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Foro para escritores de Bubok

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ernie
ernie
Mensajes: 1.833
Fecha de ingreso: 21 de Julio de 2008

XXIII CERTAMEN (CUENTOS DE NIÑOS)

7 de Diciembre de 2009 a las 0:26
   Antes que nada, muchas gracias de nuevo a todos. Y ahora, al tema...
   Como se acerca Navidad pero hacer un certamen de relatos navideños está más visto que el tebeo: cuentos de niños. Nótese que no digo cuentos para niños, si no de niños. Esto es: relatos donde los personajes sean niños, no adolescentes, niños. Me da igual el género, la época, el sitio,... pero los personajes o el eje principal de la historia han de ser niños.
   Pues eso, a escribir.
pelagio
Mensajes: 3.390
Fecha de ingreso: 5 de Mayo de 2009
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  • 7 de Diciembre de 2009 a las 0:30
No está mal, no está mal. ¡A escribir se ha dicho!
concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 7 de Diciembre de 2009 a las 18:03

El ángel de mármol de Santa Clara.

El calor interior se muestra en forma de pequeños brotes de vapor que, apenas alcanzan el exterior, desaparecen. El frío penetra despacio, pero constante, en el pequeño cuerpo paralizado.

El mundo había desaparecido. Una nada nívea se había apoderado de él. Donde ayer había un pequeño parque, con sus árboles y su fuente de piedra desgastada, hoy no hay más que blancura. Donde ayer había una iglesia, una carretera, hoy solamente duele el albor. Asustado, el pequeño mira a su alrededor tratando de encontrar el pueblo perdido tras el velo fantasmal, pero lo único que parece quedar en pie son su casa y él mismo. Armado de valor, da un paso lentamente con los puños apretados y la respiración agitada. Da otro pasó, cierra los ojos y se vuelve. Horrorizado, ve como la red se abalanza sobre su casa, y el terror crece cuando comienza a sentir que se apodera de él mismo, paralizándole la sangre, acariciando con dedos de hielo el tuétano de sus huesos.

El corazón acelerado, la respiración profunda, los puños cerrados. Comienza a golpear al etéreo enemigo en un intento de no desvanecerse. Por primera vez es consciente de que puede desaparecer. Por primera vez siente la cercanía de la muerte. A su alrededor todo es blancura y silencio, humedad y frío. En su interior valor, furia, pasión, fuego vivo. De repente se ve rodeado de la nada. Su casa ha sido absorbida por el vacío blanco. Está cansado, suda y jadea. Lo peor es que sabe que no ha conseguido nada. Delante de él, unas sombras fantasmales se mueven. Tal vez sean las responsables de este mal, que se está comiendo el mundo, que intenta apoderarse de él.

En un último arrebato corre hacia las sombras que crecen según se acerca a ellas. A escasos pasos de una descubre un ciprés mecido por el viento. El gran ciprés que da la bienvenida al parque. A la derecha, la otra gran sombra va tomando la forma de la vieja encina que cobija, con su sombra, los juegos de verano. Habían sobrevivido al fin del mundo. O tal vez el mundo no se hubiese perdido. Tal vez solamente estuviera oculto. Avanza animado y va reconociendo los lugares que tan bien conoce. El murmullo del agua lo guía hasta la fuente que surge poco a poco, ocupando el lugar que nunca dejó libre. Comienza a reírse de sí mismo, de lo tonto que ha sido al pensar que las cosas desaparecen tan fácilmente. Corre en dirección a la iglesia para comprobar que sigue en su sitio, cuando una potente luz blanca brota rugiendo con la ira del vencido abismo.

El calor interior se escapa sin remedio regalándose al suelo ya húmedo. El frío exterior toma posesión al instante de su cuerpo. El mundo desaparece, sin más, para el pequeño. La niebla vence.

��

N. del A.: Lo siento este editor no deja pegar el texto bien y se me cortan las líneas por donde le sale, Si alguien puede arreglarlo se lo agradeceré, si no pues disculpad.

N. del MdC: Editado.

concursoderelatos
Mensajes: 1.692
Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 9 de Diciembre de 2009 a las 18:42

OTRA INFANCIA


Mi prima me agarra fuertemente de la mano, cuando bajamos del tren. Hay un puente sobre la ría en la que permanecen amarrados viejos botes de madera de coloren rojos, blancos, verdes y azules; al otro lado, el pueblo aparece esplendoroso en su hermosura. La alameda que bordea la ría, las viejas casonas llenas de personalidad, con las buganvillas trepando por sus paredes, la plaza y su quiosco y la gran casa del Ayuntamiento, con la bandera del pueblo,�hondeando al viento de la mañana.

Una maleta pequeña es todo mi equipaje y un miedo difícil de explicar porque no soy consciente de él. Tengo ocho años, pronto cumpliré nueve y me llevan a un Sanatorio. El paseo nos conduce al pequeño puerto pesquero y atravesando por él nos topamos con la maravillosa concha que forma la gran playa. En medio de ella, entre arenales y pinos un gran edificio de paredes blancas y ventanas azules, destaca entre el verde de los prados de hierba jugosa y los árboles frondosos. Dicen que es el mejor lugar para sanar de cualquier problema óseo.�En medio de la bahía algunas barquillas faenan, y en el espigón varios pescadores aguardan pacientes que sus cañas inclinen sus punteras por el peso de la picada de un pez.

El edificio es enorme y yo muy pequeña. Mi prima me presenta a las monjas que salen a recibirnos. Ella tendrá unos 20 años, casi una niña también y llora al dejarme allí sola. Por extraño que parezca yo, sin embargo, no derramo una sola lágrima. Me llevan a un edificio blanco y lleno de ventanales abiertos al pinar, alejado de los demás. No estoy sola allí, hay otros niños y niñas de mi edad, más o menos y casi todos lloran. Nos mandan quitarnos la ropa y desnudos, nos hacen pasar por una especie de baño ducha que tiene un extraño olor a desinfectante. Luego nos entregan un vestido blanco y unas bambas del mismo color y nos llevan a un comedor. Nos sirven la comida y el resto de la tarde debemos responder a múltiples preguntas y pasar un reconocimiento médico bastante exhaustivo.

La noche penetra por los grandes ventanales, las sombras de los árboles son como seres fantásticos que se pasean por fuera, no hay cortinas, ni persianas y los niños sollozan quedo para no ser oídos por las monjas. No sé cuantos estamos en aquella enorme pieza, pero somos muchos y nos sentimos solos y asustados. Yo no quiero llorar, sé por qué estoy allí y creo que, a pesar de mi edad, he llegado a comprenderlo. Y no hay otra solución; por lo tanto, asumo lo que me pasa lo mejor que puedo. No es valor, es resignación. Por eso, muy bajito, comienzo a cantar:

- Gure aita zeruetan zaranaaaa� …

Una voz a mi lado responde:

-� Santu izan bedi zure izena …

Al poco ya nadie llora y casi todos cantamos, bajito, aunque sabemos que las monjas deben estar oyéndonos, pero no�nos dicen nada. Finalmente nos dormimos.


A la mañana nos reparten por diferentes edificios, dependiendo del problema de salud de cada uno de nosotros. Yo paso a uno que le llaman central. Mi espalda ha desarrollado un principio de escoliosis y la estancia allí podrá mejorar mucho mi problema y sobre todo evitar que vaya a más Pero la causa principal de mi llegada al Sanatorio es que mi padre se está muriendo: acaban de someterle a una operación de corazón (de aquellos tiempos) y se teme por su vida. Mi madre, lógicamente no se separa de su cabecera en la clínica y yo necesito atenciones especiales. El director médico de este lugar, amigo de la familia, les ha aconsejado que una temporada allí me vendrá bien a mí y será un reposo para mi preocupada madre. No me duele nada, puedo correr y nadar en el mar, solo debo hacer ejercicios especiales y someterme a algunos reconocimientos médicos, así que tengo más suerte que otros muchos que están allí por causas más graves.


-------------------

Aquel lugar fue para mí como aterrizar en la Luna. Nada tenía que ver con mi vida de niña mimada. Todos me cuidaban, pero nadie en especial me dedicaba una palabra de amor o una caricia tierna; había un día y dos minutos para cada niño, si querían llamarte
por teléfono; un día a la semana una hora de visita, en tiempos en que casi nadie tenía un coche propio y el tren tardaba dos horas en recorrer 35 kilómetros.

Aprendí a convivir, a callar, a comer lo que no me gustaba, a conocer a algunas personas en las que no podía confiar y a otras que fueron buenas y comprensivas conmigo. Aprendí a huir del cura que nos visitaba de vez en cuando y hacía demasiadas preguntas, a apreciar a una joven maestra que trataba de que no olvidáramos lo que ya sabíamos y que aprendiéramos algo más. A un joven doctor que nos llevaba de excursión, a los que podíamos movernos, por el entorno y nos enseñó las vacas, gallinas y animales de las granjas cercanas. Disfruté de la arena y el agua del mar en verano, a primera hora de la mañana, cuando nadie aún había pisado la playa y era un placer dejar nuestras huellas marcadas en la arena mojada, antes de que llegaran los veraneantes. Comí piñones, cogidos bajo los pinos, busqué flores en primavera, me deslicé por las dunas hasta llenarme la ropa interior de fina arena. Conocí al primer niño que me dijo que era guapa y que yo le gustaba y que me escribió largas cartas durante años, pues vivía en un pueblo de la costa y yo en la ciudad, hasta que un día le conté que había conocido a un chico, me gustaba y nos habíamos hecho novios y me aclaró que llevaba años esperando a que yo tuviera la edad adecuada para pedírmelo él. Yo lo quería como amigo. Nada más.

Aprendí sobre todo a disfrutar de lo bueno que me daba cada instante y tratar de no compadecerme por lo que no podía tener. Echaba en falta a mi familia, que venía a verme cada vez que podía. Disfrutaba de los bizcochos de mi tía, de los dulces y galletas caseras de mi madre, de sus besos y abrazos cuando nos veíamos, de saber que mi padre mejoraba y pasé allí mi primera y única Navidad de mi vida lejos de los míos. Vinieron varias señoras de esas “encopetadas” que pasaron su mano por nuestras cabezas durante un instante y luego se fueron con las monjas (si ya existía el Hola, seguro que salieron en las páginas de damas caritativas) No diré que fue desgraciada, las monjas intentaron que fuera alegre. Pero la Navidad es una fiesta para la familia y la mía, como las de los demás, no estaba.

Permanecí allí un largo año y medio. Crecí, cumplí 10 años y aprendí muchas cosas, una de ellas: que se puede sobrevivir a todo y que siempre hay cosas peores y algunas les tocan a los demás, así que tenemos suerte si así es. Cuando volví a mi casa me pasó algo raro: todo me parecía minúsculo, mi habitación, el salón, la cocina. Mi padre era un ser extraño para mí, no era el mismo; estaba delgadísimo y lleno de canas y permanecía en cama o en un sillón mucho tiempo; casi siempre estaba triste y no tenía ya ganas de jugar con nosotros. Tuvimos que aprender a jugar en silencio, sin molestar. Y además echaba en falta a mis amiguitos del Sanatorio y a algunas de las personas mayores a las que llegué a querer. Durante un tiempo sentí que mi casa era aquel y no esta en la que ahora estaba y eso me hacía sentir culpable. Finalmente volví a la rutina y a las costumbres de mi hogar y volví a ser la niña feliz que siempre he sido, pero no fui nunca más, la misma, sino otra diferente, alegre y comunicadora, pero también llena de vida interior, de sueños y recuerdos que no compartí con nadie. Finalmente, con los años y las cosas de la vida, fui entendiendo algunos de esos recuerdos y siento que no hubiera sido posible que esto sucediera antes.

Creo que todas aquellas experiencias han influido mucho en mi forma de ser y de entender la vida, en esa fuerza que dicen que tengo cuando las cosas van mal, en algunos miedos que me asaltan de pronto y no consigo despegármelos, en mi deseo de querer y que me quieran y en mi inocente creencia de que “too er mundo e güeno”.

Cuando ahora siento el hastío que me produce esta forma en que hoy en día celebramos estas fiestas, vuelvo mi recuerdo hacia aquel año, tan triste, tan lejos, tan sola. Y deseo que nadie, nadie, sobre todo nadie a quien yo ame, tenga que pasar por algo semejante. Y entonces, aunque las fuerzas, a veces, no me acompañen, procuro que estos días sean felices y sobre todo que nadie falte, aunque, a medida que el tiempo pasa, cada vez resulta más difícil.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 9 de Diciembre de 2009 a las 22:33

UNA VIDA CON MIGA

��� Álvaro había nacido en Pedregales cuando sus padres llevaban allí ya cuatro años. Pedregales era una aldea de tejados de pizarra, cobijada en las estribaciones de las peñas, más allá del pinar. Se llegaba a ella por una serpenteante carretera, estrecha, rodeada de frondosos robles. Pedregales era una tierra diferente, alejada del resto del mundo. Allí, a la caída de la tarde, descansando al pie de un ventisquero, se limpiaba el alma con el silencio de las cumbres.

��� Los padres de Álvaro eran panaderos. No se cansaba, desde el interior de sus doce años, de mirar como su padre amasaba el pan. Eso era bien temprano, antes de salir de la casa para ir a la escuela. La casa tenía dos pisos: el de arriba era la vivienda y, el de abajo, la panadería. Despachar lo hacía su madre y el padre, adentro, hacía las hogazas, las barras y las tortas.

��� Álvaro se revolvió en el escritorio de su habitación. Se rascó la cabeza, morena, frunciendo el ceño. No podía concentrase en los estudios de cara a los exámenes finales. Su padre ya no le hacía carantoñas. Le había dicho días atrás que, para el curso siguiente, en septiembre, le iba a mandar a vivir a la ciudad con su tía, para que allí estudiara en un instituto y a hacerse un hombre de provecho. Porque allí en Pedregales nadie progresaba, según decía su padre. Si se quedaba en el pueblo iba a ser toda la vida el hijo del panadero, mientras que si marchaba a la ciudad, en ésta iba a llegar a ser médico o abogado.

