es lo que quieres de mí, chico? -preguntó después-. ¿Un autógrafo?
-Jimmy tuvo mala suerte -dije ignorando su comentario-, después de aquel combate ningún promotor quiso contratarle. Hubiera sido el campeón más joven...
-No te engañes, chaval. Sólo aceptamos pelear con él para poder foguearme. Acababa de salir de una lesión y necesitaba asaltos antes de defender el título con Reggie “Lirón” Parker.
-Pero estuvo a punto de tumbarle...
-¿Tumbarme, dices? Era un don-nadie. No habría llegado muy lejos. Aunque tenía un buen par de golpes, he de reconocerlo… Te haré un favor, chaval. No deberías vivir de mentiras: idolatrando a un tipo que nunca mereció la pena. Te contaré lo que ocurrió en realidad -el húngaro miró a ambos lados antes de volver a hablar-. Me volví a lesionar días antes de comenzar la pelea, pero no podíamos cancelarla porque ya estaba todo vendido. Jimmy era el héroe local: hubiera sido un escándalo. Hubiera parecido que no me atrevía a pelear con él. Por eso tuvimos que… llegar a un “arreglo”.  Jimmy aceptó tirarse a partir del sexto round a cambio de la recaudación del combate. Lo que pasa es que el público no paraba de jalearle y por eso disimulamos todo lo que pudimos; incluso me lanzó un directo a la mandíbula que casi me tumba -el húngaro se frotó el mentón con los nudillos a modo de recuerdo-. Un campeón no hubiera aceptado un trato como ése. El moreno que le entrenaba fue el único al que le quedó dignidad aquel día y se fue de su esquina poco antes de que Jimmy se dejara caer. Apenas si le rocé en la barbilla y... Se tiró, chaval. Vaya, si lo hizo. Estaba hasta las cejas de deudas. Dicen que con aquella pelea pudo pagar lo que debía e incluso le sobró algo de pasta para comprarse un coche…
-Un jodido coche. -murmuré mientras cabeceaba.
-…Fue un buen trato para todos –dijo tras apurar su copa-. Asume la verdad, chico. Eso fue lo que pasó -me miró con la misma vanidad con la que nos humillara años atrás-. Créeme, nunca me hubiera ganado.
-¡Bastardo!
-¡Cuida tus modales, chico!
-¡¡Él debió ganar aquel combate!!
-Voy a darte la oportunidad de que des media vuelta sin que te rompa la cara, chico. Me caes bien. Me trajiste buenos recuerdos. Los viejos tiempos…
-No, hasta que no retires lo de Jimmy.
-Decídete, chico: ¿quieres un autógrafo o una lección de boxeo? -la rubia se apartó de su lado.
Mis puños hablaron y aquellos gráciles pies perdieron su ventaja. No se puede “bailar” desde el suelo. Noveno asalto: rojo violento y visceral. Ancestral y primitivo. Roja la arcilla seca y horneada, moldeada como máscara a voluntad, y destruida entre mis manos. Rojo de cólera. Rojo salvaje y sincero. Mis manos no eran mías. Eran la verdad abriéndose camino. Eran justicia premiando a su legítimo dueño: juez, jurado y verdugo. Nosotros. Yo. Quince, treinta…, dejé de contar. Y cuando todo hubo terminado contemplé el resultado de mi furia. Escuché el honor de los timbales que por mí aplaudían y huí de allí sin mirar atrás. Mi corazón volvió a latir aquella noche.
Al día siguiente me dirigí de nuevo al cementerio: teníamos que contarle al negro Mendoza que Jimmy sí ganó aquel combate. Tal vez él sí lograría perdonarme… lo que yo nunca pude.

concursoderelatos
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  • 20 de Septiembre de 2012 a las 16:23
La Pepa



Pepa subía la cuesta rebufando. En poco tiempo había engordado bastante y además iba cargada con unas cuantas bolsas con la compra. Estaba deseando llegar a casa

Su cuerpo se inclinaba hacia adelante y sus caderas se movían al compás de cada paso. Atravesó la calzada mirando airada al coche parado en el paso de peatones, segura de que estaba en su derecho a atravesarlo y no iba a apresurarse.

Era popular en el barrio, la Pepa. Vivía en él desde hacía bastantes años y todo el mundo la conocía. Llegó cuando se casó con el Saúco, aquel hombre arrugado desde la juventud, de piel como el corcho, pero que siempre olía muy bien porque suplía en limpieza y colonias lo que no poseía en hermosura. Pepa tenía fama de buena persona, amable y generosa, muy simpática con todo el mundo. Algunas vecinas envidiosas decían que era una rara, pero la mayoría alababan su dedicación, primero al Saúco cuando estuvo enfermo y luego, cuando murió, a cualquier persona que la necesitara.

