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Moisés Ramírez

Los catastrofistas llevaban razón después de todo; o eso debió de pensar el Dr. Buster, vulcanólogo estadounidense, 40 años, en su segunda expedición al monte Érebo (3794 m), en las estribaciones de la cordillera Transantártica: el permafrost o hielo persistente de la región, con unos 3000 m de espesor medio, se había reducido muy ostensiblemente desde la primera estancia de Buster en la Antártida, allá por 2051. Tal como había supuesto el doctor, sus mediciones de CO2 y metano arrojaron niveles alarmantes, producto de las emisiones del volcán y el imparable derretimiento del permafrost. Lo que no sospechaban Buster ni nadie era que, además de CO2 y metano, este derretimiento hubiera liberado a un hongo desconocido, malo como él solo, que llevaba allí una friolera de millones de años hibernando bajo un glaciar de la isla de Ross.