��� Pero Álvaro no quería progresar. Prefería seguir viviendo en Pedregales. Sabía que en la capital provincial iba a echar de menos a Francisco, el hijo del carpintero, compañero de clase y amigo íntimo. También iba a añorar a Ramón, el hijo del albañil. Los tres se habían corrido buenas travesuras. Habían robado manzanas y peras en el prao del tío Pablo, por la noche. Habían bajado al valle, a las vías del ferrocarril, a poner piedras para luego, escondidos tras unos zarzales o unos setos, comprobar como quedaban aplastadas o eran expulsadas violentamente a su paso. Y habían robado las cestas de frutas que los mozos del pueblo dejaban, en primavera, cumplidos los dieciocho, en las ventanas de las chicas.

��� Álvaro se tumbó en el lecho. Estiró sus piernas, delgadas y blancas. Tenía pantalones cortos. Echó los brazos, esmirriados, hacía atrás, tocando la almohada. Estaba su vista fija en el techo, pero la imagen que tenía en la mente era la de Rosario, la hija del farmacéutico, que contaba con diecinueve años. No existía en todo Pedregales fenómeno de personalidad, gracia, desparpajo y hondura, de belleza en suma, como Rosario.

��� Si iba a la ciudad, Álvaro iba a dejar de verla. Iba a dejar de contemplar sus caderas paseándose por la calle principal del pueblo. Iba a dejar de pasar horas enteras sentado en la plaza esperando a que saliera de la farmacia. Y en el cineclub iba a dejar de no quitarle ojo, sin que ella lo notase, las tardes de los domingos.

��� Porque esa era otra: el cineclub. Si marchaba a la capital provincial iba a dejar de acudir a él, a visionar esos filmes americanos que tanto le gustaban. Iba a dejar de pasar aquellas agradables horas entre penumbras, con escenas de películas del oeste, principalmente.

��� También iba a dejar de ir a la vieja escuela. Iba a cambiar ésta por un instituto de la ciudad, mucho más grande y lleno de caras desconocidas. En la vieja escuela todo había sido entrañable hasta entonces. El edificio donde se encontraba estaba dividido en dos partes: una, en donde el maestro, Don Alfonso, tenía la vivienda; otra, donde se daban las clases, todos los niños juntos –que no eran muchos- cualesquiera que fueran sus edades. En invierno, mientas afuera nevaba, se calentaban con una estufa de leña que Don Alfonso atizaba cada poco. El patio estaba destartalado, separado de la calle por estacas de madera, cuya superficie estaba llena de nombres y frases escritas con navajas por alumnos de esos años y anteriores.

��� Todo aquello se lo iba a perder Álvaro. Pero no le quedaba otra opción más que la de obedecer a su padre.

��� Se levantó de la cama, con gesto serio. Pensó que, en efecto, iría a la ciudad a estudiar. Pero algún día regresaría a Pedregales para heredar la panadería y llevarla él. Luego, se haría novio de Rosario y se casaría con ella. Y la llevaría tardes enteras, en las que el sol parece no tener fin, por los suaves caminos de la sierra. A restaurar el alma con el aire limpio y puro de las cumbres, lejos de las dificultades de otros lugares distintos a Pedregales.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 11 de Diciembre de 2009 a las 13:26

EL INVITADO DE ADRIANÓPOLIS.

Fortaleza de Egrigoz, Edirne, 1445.

����������� Radu permanecía sentado sobre cojines mientras su hermano Vlad y Mehmet, el hijo del sultán, discutían acaloradamente. Según Vlad, aquella preciosa ciudad en donde se hallaban cautivos antiguamente se había llamado Adrianópolis. Mehmet negaba los orígenes romanos de la ciudad, actual capital del imperio de su padre, y argumentaba que sólo el resentimiento de un zafio inculto como Vlad podía inducirle a tales mentiras. También negaba que se encontrasen cautivos. “Estáis invitados para que mi padre y el tuyo sigan siendo amigos”, decía.

����������� “Mi padre no amigo de su sombra”, respondía Vlad “mi padre comería Radu si no almuerzo, no cena”.

����������� Vlad no se enfadaba porque le llamasen zafio; había sido acostumbrado desde pequeño a tratar con soldados del voivoda Vlad Dracul, padre de ambos. También su conocimiento del turco era demasiado tosco para comprender todas las palabras. Por eso, Mehmet siempre creía ganar las discusiones, porque dominaba la lengua y era elocuente. A veces, Vlad, en un aparte, pedía a su hermano pequeño que le tradujera las palabras exactas que había dicho el príncipe, dado que Radu era más pequeño y se había adaptado rápidamente al idioma. Vlad era perseverante y nunca daba por perdida una discusión por muchas semanas que pasasen hasta encontrar argumento. Por eso, Vlad siempre vencía a Mehmet en los entrenamientos de espada y lucha con aceite, porque jamás se consideraba derrotado.

����������� Radu, al traducir, lo hacía de un modo benigno y cauto, dado que amaba a su hermano y también al príncipe Mehmet, y prefería verlos emprender alguna aventura en común que oírlos discutir durante horas. Radu, a veces, distraía a los guardias del príncipe para darles la opción de escapar unas horas y luego, mientras se recuperaba del castigo, aguardaba con ansia que sus héroes volvieran a contarle sus hazañas.

����������� La discusión sobre el origen de Edirne, sin embargo, aparentaba no tener final, así que Radu se aclaró la garganta para intervenir.

����������� - El sultán tiene una biblioteca – dijo.

����������� - Ya – respondió su hermano con desdén – Pero biblioteca en turco, seguro. Y yo no puedo digo “esto verdad”, “esto mentira”.��

����������� - Biblioteca en turco bonita de piso de arriba – dijo Mehmet, burlándose de la gramática de Vlad – Pero en los sótanos bajo la mezquita hay una estancia con un montón de legajos y pergaminos, y están en tantos idiomas como los que se hablan fuera del imperio de mi padre.

����������� Vlad se quedó unos segundos pensando, quizá traduciendo lo que Mehmet había dicho, y comenzó a sonreír de un modo que a Radu, a veces, daba miedo y al príncipe turco alentaba a cometer imprudencias. Cuando Vlad sonreía así, casi parecía un adulto; un lobo adulto.

����������� - Cuando sol pone, Mehmet y Radu y Vlad quedan en salones y dormitorios – dijo – Guardias miran como piojo mira gota de sangre.

����������� - Yo me encargo de los guardias – replicó Mehmet.

����������� Se puso de pie y abrió la puerta del salón. Los dos guardias se levantaron, guardaron los dados y se cuadraron frente al príncipe. Mehmet dejó que sufrieron largos segundos mientras estudiaba la adecuación de los uniformes y sus posturas.

����������� - Necesitamos fruta – dijo – Y vino para el Draculea.

����������� El vino para los infieles y la fruta estaban en direcciones opuestas, así que los guardias se vieron en el aprieto de tener que dividirse para contentar al príncipe.

����������� - Ahora – especificó Mehmet.

����������� Ninguno de los guardias replicó. Era de noche, los jóvenes llevaban casi un mes sin ser reprendidos y el joven Mehmet acabaría siendo el sultán de todos ellos. Uno de los guardias corrió hacia la derecha y el otro hacia la izquierda.

����������� Mehmet se volvió, pletórico, y dijo:

����������� - ¡Rápido!

����������� Vlad no confiaba mucho en las piernas de ocho años de su hermano Radu, así que se lo montó a la espalda y siguió a Mehmet a la carrera por uno de los pasillos. Burlaron al resto de la guardia usando pasadizos sólo conocidos por la familia del sultán y salieron de la fortaleza por las cocinas. Se encontraron en un patio exterior cercado de columnas, en cuyo centro había una fuente de piedra. Al otro lado del patio estaba la puerta principal de la mezquita, custodiada por dos guardias. Había cuatro antorchas disparando las sombras de las columnas y descubriendo los bordes oscuros del jardín.

����������� - Si el cabrón de Hunyadi no mandase asesinos a todas partes – murmuró Mehmet – habría menos guardias y ya estaríamos en la biblioteca. ¿Cuándo se decidirá tu padre a cortarle la cabeza al húngaro?

����������� - Cuando turcos no asfixian con impuestos – respondió Vlad, siguiendo la broma.

����������� Radu, sin embargo, notó contra el pecho cómo se tensaban los poderosos músculos de sus hombros.

����������� Mehmet comenzó a bordear el jardín que rodeaba las columnas. Vlad puso a Radu en el suelo y le hizo un claro gesto de que guardara silencio. Radu asintió dócilmente con la cabeza y comenzó a seguirle. Mehmet esperaba junto a unos enormes toneles que había formando una pirámide junto a la pared. Buscó con los dedos en la superficie de uno de ellos y al poco encontró una rendija. El tonel se abrió como una puerta cóncava y Vlad murmuró una fea palabra rumana que era maldición a la vez que asombro.

����������� - Vamos – susurró el príncipe.

����������� Entraron por el falso tonel y permanecieron en la más absoluta de las oscuridades cuando Mehmet cerró la puerta. Al poco, una chispa encendió sus rostros, luego otra, y por fin prendió una antorcha que alumbró un pasillo descendente de piedra. Las paredes desaparecían en las sombras a pocos pasos y estas sombras se transformaban en una oscuridad vacía como la boca de un muerto.

����������� - ¿Por qué sacas la daga, Mehmet? – preguntó Radu, temeroso

����������� - No lo sé.

����������� Mehmet avanzó con la llama en una mano y el metal en la otra. Vlad sonrió al comprobar el miedo del príncipe, con su sonrisa adulta alargada por el brillo de la antorcha. Radu, tembloroso, los siguió a ambos sintiendo que la oscuridad se cerraba a su espalda como una pesada túnica.

����������� Mehmet suspiró de alivio cuando llegaron a una puerta ovalada de madera. Se detuvo a escuchar con la oreja pegada a la puerta y frunció el ceño tras unos segundos. Luego cedió el puesto a Vlad, que puso la mano en forma de vaso para escuchar mejor. Asintió con la cabeza repetidas veces y susurró:

����������� - Hay alguien.

����������� - Serán escribas – deseó Radu.

����������� - Los escribas trabajan de día en el edificio principal – respondió Mehmet.

����������� Vlad no dio tiempo a mayores deliberaciones. Abrió la puerta y se introdujo rodando sobre la espalda. Encontró parapeto tras una mesa de tosca madera y movió la cabeza para mirar a su alrededor con la precisión de un cuervo. Se oyó un movimiento apresurado. Mehmet maldijo y entró intentando llegar al refugio de Vlad. Se oyó el latigazo de un arco y el príncipe tuvo que arrojarse en dirección contraria para esquivar la flecha.

����������� Radu asomó la cabeza convencido de que iban a cortársela, pero incapaz de quedarse solo en el pasillo. La pequeña biblioteca estaba iluminada tan sólo por la antorcha de Mehmet, caída en el suelo. Los legajos, pergaminos y tapas apilados en las estanterías parecían espectadores en una grada, observando las mesas de madera, los jóvenes parapetados y al hombre cargando una ballesta. Era alto y delgado, llevaba embozo y sus ojos brillaban con una mezcla de odio y miedo.

����������� Vlad miró a su hermano como si lo odiase y le ordenó con la mano que permaneciese en el pasillo. Mehmet, detrás de una silla, agarraba la daga con ambas manos. El hombre levantó la ballesta y descubrió la cara de Radu. Entonces, su mirada se tranquilizó y soltó una carcajada que sonaba a tirada de dados.

����������� - ¿De qué te ríes? – preguntó el príncipe, ofendido - ¿Crees que vas a salir vivo? Dime, ¿cómo pensabas encargarte de mi padre? ¿Quién te manda?

����������� El hombre respondió algo en un idioma brusco, con voz serena y cruel.

����������� - Húngaro – murmuró Vlad con desprecio.

����������� Se levantó de su escondite provocando que el hombre le apuntase. Vlad tenía un pecho amplio para su edad y lo mostró mientras rodeaba la mesa. El hombre frunció el ceño al reconocer su raza y no dejó de apuntarle. Vlad comenzó a hablar en rumano.

����������� - Vete por donde has venido – dijo Vlad – No conseguirás matarnos antes que alertemos a los guardias. Te habla el Draculea.

����������� El hombre se quitó el embozo. Su gesto estaba contraído por el odio de tal modo que Radu se convenció de que iba disparar.

����������� - ¿Por qué defiendes a un cerdo turco? ¿Eres igual que el traidor de tu padre?

����������� Al oír a su hermano, Radu supo que parte de su confianza se basaba en que Mehmet no hablaba rumano. Vio al príncipe incorporarse con precaución, confuso.

����������� - El cerdo morirá a su debido tiempo – dijo Vlad – Ahora vete y da mensaje a Hunyadi de que si el trono de mi padre no me espera a mi regreso lo empalaré como si fuese comida y dejaré morir de hambre a los traidores boyardos para que se coman a su familia.

����������� Radu sintió que el corazón se le encogía en un pellizco frío y extraño.

����������� El hombre dudaba.

����������� - Ve – insistió Vlad.

����������� De repente, Radu sintió que aquel hombre no era más que un pobre diablo. De repente, le pareció como si su hermano creciese desarrollando unas oscuras alas de murciélago que podrían alargar las sombras del mundo. Sintió que lo conocía.

����������� El hombre se volvió y desapareció en las sombras. Se oyó un sonido de trampilla, pero nunca sus pasos, y algo que se cerraba apresuradamente. Mehmet miraba a Vlad; sólo su orgullo le impedía preguntar por la conversación. Radu miraba a Vlad; sólo el miedo le impedía gritar a Mehmet que se alejase del monstruo de su hermano.

����������� - Adrianópolis muchos agujeros – dijo Vlad en turco, sonriendo con una serenidad inalcanzable – Avisa Murad ponga trampas de ratones.

����������� Dio un cordial abrazo a Mehmet y miró a Radu por encima del hombro del príncipe. Su mirada portaba un sencillo mensaje: “Traicióname y te mataré con las manos desnudas”.

