Lola tenía su lugar en el río. Un recodo alejado, al que solo se podía acceder a través de un sendero sin marcar, en bajada, entre árboles y matas, que comenzaba al finalizar la calle de tierra frente a su casa de fin de semana en Tanti. Había una pequeña cascada que podía cruzarse caminando y, junto a ella, una gran roca plana como una isla del tamaño de un colchón. La distancia y la disposición del paisaje no permitían que llegase hasta ahí el bullicio de los turistas dispersos en las distintas playas a lo largo del río.
Un viernes después de la siesta, con el cielo completamente despejado, Lola bajó a tomar sol. Colocó su esterilla sobre la roca, se untó bronceador por todo el cuerpo y puso en su boca un ansiolítico que tragó con agua del río. Seleccionó en su Ipod una play list de horas de mellow jazz, se colocó los auriculares y se puso de espaldas al cielo. La música y el sonido del agua no le permitían escuchar ni su propia respiración. Tampoco la sirena de los bomberos, anunciando la creciente. En poco tiempo se relajó y casi se queda dormida. Lo último que vio fue un hombre entre los árboles haciéndole señas con los brazos.