Sobre un semiárido islote del Lago de Texcoco en el Valle de México, surgió una de las más formidables y esplendidas ciudades jamás conocidas: la capital del imperio azteca, México-Tenochtitlán; por mucho más civilizada, compleja y organizada que sus equivalentes de la época en Europa. Cerca de siglo y medio después de su fundación el centro urbano era el indiscutible foco del poder más representativo del antiguo México.
El estudio de los diferentes aspectos de la vida social, económica o cultural del mexica es tan vasto y complejo que es imposible aquí detenernos y verlos de cerca por lo que este trabajo estará enfocado exclusivamente en una aproximación a su conceptualización de la guerra y el elaborado entramado simbólico-religioso que sirve de justificación a sus intereses expansionistas.
Y no es fácil encontrar una concepción de la guerra más particular que aquella de los pueblos prehispánicos de México, especialmente la de la Guerra Florida, Xochilyaóyotl de los mexicas. Y hablar de ellos es sumergirse en una nación de compleja cosmovisión y no menos compleja en la diversidad de aspectos propios. La justificación de una clase de guerra que propendía la continuación de la humanidad (la del Anáhuac, el mundo conocido) por medio de sacrificios rituales, era obligación adquirida en una alianza con sus dioses para mantener vivo a Tonatiuh, el Sol, quien a su vez era el resultado de un sacrificio masivo de dioses que implicó que la humanidad retribuyera su inmolación con su propia sangre. Es así que la guerra para el mexica no se limitaría al papel de mecanismo para su expansión territorial y dominio con las consecuentes ventajas económicas, sino que éste le imprimiría un carácter religioso al identificarla como fuente de alimento para el Sol y éste estaba estrechamente relacionado con Huitzilopochtli, su dios de la guerra y divinidad principal.
La guerra era literalmente cuestión de vida para los mexicas. Las condiciones imperantes en el Valle de México exigían la consolidación de un estado fuerte para enfrentar el constante acoso de las otras ciudades-estado que buscaban hacerse con la hegemonía de la región. La religión constituía, en gran medida, la justificación de ésta. Presente en prácticamente todos los aspectos sociales e institucionales de la vida, la religión con sus elaborados rituales y dogmas exaltaba los valores y virtudes nacionales y el sentido pertenencia a su Estado cada vez más próspero y poderoso que no sólo encuentra en la guerra su única alternativa de supervivencia, sino que la usa para establecer - mediante un terror bastante explicito- su carácter de pueblo elegido y el indiscutible poder de sus dioses. En este punto la religión y la guerra se corresponden.