CALA OMBRIU, 2085

Mediados del siglo XXI: el país es el resultado de una deriva social que ya había machacado las décadas anteriores. No fue posible evitar lo que se veía venir. Se condenó el futuro de personas e instituciones que, supuestamente, debían de gozar de un margen de seguridad en sus errores. Pero se jugó con fuego y todo se perdió.

Para desgracia de una sociedad medianamente «habitable» a finales del siglo anterior, las cosas se desbocaron ante los ojos de quienes deberían rectificar los acontecimientos. Aquellos irresponsables no supieron ver más allá de su ombligo, apocados con su cortedad de miras. Despreciaron, una y otra vez, la confianza depositada en ellos.

El desastre ocurrió, y lo impensable se estableció como norma. Disueltos los eslabones de la autoridad, esta fue asumida por el poder, ese que no necesita recomendaciones; no hace falta nombrarlo porque lo conocemos.

Paralelamente, la sociedad quedó aplastada por lo más demoledor: la desigualdad económica y social entre los ciudadanos. Se destrozaron los cimientos de todo. Perdió la mayoría: los más pobres, como siempre. Los demás se resguardaron en los guetos impermeables de su riqueza, controlando aquello que fuera de su interés.

En este escenario se crean nuevas formas colectivas de vida y nuevas interacciones entre grupos, donde no se excluyen episodios de crueldad ni situaciones injustas. Inevitablemente surgen los guetos que, si bien no son estrictamente geográficos, constituyen barreras insalvables.

La gente se acostumbra a la situación: vive, malvive..., rebusca esperanza, y es en este lugar donde la novela se hace un hueco y observa lo que podría acontecerles a aquellas personas.