����������� Y Radu supo que era cierto.

concursoderelatos
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Fecha de ingreso: 28 de Enero de 2009
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  • 11 de Diciembre de 2009 a las 23:37
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���� La orilla del lago Kivu se alarga en una sucesión interminable de esquifes y pequeñas embarcaciones de pescadores. Como cada mañana, el pequeño Thomas Ngangi acude a la escuela del padre blanco. Es un barracón destartalado que hace las veces de aula y capilla. El padre Marius convierte el improvisado altar en una mesa de maestro; lo único que permanece inalterable es un pequeño crucifijo.
���� -Dos por uno, dos… Dos por dos, cuatro… -El sacerdote está enseñando a los niños a multiplicar. Sonríe al distinguir un brillo de inteligencia en los profundos ojos de Thomas; le acaricia el pelo ensortijado mientras pasea entre los pupitres.
���� -Padre nuestro, qué estás en el cielo… -Después toca rezar. Es lo que menos le gusta a Thomas, aún así recita la oración con parsimonia. Su francés es rudimentario, por lo que a veces se traba y duda antes de continuar con la cantinela. –El padre Marius pasa junto a él y le dedica un cariñoso coscorrón.


���� Después de comer, Thomas y su amigo Olishe corren a la playa. La orilla del lago está sembrada de algas y conchas que crujen bajo sus pies desnudos. A lo lejos la montaña está ardiendo, una columna de humo negruzco se eleva por encima del manto verde que cubre las encrespadas laderas. Su padre le ha mandado untar de brea la quilla del esquife, para evitar que el agua se filtre a través de las grietas de la madera. Los niños, despreocupados, se afanan en la tarea.
���� Al anochecer el sol inicia su lento declive en el horizonte, como si quisiera hundirse en las aguas quietas del lago. El humo de la montaña se ha disipado. Thomas y Olishe regresan a casa; por el camino pescan cangrejos con una vieja nasa que han encontrado tirada en la orilla. Olishe es un año mayor que Thomas y está enamorado de su hermana Lucy. Se despiden y cada uno tira por su lado.


���� Cuando amanece en la selva los monos aúllan como locos. Es su forma de dar la bienvenida al sol. Pero en las montañas de Ruanda nunca sale el sol, siempre hay niebla. El grupo avanza silencioso y se despliega a lo largo del lindero del bosque. El lago se adivina a lo lejos como una vena plateada que se aleja hasta el infinito.
���� La primera explosión revienta una de las chozas de la aldea; la partida de milicianos se derrama ladera abajo y rodea el pequeño pueblo de pescadores. El tableteo intermitente de las ametralladoras ahuyenta el chillido de los monos y tapona los oídos de Thomas; no puede oír nada, tan sólo un pitido que aumenta en intensidad cada vez que intenta moverse. El intenso olor a pólvora quemada se le pega a la garganta; todo se desarrolla a su alrededor como una película de cine mudo. Percibe los gritos de terror en los rostros que aparecen y desaparecen entre el humo. Busca a sus padres en vano.
���� ¿Cuánto tiempo ha pasado? Una eternidad en apenas treinta minutos. En el centro de la aldea se apilan los muertos; cadáveres destripados y mutilados por doquier. Thomas está tan vivo como desconcertado; intenta buscar una explicación en los inexpresivos ojos de su padre muerto, que le observan desde una pila de cabezas amontonadas junto al brocal del pozo.

���� -¡Viene el Boss! ¡Viene el Boss! –Los milicianos se agitan nerviosos; poco después aparece un viejo jeep traqueteando por el camino de la montaña. El Boss es un hombre alto de ademanes ariscos; se baja del vehículo de un salto y se interna en la aldea, convertida en un infierno. Los milicianos le reciben con una salva de disparos; Thomas se estremece con el tiroteo, de repente vuelve a la realidad. Vuelve a oír, a sentir.
���� El que llaman Boss se reúne con varios oficiales de la milicia. Hablan en voz alta, pero Thomas no consigue entender nada de lo que dicen. Tras unos minutos de charla, uno de los oficiales se dirige con paso firme al chamizo de la escuela. Aparece con el padre Marius; lo arrastra por el pelo y lo arroja a los pies del Boss. Está cubierto de sangre, pero al parecer no es suya.
���� Un solo disparo es suficiente para silenciar sus súplicas. No pide por su vida; pide que se apiaden de los supervivientes, la mayoría niños…sus niños
���� Pero no existe la piedad junto al lago Kivu. La matanza continúa; los milicianos se han llevado a las monjas que trabajaban con el padre Marius. Las han violado y mutilado delante de los niños, que observan la escena con ojos estupefactos.
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���� -¡Ahora sois soldados de la milicia del coronel Kigali! –El que les habla no les saca más de una cuarta de estatura. -¡Ya no tenéis familia! ¡La milicia es vuestra familia! –De vez en cuando mira hacia atrás; el Boss observa con una sonrisa de satisfacción. Thomas se detiene en el rostro del muchacho; es un niño como él. Una gran cicatriz le cruza la mejilla izquierda, deformando la sonrisa maliciosa que exhibe sin pudor.
���� El grupo de niños se revuelve inquieto. Algunos, quizás los más débiles, se atreven a llorar. Es un quejido ahogado que se cuela entre las detonaciones que se suceden sin parar.

���� El camión les conduce a través de tortuosos caminos hasta el campamento de la montaña. Empieza a hacer frío, la humedad cala los huesos.
���� La primera noche transcurre de modo interminable. Los milicianos de más edad se encargan de instruir a los pequeños. Thomas recibe una paliza; está desnudo sobre la hierba mojada y es incapaz de abrir los ojos. Después les obligan a caminar por un camino estrecho y resbaladizo, hasta alcanzar un pequeño calvero en el bosque. Observa a sus compañeros; alienados por completo, se dejan llevar sin oponer resistencia.
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���� -¡Vamos, perros de la guerra! –El grupo se lanza como una jauría sobre la comida amontonada. Se comportan como animales hambrientos.
���� Al caer la tarde los instructores reparten una especie de polvo blanco; lo queman sobre papel de plata y les obligan a inhalar el humo que desprende. Aquello� vuelve loco a Thomas, pero ya no siente el dolor ni el frío.
���� -Cocaína. –Dice uno de los instructores, al tiempo que aspira con aire de satisfacción.

����� El día que Thomas vuelve al lago Kivu lleva un mes con los milicianos. Ya no recuerda nada de lo vivido anteriormente. Sólo existe la milicia, la muerte y el terror.
���� Thomas contempla la escena con indiferencia. No oye, no siente; otra vez ése pitido ensordecedor que le taladra el cerebro. Tan sólo ve gente correr presa del pánico; de vez en cuando aprieta el gatillo de su fusil y deja que se escape una incoherente ráfaga de muerte.
���� Uno sólo siente que ha quitado una vida cuando es capaz de reflejarse en la mirada apagada de un muerto.
���� Thomas mira fijamente al sacerdote; es un hombre joven, le recuerda a alguien, pero es incapaz de discernir a quién. Está hablando, pero no entiende sus palabras. Lentamente acciona el disparador del arma; primero un disparo seco, después una ráfaga que desplaza varios metros al sacerdote. Thomas permanece impertérrito; hace un gesto e indica al pelotón que continúe avanzando a través del incendio que arrasa la aldea. Camina unos pasos, hasta que de repente una explosión se cruza en su camino.

���� Hace calor. El muchacho despierta sobresaltado; con los ojos abiertos como platos deja resbalar su asustada mirada alrededor. Paredes blancas y sábanas blancas. Le rodea un confortable silencio, tan sólo roto por el zumbido del ventilador que refresca la habitación. Intenta mover las piernas. Siente que están allí, sin embargo sus miembros no responden a las órdenes del cerebro. Como puede se incorpora y mira hacia los pies de la cama; sus ojos tan sólo encuentran un vacío de blancura impoluta. Lucha por derramar lágrimas, pero ha olvidado llorar. De repente vuelve a sentirse un niño, un niño desvalido y mutilado que no tiene absolutamente a nadie el mundo.




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  • 13 de Diciembre de 2009 a las 12:54

DETALLES

 

 

1.

Hace tres días vi a dos niños pequeños luchando, tendrían cinco o seis años. Estaban luchando en plena calle, a la luz de una mañana que a mí me parecía muy hermosa. Me llamaron la atención mientras jugaba con mis amigos al fútbol y luego no pude dejar de mirarlos, se dejaban la vida queriendo vencer. Yo ya tengo doce años y sin embargo me sentí pequeña y estúpida. Sin poder controlarme, dejé el partido y me encaminé hacia ellos (mientras me alejaba, mis amigos me gritaban que qué hacía, que volviese); al poco tiempo ya estaba al lado de los dos niños. En cuanto se dieron cuenta de que estaba tan cerca, dejaron de pegarse. Pero se seguían agarrando y mirando con odio. Poco a poco se fueron separando. Ambos me observaban asustados. Curiosamente, a pesar de ser de la misma edad, uno me parecía mayor que otro aunque no sabría explicar el porqué, y además era éste el que se estaba llevando la peor parte pues le salía sangre por la nariz.

“¿Por qué has venido?”, me preguntó el que parecía, por muy poco, casi nada, más pequeño.

“No lo sé”, respondí.

“Eres tonta o qué te pasa…, pensé que nos ibas a regañar…”

“Yo también.”

Entonces, se abalanzaron de nuevo el uno sobre el otro, pero esta vez ya no tenían la rabia de antes y me fue fácil separarlos.

“Venga, venga… Dejad de pelear, ya basta”, dije.

Me puse en medio de los dos, los tenía agarrados por los brazos.

“¡Déjame!”, gritaban.

Los solté y se fueron corriendo cada uno por su lado.

 

2.

Hace dos días, a Lucas, mi hermano pequeño, se le había antojado comer canelones y mi mamá no tenía salsa de tomate. Mi hermano, como siempre, se puso a llorar y a tirar los juguetes hasta que mi madre (tras ofrecerle otras muchas cosas para cenar, además de castigarlo sin ir al parque, sin cuento para dormir, sin chucherías) me obligó a ir a la tienda. Bajé en el ascensor. Cuando llegué al portal, me encontré con una sorpresa: escondido tras unas plantas estaba uno de los niños que ayer se estaban peleando, era el que me parecía mayor.

“Hola”, dije, “¿qué haces aquí?”

“¿Cómo te llamas?”, me preguntó.

“María”, le respondí, “¿y tú?”

“Miguelito.”

“A ver, Miguelito, ¿qué haces en el portal de mi edificio?”

“Vivo aquí.”

“No me mientas, yo vivo aquí desde que era pequeña y conozco a todos los niños que hay.”

“Llegamos hace unos días, antes vivíamos en otra ciudad.”

“Bueno…, puede ser, le preguntaré a mi padre después…, espero que no estés mintiendo, ¿y por qué te escondes?”

“Pensé que eras mi hermano, estamos jugando al escondite.”

Entonces, apareció el otro niño de la pelea de ayer. Nos miró muy extrañado, pero enseguida reaccionó y salió corriendo en dirección a una puerta. Cuando llegó, la tocó y gritó: “¡Perdiste, Miguelito; y tú, también perdiste! ¿Cómo te llamas?”

“Me llamo María, ¿y tú?”, dije asombrada.

“Jesús.”

“Pues te toca contar María”, dijo Miguelito rápidamente.

Fue muy raro, ni siquiera me apetecía, eran muy pequeños para mí, pero me puse a jugar con ellos. En un momento ya nos estábamos riendo, a veces los miraba y la verdad es que se parecían un poco. ¿Por qué se pelearían ayer con tanto odio? De repente, me acordé de que mi madre estaba esperando la salsa de tomate que aún no había comprado, recé porque no hubiesen cerrado la tienda y me imaginé la bronca que me iba a caer por tardar tanto y peor si volvía con las manos vacías. Salí del portal a toda prisa, los dos niños ni siquiera se dieron cuenta: Jesús estaba contando y Miguelito estaba escondido.

 

3.

Ayer hablé con mi padre, le pregunté si era verdad que había llegado una nueva familia al edificio. Él me dijo que sí y me miró a los ojos un poco extrañado: “¿Y tú, cómo lo sabes?” Le conté lo de Jesús y Miguelito. Me preguntó si sabía cómo siendo de la misma edad podían ser hermanos. Le respondí que eran mellizos. Y que el mayor era Miguelito. Me siguió mirando a los ojos.

“¿Qué miras, papá?”, dije.

“Nada, hijita. Qué apasionante es verte crecer. Sabes, recuerdo cuando un día (no tenías dos años aún), en una de tus miradas, me di cuenta de que ya no eras un bebé.”

“¡Pero si a veces todavía me llamas bebé!”

“Perdona, a partir de hoy no lo haré más.”

“A mí no me importa”, dije.

“Pero a mí sí. La vida está en los detalles, María.”

 

4.

Hoy me he despertado pensando que había tenido un sueño muy bonito que no recordaba. Enseguida he oído que Lucas estaba llorando como un loco en la cuna, gritaba que quería salir y yo lo he sacado. Mis padres se han enfadado conmigo pero luego se han puesto a jugar con Lucas. He desayunado magdalenas con un vaso de leche. Después me he quitado el pijama y me he vestido. Antes de cerrar la puerta, mi madre me ha dado un beso.

En la calle veo a mis amigos, están jugando al fútbol, como de costumbre. Me quedé observándolos como a veces observo a Lucas, desde arriba. Me sentí llena de vida y más confusa que normalmente; no me apetecía jugar al fútbol sino quedarme donde estaba, contemplando ese día, disfrutando del aire que respirábamos, oyendo los gritos de mis amigos mientras iban tras la pelota. Jesús y Miguelito estaban jugando al pilla-pilla con otros niños de su tamaño. En cuanto me vieron, los dos dieron un salto y vinieron corriendo a toda velocidad. No tardaron un segundo en decirme: “¡María, por fin apareces!, ¿dónde te escondiste?”

