Arístides Betancourt llegaba tarde al oficio. Uno de los turistas a los que impartía clases de buceo había estado a punto de ahogarse, en una situación a la que Arístides seguía sin hallar explicación. El chico apenas se encontraba a cinco metros de la superficie, en un arrecife que el monitor conocía como la palma de su mano, pero de alguna manera se las había arreglado para perder el conocimiento. Por suerte, Arístides pudo intervenir a tiempo, aplicándole el boca a boca y otras técnicas de reanimación hasta que, finalmente, el joven acabó por recobrar la consciencia. Lo que más le había dolido de todo aquello era que los turistas se negaran a pagarle la clase, pero Arístides no insistió demasiado por miedo a que lo metieran en algún lío. Los perdió de vista tan rápido como pudo, guardó las bombonas, las gafas, y las aletas en el cobertizo del muelle y se dirigió a la Igreja do Poder de Deus bajo un sol de justicia, sin cambiarse el bañador