Por eso, porque era así y no de otra manera, Pepa se ofreció a ayudar a su vecina del segundo B, una mujer de bastante edad y poca salud que no tenía familia. Todo empezó el día que se encontraron subiendo la escalera. Jesusa subía muy lentamente, cargada con una bolsa con el pan y otros alimentos.  Tuvo que apiadarse de ella, no podía hacer otra cosa, porque le dio pena verla ascender con tanto esfuerzo y porque, además hacía bastante que no la veía y hoy se daba cuenta de que había adelgazado mucho y tenía mala cara.

-¡Cuánto tiempo sin verla Jesusa! ¿Ha estado de viaje?

-¿De viaje? ¡Qué dices hija! Si yo no voy a ninguna parte. No iba cuando era joven menos voy a ir ahora que estoy ya para pocos ruidos. He estado bastante malita, Pepa, en cama y sin salir para nada.

-¡Ah! Pues no sabía nada. ¿Ya está mejor? ¿Quién la ha cuidado?

-¿Cuidarme? Nadie hija, yo sola como siempre. Ni pan he tenido en todos estos días. Si tenía fuerzas me hacía una sopita de ajo y si no, me he quedado en ayunas. Pero ahora ya estoy mejor.

-No sabía nada, ni siquiera me había dado cuenta de que no la veía a usted en este tiempo. ¡qué vida llevamos! Podemos morirnos delante de los demás y nadie se da cuenta.

-Sí, hija, sí. Eso mismo pensaba yo cuando estaba peor.

-¿Y cómo no se le ocurrió llamarme?

Pepa acabó cuidándola. A su manera, no con dedicación completa, pero se preocupaba de sus compras para que no cargara bolsas, de las recetas en la farmacia, de llamar al médico cuando le tocaba visita y la acompañaba al Ambulatorio. Vamos, ni algunas hijas hacían tanto.

-¡Qué buena es la Pepa! -decían los vecinos- hay que ver cómo cuida a la del segundo B. Y no solo a ella, si es que se preocupa de todo el mundo. Acuérdate cómo se portó con la Milagros cuando tuvo a su marido en el hospital, encargándose de la nena todos los días hasta que volvieron a casa.

Pepa se lo acabó creyendo: era buena persona, todo el mundo lo decía y aunque, a veces, ella lo dudaba, tantos debían tener razón.



Fue una mañana, no tenía nada de diferente con las demás, era un día cualquiera y ella estaba haciendo lo que hacía siempre. Se había duchado y estaba sentada en la taza del wc mirando a la puerta del baño que estaba entornada. Mirar aquí y allá era su entretenimiento mientras su cuerpo se decidía a devolver lo que le sobraba. Las juntas de los azulejos se estaban poniendo negros, tendría que sacar la “vaporeta” para limpiarlos en profundidad la próxima vez. Hacía falta poner unas toallas limpias que estas estaban ya muy húmedas. Se le estaba acabando la crema hidratante, iba a cambiar de marca que su amiga Merche le había hablado de una que quitaba las arrugas al momento. Y se fijó en la puerta, un churrete de agua había dejado una marca en ella que llegaba casi hasta el suelo. Entonces lo vio.

La madera era oscura y tenía un junquillo que formaba una especie de marco en medio e iba desde lo alto casi hasta el suelo. Allí abajo, justo en la esquina, aún estaba la madera mordida, rugosa, más clara que el resto y se acordó de Macarrón, su perro Schnauzer gris y revoltoso.  Ella le castigaba, le encerraba allí cada vez que hacía una travesura, si mordía algo o si se orinaba en alguna alfombra. Lo había intentado todo, le había dado premios cuando se controlaba, le había pegado cuando no lo hacía. Algunas veces se había dejado llevar de los nervios y le había dado golpes sin pararse a pensar en lo que estaba haciendo hasta que el perro se quedaba quieto y ya no protestaba. Después del castigo era peor, porque no aprendía y repetía sus fechorías más a menudo y además se estaba volviendo arisco y gruñón.