 

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  • 14 de Diciembre de 2009 a las 11:46

Buscando un futuro

Carlos y Ana llegaron a la plaza de la ciudad cogidos prietos de las manos, con los ojos como ventanas. Vestían ropas pasadas de moda, algo rotas y sucias. Iban abriéndose paso entre las piernas del gentío que los cercaba, sorprendidos por el murmullo, el griterío y las carreras de otros niños de edades similares a las suyas, acompañados éstos por sus padres y parientes. Una banda tocaba al son de un pasodoble, que bailaba una pareja de cincuentones expresivos. Al detenerse en el centro de la plaza, quedaron encantados por las luces que pendían por el entorno, por las pompas de jabón que se iban formando entre las gomas que un hombre canoso sujetaba entre sus manos a través de dos palos. Casi sin respiración, se situaron en la primera fila del círculo humano. El hombre de las pompas les hizo un guiño, y dirigió hacia ellos una de éstas. Carlos y Ana fueron a cogerla con sus cuatro manos ansiosas. La pompa explotó entre sus pequeños dedos, dibujando en sus rostros un gesto de pesar que hizo sonreír al hombre y sacó, también, diferentes exclamaciones en el público. El hombre continuó haciendo su trabajo. La más grande de las nuevas pompas fue empujada por el ligero aire hacia el cielo. Carlos y Ana la siguieron emocionados, sin soltarse de las manos, bajo la persistente mirada del hombre de las pompas. En sus ondulaciones, la pompa reflejaba una gama de colores cambiantes y atrayentes.

-¡Qué bonita, Carlos, cógela! –Repetía Ana-. ¡Tiene muchos colores, qué chula!

-No puedo cogerla, pero podemos ir detrás de ella.

-¡Vale, vale, sí, yo la quiero seguir!

-Te la regalaré, si la cojo, Ana, ¿vale?

-Sí, sí, Carlos –saltaba Ana de alegría.

-A ver si no vuela muy alto.

-A lo mejor nos lleva con otros padres, que aquí hay muchos.

-A lo mejor, sí, ojalá –contestó esperanzado Carlos.

Carlos y Ana iban de un lado a otro de la plaza, siguiendo la estela de la pompa. Los mayores y niños los observan con curiosidad, abriéndoles paso. Los hermanos parecían dejar tras su caminar una ráfaga de alegría contagiosa, que a todos encantaba disfrutar.

Caía la tarde. Cesó la música. Se calmaron las voces. Entretanto, el hombre de las pompas no cesaba de fijarse en los hermanos, con gesto de pesar. Acabada su función, comenzó a meter en su bolsillo el dinero que le había echado el público en la gorra que había en el suelo. Luego metió la goma con palos en el cubo donde tenía la mezcla de agua jabonosa, cerró su bolso, donde había un pequeño gato blanco, cogió sus trastos y caminó sigiloso tras Carlos y Ana. Siguió complaciente el deambular de los niños, viéndose a sí mismo en ellos. La pompa fue llevada como a ritmo de vals por el aire, en dirección a una calleja solitaria. Sólo la pompa, los niños, el hombre, el gato y los trastos del hombre añadían algo especial al entorno. Aquella calle, iluminada sólo por escasas bombillas, parecía tener más luz que la plaza. Carlos y Ana saltaban sobre sus pequeños pies, tratando de alcanzar la pompa de jabón, muertos de risa, y el hombre sonreía ampliamente al verlos, acariciando la piel del gato, cuya cabeza asomaba, con las orejas tiesas, entre la cremallera del bolso. Se detuvieron todos en el centro de la vía. El hombre sacó un llavero, haciéndolo sonar. Carlos y Ana dieron el último salto, alzando los brazos todo lo que les era posible. La pompa bajó hasta la altura de sus manos. Ambos la cogieron, cayendo al suelo en un abrazo mutuo entre carcajadas y restos de jabón, que hizo reír al hombre y saltar al gato del bolso en dirección a los niños. Sentados sobre el suelo, sin parar de reír y de mirarse, Carlos y Ana se dieron cuenta de la presencia del gato y del hombre. Ana cogió al gato y lo puso sobre su falda, sin dejar de pasar sus manitas por el pelaje y de decirle mimos, mientras crecía el ronroneo. Carlos la miraba a ella y al hombre, como preguntándose algo. El hombre quedó observando la escena, con sonrisa fraterna.

-Qué casualidad, hoy he encontrado a un gato y a dos niños solitarios. El gato ya sé que no tiene padres y se vendrá a vivir conmigo, pero los vuestros… ¿dónde están?

-Se han ido al cielo esta tarde, y como no sabíamos qué hacer, nos hemos venido andando hasta aquí, siguiendo tu pompa de jabón –explicó Carlos.

-¿De verdad se han ido al cielo vuestros padres?

-Sí, sí, se han ido después de ponerse una inyección con un polvo blanco que decían que los iba a hacer muy felices –prosiguió Carlos-, y de quedarse quietos, sin respirar, porque dicen los mayores que cuando no se respira nunca más es porque uno se va al cielo.

-¿Dónde se han puesto la inyección, quién se la ha puesto?

-El uno al otro, en las venas de los brazos –apuntó Carlos-. Y nos han dicho que no nos preocupemos, que estaban muy bien, que nos fuésemos a buscar otro futuro, que ya encontraríamos a alguien mejor que ellos y cosas más buenas que las que tenemos.

-¡Sí, sí, y hemos encontrado la pompa, y al gato y a ti, y…! ¡Qué guay! –apoyó Ana.

-Menuda sorpresa el encuentro para todos, ¿eh? –sonrió el hombre.

-Sí, mis padres tienen razón, esto es mejor –dijo Ana, mirando al hombre con sonrisa suplicante.

-Bueno, niños, yo vivo en esta casa, y os invito a entrar, a cenar y a dormir conmigo y con el gato, al que también han mandado sus padres a buscar otro futuro mejor. Y… yo creo que ya habéis encontrado ese futuro conmigo, si os parece bien.

-¡Muy bien, muy bien, porque eres el hombre de las pompas mágicas! –se alegró Ana, poniéndose en pie, con el gato entre las manos.

-Sí, sí, claro, si tus pompas son mágicas tú también, ¿a que sí? –se agarró Carlos a la mano del hombre.

-Pues si creéis que soy mágico, yo haré la mayor magia para que siempre viváis conmigo vosotros dos y el gato, porque ninguno de nosotros tenemos a nadie más en la vida, nada más que unos a otros. Yo, cuando tenía vuestra edad, también me quedé solo, así que os entiendo a la perfección.

-¡Qué bien, qué bien! –saltaron de alegría los niños, mientras maullaba el gato.

-Sí, vale, nosotros sí queremos porque ya no tenemos a nadie con quien vivir, ni comida, así que… Y la casa donde vivimos con nuestros padres no tiene ventanas ni casi nada, así que será mucho mejor vivir en esta casa con tantas ventanas, contigo, que eres mago, con el gato y con las pompas, ¿verdad, Ana?

-¡Sí, sí, mucho mejor! Nuestros papás se pondrán muy contentos al vernos desde el cielo.

-Seguro. Y yo estaré encantado de teneros, porque me sentía muy solo. Así que vamos adentro. Y bueno, chicos, a partir de mañana tendré que ir a unas oficinas a hacer muchísima magia para que podáis estar siempre conmigo, así que os tendréis que quedar cuidando al gato y siendo muy buenos, ¿vale? Y dentro de poco iréis a un colegio a conocer a otros amigos y a aprender muchas cosas interesantes de la vida. Y yo os enseñaré a hacer pompas de jabón.

-¡Vale, vale, qué chuli! –gritaron de alegría los hermanos.

-Oye, ¿cómo se llama la calle donde vivís?

-Es un barrio con barro y casas de hojalata y cartón que se llama Los Arroyuelos.

-¡Ah, sé cuál es! Bien, pues tranquilos, niños, que todo quedará arreglado desde ya mismo.

Entraron a la casa del hombre. Los niños soltaron un ¡oh! larguísimo, y el gato se puso a corretear, con las orejas y el rabo tiesos. Ésta era humilde pero muy acogedora, llena de juguetes viejos y de objetos, muebles y telas de colorines. Cuando el hombre les hubo lavado, dado una tortilla y un vaso de leche, acostado en una pequeña cama de un reducido dormitorio, y besado en las frentes, marcó el número de la policía y de un hospital. En ambos sitios contó lo que le habían explicado los niños, el lugar donde se hallaban los cuerpos inertes de una pareja desesperada.

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  • 14 de Diciembre de 2009 a las 12:11

Para no preocuparnos…

Inma miraba por la ventana. Seria. Con la frente apoyada en el cristal y los ojos entornados intentando ver más allá de la ciudad. Su habitual alegría había desaparecido y nos regalaba algún profundo suspiro de vez en cuando. Su hermana, Isabel, tiene esa forma de ser desde que nació, es circunspecta, analítica, buena, demasiado madura para su edad desde siempre. Pero Inma nos alegraba con sus abrazos, con su chispa, constantemente divertida y feliz, besucona y pícara.

Hasta que nos mudamos.

La casa se había quedado pequeña, le dijimos. El piso era más grande, céntrico, a un paso del colegio. Ya no tendríamos que dejar de ir a clase por culpa de las nevadas, bastaba con dar un paseo entre la nieve tirándonos bolas de los parabrisas de los coches. Los cines, los parques, los abuelos y la Plaza, todo nos quedaría mejor. Incluso sus amigas.

Su manera de ver la vida era diferente, eso no le importaba demasiado. No nos quería preocupar pero, igual que yo, veía la nieve en la ciudad de color gris, no blanco. Echaba de menos los trayectos en coche en los que llamábamos a su madre, que estaba trabajando desde más temprano, para darle los buenos días. Esos momentos en los que aprovechábamos, Isabel y yo, para hacer un último repaso de la lección mientras escuchábamos la radio.

Su mirada viendo pasar los árboles y las casas, siempre observadora, comentando cada cambio en el paisaje, es lo que más echo yo de menos. Mirarlas por el retrovisor, soñolientas, ateridas de frío hasta que el coche se calentaba casi al llegar al colegio.

Inma recitaba las señales de tráfico. Desde muy pequeña se las sabía todas (“Precaución: ganado”, “cruce con preferencia”, “prohibido adelantar”…).

En fin. Era uno de nuestros momentos.

Pero Inma no quería recordarlo simplemente, quería seguir viviéndolo. Nunca preguntó si volveríamos y nunca le dimos ninguna explicación. Simplemente quería volver a oler la hierba, ver los prados, los caballos de detrás y las vacas de Bea. Quería el silencio y la luz. Quería su perro, el olor dulzón de los animales. Quería su casa, su primera infancia. Yo lo notaba y eso me hacía sentir mal.

Para no preocuparnos no dejó ni siquiera una nota. Al llegar a casa y no verla junto a la ventana la llamé. No contestó. Su madre me miró interrogante. Fuimos a la habitación de Isabel y ésta estaba sola haciendo las tareas de clase (pobre, tan seria, tan responsable siempre). Empecé a ponerme nervioso. Miré en el baño, en la terracita de la cocina, debajo de su cama y nada. Temiéndome lo peor, pues vivimos en un octavo piso, preso de un miedo indescriptible miré por las ventanas antes de llamar a la policía.

-¿Ha mirado bien?- Dijo una voz metálica al otro lado del hilo.

-¡Pues claro que he mirado bien!¡Sólo tiene siete años¡¿cree que sabe volar?

- Bien, no se altere, ¿ha comprobado si falta algo deropa, una bolsa, una mochila…?

- No, mierd…- Colgué el teléfono.

En efecto, faltaba la mochila de las excursiones, con su bolsillo (secreto) para el dinero y el de la botella de agua.

Desesperación. Esa es la palabra. Caos. El fin del mundo. Corrimos, escaleras abajo yo y, por el ascensor, mi mujer. Oí, detrás de mí, a Isabel llorando sin pasar de la puerta.

Miramos por el barrio. En el parque, en las tiendas, detrás de cada coche, dentro de cada portal. A pesar del frío sudábamos. Preguntamos a los transeúntes que nos miraban con una mezcla de pena y curiosidad. Nunca la ciudad se me había aparecido tan inhóspita, tan enorme, tan asquerosamente desagradable, tan oscura. Ni rastro.

Entonces paré en seco. No sé como pero me di cuenta de hacia dónde se dirigía.

Envié a mi mujer hacia la estación de tren por el camino que hacíamos habitualmente y yo saqué el coche del garaje. Me dirigí a la salida de la ciudad. Es una sensación extraña conducir en ese estado. Todos los semáforos estaban rojos y tardaban mucho más de lo normal en abrirse. Los demás conductores eran, a mis ojos, octogenarios sin reflejos que lo único que hacían era separarme de Inma. Recorrí la carretera provincial y los escasos veinte kilómetros que nos separaban de nuestra antigua casa en el menor tiempo posible. Se me hizo una vida entera.

El apeadero del tren se encuentra en un alto desde el que se ve todo el pueblo y kilómetros y kilómetros de meseta. Allí estaba, recortada sobre el atardecer. El pelo se le ponía en los ojos y se lo retiraba con tranquilidad detrás de la oreja. Bien abrigada y con su mochila a la espalda observándolo todo. Una enorme excavadora hacía una zanja en el lugar donde había estado nuestra casa y otras máquinas pululaban por la zona haciendo un ruido ensordecedor. El prado de los caballos era el aparcamiento de todos los trabajadores de la obra del centro comercial. Éste ya se veía levantarse frío, metálico, por el lado de la casa de la vacas de Bea. Los fresnos, las encinas, los cedros (nuestras sombras en verano y nuestros compañeros en invierno) habían sido arrancados y sus restos tirados de cualquier manera sobre el lecho del río. Las tapias de piedra se habían convertido en montones informes a los lados de la obra. Todo había cambiado.

Temí la reacción de la pequeña pero no pude evitar observarla un poco más. Su cuerpecito se movía con el viento y buscó un poco de refugio junto a la pared de la estación. Seguía mirándolo todo sin hacer ningún gesto. Ni bueno, ni malo. Parecía reflexionar sobre todo aquello. Esa destrucción que para la mente de una niña carecía probablemente de sentido.

Me acerqué.

- Inma…

Levantó los ojos y vi que habían recuperado el brillo. Sonrió y, acercándose a mí, me abrazó de lado como cuando era más pequeña y, al levantarse, me encontraba en la cocina preparándoles el desayuno.

- Tenemos que buscarnos otro pueblo – me dijo.

