Nací en Caldas de Reis (Pontevedra), en marzo de 1984. Fue un lunes, previo a martes 13, y hacía un mes que había muerto Julio Cortázar.
Pasaron trece años desde ese momento hasta que comencé a escribir, espoleado por los misterios alienígenas de Expediente X, que me aterrorizaban y fascinaban a partes iguales. Por eso, por mucho tiempo, no escribí otra cosa que ciencia-ficción, a la que a veces vuelvo, como quien mira por encima del hombro y observa el trecho recorrido.
Tardé en enseñar lo escrito por pudor, por vergüenza. En el camino de un escritor también se encuentra el aprendizaje de exponerse, enseñarse, soportar la incerteza y la crítica.
En algún momento me llegó a las manos un librito de Cormac McCarthy, y se me abrió un mundo de nuevos caminos. Durante un tiempo, jugué a imitarle, y todavía lo hago, por puro placer de falso discípulo. Me pasó con otros autores. No en vano, los escritores somos lectores promiscuos, y adoramos siempre a muchos ídolos.
A lo largo del tiempo, he escrito sobre ciencia, sobre té, sobre música independiente, sobre literatura, sobre fútbol. Hice entrevistas, acudí acreditado a festivales, participé en mini foros, sintiéndome casi siempre un impostor. En 2012, publiqué tres cuentos con mi familia literaria, In crescendo (Ed. Anroart); también publiqué cuentos (en gallego) en los Contos estraños de Urco Editora; y, en 2017, mi primera novela, Canciones para no escuchar (La pajarita roja ed), la historia de unos muchachos que renegaban de madurar porque no parecía tener mucha utilidad en los tiempos que corren; y, finalmente, tras mis idas y venidas de Islandia, Días de Reykjavík (ed Piezas azules), un libro de cuentos ubicados en la capital de Islandia, a medio camino entre la experiencia y la ficción, la nostalgia y el juego.
Porque, por cierto, escribir es jugar. Los escritores jugamos eternamente.