Empezó a encerrarle en aquel baño pequeño, sin ventana y con la luz apagada. El perro lloraba y la llamaba, pero ella no se ablandaba. “Aprende” se decía, segura de que estaba haciendo lo correcto. Pronto Macarrón empezó a morder la madera de la puerta hasta hacer aquel agujero áspero. Aquel día Pepa le dio con la zapatilla tanto que se asustó de sí misma. El pobre animal dejó de moverse, se sentaba en un rincón de la sala, lejos de todo para no molestar y podría haber reventado antes de hacer pis en ninguna parte de la casa. Y Pepa lo miraba satisfecha porque ¡por fin! había aprendido.

Mirando la puerta del baño pensó en ello. Casi lo había olvidado, pero ahora un sentimiento extraño pesaba en su corazón. Puede que no fuera tan buena como decían. Ella ya lo sabía, pero de tanto escucharlo, hasta se lo había llegado a creer. Conocía a la perfección sus más íntimos pensamientos y deseos y también esa especie de satisfacción que le recorría el cuerpo cuando podía maltratar a alguien. Y sabía a quién podía hacerlo y a quien no y también lo que tenía que hacer para que nadie se enterara.

Lo de Macarrón ya lo había hecho más veces y no precisamente con un perro. Lo hizo con su padre cuando empezó a depender de ella para todo. Y lo había hecho con Jesusa hasta que murió. Le encantaba dominarles, conseguir que hicieran lo que ella deseaba. No eran más que un lastre que le obligaba a ella a tener que ocuparse. Su padre enseguida cedió, ya la conocía desde niña y seguramente pensaría que era mejor hacer lo que ella mandaba, para librarse de su ira.

Pero Jesusa fue otra cosa. No comprendía que ella lo hacía por su bien, que les resultaría más fácil a las dos si ella entendía las normas y que allí era ella la que mandaba ahora. Tuvo que atarla a la cama, tuvo que darle unos golpes cuando se ponía rebelde y finalmente, algunos días tuvo que dejarla acostada sin comer y sin limpiarle sus suciedades. La oía lloriquear cuando entraba en la casa, bajito, como un sonsonete. La miraba y veía aquellos ojos desorbitados y suplicantes, con un destello horrible de miedo y no sentía nada. Estaba haciendo lo que debía hacer.

Cuando murió la aseó cuidadosamente, le puso su mejor camisón y las mejores sábanas en la cama. Limpió la casa, la ventiló y cuando todo estuvo en su sitio, avisó a los vecinos de que Jesusa acababa de morir. “Una muerte tranquila, les dijo, sin sufrimiento, dulce”

No, ella no quería nada. No sabía si Jesusa tenía mucho o poco, a ella eso no la motivaba, tampoco sabía si tenía herederos o no. Ella solo quería cuidarla y procurar que viviera lo mejor posible. Y ahora que ya no estaba se dedicaría a quien la necesitara.
Había muchas personas mayores que estaban muy solas ¡pobrecitas!

Cuando salió de la peluquería las clientas lo comentaron:

Qué buena persona es esta mujer, mira que siempre está preocupada por todo el mundo. Desde luego, si es que hay cielo o algo semejante, ella lo tiene ganado y bien ganado.

Pepa caminaba hacia la Avenida con andar pausado. De pronto se paró y dio la media vuelta. “Hoy no pienso ir, se dijo, le voy a dejar solo todo el día aunque no pueda moverse, a ver si aprende a ser más obediente y se entera de que la que manda ahora en su casa soy yo”


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Cueste lo que cueste

El reloj de la barra marcaba las once y veinte de la noche. El camarero, un negro enorme de aspecto huraño, sacaba brillo a la cristalería mientras miraba de lado la televisión situada sobre la puerta del local. Yo releía las noticias de la prensa acodado en el extremo de la barra más alejado de la entrada. Ya no quedaban más clientes. Pedí otra cerveza y el negro sirvió la caña sin quitar ojo al programa. Un concursante estaba a punto de ganar 10.000€ si acertaba la siguiente pregunta.

 

Fuera llovía con intensidad, y bajo la luz tenue de las farolas se dibujaban las gotas del aguacero, flageladas por un viento que soplaba con fuerza desde la bahía.

 

Entonces entró en el local un hombre ataviado con un impermeable negro que le cubría casi hasta los tobillos. Saludó educadamente, se acomodó en una zona de la barra próxima a la puerta y pidió un café. El camarero le miró de reojo y sirvió el pedido sin decir palabra. El hombre aparentaba nervioso. Al principio pareció entretenerse viendo el concurso de la televisión, pero a ratos miraba hacia fuera, como si esperara a que alguien entrara en el bar de un momento a otro.