- Si- la cogí por el hombro y apoyó la cabeza en mi costado.

- ¿No me lo ibas a contar?

- No lo sé, hija, como eres la pequeña pensé que no lo entenderías.

- Pues lo entiendo. También entiendo otras cosas.

- ¿Cómo dices?- le dije poniéndome en cuclillas para mirarle a la cara y oír mejor su voz entre el ruido de las máquinas.

- Que también entiendo que no me lo dijiste para no preocuparme – y me abrazó el cuello pegando su cara fría junto a la mía.

Ahora Inma tenía un porqué, ya no había lugar para la nostalgia. Sí lo había para el recuerdo.

Otro tren llegó en ese momento y de él se bajó su madre que al vernos rompió allorar. Permanecí ajeno a la escena tópica de llanto, abrazos, besos y reproches que tuvo lugar mientras nos dirigíamos al coche.

Inma se sentó detrás de mí como siempre. Tuve de nuevo su sonrisa y sus ojos en el espejo retrovisor. Con su mirada viva, brillante y enternecedora me decía sin palabras que, en la vida, a menudo, las cosas son mucho más sencillas de cómo las vemos los adultos.

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  • 14 de Diciembre de 2009 a las 20:02
PESADOS ABRIGOS COMO CADVERES

Durante muchos aos me he resistido a escribir sobre nios o a tenerlos
como protagonistas de alguna historia relacionada con su universo. Hace demasiado que soy adulto. Todo cuanto sucede a ese lado de la frontera que separa la infancia del resto de mi vida, me resulta ajeno y estrafalario. Traspasarla sera como adentrarme en una jungla cuajada de sorpresas desagradables. A veces, sin embargo, se nos impone desde fuera incumplir las normas que han ido tachonando nuestra existencia. Por eso, cuando Carla, mi sobrina, se atrevi a pedirme que le escribiera una historia protagonizada por un nio, me dije que acaso sera bueno ignorar el precepto apuntado y, por una vez, ponerme en el lugar de una criatura, pensar como ella y comprenderla.
Carla tiene nueve aos. Su peculiaridad ms llamativa es que, siempre que te mira, tienes la impresin de que puede leer tus pensamientos. Yo suelo verla los fines de semana. Acudo a casa de mi hermana, que es su madre, y tomo caf con ella y mi cuado, un hombre culto al que admiro ms de lo que l sospecha. Carla no acostumbra aparecer mientras hablamos de nuestras cosas. Prefiere quedarse en su habitacin, leyendo cuentos o jugando con sus muecos. Mi hermana quiere comprarle un ordenador, pero tanto yo como mi cuado nos oponemos, convencidos ambos de que nada bueno va a aportarle un artilugio concebido para alienar a quien lo use.
Acabado el caf y la charla, me acerco a la habitacin de Carla. Antes de llamar a la puerta me paro a escuchar un instante su voz, que es melodiosa y que articula perfectamente los sonidos. Da gusto orla leer o recriminar a sus muecos por no estar atentos a lo que ella dice. A veces se enfada con ellos. La oigo exponerles las razones de su descontento y no puedo por ms que sonrer, dada la ingenuidad de las mismas. En alguna ocasin, sin embargo, el enojo se ha transmutado en berrinche, y entonces su voz deja de ser acorde, se hace desagradable, odiosa, lo que me obliga a entrar para poder calmarla; pero cuando entro ella est peinando a su favorito, y me mira con un punto de luz pcaro en las pupilas, como si me dijera: te he vuelto a engaar. Y yo la abrazo y hago como que quiero clavarle los colmillos en el cuello, para lamer su sangre, imagino que dulce como las golosinas que le gusta chupar.

Carla tiene una obsesin. Asegura que por la noche, cuando est durmiendo, alguien le toca los pies. Me lo cuenta sin asomo de miedo, como algo natural a lo que ya est habituada. Le pregunto si le hacen dao cuando la tocan. Responde que no. Es un roce apenas. Ella abre los ojos y mira intensamente hacia donde tan solo hay oscuridad. A sus padres, que duermen, no quiere despertarlos. Eres una nia valiente, le digo. Ella me mira y s que me est leyendo el cerebro. Sus ojos son negros. Tienen una pintita blanca llena de luz, junto al lagrimal, por la que se le derrama la ternura. No deberas pensar esas cosas, me dice. Y yo me avergenzo y las manos empiezan a temblarme. Ella me las coge con las suyas tan menudas y tan frgiles. Eres como un mueco, dice, enorme y tonto, y a mam no le gusta que seas as.

He pensado en el mejor modo de escudar mi pensamiento cuando estoy con Carla. No es sencillo. Su mirada trepana con la eficacia de un cirujano y sabe espigar entre la basura que ensucia buena parte de mi masa enceflica. Los escritores debemos cargar con mucha miseria a cuestas y eso nos agria el carcter. Carla, para m, es igual que un lenitivo aplicado en pequeas dosis. Verla una vez a la semana me basta para sobrellevar mejor los seis das que separan el encuentro presente del por venir. Cuando abandono la casa de mi hermana ando ms ligero, ms desprendido. Es como haberme quitado un abrigo empapado en agua. El problema es que los abrigos se van acumulando, van formando una montaa de ropa pesada y maloliente en la habitacin de Carla. Y a ella, de una manera u otra, le afecta tenerlos all.

De eso me di cuenta no hace mucho. Trabajaba en un puado de historias de contenido autobiogrfico con las que pretenda formar un libro expiatorio. Pocas cosas hay ms ingratas que hablar de uno mismo. Llevaba varios meses metido en esa jaula, de la que casi siempre escapaba con magulladuras y un mal sabor de boca repugnante. Lo nico que lograba apaciguarme un poco era la bebida: un vaso de whisky, por ejemplo, consumido a pequeos sorbos mientras miraba el techo de la habitacin. Aquellos domingos, Carla, sin yo percibirlo, confuso an tras muchas horas desgranando miserias ante la pantalla (sin rodela, pues, que me protegiera), se empeaba en seguir hozando entre mis neuronas. Ignoro qu deba hallar de placentero o nocivo en esa ocupacin, lo cierto es que cuando yo sala de su cuarto no era la misma nia que me haba abrazado al entrar. La mirada la tena turbia, la tez mustia, le flaqueaban las piernas. Y encima yo le dejaba aquellos abrigos pesados igual que muertos, pestilentes como muertos, amontonndose como cadveres en el puro hueso.

Cierta tarde, antes de entrar, quieto ante la puerta y embobado, la o declamar un discurso ante su pequeo auditorio de peluches. Apenas si consegua entender alguna que otra palabra. Me bastaba con or su entonacin pausada o su modo perfecto de articular las erres. Mi hermana me haba comentado que la encontraba un poco irritable ltimamente, como si estuviese empezando a comprender que las imgenes que se suean y las reales estn hechas de la misma sustancia. Era algo que yo haba pensado muchas veces y le pregunt a mi hermana si Carla haba pronunciado esas palabras. Me dijo que no as, pero que con su lenguaje de nia, poco ms o menos, haba dado a entender eso. La impresin de la noticia, sumada a mi deplorable estado de nimo, me tena confuso ante la puerta, dudando si abrirla o no, feliz, en cambio, de comprobar que la situacin se repeta de nuevo igual a la de todos los domingos hasta ese instante.

Hoy no has venido a verme, se quej Carla por telfono aquella noche. No he querido molestarte, respond. Por qu? Por nada en particular. Te prometo que el domingo que viene entrar en tu cuarto. Lo hice, claro. Quince das sin verla se me hicieron una eternidad. Comprend que era el nico ser al que poda aferrarme para no acabar loco.
Hoy la he visto. Es domingo y le he llevado el cuento que me haba pedido. Mientras lo lea en voz alta a sus muecos, yo sudaba a su espalda, angustiado ante la posibilidad de que no le gustase. En sus labios, las palabras que yo haba escrito con tanto cuidado, con tanto amor, sonaban igual que notas de una partitura hermossima. Me he emocionado. Las lgrimas caan gruesas como canicas y yo miraba el pelo de Carla, su espalda tan frgil, el movimiento de sus hombros al pasar las pginas. Cuando ha acabado se ha girado hacia m. Es muy bonito, ha dicho. Un poco triste, pero bonito. Eres t, el nio? Le he respondido que s. Luego me ha tocado la frente. Deja de pensar en eso, me ha susurrado. Y yo, para que no se asustara, la he besado en el pelo, que ola tan bien, y me he marchado. Hace poco ms de una hora de eso. Ahora me siento ajeno, y estrafalario tambin.

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  • 14 de Diciembre de 2009 a las 21:29
��� Ópalo Negro

�� �Oscuridad. No estaba tan mal después de todo. No podía ver lo que había en sus manos, aunque aquello no lo hacía desaparecer. Penélope se revolvió levantando una nube de polvo. Se sentía extraña, espantada. No por lo que había hecho sino por lo que implicaba. No era más que una niña, aunque tuviera inteligencia suficiente para comprender cosas que ni los ancianos comprenderían.

�� �Permanecía sentada en el suelo, con las manos apoyadas junto a las caderas, no quería mancharse las ropas. Se agitó y, por un instante, su cabello brilló bajo un rayo de luna que se colaba a través del techo. Su larga cabellera resplandecía con el mismo tono de la sangre que cubría sus manos.

�� �La puerta se abrió y una luz anaranjada hizo huir a la oscuridad relegándola a todos los rincones de la cabaña. Una mujer ataviada con un faldón oscuro y con el torso desnudo cubierto de collares entró detrás de la que hasta ese instante había sido su madre. La niña las miró sin ninguna expresión. Sabía lo que vendría a continuación y sabía que no había vuelta atrás. Sin que se lo pidieran se puso en pie y miró fijamente a la desconocida.

�� �-¿Cómo he de llamarte? –le dijo la extraña.

�� �-Ópalo Negro –contestó la niña que hasta hacía un par de horas había sido Penélope. La chiquilla se comportaba como una adulta, aunque su madre sabía que seguía siendo una niña y que después de lo que había sucedido aquella noche ya no le estaría permitido serlo más.

�� �La extraña asintió, conocía la historia de aquél nombre. Penélope lo había escogido porque era como la llamaba su abuela, la única persona que siempre la había tratado como a una adulta. Pero aquél nombre era mucho más que un bello recuerdo, marcaba un cambio en ella. No era normal nacer con los cabellos del color de la sangre y las niñas habían sido crueles. Por eso decidió que debía teñir sus cabellos para evitar las burlas y con apenas cinco años buscó entre los ungüentos de su abuela hasta que encontró un poco de sangre de brila, un extraño animal parecido a los sapos que solían utilizar las sacerdotisas en sus brebajes. El frasco era negro como la obsidiana. Se lavó el pelo con la mezcla sin saber que una de las propiedades de aquella sangre era su acidez. Cuando su abuela la encontró ya era tarde, tenía la piel tan irritada que tuvieron que afeitarla por completo para poder curarla. La niña se entristeció tanto que no quiso salir más fuera de su cabaña hasta que un día su abuela fue a visitarla y le contó una antigua historia sobre una antepasada suya.

�� �-Aquella mujer estaba destinada a hacer grandes cosas. Se llamaba Leviatkra, tenía los cabellos como el hierro al rojo y aquello provocó que fuera marginada. La expulsaron de la tribu y durante años tuvo que vivir sola en el bosque. Fue entonces cuando comenzó la guerra. La reina Hassi partió de la Gran Cúpula de Cristal hasta los bosques y, cuando se adentró en los que rodeaban nuestro poblado, fue atacada por las adoradoras de Aclis. Nadie sabe a ciencia cierta cómo aconteció la batalla, pero lo cierto es que el séquito de la reina cayó y la misma Hassi hubiera muerto de no ser por ella, que por aquél entonces había tomado otro nombre: Ópalo Negro se hizo llamar. Terminó con la vida de todas aquellas brujas oscuras y evitó que la más grande de todas nuestras reinas muriera y nuestro pueblo cayera con ella. Por eso, Penélope, no debes lamentarte nunca de tu desgracia, porque nunca sabrás a dónde te llevará el sufrimiento o la alegría. Leviatkra sufrió mucho por nacer con el pelo de fuego, pero fue eso mismo lo que impidió que la Gran Hassi muriera y que su nombre perdurara en la memoria de esta tierra. Tú debes estar por encima de todas esas envidiosas que ven en tu cabello algo que te hace diferente. No debes olvidar nunca que eres especial y que tu cabello sólo es un diminuto reflejo de eso.

�� �No era como las demás. Tenía diez años, no necesitaba otros diez para saberlo.

�� �La extranjera le entregó algo envuelto en una vieja tela. Penélope lo recogió sin bajar la mirada conteniendo el deseo de abrirlo.

�� �-Sabes que tienes que acompañarme –la niña asintió� -¿Cuántos años tienes, Ópalo?

�� �-Diez –dijo apretando el bulto entre sus manos. La sangre se había resecado y sentía la piel tirante.

�� �-Diez… -dijo la mujer con la mirada perdida –…eres la primera niña que nos llevamos.

�� �-Penélope… ¡sólo es una niña! –la madre se desplomó de rodillas en el suelo cubriéndose la cara con las manos.

�� �Penélope sintió que los ojos comenzaban a arderle. En ese instante supo que no debía llorar. Sabía lo que iba a sucederle antes de clavar aquel cuchillo en el vientre de la forastera. Y aún así lo había hecho. Todas sabían que aquellas mujeres tenían derecho a hacer lo que desearan. Habían esclavizado a aquél pueblo gracias a su superioridad en el combate. Y todas las esclavas que se llevaban regresaban poco después muertas tras intentar escapar.

�� �-Despídete de tu madre –le dijo la mujer dándole la espalda –Y recuerda que nunca más volverás.

�� �La madre de Penélope esperó inmóvil, como si tuviera miedo de su propia hija. La niña miraba hacia la puerta. Había acabado con la vida de una de aquellas temibles guerreras. Se suponía que lo que había hecho era algo glorioso, pero no se sentía gloriosa, se sentía rota, como el día que trató de teñir sus cabellos sin éxito.

