Entre bugambilias, jacarandas y adelfas
En un palacio sevillano, el padre del chico del pan, se hallaba en su escritorio hojeando sus libros. Sus ojos tenían un aura extraña, envejecida. Su mirada se perdía en el pensamiento de la esperanza de poder divisar, a través de la luz rojiza del crepúsculo, una vida plena, joven y bella. Gesto realizado en vano.
Dirigiéndose al patio, pudo contemplar cada semilla crecida, florecida, adulta. Adultez fruto del esfuerzo de su difunta y joven mujer de dieciséis años, Clara. Vida corta le fue destinada, mas llena de momentos que perduraran en su recuerdo. A modo de legado, Clara había dejado en el palacio semillas de las bugambilias, jacarandas y las adelfas, con la esperanza de que, tras su muerte, pudieran florecer en los meses próximos. No estaba equivocada. El jardín abundaba de colores rosa, como de fresa los labios de su esposa; blanco, como su natural y pálida piel, y rojo como la sangre que ya no corría por sus venas.
La muerte es un sueño profundo de descanso del viajero. Cuando yace moribundo, durmiendo en este mundo despierta en otro mejor, ella siempre solía decir eso.
Cada noche,viajaba a aquellos tiempos bajo el sol de verano, con la fusión de sus cálidos labios con los suyos, del real amor no forzado por matrimonio acordado. Amor fruto de la amistad, y amistad fruto de un trozo de duro pan bajo el caluroso sol de julio. Siempre que soñaba con ella, lloraba. Lloraba sin parar. Sus lágrimas eran jugo del alma, esencia del dolor. La calma de su hogar era ya como cristal roto, ya nada quedaba que pudiera hacer que mantuviera la cordura.
Cada día se levantaba con los últimos rayos de sol, para poder trabajar bajo la tranquila oscuridad que, según la tradición escrita, pertenecía a la muerte. Se sentía cerca de su esposa, pero a la hora del amanecer, se escondía bajo el refugio que sus sábanas les proporcionaban.
Al día siguiente, se despertó con una extraña sensación de angustia. Había soñado que su esposa iba a ser obligada a casarse con un hombre en el lugar en el que los muertos descansaban. No podía dejar que eso pasase, se lo prometió aquel día de verano. Ella no se casaría con una persona que no quería junto a sí misma durante el resto de los tiempos. Ellos estaban unidos hasta la muerte, pero no hasta que la muerte les separe, sino hasta la eternidad. Una eternidad sería poco en aquel momento, para describir sus intenciones y preocupaciones mentales durante los años que habían pasado. Pero ahora era el momento, el momento de abandonar la vida, para poder unirse con Clara. Sólo había una forma; entregándose a los fríos brazos de muerte.
Quién sabe si su suicidio había sido hijo de la desesperación, propia de quien con sano entendimiento se ve encerrado entre los apretados lazos de un amor imposible.