 

Aprovechando el corte de anuncios el negro salió de la barra y bajó las persianas del local. Parecía advertir con ello que estaba a punto de cerrar. Pero a los pocos minutos la puerta del bar se abrió de nuevo y dos hombres entraron hablando airadamente entre ellos. Ambos se cubrían de la lluvia con un elegante paraguas que cargaba el más alto. Este lucía además un sombrero, estilo borsalino, a juego con un traje gris de corte recto y chaqueta de dos botones. No bien hubo dejado el paraguas junto a la puerta, se dirigió al hombre que estaba en la barra tomando café y se sentó a su izquierda. El otro que le acompañaba acercó un taburete y se acomodó al otro lado. Contrariamente a la apariencia de su compañero, este era un tipo de barba rala y mirada aviesa, que vestía descamisado y calzaba unos zapatos marrones poco adecuados para días de lluvia como aquel.

 

 - ¡Vaya, vaya, vaya! Ha llegado usted antes de la hora –dijo el más alto al tiempo que se quitaba el sombrero y lo dejaba a un lado de la barra.

 

- Quisiera resolver esto cuánto antes –contestó el hombre con tono intranquilo y preocupado.

 

El camarero, interesado más en el concurso que en la conversación de la barra, subió el volumen del televisor. El concursante estaba en la quinta pregunta y podía llevarse 30.000€. Pero si fallaba, perdería el dinero acumulado.

 

Las voces del otro extremo de la barra apenas llegaban audibles al lugar donde yo estaba.

 

- Tranquilo ¿Por qué tanta prisa? –repuso el más alto- ¡Eh, Obama! Sírvenos dos gintonics -requirió al camarero en tono socarrón.

 

- No creo que sea necesario demorar esto más de lo debido –contestó el hombre apurando su café- ¿Tienen ustedes las fotos? –preguntó.

 

- Lo primero es lo primero, amigo. –El hombre elegante hizo una pausa antes de proseguir- Supongo que habrá traído usted el dinero.

 

El hombre sacó del interior del impermeable un sobre con un buen fajo de billetes. -No he podido juntarlo todo- dijo mientras entregaba el dinero- Pero les doy mi palabra que el jueves tendré los 15.000€ que faltan.

 

Por su parte, el más alto extrajo del bolsillo de su chaqueta otro sobre con unas fotos y una tarjeta SD.

 

- Vaya. Pues nosotros sí hemos cumplido, amigo. Aquí están las fotos impresas y la tarjeta con los ficheros digitales. Le aseguro que no hay más copias. Créame. Aunque, claro, supongo que mi palabra igual no le parece suficiente garantía… Pero es lo que hay.

 

- Le juro a usted que el jueves le daré el dinero que falta. Ahora, por favor, entrégueme esas fotos. Se lo suplico.

 

El alto hizo una pausa clavándole la mirada. Luego empezó a ojear las fotos con aire displicente.

 

- ¿Sabe? Me pregunto qué pasaría realmente si estas fotos salieran a la luz; usted, un hombre tan respetado, tan amable, tan querido por su comunidad… Creo que es poco el precio que va a pagar por estas fotos.

 

- No. Por favor. No puedo conseguir más dinero. Es todo cuánto puedo darle.

 

El alto seguía mirando las fotos y, a la vista del hombre, se detenía en alguna de las instantáneas más comprometedoras.

 

- Le gustan los culitos blancos ¿eh, reverendo?

 

Entonces, en un movimiento brusco cargado de desesperación, el hombre intentó arrebatarle el sobre con las fotos y la tarjeta SD, pero su oponente consiguió agarrarle la mano cogiéndosela con fuerza por la punta de los dedos entre el índice y el meñique. Con un rápido giro, le apoyó la palma de la mano en la superficie de la barra y, sin soltarle, se alzó sobre el taburete haciendo palanca hacia arriba con todas sus fuerzas. Los dedos crujieron al unísono al salirse de sus articulaciones y el hombre se retorció sobre sí mismo lanzando un agudo grito de dolor.

 

- ¿Sabe una cosa, reverendo? Usted no tiene dinero suficiente para pagar lo que valen estas fotos. Debería darle vergüenza esconder sus infamias bajo el hábito que viste a diario.

 

El hombre apoyaba la cabeza sobre la barra lanzando quejidos de dolor. Su mano rota mostraba los dedos desencajados y dispuestos de forma totalmente antinatural.

 

El camarero seguía absorto en su programa televisivo. El concursante asumía el reto de ganar el premio máximo de 100.000 € a riesgo de perder todo lo ganado.

 

- Vamos a hacer una cosa, reverendo. No sé cómo explicárselo. Pero créame que hoy va usted a pagar por estas fotos.