�� �-Dime que no quieres irte y te ayudaré a escapar –le dijo su madre abrazándola con fuerza.

�� �-No ha sido un accidente, madre –confesó sin poder evitar que las lágrimas escaparan de sus ojos –Decidí ser yo la que se marchara con ellas.

�� �-¿Y por qué tenías que ser tú? –le reprochó agitándola. Sus cabellos se revolvieron como llamas de una hoguera azotadas por la brisa -¿Por qué? –la mujer rompió a llorar mientras que Penélope dejaba de hacerlo. Llorar era algo que ya no le estaría permitido.

�� �-Porque ellas no lo aguantarían –dijo muy seria.

�� �-Tienes diez años, Penélope –le dijo mientras apartaba un mechón de su rostro –Eres una niña, las otras son ya mujeres.

�� �-Se comportan como mujeres porque es lo que parecen, madre, pero no lo son.

�� �La mujer abrazó con fuerza a su hija comprendiendo la verdad que había en sus palabras. Penélope nunca había sido una niña. Uno la miraba y podía confundirse al contemplar esos enormes ojos verdes que decían tantas cosas.

�� �-Dime que no quieres irte y lograré que las demás me apoyen. Éramos guerreras, podemos derrotarlas –la mujer lloraba al mismo tiempo que hablaba, pero Penélope ya no iba a seguir escuchando.

�� �-Nos convirtieron en sus esclavas, madre, ya no somos guerreras, hace tiempo que decidimos ser prisioneras.

�� �La niña dio un beso en la mejilla a su madre y abandonó la cabaña sin volverse atrás. Cuando salió a la oscuridad de la noche vio que la luna permanecía parcialmente oculta tras las nubes y sintió que el cielo se movía como su alma. El cadáver de la mujer que había matado estaba allí, pero evitó mirarlo. La guerrera que le había entregado el paquete esperaba con cuatro más de aquellas que las habían secuestrado en su propio bosque. Penélope las miró sin ninguna expresión. Su abuela le había contado muchas cosas de esas amazonas y creía conocerlas lo suficiente como para saber cómo comportarse en su presencia. Un mal gesto era suficiente para ellas. No necesitaban más para matar.

�� �Aquél ritual era antiguo. Una vez cada cincuenta años. Durante todo ese tiempo el poblado vivía sin señal alguna de su presencia. Regresaban para llevarse a una de ellas. La elegida sería la que demostrara el valor suficiente para matar. Y Penélope decidió que esa vez sería ella. Aprovechó el descuido de una de aquellas mujeres mientras atormentaba a Liana, una de las que se habían burlado de su pelo. Le arrebató el cuchillo con el que amenazaba a la joven para que la obedeciera y sin pensarlo dos veces le gritó que la dejara. La mujer rió sorprendida ante la chiquilla que se atrevía a desafiarla y desenvainó su espada. Penélope recordaba el ruido del acero al chocar frenéticamente contra la hoja de su cuchillo y cómo aprovechó el instante justo para llevarse su vida.

�� �-Matando a una de nosotras pasas a ser una de nosotras –dijo una de las guerreras –La otra opción es la muerte.

�� �Penélope se acercó a las mujeres que serían su familia a partir de ese instante y, sin mirar atrás, marchó con ellas. Mientras cruzaba el bosque, el único lugar que conocía del mundo, no pudo evitar recordar a su abuela. Levantó la vista hacia la luna recordando que no había mirado lo que la mujer le había entregado. Desenrolló la tela descubriendo una brillante piedra oscura, casi negra.

�� �-Se trata de un ópalo negro –le dijo la mujer que iba tras ella –Pertenecía a la mujer que has matado esta noche –continuó –Ahora es tuyo.

�� �Penélope sonrió. Pensó en mirar hacia atrás una vez más, había decidido que sí regresaría. Ópalo Negro había muerto muchos siglos antes de que ella naciera, ahora la haría regresar para engrandecer aún más su leyenda. Se convertiría en una de aquellas mujeres a las que acompañaba, perdería su propia identidad para conseguirlo y, cuando fuera mejor que todas, devolvería la libertad a su pueblo.

�� �Miró hacia atrás, pero ya sólo se veía bosque. Apretó la piedra en su mano y le pidió a los dioses que le dieran el coraje de su antepasada. No sólo tomaría el nombre de su antepasada, se convertiría en ella. Y mientras hubiera alguien con su coraje en el mundo, Ópalo Negro nunca moriría ya.
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  • 16 de Diciembre de 2009 a las 1:21

TIME IS ON MY SIDE o el niño Tiempo


Matar al Tiempo porque está ahí, con esa cara de imbécil que lo está pidiendo. Está pidiendo a gritos una paliza en todos los patios de colegio, de aquellos de cuando yo era pequeño. Una buena paliza; que lo plieguen por el estómago y le den duras patadas en la boca y en la frente. Que le escupan... Los insultos, los jaleos, los vítores celebrando cada puño que impacta de lleno en las costillas, cada sonora bofetada que se estrella en la espalda desnuda. Los arañazos de ellas, esas niñas adorables de los patios de colegio -cuando yo era pequeño-. Las patadas de full de los chicos problemáticos con los que siempre acababa reunido luego, para tomar unas cervezas... Esos putos patios de colegio. Esos putos profesores dejando al Tiempo solo, llorando, con las manos temblorosas e incapaz de hablar. El Tiempo quiere contarlo todo de una vez, pero aún es lento y tiene toda la boca llena de rabia. Y quiere masticarla y tragarla para poder hablar y decir muchas cosas; a ti, a mí, al otro que ni siquiera conocemos. Una de esas cosas es que nos jodamos, yo y los putos patios de colegio de cuando yo era pequeño. Que le da igual cuántos golpes reciba en el estómago, que le da igual al niño Tiempo cuánto tarden en sonar las sirenas como de campo de concentración que había en esos putos patios de colegio. Que no le importa cuántos insultos haya recibido él o su padre, o su madre -sabe que ésas son cosas que puede soportar-. Da igual que tenga que levantarse del suelo con la cara palpitando de dolor, los codos desollados y los mocos mezclados con sangre, para ir hasta el culo de la fila y que cada profesor recuente a los alumnos de su grupo. Así que se levanta y se dirige cojeando hasta el lugar que le corresponde, por imbécil, por lento, por tomárselo todo como si no fuera con él... ¡Tiempo, hijo de puta!, le gritan todos los niños en corro. Y danzan y ríen, dan vueltas y ríen...


Y ríen porque no se pueden creer lo idiota que es, cómo se deja dar esas palizas sin rechistar. Lo celebran haciendo gestos que simulan los golpes que le han dado, se arremolinan alrededor de ellos mismos... Saben que hoy se la han vuelto a dar; al Tiempo.


Ella, al principio de la fila, sonríe con desdén mientras habla con sus amiguitas adorables del puto patio de colegio. Sabe que fue un capricho estúpido y que nunca dejará que alguien que pierde todas las peleas, le bese por primera o segunda vez. (Ella cree que sin lengua no cuenta).


Ellos saben que pueden decir cualquier cosa. Algunos se acercan y lo rodean, algunos dicen que si quedan luego, otros que mañana más... Luego celebran el ingenio del comentario entre risas que el Tiempo no comprende...


Así es como el Tiempo ocupa su lugar en la fila de niños. Tiene una mirada especial que transmite orgullo. Todos quieren arrancarle la cabeza, arrancarle las tripas desde adentro para que la mierda que contengan salpique todo el suelo del puto patio de colegio de cuando yo era pequeño. Porque todos saben que el chico no discrimina y que de su boca enorme puede salir cualquier cosa... Que sus puños pueden arrojarse contra ellos en un segundo y al siguiente, caer como envueltos en lana empapada e inertes. Que podía ser listo y fuerte, que podía patear a otros como él o esperar sentado en las gradas mientras el resto vive. Saben que al Tiempo no le gustan los deportes ni estudiar demasiado. Saben que le gusta dibujar masacres y asesinatos, reírse de quien sea sin importarle las cabezas que le saque. Y el Tiempo se lo pasa bien con los empollones jugando, con una pelota hecha con restos de papel de aluminio, a una versión libre entre el voleibol y el balón prisionero.


Saben que el Tiempo siempre estará ahí -como yo en lo putos patios de colegio de cuando era pequeño-, observando y midiéndoles a todos el corazón y los pulmones. Saben que ve algo que ellos no pueden ver, saben que acabará por quitarles todo lo que tienen ahora. Por eso tratan de matarlo.



Me levantaba como podía. Apestaba a sudor y el sudor hacía que las heridas y arañazos me escocieran mucho más. Había sonado la sirena, y tenía que ir hasta el final de la fila. Y me quedaba allí, muy quieto, mirándoles a todos a los ojos... Podían apalizarme lo que quisieran que mi orgullo seguía intacto. Aún no lo sabía, pero el Tiempo era de los míos. Siempre estuvo de mi parte...

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  • 16 de Diciembre de 2009 a las 17:12

LA NIÑA QUE CASI CONOCIÓ A KOJI KABUTO

Estaba a punto de empezar Mazinger Z, pero aquel día le dolía tanto la cabeza que, por primera vez, iba a perderse a Koji. Tampoco quiso merendar. Su madre transigió porque sabía que, con siete años, sólo un dolor de cabeza real podía hacer que un niño se perdiese sus dibujos favoritos.

Unas horas después, no soportaba la luz; se retorcía de dolor como un gusano al que le clavas un palillo en el medio y medio, vociferando como no parecía posible en una garganta tan pequeña. De madrugada, en la habitación oscura, se golpeaba contra las paredes para soportar el dolor. Al amanecer, la fiebre le subió tanto que el calor se notaba antes de que uno se hubiese acercado al cabecero de la cama. Cuando, por segunda vez, el médico llegó a la casa, ya no era posible doblar el cuello de la niña sin partírselo. "Posición gatillo de fusil", dijo el doctor. Y se la llevaron en ambulancia.

Después de punciones lumbares, análisis y vías, en medio del delirio febril de la pequeña, le asignaron la cama de hospital en la que habría de estar inmovilizada un mes, sujeta por un gotero de aguja rígida que notaba con sólo bostezar. "Meningitis -dijeron los especialistas-. Veinticuatro horas más y la hubiésemos perdido".

Y se quedó sola. En una cama extraña, en un edificio con lamentos de verdad saliendo de bocas de juguete, en manos de personas mayores a las que no había visto jamás. Sola porque, en aquel entonces, no se permitía a los padres apostarse a los pies de sus retoños. Papá y mamá eran tangibles de cinco a siete; fuera de ahí, sólo eran un deseo tozudo de los niños.

En pocos días el dolor remitió, dejándole sitio a la pena. La pequeña mataba el tiempo coloreando dibujos de ratones que las enfermeras le traían y leyendo libros grandes que podía abrir sobre las piernas, sin necesidad de sostenerlos con una sola mano; pero no pasaba. Allí el tiempo era un ente denso, perezoso, que parecía no poder conjugarse en futuro. Así que la niña fuerte, cuando papá y mamá se despedían con besos, se desgajaba, se deshacía en llanto. Muy despacito, muy quedo, para que nadie fuera a contarles cuánto sufría y así no hacerlos sufrir a ellos.

El octavo día llegó él.

A la hora de su desayuno intravenoso, la habitación se llenó de gente. Un celador empujando la silla de ruedas que traía al pequeño, una enfermera que extrajo sangre al nuevo enfermo con una sonrisa, un médico ojeroso que charló con la niña hasta que los demás le dejaron espacio para su monólogo de doctor y una madre que, sin estarlo, parecía tranquila. Después, se quedaron solos.

Lo primero que pensó es que aquel niño era guapo, más que el más guapo de su clase, y que no parecía enfermo. Él pensó que nunca había visto una niña tan delgada y con los ojos tan grandes.

– Hola, ¿cómo te llamas?

No se volvió a mirarlo. Por el rabillo del ojo vio que se había sentado en la cama, con la espalda apoyada en el cabecero, y que la estaba mirando a ella. Notó enseguida que se había puesto roja y, como pudo, se quitó de la cabeza que aquel niño se pareciese a Koji.

– Me llamo Andrea. ¿Y tú?

– Yo me llamo Diego.

Entonces sí se volvió. Le miró, le sonrió y, otra vez, se puso roja.

– ¿Sabes una cosa? -le dijo él- Te pareces a Sayaka Yumi. ¿Sabes quién es?

– Sí. La novia de Koji Kabuto.

– ¡Hala, ¿qué dices?! No es la novia. ¿Te gusta Mazinger?

– Sí, claro.

– A mí también.

Todo cambió a partir de entonces.

Diego tenía nueve años. Acababan de ingresarle por tercera vez en los últimos siete meses. El niño sufría súbitos y vertiginosos ataques de fiebre que lo llevaban al borde del coma. Nadie sabía por qué. Esta vez había pasado dos días en la UVI infantil y, controlada la crisis, lo ingresaron en planta para estudiar la evolución durante unos días.

Ya no tenía fiebre, así que Diego se sentía bien. Estaba más que acostumbrado a los ingresos y las pruebas, y su carácter estaba hecho a prueba de ataques. No es que no prefiriese estar en otro lugar, claro, pero tampoco podía decir que allí estuviese mal del todo. Le gustaba aquel sitio raro, blanco, lleno de pasillos oscuros que recorría a escondidas de noche hasta que alguna enfermera lo descubría y lo mandaba a la cama con un responso. Le gustaba imaginar que estaba allí para que lo operasen y le pusiesen cosas de hierro, para que lo convirtiesen en un súper-humano, o en un hombre-robot, o en algo parecido. Por eso, aún prefiriendo no estar allí, no estaba mal del todo.

Aquella vez fue distinto porque estaba ella. Aquella vez fue mejor que nunca.

Después de cantar y de que una enfermera malencarada los mandase callar, Diego le propuso jugar a algo.

– No puedo moverme.

– A algo que no tengas que moverte, idiota -dijo él- Piensa...

– No sé...

Y se quedaron callados. Y entonces Andrea sintió unas ganas tan grandes de llorar, que no quiso hacerlo; porque tuvo la corazonada de que si lo hacía, de que si empezaba, ya no dejaría de hacerlo nunca. Y se murió de miedo. Y buscó a Diego.

– Cuéntame algo -le dijo.

– ¿Que te cuente?

– Sí, cuéntame algo. Cuéntame un cuento. Por favor...

Y Diego le contó el que se inventó para su hermana pequeña: el de la princesa mala que se pintaba de rosa para disimular. Y durante siete días, le contó historias de magos, de policías, de niños-robot, de colegios... Y por las noches se contaron qué querían ser de mayor, qué hacían en verano, lo mal que se llevaban con sus hermanos, que creían en los fantasmas... Y cuando ella estaba triste, él se peleaba a puñetazos con la almohada o imitaba al médico que los visitaba por la mañana; cualquier cosa para que ella se riese.

Durante siete días, Andrea soportó la medicación dolorosa, la inmovilidad, la falta de papá y mamá, apoyada en Diego. Lo buscaba con la vista si de noche se despertaba y dejaba que se le colase en los sueños cuando conseguía dormir.

Durante siete días y sin decírselo a nadie, Diego deseó profundamente sufrir otro ataque para no tener que irse.

– Me voy mañana.

Se lo dijo la víspera, por la noche. Tumbado boca arriba en la cama, tapado hasta la cintura, mirando al techo. Habían apagado las luces y ya habían venido a cambiar el gotero de Andrea que, cuando escuchó aquello, sintió cómo el estómago se le encogía de golpe con dolor, como si tuviese un erizo dentro. Le pareció que todo a su alrededor se deformaba, agrandándose delante de ella, sin esperar siquiera a que estuviese realmente sola. La cama pareció crecer, haciéndose más alta todavía. La habitación se agigantó, dejando tanto espacio entre ella y las paredes que, de pronto, tuvo frío. Sintió el edificio entero como un monstruo vivo que se la comería en cuanto él la dejase sola allí.

– ¿Y ya no vas a volver?

Diego seguía mirando al techo.

– No.

Ella quiso decirle que le gustaba, pero no supo cómo hacerlo. Él quiso leerle el poema que le había escrito esa mañana, pero le dio vergüenza. Así que se quedaron callados. Y entonces, Andrea arrastró el cuerpo por la cama y se arrimó a la orilla, hacia él. Después descolgó el brazo y se lo ofreció a Diego sin decir nada. Él hizo lo mismo. Y se cogieron de la mano.

– Buenas noches, Yuri.

– Buenas noches, Koji.

A la mañana siguiente, vinieron a buscarlo. Por primera vez, Andrea lo vio vestido de calle. Le resultó extraño al principio, como si no fuese la misma persona. Aquel pantalón de pana y aquel jersey de manga larga lo hacían parecer fuera de contexto, como si de verdad su sitio estuviese fuera y no allí, a su lado, con ella hasta el final.

No se dijeron nada. La mamá de Diego intentó hablar con la niña, pero se dio cuenta pronto de que la pequeña estaba a punto de llorar. Así que recogió las cosas rápido, las metió en una maleta pequeña y, por fin, se despidió de Andrea con un beso. A punto de salir, tuvo que llamar a su hijo. Se había quedado quieto, entre las dos camas, mirando a la niña y sin decir una palabra.

– Diego, venga. Dale un beso y despídete, que papá nos está esperando abajo. ¡Vamos!

Y sin pensarlo, como si simplemente estuviese obedeciendo una orden de su madre, Diego se agachó y le dio un beso. En la mejilla. Junto a la comisura de la boca.

Y se fue.

Aquel día, Andrea lloró tanto que no fue capaz de disimularlo delante de nadie. Tanto que, otra vez, creyó que no iba a parar jamás.

Pero lo hizo.

Y cuando un mes después volvió al colegio, le dijo a todo el mundo que había conocido a Koji Kabuto. Y no le importó que nadie le creyera.

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  • 17 de Diciembre de 2009 a las 17:24
ESTAMPA OTOÑAL

Hoy he visto algo curioso des del balcón. Era una tarde cálida, con el cielo despejado. Como era otoño el sol no resultaba abrasador y el perecer de las hojas empezaba a inundar el horizonte de bonitos naranjas, que se fundían con el verde para luego mezclarse con el azul del cielo para componer una estampa otoñal francamente bella a la que unos cuantos chavales, niños recién salidos del colegio, jugando y preparando travesuras a escasos cincuenta metros ponían la guinda idílica.

Esos niños, cuatro o cinco, se arremolinaban juntos, saltaban, reían, gritaban, se les veía felices, se divertían. Parecían gozar con intensidad de su infancia, de su inocencia, de la libertad que otorga el poder tratar al mundo con descaro y que este sólo te devuelva arrumacos y calentoñas. No debían tener más de ocho o nueve años.

La escena me mantuvo absorto largo tiempo, era bella y tierna. No sé cuánto tiempo pasé ahí mirando. Sólo sé que aguardé hasta que los niños, cansados de sus juegos decidieron irse a otro lugar. Se fueron corriendo y dando saltitos, con la misma alegría mostrada en su juego. Entonces observé que habían olvidado algo en el suelo. Mi curiosidad me pudo. Decidí ir a ver qué era lo que había dejado atrás.

Cuando llegué al lugar se me hizo un nudo en la garganta. El objeto olvidado era un pájaro. Yacía inerte, muerto, sin vida. Aplastado, magullado, pisoteado, chutado y zarandeado. En eso había consistido el inocente juego de aquellos críos. En el ensañamiento cruel y desproporcionado contra el cadáver, o eso quería creer, de un pequeño e indefenso gorrión.

Y entonces volvió a mi cabeza el último pensamiento que vino a mi mente viéndolos jugar. “Disfrutan de la libertad que les otorga poder tratar al mundo con descaro mientras éste les devuelve arrumacos y calentoñas”. Eran libres, actuaban impunemente y se podían permitir sacar el lado más funesto del ser humano... supuse que con el tiempo aprenderían a esconder ciertos impulsos.
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  • 17 de Diciembre de 2009 a las 20:41
Le lien.

-Hace nueve años.
-Exacto.
-Imposible.

Chris miró atentamente a la pequeña.� Su copa de batido estaba vacía, con el dedo, recogía los restos de chocolate que permanecían en el borde.

-¿Quieres otro?
-Bueno...

Llamó al camarero y le indicó su pedido. Tres minutos de silencio incómodo y miradas huidizas después, llegó el batido doble de chocolate con nata y una cereza coronando la cumbre. La niña hundió la cereza en la nata y la sacó observándola curiosamente para, segundos después comérsela.

-Ya te lo he dicho, ella está aquí. Bueno, ella no está. Estoy yo.

Eran las frases confusas y no bien estructuradas de una niña. Le encogía el corazón no saber de qué hablaba, no creerla. O más bien, temer creerla.

-Creo que deberías volver a casa, es lo mejor.� No te lo tomes a mal... pero es que es un episodio muy triste de mi vida, y siempre que vuelve a por mí siento que es para hacerme daño. He acudido a espiritistas, iluminados y grupos varios de gente que prometía ayudarme. Pero nada ha servido.
-Créeme.
-Eres una niña...

Chris acompañó a la pequeña a casa. Justo cuando llegaban, una voz femenina llamó a Chris.
-¡Eh! Chris, ¿qué haces? – Era la joven novia del chico, Chloé- ... ¿Quién es esta niña?
-Vaya, hola querida – Besó su mejilla, gesto que Chloé sintió como extraño, nunca se saludaban así- Es... la hija de un amigo. Me pidió que la llevara a casa después del colegio porque andaba ocupado.

La niña asintió y miró al suelo distraída.
-Trabaja en una panadería.
-Ya veo. Bueno Chris, no hagas tarde a la cena de esta noche con Filbert y los otros. No deberías faltar otra vez.
-De acuerdo... querida, nos vemos más tarde. Que vaya bien la clase.

Se despidieron y Chloé� desapareció al girar la esquina. La niña miró a Chris confusa.
-¿Querida? Es eso...
-No somos novios exactamente. Además, no tengo por qué hablar de esto contigo.

Los ojos de la niña se tornaron tristes. Echó a andar hacia la panadería de su padre sola, rápidamente, y cerró la puerta tras de sí.
Chris emprendió el camino a casa. Pensaba en todo el tiempo transcurrido desde aquello. Mentiría si dijera que no fue lo más horrible que le sucedió en la vida, una vida hasta el momento perfecta, sin ningún cabo suelto. Pero eso que le contaba Claudette , la pequeña que conoció repentinamente esa misma tarde, era demasiado. Creía que ya lo había visto todo: posesiones falsas, sectas que mantenían contacto prolongado con un ser querido y te enviaban sus mensajes mientras les pagaras... No, no podía caer otra vez.

Pero al mismo tiempo, ¿qué inducía a la niña a hacer algo así? No conocía al padre, ni siquiera vivía en ese barrio. Algo raro pasaba pero seguramente no podría aguantar otra decepción. No precisamente esta.
Cuando salió de trabajar aquella tarde, la encontró esperando en el parking, justo al lado de su coche. ¿Cómo sabía dónde trabajaba y, lo que era más inquietante aún, cuál era su coche? Le reconoció al instante e intentó hablar atropelladamente, nada de lo que decía tenía sentido.

-...Chris
-¿Te conozco? ¿Te has perdido?
-No, Chris, escucha. Escúchame.
-Pero ¿cómo sabes mi nombre?
-Ella vive.
-... ¿quién?
-Vive en mí.

Los momentos siguientes a esa corta pero intensa charla fueron demasiado fuertes para él. Pensó que soñaba, que aún estaba en la cama y ni siquiera se había levantado para ir al trabajo. Nada había sucedido excepto ese sueño. Pero se equivocaba. La niña trató de seguir hablando pero su pequeña mente no era capaz de ordenar bien las ideas para decir todo lo que pretendía, así que Chris trató de tranquilizarse y de hacer callar a la niña.

-Oye, dime tu nombre.
-Claudette.
-Claudette, ¿eh? Muy bien, quiero que me digas qué está pasando exactamente. Quién está haciéndome esto y por qué.
-Es ella, ella me dijo que te buscara.
-Mientes...
-¡No! ¡Lo juro! – Claudette agarró fuertemente la mano de Chris. Por un momento le pareció verla en sus ojos, como si golpeara fuertemente un cristal para poder salir y abrazarle. Definitivamente no se encontraba bien-
-Ya vale, si me ven los de la oficina pensarán que pasa algo. Actúa con normalidad, vamos a esa cafetería. – Señaló con el dedo la cafetería� L’aubade� y Claudette asintió.

Y allí fue donde comenzó todo su horror. Lo único que no quería después de nueve años de terapia era que se la jugaran, otra vez, pero usando a una cría para causarle dolor. Claudette nunca dudó, ni tembló su voz.

-Nací hace nueve años. Mi padre es Jean Leureant, panadero. Mi madre es Teresse Marie y ayuda a mi padre con la panadería. El día en que yo nací pasó algo horroroso.
-¿Horroroso? ¿A qué te refieres exactamente...?
-Para que yo naciera... murió gente.

Chris bebió un largo trago de su café y se quedó mirando a la pequeña. Ella casi no pestañeaba, pero respiraba agitadamente. Él pensó que seguramente para ella, hablar de eso tenía gran peso emocional. No le cabía en la cabeza la relación entre lo que le contaba Claudette y lo que le dijo al principio, así que se apresuró a preguntarle.

-Dime, dime quién murió y qué tiene que ver con...
-Aline – La niña miró a Chris y él sintió algo atravesarle el corazón- Ella fue arrollada por un coche que se desvió para dejar pasar a la ambulancia que llevaba a mi madre al hospital. Mis padres no supieron nunca nada, solo yo lo sé.� Y hace una semana comenzó a hablarme, a pedirme que te diera un mensaje.

Chris no sabía que responder. Por un momento sintió odio hacia Claudette, su familia, su vida y todo lo que tuviera que ver con ella. Pensó en hacer mil cosas, todas horribles. El solo hecho de procesar lo que le acababan de decir le parecía una odisea. Cerró los ojos durante unos segundos y respiró hondo.

-Me dijo que no lo entenderías. Pero está en mí, dijo que era la única forma, el único vínculo entre la vida y la muerte que le podía ser útil. Ella tan solo quiere...
-Hace nueve años.
-Exacto.
-Imposible.

Llegó a casa después de repasar mentalmente las conversaciones que había tenido con la niña desde que la vio. Ni siquiera se molestó en quitarse los zapatos, se tumbó en la cama y dejó pasar el tiempo.

La luz se filtraba entre las cortinas, ya era de día. Entreabrió los ojos que se intentaban acostumbrar a la luz del sol, mientras buscaba el reloj de su mesita de noche: había dormido exactamente doce horas. Caminó hacía el baño pensando que no iría a trabajar. Vio en el espejo a un hombre deshecho como nunca antes, la barba y las ojeras no le importaban, ni la cena a la que no acudió, ni ser despedido de su trabajo.

De repente y como si le martillearan el cerebro mil veces por segundo, escuchó sonar su teléfono. Cansado, se acercó a la mesilla de noche donde lo tenía: no conocía el número. Dudó si cogerlo o no, pero al final lo hizo.
-¿Si?
-¿Chris?
-¿...Aline?

Minutos más tarde, Claudette se encontraba frente a su puerta. Chris abrió desganado y la pequeña saludó con la cabeza. Pasaron y se sentaron en la mesa de la cocina.

-No deberías estar aquí, tus padres estarán preocupados.
-Piensan que estoy en clase. –Chris hizo una mueca, no sabía qué decir de todo aquello-
-Escucha, Claudette. Sé que, de algún modo, piensas que me ayudas o que alguien piensa que lo hace. Pero no es así.

Claudette miró el triste semblante de Chris, estaba realmente deprimido. Tantos años de terapia tirados por la borda, tantas noches sin dormir, tantas lágrimas vertidas sobre la idea de recuperar a su amada Aline.

-Ella quiere darte esto. Anoche me pidió que lo escribiera. Me dijo que tú sabrías lo que significa.