 

Entonces hizo una seña a su compañero. Este se incorporó de su sitio, agarró al hombre por detrás e hizo que se irguiera en el taburete poniendo su espalda vertical. Luego sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso alrededor del cuello sin que llegara a apretarle. A la altura de la nuca ató el pañuelo y en medio del nudo insertó un pequeño palo de madera que sobresalía por ambos lados.

 

Ahora, el alto le hablaba al hombre al oído.

 

- Resulta, reverendo, que hemos estado con el padre de la criatura ¿sabe? Y mire usted por donde le hemos enseñado las fotos… ¿Y sabe una cosa? No hay nada que un padre no esté dispuesto a hacer por vengar el daño que se le hace a un hijo… Cueste lo que cueste... No sé si me entiende…

 

El hombre de mirada aviesa agarró el palo anudado al pañuelo y le dio un par de vueltas hasta que la tela quedó ajustada alrededor del cuello.

 

- Hoy va usted a pagar, reverendo. La gente se arrodilla a diario ante su sotana para expiar sus pecados, pero a usted le va a tocar hoy dar cuentas ante el mismísimo Dios. Prepárese, padre, porque su alma está ya con un pie en el otro mundo.

 

Al escuchar sus palabras, el hombre comenzó a rezar mascullando una letanía entre un semillanto lastimero. El alto y su compañero comenzaron a reírse con sonoras carcajadas al percatarse que el reverendo se había orinado encima.

 

- ¡Vaya! Tiene usted miedo ¿eh, reverendo?

 

- ¡Por favor! le pido por Dios que no lo haga –acertó a balbucear el hombre entre sollozos.

 

- ¿Qué no lo haga? ¡Valiente hijo de puta!.. ¿Recuerda usted, reverendo, en esa Sacristía que sirvió de alcahuete, las veces que le pidieron llorando: “No D. Eugenio. No lo haga. Hoy no, por favor”? ¿Tuvo usted clemencia entonces, reverendo?

 

El reverendo, visiblemente afectado por las palabras que escuchaba, sollozaba cada vez con mayor intensidad. –¡Lo siento, lo siento! ¡Perdón, perdón, perdón!– mascullaba con voz entrecortada.

 

Pero el alto hizo una seña a su compañero y este dio dos giros más al nudo del pañuelo. El torniquete presionó el cuello del reverendo hasta dejarle casi sin respiración. Luego se acercó hasta él y le susurró al oído:

 

- ¡Púdrase en el infierno, reverendo!

 

El de la barba sujetó al hombre con fuerza, dio una vuelta más al torniquete y al momento el reverendo comenzó a agitarse entre horribles espasmos. Al cabo de un rato dejó de moverse y se desplomó sobre los brazos de su verdugo.

 

Dos hombres salieron de la trastienda y se llevaron el cadáver hasta la trasera del bar, pasando por mi lado sin apenas inmutarse. El de la barba guardaba de nuevo el pañuelo en el bolsillo mientras se dirigía a la puerta para flanquear la salida.

 

Entonces el alto dio media vuelta, me miró desde el otro extremo de la barra y se rió de forma burlona. Yo aguanté su mirada por unos segundos pero por dentro todo mi cuerpo temblaba. No me atrevía a levantarme, así que, sin bajar la mirada, llevé la mano al bolsillo interior de mi chaqueta, saqué un sobre y se lo di al negro. Este contó el dinero e hizo una seña al alto dándole a entender que el recuento era conforme a la suma convenida. En el programa de la televisión el concursante fallaba la pregunta de los 100.000€ y se volvía a casa sin premio alguno. Supuse aquello un guiño macabro del destino.

 

- Se ha hecho justicia ¿No cree? – me preguntó el alto.

 

- Supongo que sí –contesté.

 

Entonces me levanté y me dirigí hacia la puerta.

 

- Tome. Esto es suyo. Y créame. No hay más copias.

 

Cogí el sobre y eché un vistazo al interior. Descubrí que, junto a las fotos y la tarjeta SD, el alto había guardado el fajo de billetes que le había entregado el reverendo. Yo le miré sorprendido.

 

- Ya sabe –dijo- Faltan 15 para hacer los 100.000€.

 

El de barba se echó a un lado y yo salí del local sin decir palabra.

 

Fuera, el viento seguía soplando con fuerza desde la bahía.

 

Me abroché el abrigo y comencé a andar calle abajo camino del puerto.

 

Hacía frío.

 

Pero al menos, había dejado de llover.

 

-