Le entregó una carta. En el sobre sólo ponía: cofre. Chris se giró inmediatamente y fue corriendo hacia un cofre que había en la salita. Claudette le siguió. Era pequeño, de madera. Ella guardaba allí sus cosas y a él jamás le dio por buscar en él tras su muerte. Lo abrió y en él vio una foto de los dos el día en que se prometieron. Ella sonreía. Leyó la carta:

“Querido Chris,
Ese día fue el más bonito de mi vida. Me pediste compartir tu vida, tus sueños, unirnos en matrimonio. Aunque jamás pudimos casarnos, yo ya te sentía parte de mí. Siento que te he robado demasiado tiempo, fuerzas... No quiero que me olvides, pero tampoco que te quedes solo por siempre.

Sé que forzarte no serviría de nada, pero si de verdad te sientes solo, por favor cuenta con Chloé. Siempre fue buena amiga de los dos y te ama de verdad.

Hasta siempre,
Aline dg kiajd iofgh.. ..... . .”

Chris miró a la niña con ojos llorosos.
-¿Y esas palabras incomprensibles del final?�� �
-Se fue...

Chris se agachó y miró a la pequeña a los ojos, no la vio más en ella. No sentía esa presencia añorada que sintió el día anterior y todo parecía, de nuevo, un sueño. Pero era su letra, eran sus palabras y no necesitaba más.� Descubrió que había estado confuso demasiado tiempo, intentando aferrarse a algo que ya no existía en su mundo.

Abrazó fuertemente a Claudette y le besó la mejilla, ella sonrió.
-Me alegra haber sido útil. – Cogió su cartera y marchó a la escuela.

Chris dejó la foto y la carta en el cofre de madera, unas lágrimas cayeron sobre él. Volvió a su habitación y cogió el móvil.

-¿Sí?
-¿Chloé?
-¡Chris! ¿Estás bien? Ayer no te vimos en la cena, pensé en ir a verte después por no irme, pero se hizo tan tarde, y pensé que estarías durmiendo ya...
-Me siento tan solo. Necesito...
-¿Voy a verte?
-Sí.

Chris esperó en la puerta de su casa la llegada de Chloé. No solía ir a su casa, estaba nervioso.
Llamó al timbre y él abrió la puerta rápidamente.
-Abrázame.
-Hm...

Se fundieron en un cálido abrazo que duró minutos.

concursoderelatos
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  • 17 de Diciembre de 2009 a las 22:38
Destino reptante.

Nota: Este relato no entre en concurso ya que se pasa del límite de 1700 palabras.

Muchas veces me pregunto si lo natural de las casualidades, si la sencillez de los sucesos es simplemente el enlace casual de cadenas arbitrarias y aleatorias o, por el contrario, existe algo más en esta realidad, algo ajeno a nosotros, algo que tiene un poder distinto e imposible de comprender por la mente humana.

Esto sonaría muy normal si procediese de una persona de fe, de fuertes convicciones espirituales. Hasta sonaría comprensible y adecuado para una persona estándar, de clase media y con una vida de lo más ordinaria. Pero ninguno de estos es mi caso.

Soy doctorada en física y en astrofísica. Toda mi vida, la ciencia ha sido mi guía, mi norte y la solución de todas mis cuestiones. Pero… pero recientemente, ha sido asaltada mi cordura con una cuestión que la ciencia no puede responder.

Sin poder comprender lo sucedido, estoy perdida, levitando y flotando entre ecos vacíos de horas muertas. Mi reloj ha perdido todos los instantes, y la ciencia, orgullosa y vanidosa, ha caído en un pozo de ignorancia, cuyas negras paredes, son la oscuridad de lo desconocido.

Por eso, ahora, perdida y perdidas mis creencias, no he podido sinó encaminarme a la búsqueda de respuestas en lo intangible, en lo etéreo y fugaz de lo espiritual. Me he encaminado a la búsqueda del destino, y del significado que éste pueda tener.

Si hoy os cuento mis experiencias, si hoy me siento decantada a contar esta singular historia, no es para diversión de mis lectores, es porque necesito encontrar un poco de paz en mi corazón, porque, porque… es tan incomprensible lo que me pasó este viernes día 21 de septiembre, que no puedo guardármelo en mi interior.

Mis propios sentimientos se contradicen, se niegan a aceptar su propio testimonio, y yo habría de estar totalmente loca si lo aceptara. No obstante, no estoy loca, y con toda seguridad, no sueño.

Lo que pasó este viernes es una simple cadena de sucesos domésticos que, separados uno a uno e individualmente, no se les puede atribuir nada especial ni sobrenatural, pero es en el conjunto cómo se les debe ver, y este terrible conjunto es el que me ha dejado anonadada y perdida; anonadada y perdida una mente con amplios conocimientos científicos, con fuertes convicciones racionales.

Así que, si hoy me siento decantada a contar esta singular historia es porque todos mis intentos de esclarecer los pormenores que se han visto implicados, ha sido totalmente en vano.

Y es en los pormenores, en estas implicaciones, dónde se deben buscar las respuestas, pues lo global es tan complejo y tan sobrenatural, se aleja tanto del raciocinio humano, que es inútil tratar de esclarecerlo por los métodos y las herramientas que nosotros conocemos.

Seguramente nadie podrá dudar del carácter, un tanto outré, de la historia que os voy a relatar y tengo que decir que todo sucedió cómo lo voy a contar. No es fantasía, ni ficción. Ni ningún delirio… Aunque sería comprensible pensar esto, y yo lo pensaría, sin duda alguna, si fuera una lectora ajena. Pensaría que, sin duda, la persona que lo ha escrito está desequilibrada, ha enloquecido o fantasea. Pero el caso es muy diferente, pues yo no estoy loca ni tengo fantasías.

Para poder contaros lo sucedido este viernes 21 de septiembre tengo que remontar en el tiempo muy, muy atrás. Cuando yo tan sólo era una muchacha de quince años de edad…

Era el verano del 86. Nos fuimos yo y mi familia a pasar unas vacaciones en una confortable cabaña en el bosque, al lado de un pueblo diminuto y poco conocido. Los sucesos empezaron a suceder el segundo día, tomando un curso imparable y que guió completamente nuestros actos.

Salimos todos a dar un paseo por el claro de un bosque. Al cabo de un rato, y habiéndonos separado ligeramente, me di cuenta que, en el borde del claro, se desplazaba un brillante riachuelo que serpenteaba por la falda de una alta montaña. Divertida, me metí en el río. Me cubría sólo hasta las nalgas, y el agua era tan clara que te invitaba a chapotear en ella. Y así lo hice.

Fui corriendo, chapoteando y saltando, curso a bajo por el río. De pronto oí un grito ahogado de terror, y reconocí, sin ningún tipo de duda, la voz de mi madre. Aceleré el paso, angustiada, hacia la procedencia del grito de la mujer que me había dado la vida. La vi muy pocos segundos más tarde. Estaba al otro lado del riachuelo, con la mirada presa del pánico. Ante ella reptaba y se contorsionaba una terrible y a la par magnífica serpiente.

En ese momento llegaron mi padre y mi hermana pequeña. No pudieron contener su espanto al ver a tan terrible bestia, y mi hermana sólo era una niña de diez años y no pudo controlar sus instintos. Gritó horrorizada, y eso alteró al formidable reptil, que se abalanzó salvajemente contra el cuerpo de mi madre. La mordedura fue terrible, y la mujer que me había traído a la vida cayó inconsciente al suelo.

Mi padre cogió desesperado a su mujer y, viendo que no abría los ojos, se puso muy nervioso y empezó a gritar. Mi hermana se puso a llorar sonoramente, que no es de extrañar para una niña tan pequeña, pero sí que era extraña la tranquilidad y la seguridad que se había posado en mí. Ordené a mi padre que cogiera a su mujer en brazos y me siguiera. “Rápido” le dije “No hay tiempo que perder. Cogeremos el coche y la llevamos al hospital de la ciudad más cercana”. Y así fue. En menos de media hora llegamos al hospital, espoleados por una prisa vertiginosa y por el miedo a las funestas consecuencias del veneno que se extendía por el cuerpo de mi pobre madre.

Los médicos le sacaron la ponzoña y la salvaron, pero necesitaría mucho descanso hasta poder recuperarse. Así que, aquel viaje que pretendía ser el de unas divertidas vacaciones, se convirtió en una triste espera y en un triste velatorio para la salud y la recuperación de mi madre.

Mi padre se pasaba los días enteros en el hospital, al lado de su mujer, y nosotras casi nunca lo veíamos, así que pasamos casi todos los días solas y a nuestras anchas.

Al cabo de tres días del traumático incidente, nos encontramos con dos hombres que cuchicheaban palabras oscuras y repletas de misterio. Oímos que un poco más abajo del valle, a la orilla del río, la misma mañana de nuestro encuentro con la serpiente, se produjo un terrible asesinato. Un hombre nórdico, de pelo rubio y piel lívida, había matado a cuchilladas a una pobre mujer también de origen nórdico.

Nos quedamos heladas de espanto, pues nos dimos cuenta, que eso había sucedido a escasos metros del encuentro de mi madre con la serpiente. Si ese terrible reptil no se hubiera cruzado en el camino de mi madre, posiblemente hubiera chocado con el asesino, y no me atrevo a pensar lo que podría haber sucedido.

Trastornadas por la noticia, nos volvimos de camino a la cabaña. Cuando hubimos llegado a la entrada, donde se abría un extenso cultivo, mi hermana pequeña me avisó de algo extraño. “¿Lo oyes?” me preguntaba “¿Lo oyes? ¡Ese siseo mezquino de la serpiente!”. Me quedé helada de miedo, pues ahí delante, levantada cómo una magnífica criatura de mito, se alzaba tan temible criatura. Nos siseaba y nos amenazaba con sus terribles colmillos.

Me quedé rígida, paralizada por el miedo. Pero al fin, el reptil giró su cabeza y se perdió reptando a través del bosque. Lo que me horrorizó entonces fue ver cómo mi hermana salía corriendo detrás de la bestia. “¡Hermana!” grité “¡Qué haces, vuelve!”. Nunca olvidaré lo que me contestó: “¡Tengo que seguirla, me lo ha pedido! ¡Natàlia! ¡La serpiente me está hablando!.”

Un desconcertante hormigueo recorrió mi espalda, pero no dudé en perseguir a mi hermana pequeña.

Su contorno se dibujaba y se recortaba entre la espesa naturaleza del bosque. Yo la seguía, a trompicones, arañándome contra las fuertes ramas. De pronto su figura desapareció entre la maleza. Grité su nombre con todas mis fuerzas, asustada e histérica, y salté entre los arbustos por los que ella había desaparecido.

La caída fue vertiginosa y sorprendente, pues me vi deslizándome a través de unos matorrales tan densos y tan cerrados que podría perfectamente asegurar que habían crecido artificialmente a modo de túnel o de tobogán.

Cuando caí al otro extremo, me di cuenta que había traspasado toda la ladera este de la montaña, que había recorrido varios centenares de metros en poquísimo tiempo.

Entonces alcé la vista y vi un hombre albino, con una tez extraordinariamente lívida y reluciente, con unos ojos abultados y vidriosos cómo los de un pez. El puñal que se asía a su puño goteaba de sangre y manchaba la verde hierba del terrible color de la muerte. A sus pies, una mujer que parecía estar embarazada, se tapaba el cuello con las dos manos, intentando contener la sangre que le borboteaba de la terrible herida que le había seccionado ese detestable hombre rubio.

Creo que entonces grité y vi cómo el hombre se abalanzaba sobre mí, con el terrible puñal hacia delante. Pero algo paso muy ras de suelo, cómo impulsado desde una gran distancia, y el monstruo albino tropezó cayendo fatalmente al suelo. Se oyó un grito pegajoso, y un suplicio de rabia. Su mismo puñal había travesado su cuerpo.

Antes de caer inconsciente, vi a mi pequeña hermana, levantándose fatigosamente del suelo, después de una potente caída, y detrás de ella, una serpiente portentosa siseaba al son del balanceo de los árboles.

Cuando salí de las sombras, estaba en el mismo hospital al que habíamos traído a mi madre. Ella ya estaba totalmente recuperada y todos me abrazaron emotivamente cuando me desperté. Instantes después me confirmaron la muerte de ese monstruoso hombre albino y el de su pobre víctima. Jamás volvimos a ese pueblo ni a hablar de él. Todo se perdió en los rincones oscuros de nuestra memoria.

Hasta el pasado día 12 de septiembre, veintitrés años después de lo sucedido.

Yo andaba por un callejón poco transitado de la ciudad. De pronto oí un siseo apagado, y me pareció ver, en la oscuridad de un rincón, el contorno zigzageante de un temible ser reptador. Me quedé paralizada de espanto, mientras asaltaban a mi mente recuerdos vociferantes de unos años lejanos y olvidados.

Entonces oí pasos sigilosos a mi espalda. No osaba girarme y me puse a correr. Oí detrás de mí que los pasos se aceleraban, y me perseguían. Entonces volví a oír ese escalofriante siseo y una figura oscura apareció de entre las sombras. Oí gritos de duelo y, por último, un alarido quejumbroso que terminaba en un lamentable hilo deshinchado.

Estaba terriblemente asustada y creo que mi horror aumentó aún más, cuando ese reptil escamosamente antinatural rozó mi pierna, dirigiéndose hacia el lugar del conflicto. No sé porqué lo seguí, no pude evitarlo.

Entonces vi lo que me ha anonadado tanto estos últimos días, y lo que ha hecho que me cuestionara tantas cosas:

En el suelo estaba tendido un hombre albino, monstruosamente lívido; e inclinado sobre él, en cuclillas, se encontraba otro hombre. Cuando me miró, creí perder el conocimiento. Entonces me vino a la mente una imagen fantásticamente vívida. La imagen del rostro de una mujer, tapándose la herida del cuello. Y una sonrisa, idéntica a la que podrían dibujar los labios de esa mujer asesinada, se formó en el rostro del extraño. Se levantó repentinamente y desapareció corriendo entre la oscuridad, acompañado por esa fabulosa criatura reptil que un día me guió para salvar una vida humana que se gestaba en el interior de una mujer asesinada.

Nota: Este relato no entre en concurso ya que se pasa del límite de 1700 palabras.